Edith Wharton
1
–Mi hija Irene
–comentó la señora Carstyle haciendo rimar el nombre con “tureen”– no ha
gozado de oportunidades sociales, pero si el señor Carstyle hubiese optado… –se
interrumpió para mirar alusivamente el raído sofá que se encontraba frente a la
chimenea como si se tratara del propio señor Carstyle. Vibart se alegró de que no
fuera el caso.
La
señora Carstyle era una de esas mujeres que vulgarizan lo elegante. Se refería invariablemente
a su marido como “el señor Carstyle”, y aunque sólo tenía una hija se cuidaba mucho
de designar siempre a la joven por su nombre. Durante el almuerzo se había explayado
a gusto sobre la necesidad de una mayor altura de miras en lo relativo a influencias
y aspiraciones, alternando la conversación con sus excusas por el cordero reseco
y fingiendo sorprenderse de que la criada (desconcertada a su vez) hubiera olvidado
servir el café y los licores, “como siempre”.
Vibart
casi se arrepentía de haber ido. La señorita Carstyle seguía siendo preciosa, casi
tan preciosa como la primera vez que la vio, hacía sólo dos días, enmarcada en el
exuberante escenario de una de esas reuniones campestres tan habituales en el mes
de junio.
Pero
las declaraciones y comentarios de su madre devaluaban la belleza de la joven de
la misma forma que las señales de tráfico arruinan la armonía de un bosque. La mirada
de la señora Carstyle viajaba de manera compulsiva de su hija hasta Vibart, como
un taxi vacío en busca de pasajeros. La señorita Carstyle, concluyó el joven, era
la clase de chica que resultaba irremediablemente eclipsada por su entorno. ¿O era
quizá que la señora Carstyle tenía ese tipo de personalidad que colorea a cuantos
se encuentran a su alcance? Sopesando aquella alentadora posibilidad desde su extremo
de la mesa, Vibart acabó por convencerse de que, en cualquier caso, la dama había
fracasado rotundamente al intentar colorear al señor Carstyle. Sin lugar a dudas,
aquello obedecía a que, más bien, había logrado decolorarlo por completo. El señor
Carstyle era de por sí bastante incoloro, tanto que resultaría imposible adivinar
su tono original. Si de algún modo había llegado a afectarle el carácter de su esposa,
había sido negativamente: no se había disculpado por el cordero y, tras el almuerzo,
se había retirado sin molestarse en aparentar que aguardaba la llegada del café
y de los licores de sobremesa. Por otra parte, sus parcas contribuciones a la conversación
mantenida durante el almuerzo no estuvieron orientadas hacia abstractas consideraciones
sobre la vida. Mientras lo observaba alejarse, con el paso ligeramente escorado
y un encorvamiento que sugería el hábito de esquivar misiles, Vibart, que todavía
estaba en edad de hacer cábalas, se sorprendió a sí mismo especulando sobre el sentido
que podría tener la vida para alguien que a todas luces se había resignado a viajar
con el viento a la espalda. Así pues, la referencia de la señora Carstyle a la falta
de oportunidades de su hija (alusión hecha mientras Irene buscaba por toda la casa
un cigarrillo que no acababa de encontrar) resultó de una exactitud que no se correspondía
precisamente con la intención con que se había formulado.
–Si
el señor Carstyle hubiera querido –repetía aquella señora–, habríamos tenido nuestra
casa en la capital (en ningún momento empleó el vulgar sustantivo “ciudad”) e Irene
podría haberse codeado con la sociedad que yo frecuentaba a su edad –y con un sentido
suspiro vino a enfatizar aquel tiempo remoto en el que los jóvenes hacían cola al
mediodía con el único propósito de visitarla.
Dicho
suspiro atrajo la mirada de Vibart, y aquella mirada lo llevó a la penosa conclusión
de que, a decir verdad, Irene se parecía a su madre. Indiscutiblemente no era la
mustia rama paterna la responsable de la linda floración de la joven: era la señora
Carstyle quien había aportado los toques definitivos a aquel lienzo.
La
señora Carstyle interceptó su mirada y se la apropió con cierta complacencia de
beldad suplente. Era consciente de la importancia de su propio aspecto personal
para garantizar que Irene llegara a ser una mujer distinguida.
–Pero
tal vez –continuó la dama retomando el hilo de sus divagaciones– haya oído hablar
de la peculiar extravagancia del señor Carstyle. Él ya sabe que así la denomino
yo, por decirlo de forma caritativa –dirigió una gélida mirada al raído sofá y otra
rebosante de indulgencia al joven sentado en una esquina del mismo–. Puede parecerle
extraño, señor Vibart, que, teniendo en cuenta que nos conocemos desde hace tan
poco tiempo, le haga estas confidencias, pero, no sé por qué, no puedo evitar considerarlo
ya un amigo. Creo en las simpatías instintivas, ¿usted no? Nunca me han defraudado…
–entornó los párpados durante la fugaz retrospección–. Y, además, siempre le digo
al señor Carstyle que en este tema jamás me andaré con tapujos. Soy inexorable en
lo que a la verdad se refiere, y considero mi deber hacer saber a mis amigos que
nuestro austero estilo de vida es por pura elección… por elección del señor Carstyle.
