Edith Wharton
1
De pie junto a la chimenea del salón, Waythorn esperaba
a que su esposa bajara a cenar. Era la primera noche que ambos pasaban en casa de
él y lo embargaba un inusitado nerviosismo juvenil. No es que fuera mayor (los
lentes le añadían poco más de los treinta y cinco años que admitía tener su esposa),
pero a él le gustaba pensar que ya había alcanzado la edad de la madurez. Ahí estaba,
sin embargo, esperando el sonido de los pasos de ella, emocionado por lo que presagiaban.
Las guirnaldas nupciales que adornaban las jambas de la puerta habían avivado en
su interior un rescoldo de sentimentalismo que quedó flotando en el aire, y que
lo hacía gozar doblemente de la acogedora estancia en la que se encontraba y de
la grata cena dispuesta en la contigua.
La enfermedad de Lily Haskett, hija del
primer matrimonio de la señora Waythorn, había provocado el precipitado regreso
de la pareja de su luna de miel. La pequeña había sido trasladada a casa de Waythorn
por expreso deseo de éste el mismo día de la boda de su madre. Nada más llegar,
el doctor les confirmó que se trataba de fiebre tifoidea, si bien declaró que los
síntomas parecían favorables. Lily había cumplido doce años de salud impecable,
por lo que el caso prometía ser benigno. También la enfermera les habló en términos
tranquilizadores, de manera que, tras la alarma inicial, la señora Waythorn se adaptó
a la situación. Aunque adoraba a Lily (tal vez había sido dicho fervor lo que más
había atraído a Waythorn), era dueña de sus emociones, virtud que había heredado
su hija y que la alejaba del prototipo de mujer que malgasta pañuelos en preocupaciones
estériles.
Así pues, Waythorn se disponía a verla
aparecer de un momento a otro, con un ligero retraso debido a una visita de última
hora a Lily, pero tan serena y comedida como si hubiera depositado su beso de buenas
noches sobre la frente de la salud personificada. Su entereza constituía un alivio
que contrarrestaba la contumaz suspicacia de Waythorn. Al imaginarla inclinada sobre
la cama de la niña, pensaba en lo reconfortante que habría de resultar su presencia
durante periodos de enfermedad: el mero rumor de sus pasos debía ser como un presagio
de curación.
La vida de Waythorn había sido gris,
más debido a su carácter que a las circunstancias, y ella lo había atraído precisamente
por aquella innata alegría que la mantenía jovial y activa a una edad en que la
mayor parte de actividades femeninas se tornaban apáticas o febriles. Sabía lo que
se decía de ella, porque, aunque gozaba de simpatías, siempre había persistido un
vago trasfondo de detracción. Cuando, nueve o diez años antes, había irrumpido en
Nueva York como la preciosa señorita Haskett desenterrada por Gus Varick de no se
sabía dónde (¿de Pittsburg o de Utica?), la sociedad, al tiempo que se apresuraba
a aceptarla, se reservó el derecho a recelar de su propia indulgencia. Las pesquisas,
sin embargo, establecieron sin ningún género de dudas su relación con cierta familia
socialmente imperante, y justificaron su reciente divorcio como el resultado natural
de una boda a los diecisiete, con fuga incluida. Y puesto que nada se sabía del
señor Haskett, era fácil formarse una mala opinión de él.
El segundo matrimonio de Alice Haskett
con Gus Varick constituyó para ella el pasaporte a la élite cuya aceptación anhelaba
y, durante algunos años, los Varick fueron la pareja más popular de la ciudad. Por
desgracia, la unión resultó breve y tormentosa y, en esta ocasión, el marido también
contaba con un buen número de partidarios. Pese a todo, incluso los defensores más
acérrimos de Varick admitieron que éste no había nacido para el matrimonio. Por
su parte, los motivos aducidos por la señora Varick fueron de envergadura suficiente
como para superar con éxito la inspección de los tribunales neoyorquinos. Un divorcio
en Nueva York equivalía a un diploma de virtud y, en la cuasi viudedad que siguió
a aquella segunda separación, la señora Varick adoptó tal aire de santidad que incluso
le estuvo permitido desahogar sus penas en los oídos más escrupulosos de la ciudad.
No obstante, cuando se supo que iba a casarse con Waythorn, estalló una reacción
pasajera. Sus mejores amigas habrían preferido continuar viéndola en ese papel de
esposa agraviada que le resultaba tan favorecedor como el tejido de crepé a las
pieles sonrosadas.
En realidad, había transcurrido un tiempo
prudencial, y ni siquiera llegó a insinuarse nunca que Waythorn hubiese suplantado
a su predecesor. Pese a ello, la gente movía desaprobadoramente la cabeza en presencia
de él, y cierto amigo, a quien Waythorn había confesado que daba aquel paso con
los ojos bien abiertos, se vio obligado a replicarle con gravedad oracular: “Sí,
y con los oídos bien cerrados”.
Waythorn se permitía desdeñar aquel tipo
de insinuaciones. En jerga de Wall Street: los había “desbancado” a todos en cuanto
a progresismo. Sabía que la sociedad no se había adaptado todavía a los efectos
del divorcio, y que hasta que no se produjera dicha adaptación cada mujer que ejercitaba
la libertad que le concedía la ley debía autojustificarse socialmente. Waythorn
tenía gozosa confianza en la habilidad de su mujer para justificarse a sí misma.
Sus expectativas se vieron cumplidas y, antes de que tuviera lugar la boda, el círculo
de Alice Varick la había respaldado públicamente. Ella lo asumió todo con entereza:
la acompañaba la virtud de ir superando obstáculos de los que parecía no ser consciente.
Todo lo contrario de Waythorn, el cual
rememoraba perplejo cómo en el pasado había llegado a enajenarse por asuntos baladíes.
Lo embargaba la sensación de haber hallado refugio en una naturaleza más tupida
y cálida que la suya, y a dicha satisfacción contribuía ahora saber que su mujer,
una vez atendida Lily en todo lo posible, no sentiría remordimiento maternal por
disfrutar con él de una agradable cena.
Pero, cuando finalmente se reunió con
él, lo que traslucía el adorable semblante de la señora Waythorn no era entusiasmo
precisamente. Aunque se había puesto su traje de noche más atractivo, se había olvidado
de adoptar la sonrisa a juego, y Waythorn pensó que era la primera vez que detectaba
en ella algo parecido a la preocupación.
