Isaac Asimov
Hubo la agitación correspondiente a un muy cortés auditorio de primera noche.
Sólo asistieron un puñado de científicos, un escaso número de altos cargos, algunos
congresistas y unos cuantos periodistas.
Alvin Horner, perteneciente a la delegación de Washington
de la Continental Press, estaba junto a Joseph Vincenzo, de Los Álamos.
–Ahora nos enteraremos de algo –comentó.
Vincenzo lo miró a través de sus gafas bifocales y dijo:
–No de lo importante.
Horner frunció el entrecejo. Iban a proyectar la primera película
a cámara superlenta de una explosión atómica. Mediante el empleo de lentes especiales,
que cambiaban en ondulaciones la polarización direccional, el momento de la explosión
se dividiría en instantáneas de mil millonésimas de segundo. Ayer, había explotado
una bomba A. Y hoy, aquellas instantáneas mostrarían la explosión con increíble
detalle.
–¿Cree que producirá efecto? –preguntó Horner.
–Sí que surtirá efecto –repuso Vincenzo con aspecto atormentado–.
Hemos hecho pruebas piloto. Pero lo importante…
–¿Qué es lo importante?
–Que esas bombas significan la sentencia de muerte del hombre.
Y que no parecemos capaces de comprenderlo… Mírelos. Están excitados y emocionados,
pero no asustados.
–Conocen el peligro. Y sí que están asustados –dijo el periodista.
–No lo bastante –replicó el científico–. He visto a hombres
contemplar cómo una bomba H hacía desaparecer una isla, convirtiéndola en un agujero,
e irse después a casa, a dormir tranquilamente. Así es el ser humano. Por espacio
de miles de años le ha sido predicado el fuego del infierno. Nunca le causó una
verdadera impresión.
–El fuego del infierno… ¿Es usted religioso, señor?
–Ayer vio usted el fuego del infierno. Una bomba atómica que
explota significa el fuego infernal. Literalmente.
Aquello fue demasiado para Horner. Se levantó y cambió de
sitio, aunque mirando intranquilo a la concurrencia. ¿Había alguien que sintiera
temor? ¿Se preocupaba alguien por el fuego infernal? No se lo parecía.
Se apagaron las luces, y el proyector entró en funcionamiento.
En la pantalla, apareció desvaída la torreta de disparo. La concurrencia permanecía
atenta, llena de tensión.
Se encendió una mota de luz en la cúspide de la torreta, un
punto brillante e incandescente, que aumentó lenta, perezosamente, formando recodos,
cobrando desiguales formas luminosas y expandiéndose en un óvalo.
Alguien lanzó un grito sofocado y luego otro. Siguió un ronco
y ruidoso balbuceo, al que sucedió un denso silencio. Horner olió el miedo, paladeó
el terror en su propia boca y sintió que se le helaba la sangre.
De la ovalada pelota de fuego brotaron proyecciones. Hubo
luego un instante de inmovilidad, como un éxtasis, antes de extenderse rápidamente
en una brillante y uniforme esfera.
Y en aquel momento de éxtasis… la bola de fuego había permitido
ver dos negros lunares semejantes a ojos, con oscuras y tenues líneas a manera de
cejas, el nacimiento del cabello en forma de V, una boca estirada hacia arriba,
en salvaje carcajada… y unos cuernos.
(Tomado de Asimov, Isaac, Cuentos completos. Volumen I, Ediciones B, Madrid, 2002)
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