Cuando me casé con el señor Carstyle lo hice con la esperanza de residir en Nueva
York y de disponer de mi propio carruaje. Y la verdad es que no hay ningún motivo
para que no lo hagamos… No hay motivo, señor Vibart, para que nuestra hija Irene
se haya visto privada de las ventajas intelectuales de los viajes al extranjero.
Deseo dejar esto bien claro. Es únicamente por libre decisión de su padre por lo
que Irene y yo hemos vivido recluidas en los estrechos límites de la sociedad de
Millbrook. No me quejo en lo que a mí respecta. Si el señor Carstyle elige anteponer
a los demás a su propia esposa, no le corresponde a ésta lamentarse. Puede incluso
que su punto de vista sea noble… quijotesco. No me permito opinar sobre eso, aunque
otros consideran que sacrificar a la propia familia para favorecer a extraños es
violar las normas más sagradas de la vida doméstica. Así lo creen mi director espiritual
y algunos amigos íntimos. Pero, como suelo decirles a todos ellos, no pido nada
para mí. En lo que concierne a mi hija Irene, el asunto es diferente…
Fue
un alivio para Vibart que en aquel preciso instante la reaparición de Irene interrumpiera
la perorata de deber moral de la señora Carstyle. Irene había sido incapaz de encontrar
un cigarrillo para el señor Vibart, y su madre, derrochando boba incongruencia,
sugirió que en tal caso sería preferible que la joven le enseñara el jardín.
La
casa de los Carstyle se ubicaba a escasos metros de la calle adoquinada de Millbrook
y su jardín era minúsculo, salvo que, según parecía ser la intención de la señora
Carstyle, uno acabara midiéndolo en función de los encantos de su hija. Tan notables
eran estos que para cuando Vibart se dio cuenta de las limitaciones de la propiedad
de los Carstyle, ya había recorrido media docena de veces, y de arriba abajo, la
distancia entre el porche y la cancela. Sólo cuando Irene lo acusó de ser un cínico,
y tras confesarle que “las chicas” estaban furiosas con ella por haber permitido
que él la acaparara tanto tiempo durante la reunión campestre en casa de su tía,
reparó el joven en la angostura de su entorno. Con ligera irritación observó también
el perfil indiferente del señor Carstyle, inclinado sobre un periódico al otro lado
de una de las ventanas inferiores. Para Vibart lo normal habría sido que, mientras
simulaba leer la prensa, el señor Carstyle hubiera contado el número de veces que
su hija recorría con su acompañante el trayecto comprendido entre los setos de lilas.
Por algún motivo difícil de precisar, le contrariaba más la desentendida vigilancia
del señor Carstyle que la deliberada desaparición de la señora Carstyle. Para quien
trata de agasajar a una chica atractiva, la proximidad de un espectador neutral
resulta a veces más desconcertante que la más flagrante connivencia. Y algo en la
expresión del señor Carstyle delataba su cándida impasividad ante el ir y venir
de Irene.
Cuando
la cancela se hubo cerrado por fin tras Vibart, éste fue consciente de que su curiosidad
por los Carstyle había desplazado su epicentro de la hija al padre. Acostumbrado
como estaba a sorpresas emocionales de esta índole, había adquirido la habilidad
de sacar partido de lo que pudiera surgir de ellas.
2
Los Carstyle
pertenecían al Millbrook de las fábricas de papel, de los funiculares, de la pavimentación
de calzadas, de las obras caritativas y demás actividades sociales que se sucedían
a lo largo del año, mientras que la señora Vanee, la tía en cuya casa se alojaba
Vibart, constituía un ornamento más de la colonia de veraneantes que desplegaba
sus residencias de campo por entre los cerros circundantes. Pese a ello, la señora
Vanee no tuvo dificultad alguna para satisfacer la curiosidad que las enigmáticas
palabras de la señora Carstyle habían despertado en el joven. La señora Carstyle
prefería desahogar su inmoderada franqueza con los tradicionalmente conocidos como
“veraneantes”: no iba a tolerar que nadie en un radio de diez kilómetros de Millbrook
dispusiera de carruaje sin dejar claro que también ella estaba en situación de poder
permitirse uno. La señora Vanee comentó entre suspiros que las reivindicaciones
anuales de la señora Carstyle para despejar posibles dudas sobre su estatus social
regresaban siempre con la misma puntualidad que los impuestos y el pago de la contribución.
–Querido
mío, el asunto se reduce a lo siguiente: cuando Andrew Carstyle se casó con ella
hace años (sólo Dios sabe por qué lo hizo, siendo él uno de los Carstyle de Albany
y ella una de las hijas del viejo diácono Ash, del sur de Millbrook)… bueno, pues
cuando contrajeron matrimonio, él disponía de una pequeña renta, y supongo que la
recién casada esperaba establecerse en Nueva York y convertirse en uña y carne de
todo el clan Carstyle.