–¿Qué ocurre? –preguntó–. ¿Le pasa algo
a Lily?
–No. Acabo de estar con ella y todavía
duerme –la señora Waythorn vaciló–. Pero ha ocurrido algo bastante embarazoso.
Él la tomó de ambas manos y, al hacerlo,
advirtió que arrugaba un papel entre ellas.
–¿Y esta carta?
–Sí… El señor Haskett escribió… Su abogado,
quiero decir.
A su pesar, Waythorn sintió que se ruborizaba.
Soltó las manos de su mujer.
–¿Qué dice?
–Habla de ver a Lily. Ya sabes, el juez…
–Sí, sí –la interrumpió con impaciencia.
Nada se sabía de Haskett en Nueva York.
Vagamente se daba por hecho que permanecía en la brumosa periferia de la cual había
sido rescatada su mujer. Waythorn era de los pocos que estaban al corriente de que
había liquidado sus negocios en Utica para seguirla hasta Nueva York y poder así
estar cerca de su pequeña. Muchas veces, durante el noviazgo, Waythorn había coincidido
con Lily en los escalones de la entrada de su casa, sonrosada ella y risueña, lista
“para ver a papá”.
–Lo siento muchísimo –murmuró la señora
Waythorn.
Él se puso en pie.
–¿Qué quiere? –preguntó.
–Quiere verla. Ya sabes que debe pasar
un rato con él una vez por semana.
–Bueno… No esperará verla ahora, ¿no?
–No… Se enteró de su enfermedad. Pero
espera poder venir aquí.
–¿Aquí?
La señora Waythorn enrojeció ante la
reacción de su esposo. Ambos desviaron las miradas.
–Me temo que tiene derecho… Míralo tú
mismo… –ella hizo ademán de ofrecerle la carta.
Waythorn se apartó con un aspaviento
de rechazo. Se quedó contemplando la habitación sutilmente iluminada que hasta hacía
unos instantes irradiaba intimidad nupcial.
–Lo siento tanto… –repitió ella–. Si
pudiéramos trasladar a Lily…
–Eso, ni pensarlo –atajó él con vehemencia.
–Ya… claro.
Al advertir el temblor de los labios
de ella se sintió un patán.
–Que venga, por supuesto –dijo–. ¿Qué
día le toca?
–Mañana, me temo.
–Muy bien. Envíale una nota por la mañana.
El mayordomo entró para anunciar la cena.
Waythorn se volvió hacia su esposa.
–Vamos… Debes estar cansada. Es un asunto
molesto, pero procura olvidarlo –le dijo tomándole la mano y pasándola por debajo
de su brazo.
–¡Qué bueno eres, querido! Lo intentaré
–le susurró ella.
Enseguida se le despejó el semblante,
y al mirarlo por encima del centro floral, entre las sombras rosáceas de las velas,
Waythorn percibió en sus labios una sonrisa incipiente.
–¡Qué precioso está todo! –suspiró embelesada.
Él se dirigió al mayordomo:
–El champán enseguida, por favor. La
señora Waythorn está cansada.
Sus miradas se cruzaron durante unos
segundos por encima de las copas burbujeantes. La de ella parecía serena y despreocupada,
por lo que él dedujo que había seguido su consejo y olvidado el incidente.
2
A la mañana siguiente Waythorn bajó antes de lo habitual.
Era improbable que Haskett llegara antes del mediodía, pero lo espoleó el instinto
de huida. Tenía intención de pasar todo el día fuera, pensaba cenar en el club.
Al cerrarse la puerta tras él, cayó en la cuenta de que antes de que volviera a
abrirla, aquel umbral habría acogido a otro hombre con tanto derecho a entrar como
él mismo. La idea le desagradó profundamente.
Tomó el tren elevado a la hora de los
oficinistas y pronto se encontró apretujado entre dos bloques de humanidad colgante.
A la altura de la calle octava el hombre que tenía delante se escabulló y otro ocupó
su lugar. Al levantar la vista, Waythorn comprobó que se trataba de Gus Varick.
Ambos estaban tan cerca que fue imposible ignorar la sonrisa de reconocimiento que
afloró a la atractiva y jactanciosa cara de Varick. Y después de todo… ¿por qué
no? Siempre se habían tratado con cordialidad, y Varick se había divorciado antes
de que empezaran las atenciones de Waythorn hacia su esposa. Intercambiaron algún
comentario sobre la crónica mortificación de los trenes atestados y cuando, milagrosamente,
quedó libre un asiento doble a su lado, el instinto de conservación impulsó a Waythorn
a ocuparlo, al igual que había hecho Varick.
Este último lanzó un profundo suspiro
de alivio.
–¡Dios! Empezaba a sentirme como una
flor machacada –se retrepó en el asiento, mirando distraídamente a Waythorn–. Siento
que Sellers esté otra vez fuera de combate.
–¿Sellers? –repitió Waythorn, sobresaltado
al oír el nombre de su socio.
Varick pareció sorprenderse.
–¿No sabe que está con gota?
–No, he estado fuera… Regresé anoche
–presintiendo la sonrisa del otro, Waythorn se sintió enrojecer.
–Oh… claro, naturalmente. Hace sólo dos
días del ataque de Sellers. Me temo que está bastante mal. Muy inoportuno para mí,
además, porque me estaba tramitando un asunto importante.
–¿Sí? –Waythorn se preguntaba desde cuándo
estaría Varick metido en “asuntos importantes”. Hasta entonces se había limitado
a realizar incursiones en las aguas poco profundas de la especulación, terreno éste
en el que no solía involucrarse la oficina de Waythorn.
Se le ocurrió entonces que Varick podría
estar hablando por hablar, para aliviar el malestar de la proximidad. A Waythorn
la tensión se le hacía cada vez más insoportable. A la altura de la calle Cortland
divisó a un conocido y, de repente, le dio por pensar en la imagen que él y Varick
estarían ofreciendo a quienes estuvieran al tanto de su situación. Se puso en pie
de un salto farfullando una excusa.
–Espero que encuentre mejor a Sellers
–dijo Varick cortésmente.
A lo que él replicó con un titubeante:
–Si yo puedo serle de alguna utilidad…
–y luego se dejó arrastrar hacia el andén entre el gentío que salía.
