David García Contreras
Porque lo hice, porque experimenté
con mi propio cuerpo y mis aspiraciones, por eso lo cuento todo. Lo que aquí se
dice, desde la letra “p” mayúscula del inicio hasta la letra “a” minúscula del final,
no es más que la verdad; la verdad a secas, la verdad sin adjetivos ni modificaciones.
No podría ser de otra forma, cada vez estoy más convencido de mi soledad. Si hasta
la mentira, que hasta hace unos días era fiel compañera de cama, me ha abandonado.
Ahora andará en boca de todos, la muy perra, la muy hija de su rechingadamadre
–perdón, se supondría que no debía haber malas palabras en este escrito, pero es
mayor el miedo de perder dos líneas en momentos en que no se garantiza su reemplazo–.
Yo pensaba que todo iría bien, que los sacrificios, aunque dolorosos, habían valido
la pena. Pero tenía que venir esto; tenía que venir su partida y con ella acabaron
por irse todas mis aspiraciones de ser un gran escritor. Ya lo decía el insigne
escritor mexicano Sergio Carmona: para ser un buen escritor se necesita ser un
buen mentiroso. Yo ya no tengo ni eso. Por ello lo cuento todo. Para que el
mundo conozca mi historia y éste, el que quizá sea mi último texto.
Yo era un escritor común y corriente, como los miles
de escritores que pueblan las ciudades y los campos: esos que sueñan con publicar
en prestigiadas revistas, con escribir dos libros por año y con ganar uno de los
tantos premios que pululan alrededor del mundo. Vivía modestamente, al día: apenas
para comer. Eso fue al principio. Después se presentó lo que creí era mi gran oportunidad.
Comencé por publicar algunos poemas y uno que otro cuento en una revista marginal.
Sí, yo soy aquel que escribió el cuento que lleva por nombre Detractogénesis;
ése en el que se narra como un hombre, cargado de ira, se va matando poco a poco
hasta que sólo queda su cabeza colgada de un árbol. El cuento hace alusión a los
hombres que, segados por lo… ¡De nuevo me estoy saliendo del tema! –No borraré nada
de lo dicho por lo ya expuesto; aquel que desee leer el cuento completo debe recurrir
al número 60 de la Revista Moho, página doce.
Mi gran oportunidad llegó con mi primera novela. Tengo
que reconocer que por aquellos tiempos las cosas no se veían muy claras. Publicaba
muy esporádicamente y, como era de esperarse, no lograba que mi carrera despegara.
Fue cuando encontré aquel libro: Zona de escritores: sólo para aquellos que no
han ganado un premio Nobel, de J. Martínez. La principal tesis de la autora,
sostiene que los grandes escritores se han formado en el dolor. A mayor dolor, mayor
creatividad. La posteridad se escribe con lágrimas, finaliza rotundamente
el ensayo.
No puedo negar que el ensayo me conmocionó demasiado.
Aún ahora no sé si fue el momento en que lo leí, o si fue la prosa fluida y tajante,
o cualquier otra cosa, lo que cinceló el mensaje en mi cabeza. Lo cierto es que
comencé a planear la manera de causarme un gran dolor. Justo es reconocer que hasta
entonces mi vida era tranquila y sin grandes pesares. Ya he dicho que mis mayores
sufrimientos eran la pobreza y la falta de oportunidades para ingresar al selecto
y mil veces exquisito mundo de la pluma y el papel. Salvo esto, mi vida era estable:
un canario, un perro, un departamento y un coche que mal que bien, servía para transportarme.
Hasta aquí alguien podría decir que la pobreza y la frustración artística son razones
suficientes para el sufrimiento. Estoy de acuerdo a medias pues, si bien me encontraba
acongojado, tal parecía que el dolor no era suficiente para desencadenar la creación
masiva.
Así fue como decidí sacrificar algunas cosas en pos
de la gloria. Primero, fue el canario, al que sometí a un régimen grotesco privándolo
de su dotación diaria de alpiste y agua. Al cabo de una semana, murió. Estuve triste
un par de días y sin embargo los resultados no se materializaron en el papel. Todo
parecía indicar que necesitaba algo más, si de verdad quería trascender. El siguiente
fue mi perro. A Gus le suministré veneno para ratas en su comida. Fueron
horas de agonía. Cuando creí que ya había muerto me sorprendía con un débil gemido
o con un leve respiro que se fue haciendo más esporádico y lento hasta que por fin
se desapareció. Lloré por horas. Él confiaba en mí y yo lo asesiné. En su agonía
me buscaba con la mirada, con esos ojos vidriosos que no he podido olvidar; solicitaba
mi ayuda, imploraba mi consuelo, sin saber que aquel hombre que tenía ante sí era
el mismo que había causado su desgracia.
Esta vez el sacrificio si rindió frutos, aunque sólo
fuera por un tiempo. Comencé a escribir lo que después sería mi novela. Todo salió
de maravilla. El libro obtuvo el Premio Nacional, por la publicación de primera
novela, de una prestigiada editorial mexicana. Fui popular por un tiempo.
Lo malo vino después; después de las presentaciones,
los autógrafos y los aplausos. Fue allí, sentado frente a la hoja en blanco, donde
supe que el escritor se prueba en la constancia. Y no valió un ápice sufrir por
ello. De nada sirvió el llanto, los jalones de cabello y las maldiciones al vacío
de la hoja que amenazaba con devorarme. La prolija blancura se burlaba, día y noche,
de mi escasa inspiración.
Creí volverme loco; sin embargo, a punto de caer pude
asirme de una cuerda que logró sacarme, momentáneamente, del pantano. Aquel día
salí de casa con la esperanza de hallar afuera un remedio: una evasión. Caminé hacia
el centro de la ciudad, buscando el bullicio que me permitiera fundirme con los
otros. Fue una gran idea. Comencé a relajarme, a tal punto que acepté que una mujer
leyera mi mano. Me dijo que había tenido suerte pero que en escritores mediocres
como yo esa era una gracia pasajera. Me alejé de allí lanzándole maldiciones. No
volví a casa hasta que encontré otra adivina que leyera mi mano. En un primer momento
titubeó. Le exigí que me dijera la verdad: su dictamen fue más o menos el mismo.
Llegué a casa sopesando la posibilidad. Si todo estaba
en la mano ¿no podía yo cambiar mi destino deshaciéndome de ella? Además, esto me
causaría un gran dolor que redundaría, según yo, en una gran obra: mi tan anhelada
obra maestra. Quizá con ella llegaría la gloria. Bien valía la pena el sacrificio.
Al día siguiente dibuje con un cuchillo una línea
más en la palma de mi mano izquierda. La herida, aunque poco profunda era grande.
Me apliqué un torniquete en la muñeca apretándolo con fuerza. Los siguientes tres
días no lo afloje ni un momento. Los resultados no se hicieron esperar: la carne
de mi mano comenzó a gangrenarse. Dos días más tarde fui al hospital: ahora les
tocaba a ellos hacer lo suyo.
Esta por demás decir que el dolor que sentí esos días
fue tremendo. Ahora ya no hay dolor; ahora, a una semana de la amputación, me encuentro
aquí, en éste sucio hospital: manco, pobre y sin inventiva…
(Tomado
de www.ficticia.com)
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