“Pero
ya fuera porque él se avergonzó de ella desde el principio o por cualquier otra
razón inexplicable, optó por adquirir una casa en el campo, y allí se asentó de
por vida. Durante unos cuantos años vivieron con considerable holgura… Ella disponía
de un vestuario bastante elegante y siempre acudía en una victoria a visitar a los
veraneantes. Más tarde, cuando la linda Irene tendría unos diez años, la muerte
del único hermano del señor Carstyle reveló que se había apropiado de considerables
fondos que tenía en fideicomiso.
“Fue
un asunto horrible: desaparecieron más de trescientos mil dólares y, naturalmente,
la mayor parte pertenecía a viudas y huérfanos. Tan pronto los hechos se hicieron
públicos, Andrew Carstyle declaró que repondría lo que había sustraído su hermano.
“Vendió
su casa de campo y el carruaje de su mujer y se mudaron a la casita en la que viven
ahora. Seguramente los ingresos del señor Carstyle no son tan grandes como le gustaría
hacer creer a la señora Carstyle, y pese a que, según tengo entendido, destina cada
año una considerable cantidad a satisfacer las deudas de su hermano, imagino que
ésta tardará todavía algún tiempo en liquidarse. Para ayudarse un poco abrió un
bufete (estudió derecho en su juventud), pero aunque dicen que es un hombre inteligente,
he escuchado que no le sobra el trabajo precisamente. Su carácter hosco y reservado
intimida a la gente. Nadie cree en un hombre que no cree en sí mismo, y el señor
Carstyle parece estar siempre espiando a través de una rendija de su celo profesional.
A la gente no le gusta eso. A su mujer no le gusta. Creo que ella habría accedido
a la venta de la casa de campo y del carruaje si él hubiera explicado abiertamente
su postura, haciéndole comprender que de ese modo cumplía con su deber. Pero el
hecho de que él se hubiera tomado el asunto a la ligera acabó por sacar a su esposa
de sus casillas. ¿Qué objeto tiene realizar proezas como si fuera lo más sencillo
del mundo? Compadezco a la señora Carstyle. Perdió su casa y su carruaje, y ni siquiera
se le permitió ser una heroína”.
Vibart
había estado escuchando con atención.
–Me
gustaría saber lo que piensa de todo esto la señorita Carstyle –murmuró pensativo.
La
señora Vanee le miró con una maliciosa sonrisa:
–Y
a mí me gustaría saber qué piensas tú de la señorita Carstyle –preguntó
a su vez.
Su
respuesta la tranquilizó:
–Creo
que se parece a su madre –dijo él.
–¡Ah!
–exclamó su tía en tono jocoso–. En tal caso no me veo obligada a escribirle a tu
madre, y además ¡no hay problema en seguir invitando a Irene a todas mis reuniones!
La
señorita Carstyle constituía un elemento esencial en el marco de las restringidas
combinaciones sociales al alcance de una anfitriona de Millbrook. Resultaba muy
útil contar con una belleza local durante las prolongadas recepciones de fin de
semana, y la atractiva Irene solía ser ofrecida como asidua novedad a los huéspedes
de la colonia veraniega víctimas del tedio.
Como
había recalcado la tía de Vibart, Irene resultaba perfecta hasta que se ponía a
flirtear. Y nunca flirteaba antes del tercer día.
Con
semejante panorama, parecía natural que Vibart frecuentara la compañía de la joven
y, sin darse apenas cuenta, se encontró en la anómala situación de pasar por pretendiente
de la hija con objeto de congraciarse con el padre. La señorita Carstyle era guapa,
Vibart joven, y los días se hacían eternos en la amplia y suntuosa casa de su tía.
Pero era más bien el deseo de saber más del señor Carstyle lo que llevaba al joven
a compartir tan asiduamente el churruscado cordero de aquel anfitrión. La imaginación
de Vibart se conmovía al descubrir que, lejos de viajar con el viento a favor, aquel
hombrecillo escorado afrontaba permanentemente un temporal doméstico nada desdeñable.
El que el señor Carstyle hubiera querido saldar la deuda de su hermano le parecía
al joven una hazaña más o menos comprensible, pero lo que en verdad se le antojaba
modelo de un heroísmo sin precedentes era soportar que a dicha cantidad de dinero
vinieran a sumarse de manera sistemática e incesante los recurrentes reproches sobre
el insuficiente vestuario de Irene o las excusas por parte de la señora Carstyle
en relación con el cordero. El señor Carstyle era tan inaccesible como cualquier
padre estadunidense medio, y llevaba una vida tan ajena a la de las mujeres de su
casa que Vibart encontró ciertas dificultades para atraer su atención. Para el señor
Carstyle él sólo era uno más de los jovenzuelos de turno que merodeaban por la casa
desde que Irene abandonara la escuela, y los esfuerzos de Vibart por desmarcarse
de aquel abstracto concepto de pretendiente se veían entorpecidos por la alborozada
asunción por parte de la señora Carstyle de que él y no otro era el pretendiente,
así como por la naturalidad con que Irene se sentía destinataria de sus visitas.