Una vez en su oficina le confirmaron
que, en efecto, Sellers había sufrido un ataque de gota y que probablemente no podría
salir de casa en unas semanas.
–Siento mucho que haya ocurrido esto,
señor Waythorn –dijo el encargado con afables intenciones–. Al señor Sellers le
sabía muy mal la idea de darle tanto trabajo extra precisamente ahora.
–¡Oh, no tiene importancia! –se apresuró
a decir Waythorn. En su interior agradecía la presión de trabajo adicional. Pensó
que cuando acabara la ardua jornada y, camino a casa, le haría una visita a su socio.
Como se le hizo tarde para almorzar,
entró en el restaurante más próximo en lugar de dirigirse al club. El local estaba
abarrotado y el camarero lo apremió hacia la zona del fondo para que ocupara la
única mesa disponible. Al principio, entre la nube de humo de tabaco, Waythorn no
distinguía a sus vecinos de mesa, pero pronto, mirando a su alrededor, divisó a
Varick sentado a escasos metros. En esta ocasión, por fortuna, había demasiada distancia
entre ellos para entablar conversación. Podría ser que Varick, que miraba hacia
otra parte, ni siquiera lo hubiera visto. No obstante, no dejaba de resultar paradójica
aquella recurrente cercanía de ambos.
Se comentaba que a Varick le gustaba
la buena vida, y, mientras Waythorn despachaba su almuerzo a toda prisa, vigilaba
de soslayo, y casi con envidia, la parsimonia con que el otro degustaba el suyo.
Cuando reparó en él, se encontraba ensimismado ante un trozo de camembert en su
punto óptimo de fundición y ahora, una vez retirado el queso, se estaba sirviendo
un café doble de una pequeña cafetera de barro. Su perfil rubicundo se inclinaba
sobre la tarea: lo vertía con lentitud, sujetando con una mano blanca y enjoyada
la tapa de la cafetera. A continuación alargó la mano hacia la botella de coñac
que tenía junto al codo, llenó un vaso de licor, dio un sorbo tentativo y vertió
el brandy en su taza de café.
Waythorn lo observaba con algo parecido
a la fascinación. ¿En qué estaría pensando? ¿Sólo en el sabor del café y del licor?
¿Es que el encuentro de la mañana había dejado tan poca secuela en sus pensamientos
como en su fisonomía? ¿Estaba ya su esposa tan borrada de la vida de Varick como
para que el encuentro con su actual marido, a una semana de la boda, fuera sólo
un incidente más en su jornada? Y mientras Waythorn elucubraba lo asaltó otra idea:
¿alguna vez se habría encontrado Haskett con Varick de la misma forma que se habían
encontrado Varick y él? Pensar en Haskett le soliviantó. Se levantó y abandonó el
restaurante dando un rodeo para rehuir la plácida ironía del saludo de Varick.
Eran más de las siete cuando Waythorn
llegó a su casa. Le pareció que el criado que le abrió la puerta lo miraba de modo
extraño.
–¿Cómo se encuentra la señorita Lily?
–le preguntó con brusquedad.
–Muy bien, señor. Un caballero…
–Dígale a Barlow que retrase la cena
media hora –e interrumpió Waythorn lanzándose escaleras arriba.
Fue directo a su habitación y se cambió
antes de ver a su mujer. Cuando llegó al salón ella ya estaba allí, relajada y radiante.
Lily había pasado bien el día, el doctor no tendría que acudir aquella noche.
Durante la cena, Waythorn le habló de
la enfermedad de Sellers y de sus consecuencias. Ella escuchó con interés, aconsejándole
que no se dejara sobrecargar de trabajo y haciendo preguntas, típicamente femeninas,
sobre su rutina laboral. Seguidamente le refirió la jornada de Lily. Le trasladó
las palabras textuales de médico y enfermera, y le informó de quiénes se habían
interesado por la salud de la niña. Nunca la había visto él tan sosegada y apacible.
Con algo de remordimiento, reparó en lo feliz que se veía cuando estaba con él;
tan feliz que revivir los triviales acontecimientos del día le producía un regocijo
infantil.
Tras la cena se dirigieron a la biblioteca.
El criado depositó el café y los licores en una mesita auxiliar delante de ella
y se marchó. Se veía singularmente delicada y aniñada con aquel vestido rosa pálido
que destacaba contra uno de los sillones de soltero tapizado en piel oscura. Un
día antes aquel contraste habría complacido a Waythorn.
Se giró, sin embargo, eligiendo un puro
con afectada concentración.
–¿Vino Haskett? –le preguntó vuelto de
espaldas.
–Oh, sí… vino.
–No lo viste, naturalmente.
Ella vaciló un instante:
–Hice que lo atendiera la enfermera.
Eso fue todo. No había nada más que preguntar.
Se volvió súbitamente hacia ella, acercando un cerillo a su puro. Bueno, al menos
durante una semana la cuestión estaba zanjada. Procuraría no pensar demasiado en
ello. Algo más arrebolada de lo habitual, alzó la vista hacia él, con una sonrisa
en la mirada.
–¿Quieres ya el café, querido?
Apoyado sobre la chimenea, observó cómo
ella levantaba la tapa de la cafetera. La luz de la lámpara centelleaba sobre sus
pulseras, haciendo brillar su pelo sedoso. ¡Qué frágil y delicada era y con qué
naturalidad se acompasaban sus gestos! Parecía una criatura toda hecha de armonías.
A medida que se desvanecía el recuerdo de Haskett, Waythorn volvía a sucumbir al
deleite de la posesión. Le pertenecían a él aquellas manos blancas y sus revoloteos
de mariposa, el delicado lustre de su pelo, los labios y los ojos…
Ella soltó la cafetera, después alcanzó
la botella de coñac y, usando como medida un vasito de licor, lo vertió sobre la
taza de él.
De repente, Waythorn lanzó una exclamación.
–¿Qué ocurre? –preguntó ella sobresaltada.
–Nada, es que no tomo coñac con el café.
–¡Oh, qué boba soy! –se lamentó ella,
consternada.
Sus ojos se encontraron y ella se ruborizó
embargada por una repentina vergüenza.
3
Diez días después, Sellers, todavía confinado en casa,
le pidió a Waythorn que pasara a verlo de camino al centro.