Así
las cosas y de un día para otro, Vibart percibió un sutil pero determinante cambio
en la actitud de las señoras.
Irene,
en lugar de andar acusándolo de cínico y antipático, y de confesarse incapaz de
creer cualquier palabra que él pronunciara, empezó a acoger sus comentarios con
la anodina sonrisa que Vibart la había visto adoptar con los varones casados en
las veladas en casa de su tía. Por su parte, la señora Carstyle, hablando por encima
de la coronilla de Vibart como si se dirigiera a un interlocutor invisible pero
claramente compresivo y empático, debatía la conveniencia de que Irene aceptara
una invitación para pasar el mes de agosto en Narragansett. Cuando Vibart, en un
acceso de audacia, se arrogó los derechos sobre aquel oscuro oráculo manifestando
que unas semanas en la costa supondrían un beneficioso cambio para la señorita Carstyle,
las señoras lo miraron y rompieron a reír.
Fue
justo entonces cuando, por primera vez, Vibart se sintió observado por el señor
Carstyle. Estaban todos reunidos en torno a los restos de un almuerzo que concluyó
su repertorio tras el estofado de ternera, lo cual dio pie a que la señora Carstyle
volviera a lamentar la ineptitud de la pobre cocinera en cuestión de postres, especialmente
cuando recibían invitados. El señor Carstyle, con las manos embutidas en los bolsillos
y los enjutos hombros encorvados por el contacto con el respaldo de su silla, permanecía
sentado contemplando a su invitado con una sonrisa de inequívoca aprobación. Cuando
Vibart interceptó su mirada, dicha sonrisa se desvaneció, y el señor Carstyle, deslizando
sus gafas sobre el puente de su fina nariz, se puso a mirar por la ventana como
quien trata de disimular a toda costa. Pero Vibart estaba seguro de haberlo visto
sonreír: se había establecido entre él y su anfitrión una complicidad que el simulado
desinterés del señor Carstyle no hacía sino corroborar.
Animado
por dicho incidente, Vibart se presentó unos días después en la oficina del señor
Carstyle. Para no suscitar suspicacia, el joven alegó que iba de parte de su tía
para informarse sobre un asunto que la señora Vanee tenía pendiente con la compañía
telefónica de Millbrook. Pero en realidad lo que lo movía a hacer de intermediario
no era sino la esperanza de retomar el contacto con el señor Carstyle en el punto
en el que lo había dejado la sonrisa en cuestión. Vibart no se vio defraudado. En
una deslucida oficina, con una única ventana que daba a una pared vacía, encontró
al señor Carstyle, vestido con un abrigo de alpaca y leyendo a Montaigne.
Obviamente,
ni se le pasó por la cabeza que Vibart hubiera ido a hablar de negocios y, por la
complacencia con que fue recibido, el joven sintió como si le hubiera dado la oportunidad
de decir la última palabra en una hipotética disputa conyugal de la que, para variar,
el señor Carstyle hubiera salido airoso.
Una
vez dirimido el tema legal, Vibart centró su atención en Montaigne: ¿conocía el
señor Carstyle la colección de ensayos del joven fulano de tal? Había uno sobre
Montaigne con un enfoque original, con una curiosa perspectiva. A Vibart le asombró
comprobar que el señor Carstyle sabía quién era fulano de tal. Los jóvenes instruidos
son muy dados a creer que sus mayores nunca pasaron de Macaulay. No obstante, el
señor Carstyle parecía lo bastante familiarizado con la literatura moderna para
no tomarla demasiado en serio.
Aceptó
el ofrecimiento que le hizo Vibart de la colección de fulano de tal, admitiendo
que su biblioteca personal no estaba precisamente actualizada.
Vibart
salió de allí sumido en especulaciones. Regresó al día siguiente con la colección
de ensayos. De forma tácita, quedó sobreentendido que podía acercarse cuando quisiera
por la oficina para ver al señor Carstyle, cuyos compromisos legales no interferían
seriamente con sus intereses literarios.
Durante
una semana o diez días y siempre en presencia de Vibart, la señora Carstyle continuó
dirigiéndose a su confidente ficticio para debatir el tema de la visita de su hija
a Narragansett. Una o dos veces dejó caer Irene su insulsa sonrisa para dar a entender
ante Vibart que no le importaba si iba o dejaba de ir. La señora Carstyle escogió
un momento de têt-à-têt para confesarle que la pobre criatura detestaba
la idea de marcharse, y que sólo lo hacía porque su amiga, la señora Higby, no dejaba
de insistirle. Naturalmente, de no ser por las excentricidades del señor Carstyle,
habrían tenido su propia residencia en la playa (en Newport, probablemente, pues
la señora Carstyle prefería el postín de Newport) e Irene no habría tenido que depender
de la caridad de sus amistades. Pero, tal como estaban las cosas, debían estar agradecidos
por estas pequeñas muestras de generosidad, y verdaderamente la señora Higby era
muy amable a su manera y, aun tratándose de Narragansett, gozaba de una buena posición
social.