El veterano socio, con el pie vendado
y colocado en alto junto al fuego, recibió a su colega con aire de sentirse cohibido
por algo.
–Lo siento, querido amigo, pero tengo
que pedirte que hagas por mí algo un poco embarazoso.
Waythorn aguardaba, y el otro, tras una
pausa aparentemente destinada a reorganizar sus frases, prosiguió:
–Es que, justo cuando me quedé fuera
de combate con lo del pie, acababa de embarcarme en un asunto bastante complicado
con… Gus Varick.
–¿Y? –dijo Waythorn intentando evitarle
la tensión.
–Bueno, la cuestión es la siguiente:
Varick vino a verme el día anterior a mi ataque. Alguien con información de primera
mano debió darle un soplo que lo hizo ganar cien mil dólares. Vino para asesorarse
y yo le aconsejé que invirtiera en Vanderlyn.
–¡Vaya! –exclamó Waythorn vislumbrando
en una fracción de segundo lo que había sucedido. La inversión era interesante,
pero requería cierta negociación. Escuchó atentamente mientras Sellers le exponía
el caso y, cuando éste concluyó, preguntó–: ¿Crees que yo debería quedar con Varick?
–Me temo que yo no estoy en condiciones
de hacerlo aún. El médico fue tajante. Y esto no puede esperar. Odio tener que pedirte
esto, pero nadie más en la oficina conoce a fondo el tema.
Waythorn guardó silencio. Le importaba
un rábano que Varick saliera airoso de su aventura, pero tenía que considerar el
buen nombre de la oficina y, por otra parte, se sentía obligado con su socio.
–De acuerdo –dijo–. Lo haré.
Esa tarde, tras haber sido citado por
teléfono, Varick acudió a la oficina. Waythorn, que esperaba en su despacho privado,
se preguntaba qué pensarían los demás.
Los días previos a que la señora Waythorn
contrajera matrimonio, los periódicos habían proporcionado a sus lectores exhaustivos
detalles sobre sus anteriores incursiones conyugales, y Waythorn imaginaba a los
empleados sonriendo a espaldas de Varick mientras lo invitaban a pasar.
Varick se condujo de forma admirable.
Se comportó de modo natural sin parecer indecoroso, y Waythorn fue consciente de
que él mismo no estuvo ni mucho menos a su altura. Varick no tenía experiencia en
los negocios, por lo que la charla se prolongó durante casi una hora en el transcurso
de la cual Waythorn le explicó con escrupulosa precisión los detalles de la transacción
que le proponían.
–Le estoy profundamente agradecido –dijo
Varick incorporándose–. La verdad es que no estoy acostumbrado a tener una cantidad
importante de dinero de la que preocuparme y no quiero hacer el tonto… –sonrió,
y Waythorn no pudo dejar de reconocer que había algo grato en su sonrisa–. Se me
hace increíblemente raro tener dinero suficiente para pagar facturas. ¡Hace cuatro
años habría vendido mi alma por ello!
La alusión suscitó una mueca de contrariedad
en Waythorn. Le había llegado el rumor de que la falta de fondos había sido una
de las causas determinantes en la separación de Varick, pero no pensó que sus palabras
hubieran sido malintencionadas. Más probable parecía que el deseo de eludir temas
espinosos lo hubiera precipitado fatídicamente hacia uno. Waythorn no quiso parecer
menos cortés:
–Bueno, haremos por usted todo lo que
podamos –dijo–. Creo que este negocio en el que se metió puede resultar interesante.
–¡Oh, estoy seguro de que saldrá de maravilla!
Ha sido tremendamente amable de su parte… –Varick se interrumpió, indeciso–. Supongo
que el asunto está zanjado, pero si…
–Si sucede algo antes de que Sellers
se haya incorporado, volveremos a vernos –dijo Waythorn con calma. Le complacía
ser él, finalmente, quien diese muestras de mayor aplomo.
La enfermedad de Lily proseguía su curso
sin complicaciones y, según pasaban los días, Waythorn se iba acostumbrando a la
visita semanal de Haskett. La primera vez se había ausentado hasta bien tarde, interrogando
a su mujer a su regreso acerca de la visita.
Ella le había respondido sin vacilar
que Haskett sólo se había entrevistado abajo con la enfermera, puesto que el médico
no admitía a nadie en la habitación de la niña hasta que la crisis hubiera remitido.
La semana siguiente, Waythorn también
se había preparado para el día de la visita de Haskett, pero para cuando regresó
a casa a la hora de la cena se había olvidado por completo del tema. Días antes,
con un súbito descenso de la fiebre, había concluido el periodo crítico de la enfermedad,
confirmándose que la niña estaba fuera de peligro. En medio del alborozo general,
a Waythorn no se le ocurrió volver a pensar en Haskett, de manera que una tarde,
tras entrar a la casa con su propia llave, se dirigió directamente a la biblioteca
sin reparar en el ajado sombrero ni en el paraguas que había en el vestíbulo.
Ya en la biblioteca descubrió a un hombrecillo
de aspecto insignificante, con barba gris y rala, sentado al filo de una silla.
El desconocido bien podría ser un afinador de pianos, o cualquiera de esas personas
misteriosamente eficaces a quienes se avisa con urgencia para arreglar cualquier
minucia de los aparatos domésticos. Al advertir la presencia de Waythorn, parpadeó
nerviosamente a través de sus gafas de montura dorada y dijo en tono apenas audible:
–El señor Waythorn, supongo… Soy el padre
de Lily.
Waythorn se sonrojó.
–Oh… –farfulló incómodo. A su pesar,
lamentando parecer grosero, enmudeció.
En su interior intentaba conciliar al
Haskett de carne y hueso con la imagen proyectada por los recuerdos de su mujer.
A Waythorn siempre le habían hecho creer que el primer marido de Alice era un desalmado.
–Siento molestar –dijo Haskett con cortesía
de tendero.
–No, en absoluto –respondió Waythorn
recuperando la compostura–. Supongo que ya habrán avisado a la enfermera…
–Eso creo. No me importa esperar –dijo
Haskett. Hablaba de forma resignada, como si la vida ya le hubiera arrebatado toda
su capacidad de resistencia.
Waythorn permanecía plantado bajo el
umbral, quitándose atribuladamente los guantes.
–Lamento que lo hayan hecho esperar.
Enseguida llamo a la enfermera –dijo y, al tiempo que abría la puerta, añadió haciendo
un esfuerzo–: me alegro de que podamos darle informes favorables de Lily.
El “podamos” le provocó un ligero espasmo
que Haskett pareció no advertir.
–Gracias, señor Waythorn. Para mí han
sido unos días de intensa preocupación.
–Sí, bueno, ya pasó. Pronto podrá volver
a estar con la niña –Waythorn se excusó con una inclinación de cabeza y salió.
Ya en su habitación, se sentó profiriendo
un gemido. Odiaba aquella susceptibilidad suya, propia de mujeres, que lo hacía
tan vulnerable a las grotescas casualidades de la vida.
Cuando se casó sabía que los dos maridos
anteriores de su mujer aún vivían y que, en la multiplicidad de relaciones de la
existencia moderna, había mil probabilidades contra una de toparse con uno u otro.
No obstante, su breve encuentro con Haskett lo había irritado profundamente, como
si alguna ley hubiera desatendido su obligación de eliminar los obstáculos que habían
propiciado el encuentro.
Waythorn se levantó de un brinco y empezó
a dar vueltas por la habitación presa de los nervios. No lo había pasado ni la mitad
de mal en sus dos encuentros con Varick. Era la presencia de Haskett en su propia
casa lo que hacía la situación intolerable. Se detuvo al escuchar pasos en el corredor.
–Por aquí, por favor –oyó decir a la
enfermera.
Así que conducían a Haskett hasta arriba…
¡No le estaba vedado ni un rincón de la casa! Waythorn se desplomó en otra silla
mirando distraídamente ante sí. Sobre el tocador había una fotografía de Alice,
tomada cuando él la conoció. Por entonces todavía era Alice Varick. ¡Qué elegante
y distinguida le había parecido! Las que llevaba al cuello eran las perlas de Varick.
Se las devolvieron, a instancias de Waythorn, antes del matrimonio. ¿Le habría regalado
Haskett alguna baratija? ¿Y qué habría sido de ella?, se preguntaba Waythorn. Reparó
de repente en lo poco que sabía de la situación pasada o presente de Haskett. Sin
embargo, del aspecto y de la forma de hablar del hombre se discernía con curiosa
precisión el contexto del primer matrimonio de Alice. Lo desconcertó pensar que
ella hubiera podido tener en su pasado una existencia tan distinta a todo cuanto
él le había proporcionado. Varick, pese a sus defectos, era un caballero, en el
sentido tradicional y convencional del término, justo en el sentido que, por raro
que pudiera parecer, más consideración le merecía a Waythorn. Él y Varick tenían
los mismos hábitos sociales, hablaban el mismo lenguaje, entendían las mismas alusiones.
Pero este otro individuo…
Sobre todo, y paradójicamente, lo inquietaba
que Haskett luciera una corbata raída, de esas que se venden ya confeccionadas,
sujeta con un elástico. ¿Por qué un detalle tan ridículo habría de definir a la
persona? A Waythorn le exasperaba su propia mezquindad, pero el detalle de la corbata
se amplificaba, se superponía a lo demás convirtiéndose en algo así como la llave
del pasado de Alice. Podía vislumbrarla en la “salita” tapizada con tejido de felpa,
con una pianola y una copia de Ben Hur sobre la mesa de centro. La imaginaba
también yendo al teatro con Haskett, quizá incluso a algún acto social de la parroquia,
ella con sombrero y Haskett con levita oscura, algo arrugada, y con la corbata prefabricada
sujeta con elástico. De regreso a casa, se detendrían a mirar los escaparates iluminados,
demorándose ante las fotografías de actrices neoyorquinas. Los domingos por la tarde
Haskett la llevaría a pasear, empujando ante ellos el cochecito esmaltado en blanco
de Lily.
Waythorn incluso tuvo una visión de la
gente con la que se detendrían a conversar. Podía figurarse lo guapa que estaría
Alice, con un vestido copiado con acierto de alguna revista de moda de Nueva York,
mirando con desdén a otras mujeres, renegando de su vida, sintiendo en lo más recóndito
de su ser que ella pertenecía a un sitio con más clase.
Pero, fundamentalmente, prevalecía en
Waythorn el estupor por la manera en que ella se había desprendido de la etapa de
su existencia que había supuesto su matrimonio con Haskett. Era como si su apariencia
completa, cada gesto, cada inflexión, cada alusión, fuera una estudiada negación
de aquel periodo de su vida. Si llegara a negar haber estado casada con Haskett
probablemente se debería menos a una mentira que al hecho de haberse olvidado por
completo de la remota mujer que había sido la esposa de aquel hombre.
Waythorn se incorporó, interrumpiendo
el análisis que hacía de los motivos de ella.
¿Qué derecho tenía él a crearse una efigie
ficticia y ponerse a juzgarla? De una forma imprecisa, ella se había referido a
su matrimonio como infeliz, insinuando con prudente reticencia que Haskett había
arruinado sus ilusiones juveniles… desafortunadamente, la paz mental de Waythorn
se había visto alterada por el aspecto inofensivo de Haskett, y por la luz distinta
que dicho detalle arrojaba sobre la naturaleza de aquellas ilusiones. Como cualquier
otro hombre, también él prefería creer que su esposa había sido vilipendiada por
su primer marido a pensar que las cosas habían sucedido a la inversa.
4
–Señor Waythorn, no me gusta la institutriz francesa de
Lily.
Haskett, sumiso y como haciéndose perdonar,
se plantó en la biblioteca delante de Waythorn, dando vueltas en la mano a su gastado
sombrero.
Waythorn, sorprendido en su sillón con
el periódico de la tarde, le devolvió a su visitante una mirada atónita.
–Disculpe que haya acudido a verlo –continuó
Haskett–, pero ésta es mi última visita y pensé que sería preferible hablar con
usted antes que escribir al abogado de la señora Waythorn.
Waythorn se levantó incómodo. Tampoco
a él le gustaba la institutriz francesa, pero eso era irrelevante.
–No estoy tan seguro de eso –contestó
desabrido–, pero puesto que así lo desea, le daré su mensaje a… mi esposa –cuando
hablaba con Haskett no podía evitar titubear con el pronombre posesivo.