Tales
confidencias pronto fueron sustituidas por diálogos entre madre e hija llenos de
alusiones, cada vez más frecuentes, a los atractivos de Narragansett, a la popularidad
de la señora Higby y al encanto de su casa. La señora Carstyle incluso llegó a hacer
una referencia de pasada a la posibilidad de que, como siempre, se encontrara allí
Hewlett Bain (¿no le había comentado la señora Higby a Irene que él estaría allí?).
Dicha observación fue decisiva para hacer partir finalmente a la señorita Carstyle
y dejar a Vibart en la grata compañía de su padre.
Vibart
nunca había sido aficionado a las diversiones veraniegas de Millbrook. El compromiso
familiar por el cual se veía forzado a pasar unos meses al año con su tía (la señora
Vanee era viuda y sin hijos, y él desempeñaba el sacrificado puesto de sobrino favorito)
confería también cierta sensación de obligatoriedad a las triviales ocupaciones
con las que rellenaba su tiempo libre. La señora Vanee, pese a que confesaba sentirse
sola cuando él se encontraba ausente, estaba demasiado ocupada con notas, telegramas
e invitados yendo y viniendo como para otra cosa que no fuese dedicarle una apresurada
sonrisa al verle o implorarle que llevara a dar un paseo en calesa a la chica más
aburrida de sus reuniones (y, camino de Millbrook, ¿sería tan encantador de pasar
un momento por el mercado para preguntar por qué no habían llegado las langostas?).
Ni la casa en sí ni los invitados que iban y venían de ella como el público ajetreado
de las estaciones de tren proporcionaban un instante de paz a sus pensamientos.
Algunas casas resultan cómplices naturales: las paredes, las estanterías de libros,
las propias sillas y mesas poseen la cualidad de la empatía. Sin embargo, los interiores
de la señora Vanee eran tan impersonales como el escenario de un drama clásico.
Tales
circunstancias favorecieron un asiduo intercambio de libros entre Vibart y el señor
Carstyle. El joven se acercaba casi a diario a la modesta casa de la ciudad donde
la señora Carstyle, que ya le recibía con el aire despreocupado de quien lleva los
rizadores puestos, y que a primera vista no era raro que lo confundiera con el afinador
de pianos, no se molestaba en detenerlo cuando se dirigía al despacho de su esposo.
3
En ciertas ocasiones,
cuando Vibart se disponía a despedirse, el señor Carstyle se calaba un raído sombrero
panamá y acompañaba al joven durante un par de kilómetros en su camino de regreso
a casa. La carretera que llevaba hasta la casa de la señora Vanee discurría entre
uno de los barrios más apacibles de Millbrook, y el señor Carstyle, caminando a
paso tranquilo, con el sombrero echado hacia atrás y arrastrando su bastón tras
de sí, parecía complacerse filosóficamente en el aspecto de los cuidados parterres
y de los opulentos jardines.
Vibart
no conseguía nunca que su acompañante prolongara su paseo hasta el salón de la señora
Vanee, pero una tarde, cuando las montañas se perfilaban a lo lejos tras los arqueados
olmos encendidos por la luz crepuscular, ambos hombres continuaron andando hasta
adentrarse en el campo y llegar hasta las hospitalarias columnas de la puerta de
la dama en cuestión.
Era
un día apacible, la calle estaba desierta, y el más mínimo sonido se filtraba nítidamente
en el aire. El señor Carstyle se encontraba en mitad de una disquisición sobre Diderot
cuando irguió la cabeza y se quedó inmóvil.
–¿Qué
es eso? –dijo–. Escuche.
Vibart
se puso a escuchar y percibió un distante rumor de cascos de animal al trote.
Al
cabo de un momento, una calesa tirada por un par de rocines dobló peligrosamente
la esquina. Estaba a unos cuarenta metros de distancia y se dirigía velozmente hacia
ellos. El hombre que conducía estaba inclinado hacia delante con los brazos extendidos.
Junto a él iba sentada una niña.
De
repente Vibart vio que el señor Carstyle se ponía de un salto en mitad de la carretera,
frente a la calesa. Se quedó allí clavado, con los brazos extendidos y las piernas
separadas, en actitud de irreductible resistencia. Casi al mismo tiempo, Vibart
advirtió que el conductor de la calesa tenía sus caballos bajo control.
–¡No
están desbocados! –gritó, saltando a la carretera y agarrando la manga de alpaca
del señor Carstyle. Éste miró vagamente en derredor: parecía ido.
–¡Vamos,
señor! –voceó Vibart tirándole del brazo.
La
calesa pasó rauda de largo y el señor Carstyle se quedó en medio de la polvareda
observando cómo se alejaba.
Por
fin sacó su pañuelo y se limpió la frente. Estaba lívido, y Vibart vio que le temblaba
la mano.
–Un
aviso justo a tiempo, ¿verdad, señor? Supongo que pensó que se habían desbocado.
–Sí
–dijo el señor Carstyle con lentitud–, pensé que se habían desbocado.
–Desde
luego eso pareció en un primer momento. Sentémonos, ¿quiere? Yo también estoy sin
resuello.
Vibart
notó que su amigo apenas podía tenerse en pie. Se sentaron sobre el tronco de un
árbol, al pie de la carretera. El señor Carstyle continuaba enjuagándose la frente
sin decir palabra.
Al
cabo de un rato volteó hacia Vibart y le soltó de improviso:
–Me
he plantado en medio de la carretera, ¿no? Si se hubiera tratado de una estampida,
¿habría podido detenerlos?
Vibart
lo miró atónito.
–Lo
habría intentado, sin duda. Si alguien no hubiera podido apartarlo a tiempo…
El
señor Carstyle enderezó sus estrechos hombros.
–En
cualquier caso, no ha habido vacilación por mi parte, ¿verdad? ¿No… no pareció que
quisiera esquivarlo?
–Yo
diría que no, señor. Fui yo quien se lo impidió.
El
señor Carstyle guardó silencio. Había inclinado la cabeza, parecía un anciano.
–¡Ha
sido otra vez mi maldita suerte! –exclamó de repente en voz alta.
Por
un momento, Vibart pensó que estaba desvariando, pero el otro levantó la cabeza
y siguió hablando con mayor coherencia.
–Apuesto
a que hace un instante le parecí bastante ridículo, ¿eh? Tal vez usted se percató
desde un principio de que los caballos no venían al galope. Sus ojos son más jóvenes
que los míos y, por otra parte, usted no está siempre pendiente de eventuales fugitivos,
como lo estoy yo. ¿Sabe que en treinta años no he presenciado ni una estampida?
–Es
usted afortunado –dijo Vibart todavía desconcertado.
–¿Afortunado?
Hombre, por Dios, rezo para ver una. No una estampida necesariamente, sino cualquier
accidente grave que supusiera un peligro para la vida de la gente. Ocurren accidentes
constantemente en todo el mundo, ¿por qué no iba yo a toparme con uno? ¡No habrá
sido por no haberlo intentado! Hubo un tiempo en que vigilaba los teatros con la
esperanza de detectar incendios… Los incendios en los teatros tienen muchas posibilidades
de resultar fatales. Pues, bueno, ¿quiere creerlo? Estuve en el teatro de Brooklyn
la noche antes de que saliera ardiendo y salí del antiguo Madison Square Garden
media hora antes de que se desplomaran los muros. Y lo mismo me ocurre con los accidentes
de la calle… ¡Me los pierdo siempre, no hay vez que no llegue tarde! El año pasado
un muchacho resultó arrollado por un funicular en nuestra esquina. Llegué a mi puerta
justo en el momento en que lo trasladaban en una camilla. Y siempre me pasa lo mismo.
Si hubiera sido otro el que hubiera ido caminando por la calzada, esos caballos
habrían venido desbocados. Y había una niña en la calesa, demasiado… ¡Era sólo una
niña!
El
señor Carstyle volvió a hundir la cabeza.
–Se
está preguntando qué significa todo esto –prosiguió tras otra pausa–. Por un momento
me sentí confuso… debo haberle parecido un demente –su voz se había aclarado e hizo
un esfuerzo por recomponerse–. En fin, una vez me comporté como un maldito cobarde
y desde entonces intento vivir con eso.
Vibart
lo miró incrédulo y el señor Carstyle respondió a su mirada con una sonrisa.
–¿Por
qué le extraña? ¿Acaso me parezco a Hércules? –levantó una mano pellejuda y su esmirriada
muñeca–. No estoy hecho para ese papel, desde luego que no, pero eso da igual. Lo
que importa es el alma invicta del hombre y todo eso… en fin, que yo me comporté
como un rematado cobarde en cada partícula de mi ser, en cuerpo y alma.
Dejó
de hablar y miró a uno y otro lado de la carretera. No había nadie a la vista.
–Sucedió
cuando yo era un jovenzuelo recién salido del instituto. Me encontraba de viaje
por el mundo con otro amigo de mi edad y con un hombre mayor, Charles Meriton, que
desde entonces ha adquirido una notable reputación. Puede que haya oído hablar de
él…
–¿Meriton,
el arqueólogo? ¿El que hace poco descubrió las ruinas de unas ciudades africanas?
–El
mismo. Por entonces él era tutor de instituto, y mi padre, que lo conocía desde
niño y que le tenía en gran estima, le pidió que nos acompañara en nuestro viaje.