El otro dejó escapar un suspiro:
–No creo que sirva de mucho. No se mostró
conforme cuando hablé con ella.
Waythorn se ruborizó.
–¿Cuándo habló con ella? –preguntó.
–No he vuelto a hacerlo desde el primer
día que vine a ver a Lily… justo después de que cayera enferma. Entonces le comenté
que no me gustaba la institutriz.
Waythorn no respondió. Recordaba con
claridad que, después de aquella primera visita, le había preguntado a su esposa
si había visto a Haskett. En dicha ocasión ella le había mentido, pero en lo sucesivo
había respetado sus deseos. El incidente arrojaba una luz inaudita sobre el carácter
de su esposa. Estaba convencido de que ella no se habría entrevistado con Haskett
aquel día de haber previsto que Waythorn pondría objeciones, pero el hecho de que
no lo hubiera previsto le resultaba a éste tan desagradable como descubrir que le
había mentido.
–No me gusta esa mujer –repetía Haskett
con mansa insistencia–. No es adecuada, señor Waythorn… Enseñará a la niña a ser
taimada. He notado cierto cambio en Lily… se muestra demasiado ansiosa por complacer…
y no siempre dice la verdad. Antes era una niña muy sincera. Señor Waythorn… –se
interrumpió con la voz ligeramente ronca–, no deseo sino que tenga una educación
apropiada –concluyó.
Waythorn estaba conmovido.
–Lo siento, señor Haskett, pero francamente
no veo qué puedo hacer yo.
Haskett vaciló. A continuación dejó su
sombrero sobre la mesa y avanzó hacia la alfombra extendida junto a la chimenea,
donde estaba Waythorn. No había nada agresivo en su actitud, pero tenía la solemnidad
de un hombre tímido resuelto sobre un asunto importante.
–Hay algo que podría hacer, señor Waythorn
–dijo–. Podría recordarle a la señora Waythorn que, por decisión judicial, mi opinión
cuenta en lo que respecta a la educación de Lily –hizo una pausa y prosiguió en
un tono más desaprobador–: no soy de los que tratan de hacer prevalecer sus derechos,
señor Waythorn. Le habla alguien que no siempre ha sabido defender los derechos
que le correspondían, pero este asunto de la niña es diferente. Ahí nunca he cedido…
y no tengo intención de hacerlo.
La escena dejó a Waythorn profundamente
agitado. A través de terceras personas, y para su vergüenza, había estado investigando
a Haskett. Y todo lo que había averiguado era positivo. Aquel hombre insignificante
había vendido su participación en un próspero negocio en Utica, aceptando un modesto
puesto de oficinista en una fábrica de Nueva York, para poder estar cerca de su
hija. Se hospedaba en una calle humilde y tenía escasas amistades. Su pasión por
Lily llenaba su vida. A Waythorn le parecía que espiar a Haskett de aquel modo era
como adentrarse a tientas, con una débil linterna, en el pasado de su esposa. Pero
ahora caía en la cuenta de que había rincones que su linterna no había alcanzado.
Nunca había preguntado sobre las verdaderas circunstancias de la primera ruptura
matrimonial de su esposa. Desde fuera todo parecía razonable. Ella obtuvo el divorcio
y el juez le concedió la custodia de la niña. Pero Waythorn sabía cuántas ambigüedades
podía encubrir un veredicto así. El simple hecho de que Haskett hubiera conservado
cierto derecho sobre su hija apuntaba hacia un convenio fuera de lo común.
Waythorn era un idealista. Se negaba
a aceptar contingencias negativas sin verificarlas por sí mismo, y cuando esto sucedía
le parecía que dichas contingencias arrastraban una espectral cadena de consecuencias.
Pasó los días siguientes sumido en estas cavilaciones y decidió hacer frente a los
fantasmas, conjurándolos en presencia de su mujer.
Cuando le comunicó la petición de Haskett,
un relámpago de cólera cruzó por el semblante de ella, pero lo reprimió al instante,
comentando con cierta ofuscación de maternidad ofendida:
–Ha sido muy poco considerado de su parte.
El calificativo sacó a Waythorn de sus
casillas.
–No se trata de si ha sido esto o lo
otro. Es una simple cuestión de derechos.
–Pero si él ni siquiera supone un apoyo
importante para Lily… –murmuró ella.
Waythorn enrojeció. La respuesta le fastidiaba
aún más.
–La cuestión es –repitió– qué derechos
tiene sobre la niña.
Ella bajó la vista, revolviéndose un
poco en su asiento.
–Estoy dispuesta a verlo… pensé que no
estabas de acuerdo –dijo insegura.
En un instante comprendió que ella estaba
perfectamente al tanto de las exigencias de Haskett. Quizá no fuera la primera vez
que se enfrentaba a ellas.
–Que yo esté o no de acuerdo no tiene
nada que ver –contestó con frialdad–. Si Haskett tiene derecho a que se le consulte,
debes consultarlo.
Ella rompió a llorar y él percibió claramente
que esperaba ser tratada como una víctima.
Haskett no abusó de sus derechos. A su
pesar, Waythorn siempre estuvo convencido de que no lo haría. Pese a todo, la institutriz
fue despedida y, de vez en cuando, el hombre pedía entrevistarse con Alice. Ella,
tras la reticencia inicial, aceptó la situación con su adaptabilidad habitual. En
cierta ocasión Haskett le había recordado a Waythorn a un afinador de pianos y,
transcurridos un par de meses, también la señora Waythorn pareció haberle catalogado
como tal en el entorno doméstico. Waythorn no podía evitar respetar el tesón paterno
de Haskett. En un principio quiso alimentar la sospecha de que tramaba algo, que
tenía algún motivo para querer asegurar su presencia en la casa. Pero en su interior
Waythorn estaba seguro de la integridad de Haskett. Incluso creía percibir en él
un sutil desprecio por las prebendas que pudieran derivarse de su relación con los
Waythorn. La honestidad de sus intenciones hacía a Haskett invulnerable, y su sucesor
terminó aceptándolo como si se tratara de un gravamen sobre su propiedad.
Al señor Sellers lo enviaron a Europa
para reponerse de su gota y los asuntos de Varick recayeron definitivamente en manos
de Waythorn. Las negociaciones fueron arduas.