Ambos, mi amigo Collins y yo, sentíamos una inmensa admiración por Meriton. Era
la clase de tipo que despierta el entusiasmo de cualquier muchacho: frío, rápido,
impasible… de los que siempre están preparados para entrar en acción. Sus exploraciones
le habían llevado a los lugares más peligrosos del mundo y había dado muestras de
una combinación extraordinaria de calculadora paciencia y de arrojo. Jamás hablaba
de sus hazañas. Nos enterábamos de ellas por casualidad a través de las personas
que fuimos conociendo en el viaje. Había estado en todas partes, conocía a todo
el mundo y todo el mundo tenía algo emocionante que contar de él. Seguro que esta
descripción parece exagerada, tal vez lo sea. No lo he visto desde entonces. Pero
en aquella época me parecía un tipo formidable, una especie de Áyax de la ciencia.
En cualquier caso, era un compañero de viaje insustituible: afable, alegre, con
sentido del humor, sin asomo de esa jactancia de estar de vuelta de todo que les
resulta tan cargante a los jóvenes. Nos hacía sentir como si para él todo fuese
tan nuevo como lo era para nosotros. Jamás truncaba nuestro entusiasmo ni nos aguaba
las sorpresas. No había nadie cuya opinión me importara más que la suya: él era
el sumun.
“De
vuelta a casa, Collins enfermó de difteria. Nos encontrábamos en el Mediterráneo,
cruzando las Espóradas en una falúa. Mi amigo se sintió mal en Chios. La enfermedad
se presentó de repente y el riesgo nos disuadía de llevarlo de vuelta a Atenas en
la falúa. Nos hospedamos en la posada de Chios, donde el pobre chico estuvo convaleciendo
durante semanas. Afortunadamente, en la isla había un médico bastante bueno, e hicimos
traer de Atenas a una monja enfermera para que nos ayudara a asistirlo. El pobre
Collins estaba fatal: a la difteria le siguió una parálisis parcial. El doctor nos
aseguró que el peligro había pasado, que paulatinamente recobraría el control de
sus miembros.
“Pero
la recuperación sería lenta. También la hermana nos infundía ánimos… Había visto
casos igual de severos con anterioridad, y, a decir verdad, él mejoraba un poquito
cada día.
“Meriton
y yo nos habíamos turnado con la hermana para cuidarlo, pero, tras presentarse la
parálisis, no había mucho que pudiéramos hacer y nada impedía que Meriton pudiera
dejarnos solos durante un día o dos. Había recibido noticias de Asia Menor sobre
el descubrimiento de una interesante tumba en algún lugar del interior. No se había
ofrecido a llevarnos consigo porque el viaje no era seguro, pero ahora que estábamos
retenidos en Chios no había razón que impidiera que él fuera a echar un vistazo.
La expedición no duraría más de tres días, Collins estaba convaleciente y tanto
el médico como la enfermera nos aseguraban que no había motivo para inquietarse.
Así que, una tarde a la hora del ocaso, Meriton se marchó. Lo acompañé y vi cómo
embarcaba en la falúa. La perspectiva del peligro me atraía tanto que habría dado
lo que fuera por partir con él.
“‘No
dejarás que Collins se quede nunca solo, ¿verdad?’, volteó a gritarme cuando el
barco ya abandonaba la bahía. Recuerdo que aquella recomendación me molestó.
“Volví
caminando a la posada y me acosté. La enfermera permaneció toda la noche asistiendo
a Collins. A la mañana siguiente la relevé a la hora habitual. Era un día bochornoso,
con un extraño cielo plomizo. El aire era sofocante. A mitad del día la enfermera
regresó para sustituirme mientras yo iba a comer. De vuelta en la habitación de
Collins la enfermera me dijo que iba a salir a tomar un poco el aire.
“Me
senté junto a la cama de Collins y empecé a refrescarlo con el abanico que había
estado usando la hermana. El calor lo hacía estar inquieto y lo recosté sobre el
otro lado de la cama porque él todavía no podía valerse: tenía todo el costado derecho
insensible. Al poco tiempo se quedó dormido y yo me acerqué a la ventana y me senté
a mirar la plaza que quedaba más abajo, desierta a causa del calor, en la que unos
cuantos asnos y sus dueños dormitaban a la sombra del muro del convento de enfrente.
Recuerdo haber advertido los caireles azules en los cogotes de los asnos… ¿Alguna
vez ha vivido un terremoto? ¿No? Yo tampoco lo había vivido nunca. Es una sensación
indescriptible… hay en el ambiente un presagio de Día del Juicio Final. Todo empezó
cuando los burros se despertaron temblando. Me percaté de ello y me pareció raro.
Poco después los dueños de los animales se incorporaron de un salto… Advertí el
terror en sus caras. A continuación un rugido… recuerdo haber visto cómo una gran
grieta negra resquebrajaba el muro del convento de enfrente… una grieta en zigzag,
como un rayo abriendo un tajo en la madera.
“Eso
pensé en aquel momento también. Entonces empezaron a sonar todas las campanas del
lugar… producían una algarabía pavorosa… vi gente corriendo por la plaza… ruidos
de derrumbe inundaban el aire. El suelo se hundió ante mí de forma vertiginosa,
y luego resurgió lanzándome contra el techo, pero ¿dónde estaba el techo?