Ambos hombres se vieron obligados a entrevistarse
con regularidad y los intereses de la empresa impidieron que Waythorn sugiriera
a su cliente el traslado de la transacción a otra entidad.
Varick se desenvolvió bien en el transcurso
de la operación. En momentos de relajación surgía su faceta más desinhibida y Waythorn
temía su sociabilidad, pero en la oficina se contenía, tenía las ideas claras y
mostraba una aduladora deferencia hacia el criterio de Waythorn. Siendo tan cordial,
su relación profesional habría sido absurdo que ambos se ignorasen en sociedad.
La primera vez que se encontraron en una recepción, Varick entabló conversación
con él en el mismo tono relajado, y la mirada de gratitud de la anfitriona hizo
que Waythorn respondiera en consonancia. Después de aquello, se cruzaron con bastante
frecuencia, y cierto día, en un baile, merodeando Waythorn por las habitaciones
más apartadas, se encontró a Varick sentado junto a su esposa. Ella se sonrojó un
poco e interrumpió lo que estaba diciendo. Varick, sin levantarse, saludó a Waythorn
con un gesto de cabeza y éste siguió deambulando por las estancias.
En el carruaje, camino a casa, estalló
sin poder contenerse:
–No sabía que hablabas con Varick.
Ella respondió con voz trémula:
–Es la primera vez… estaba casualmente
a mi lado. No sabía qué hacer. Es tan embarazoso encontrarse con él en todas partes…
y dijo que tú habías sido muy amable en no sé qué negocio.
–Eso es distinto –dijo Waythorn.
Ella hizo una breve pausa.
–Haré lo que tú digas –contestó conciliadora–.
Creí que sería menos incómodo hablar con él cuando coincidiéramos.
Su docilidad empezaba a ponerlo enfermo.
¿Es que no tenía voluntad propia, ninguna teoría sobre su relación con esos hombres?
Había aceptado a Haskett, ¿se proponía aceptar a Varick? Era “menos incómodo”, había
dicho ella, y su instinto natural era evitar dificultades o vadearlas. Waythorn
vislumbró con repentina lucidez cómo se había desarrollado dicho instinto. Ella
era tan fácil de llevar como unos zapatos viejos… unos zapatos que habían calzado
demasiados pies. Su elasticidad era el resultado de una tensión sostenida en demasiados
frentes. Alice Haskett, Alice Varick, Alice Waythorn… Había sido una cada vez y,
adherido a cada nombre, había dejado un poco de su intimidad, un poco de su personalidad,
un poco del yo más recóndito, aquél en el que habita el dios desconocido.
–Sí… es mejor hablar con Varick –repuso
Waythorn con desgana.
5
Avanzaba el invierno, y la sociedad se beneficiaba de
que los Waythorn hubieran aceptado a Varick. Las consternadas anfitrionas les agradecían
que hubieran superado dicho escollo social, y la señora Waythorn fue ascendida a
portentoso modelo de diplomacia. Algunas almas empíricas no pudieron resistir la
diversión de favorecer la cercanía de Varick con la que fuera su esposa, y hubo
incluso quienes opinaron que él disfrutaba con el contubernio. Sin embargo, la conducta
de la señora Waythorn siguió siendo irreprochable. Ni eludía ni buscaba la compañía
de Varick. Incluso Waythorn tuvo que admitir que había logrado solventar el problema
de aceptación social que venía arrastrando.
Waythorn se había casado con ella sin
pensar demasiado en el asunto. Había imaginado que una mujer podía desprenderse
de su pasado igual que un hombre. Pero ahora se daba cuenta de que Alice continuaba
ligada al suyo, tanto por las circunstancias que la abocaban repetidamente a él
como por las secuelas que había dejado en su carácter.
Waythorn se equiparaba con sombría ironía
al accionista de una empresa. Disponía de muchas acciones de la personalidad de
su mujer, y sus predecesores eran sus socios. Si la transacción hubiese incluido
algún elemento pasional, se habría sentido menos afectado, pero el hecho de que
Alice cambiara de marido con la naturalidad con que cambia el tiempo degradaba la
situación hasta hacerla parecer vulgar. Él podría haberle perdonado errores, excesos,
haberse enfrentado a Haskett, haber sucumbido a Varick, cualquier cosa excepto su
aquiescencia y su tacto. Le recordaba a una lanzadora de cuchillos, sólo que sus
cuchillos eran romos y ella sabía que nunca iban a cortarlo.
Y entonces, poco a poco, la costumbre
fue creando una membrana protectora sobre la susceptibilidad de Waythorn. Pagando
cada día de calma con la morralla de sus ilusiones, fue aprendiendo a valorar más
la placidez y a restar importancia a la moneda.
Terminó contrayendo un vínculo indolente
con Haskett y Varick, e ironizaba sobre su situación como una especie de venganza
barata. Incluso empezó a considerar las ventajas añadidas de dicha situación, a
preguntarse si no era preferible poseer la tercera parte de una esposa que sabía
hacer feliz a un hombre a disponer al cien por cien de una que no había tenido ocasión
de aprender el arte. Porque se trataba de un arte, adquirido, como todos
los demás, a fuerza de renuncias, concesiones y simulación, de luces sabiamente
orientadas y de sombras difuminadas con habilidad. Su mujer sabía muy bien cómo
manipular las luces, y él conocía a la perfección el adiestramiento que había contribuido
a su pericia. Incluso jugó a averiguar la procedencia de los favores que ella le
dispensaba, a discernir entre las influencias que concurrían en su felicidad doméstica.
Descubrió así que la vulgaridad de Haskett era responsable de la fascinación que
Alice sentía por la elegancia, mientras que la concepción liberal que Varick tenía
del matrimonio la inclinaba a exaltar las virtudes conyugales. Resultaba, al fin
y al cabo, que se encontraba claramente en deuda con sus predecesores por aquella
entrega de una esposa que hacía de la suya una vida cómoda aunque escasamente estimulante.
De aquella fase Waythorn pasó a la de
total aceptación. Dejó de ridiculizarse a sí mismo porque el tiempo desvirtuó lo
irónico de la situación y el sarcasmo perdió gracia a medida que se evaporaba su
veneno. Ni siquiera la visión del sombrero de Haskett en la mesa del recibidor tenía
ya resonancias de epigrama. En efecto, se empezó a ver el sombrero más asiduamente
por allí, porque todos habían decidido que era preferible que el padre de Lily visitara
a la niña a que ésta se desplazara hasta su hospedería. Waythorn, que había accedido
a este arreglo, se sorprendía de la escasa trascendencia del cambio de situación.