¿Y la puerta? Me dije a mí mismo: ‘Estamos en una segunda planta, las escaleras
tienen el ancho justo para una persona’. Dirigí una rápida mirada a Collins: estaba
en la cama, completamente despierto, los ojos fijos en mí. Eché a correr. Algo me
golpeó la cabeza cuando me lancé escaleras abajo… pero seguí corriendo. Supongo
que el golpe me dejó aturdido, porque apenas recuerdo nada hasta que me encontré
en un viñedo a más de un kilómetro del pueblo. Me despertó la sangre tibia que corría
por mi nariz… Me oía a mí mismo explicándole a Meriton lo que había sucedido exactamente…
“Cuando,
casi arrastrándome, pude volver al pueblo, me dijeron que todas las casas próximas
a la posada estaban derruidas y que una docena de personas había perecido. Ni que
decir tiene que entre ellos estaba Collins. Se le había caído el techo encima”.
El
señor Carstyle se secó la frente. Vibart continuaba sentado evitando mirarlo.
–Dos
días después regresó Meriton. Empecé a contarle la historia, pero él me interrumpió.
“‘–Entonces,
¿no había nadie con él en ese momento? ¿Lo habían dejado solo?’
“‘–No,
no estaba solo’.
“‘–¿Quién
estaba con él?’
“‘–Yo’.
“‘–…
¿Tú estabas con él…?’
“Nunca
olvidaré la mirada de Meriton. Creo que intenté explicarme, acusarme, proclamar
la agonía de mi alma, pero me di cuenta de que era inútil. Se había cerrado una
puerta entre uno y otro. Ninguno de los dos volvió a pronunciar palabra. Fue muy
amable conmigo en el camino de regreso a casa: cuidó de mí con un celo maternal
mucho más duro de soportar de lo que lo habría sido su flagrante desprecio. Me daba
cuenta de que el hombre intentaba de corazón compadecerse de mí, pero no servía
de nada… simplemente era incapaz".
El
señor Carstyle se incorporó despacio, con cierta rigidez.
–¿Volvemos
a casa? Quizá lo estoy retrasando.
Caminaron
un trecho en silencio. Al rato él retomó la palabra.
–Aquel
incidente alteró toda mi vida. No debí haberlo permitido, naturalmente… porque eso
es otra forma de cobardía. Pero ya no podía verme a mí mismo de otro modo que no
fuera a través de los ojos de Meriton… una de las peores desgracias de la juventud
es la de estar siempre intentando ser otro. Yo había pretendiendo ser un Meriton…
comprendí que lo mejor era volver a casa y estudiar derecho…
“Sé
que es una fantasía pueril, un reducto del primitivo salvaje, si usted quiere, pero
desde aquel instante hasta hoy he añorado día y noche la oportunidad de redimirme,
de enderezar al hombre que quise ser. Quiero demostrarle a dicho hombre que todo
fue un accidente… una desviación inexplicable de mis instintos naturales, que haber
sido cobarde una vez no significa que uno sea cobarde por naturaleza… y no puedo,
¡no puedo!”
De
forma imperceptible, el tono del señor Carstyle había pasado de la desazón a la
ironía. Había recuperado la objetividad que era consustancial a su carácter.
–En
resumidas cuentas, soy una rama de olivo perfecta –concluyó con su risa mordaz e
indulgente–. Hasta los bebés dejan de llorar cuando me acerco… arrastro a mi paso
una especie de milenio… me haría rico como agente de la Sociedad para la Paz. Me
iré a la tumba sin haber podido convencer a ese otro hombre.
Vibart
regresó caminando con él hasta Millbrook. En la puerta de su casa se encontraron
con la señora Carstyle, sofocada y envuelta en plumas, con un tarjetero en la mano
y con las botas llenas de polvo.
–No
lo invito a entrar –le dijo a Vibart en tono de disculpa–, porque esta noche no
respondo de la cena. La criada principal dice que se marcha a un baile… ¡cosa que
yo no he hecho en años! Y además sería inhumano pedirle a usted que pase una tarde
tan calurosa en nuestra agobiante casita… el aire es mucho más fresco en casa de
su tía. Salude de mi parte a la señora Vanee, y dígale cuánto lamento no poder incluirla
ya en mi ronda de visitas. Cuando disponía de carruaje veía a toda la gente que
quería, pero, ahora que tengo que ir andando, mis posibilidades de alternar en sociedad
son más restringidas. De joven no tuve necesidad de hacer mis visitas a pie, y mi
médico afirma que caminar es un ejercicio de lo más perjudicial para las personas
habituadas a desplazarse en carruaje –dirigió a su marido una mirada cargada de
rencorosa dulzura–. Afortunadamente –concluyó–, al señor Carstyle caminar le sienta
bien.
(Tomado
de www.ciudadseva.com)
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