Haskett pasaba inadvertido, y las personas que se cruzaban con él en la escalinata
de la entrada desconocían su identidad. Waythorn ignoraba con qué frecuencia vería
a Alice, pero con él mismo rara vez tuvo contacto.
No obstante, una tarde, nada más llegar,
le informaron que el padre de Lily esperaba para verlo. Encontró a Haskett en la
biblioteca, ocupando una silla con su habitual actitud de provisionalidad. A Waythorn
siempre le aliviaba que no se reclinara sobre el respaldo.
–Espero que me disculpe, señor Waythorn
–dijo levantándose–. Quería hablar con la señora Waythorn en relación con Lily,
y su sirviente me indicó que esperara aquí a que ella regresara.
–Claro, por supuesto –dijo Waythorn recordando
que una repentina fuga de agua tenía el salón tomado por los plomeros desde aquella
misma mañana.
Abrió su cigarrera y se la ofreció al
visitante. Haskett aceptó, lo cual parecía inaugurar una nueva etapa en sus relaciones.
Era una tarde fría de primavera y Waythorn incitó a su invitado a acercar su silla
al fuego de la chimenea. Pensaba inventar una excusa para alejarse de Haskett lo
antes posible, pero estaba cansado y aterido y, después de todo, aquel hombrecillo
había dejado de enervarlo.
Ambos estaban enfrascados en la intimidad
del humo de sus cigarros cuando se abrió la puerta y entró Varick. Waythorn se puso
en pie de un salto. Era la primera vez que Varick venía a su casa y el impacto de
verlo, junto a la excepcional inoportunidad de su llegada, volvieron a crispar los
nervios que tanto le había costado dominar. Se quedó mirando al recién llegado sin
articular palabra.
–¡Querido amigo! –exclamó Varick en su
tono más expansivo–. Lamento mucho irrumpir de esta manera, pero no llegaba a tiempo
de encontrarlo en el centro y pensé…
Se detuvo en seco al advertir la presencia
de Haskett, y su color rubicundo se acentuó con un azoramiento intenso que se extendió
hasta la raíz de su ralo pelo claro. No obstante, se rehízo enseguida y saludó con
un escueto movimiento de cabeza. Haskett devolvió el saludo con una ligera inclinación,
y todavía estaba Waythorn intentando recuperar el habla cuando entró el criado con
una mesita de té plegable.
La intrusión le proporcionó a Waythorn
la oportunidad de descargar sus nervios:
–¿Para qué demonios trae esto aquí? –preguntó
con brusquedad.
–Le pido disculpas, señor, pero los fontaneros
continúan en el salón, y la señora Waythorn dijo que tomaría el té en la biblioteca.
El tono perfectamente respetuoso del
criado obligó a Waythorn a adoptar una actitud más comedida.
–¡Ah, de acuerdo! –dijo resignado, y
el criado procedió a desplegar la mesita de té y a colocar sus minuciosos accesorios.
Durante el interminable proceso los tres hombres permanecieron de pie, inmóviles,
observando absortos hasta que Waythorn, para romper el silencio, se dirigió a Varick:
–¿Le apetece un puro?
Sacó la cigarrera que acababa de ofrecerle
a Haskett y Varick cogió uno sonriendo.
Waythorn miró alrededor en busca de cerillos
y, al no encontrarlos, le ofreció lumbre de su propio puro. Haskett, en un rincón,
sostenía lo que quedaba del suyo, inspeccionando la punta de vez en cuando, adelantándose
justo a tiempo de sacudir las cenizas en el fuego.
Una vez se hubo retirado el criado, Varick
empezó a decir:
–Si pudiera hablar con usted sólo un
momento de la inversión…
–Por supuesto –balbuceó Waythorn–. En
el comedor…
Pero tan pronto puso la mano en la puerta,
ésta se abrió desde el lado opuesto y su esposa apareció bajo el umbral.
Entró radiante y risueña, con su vestido
y sombrero de paseo, dejando tras de sí la fragancia de la bufanda de la
que venía desprendiéndose.
–¿Tomamos entonces el té aquí, querido?
–empezó–. Advirtió entonces la presencia de Varick, y se acentuó su sonrisa, encubriendo
el imperceptible temblor que le causaba la sorpresa.
–Vaya, ¿qué tal? –dijo evidentemente
complacida.
Mientras estrechaba la mano de Varick
reparó en Haskett, de pie detrás de él. Su sonrisa se esfumó momentáneamente, pero
la recuperó al instante, dirigiendo a Waythorn una fugaz mirada de soslayo.
–¿Cómo está, señor Haskett? –dijo estrechándole
la mano con una cordialidad algo más contenida.
Los tres hombres permanecieron de pie
ante ella en actitud embarazosa, hasta que Varick, siempre más dueño de sí mismo,
se lanzó a dar explicaciones:
–Nosotros… Yo tenía que ver un momento
a Waythorn para un asunto de negocios –dijo entrecortadamente, rojo como un ladrillo
desde la barbilla hasta la nuca.
Haskett dio un paso hacia delante con
su aire de mansa terquedad:
–Siento haber interferido, pero me citó
usted a las cinco… –su mirada sumisa se dirigió hacia el reloj de la chimenea.
Ella disolvió la turbación general con
un encantador gesto de hospitalidad.
–Lo lamento mucho… siempre me retraso,
pero hacía una tarde tan bonita… –seguía de pie, quitándose los guantes, conciliadora
y resuelta, irradiando en torno suyo una normalidad y una familiaridad que disipaban
lo que la situación tenía de grotesco.
–Pero, antes de hablar de trabajo, seguro
que a todos les apetece un té –añadió sonriendo.
Se dejó caer en su silla baja junto a
la mesita de té, y los dos invitados, alentados por su sonrisa, se acercaron para
recibir las tazas que les ofrecían.
Ella buscó a Waythorn con la mirada,
y éste cogió la tercera taza al tiempo que dejaba escapar una carcajada.
(Tomado
de www.ciudadseva.com)
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