Armando Palacio Valdés
Una mañana, al salir de casa, hirió mis oídos el repique agudo y estridente
de una campanilla. Llevé la mano al sombrero y busqué con la vista al sacerdote
portador de la sagrada forma; pero no le vi. En su lugar tropezaron mis ojos con
un anciano, vestido de negro, que llevaba colgada al cuello una medalla de plata;
a su lado marchaba un hombre con una campanilla en la mano y un cajoncito verde
en el cual la mayoría de los transeúntes iban depositando algunas monedas. De vez
en cuando se abría con estrépito un balcón, y se veía una mano blanca que arrojaba
a la calle algo envuelto en un papel; el hombre de la campanilla se bajaba a cogerlo,
arrancaba el papel, y eran también monedas que inmediatamente introducía en el cajoncito
verde: cuando levantaba la vista al balcón, estaba ya cerrado. Lo adiviné todo.
Un ligero temblor corrió por todo mi cuerpo, y a toda
prisa procuré alejarme de aquella escena. Corrí por la ciudad, haciendo inútiles
esfuerzos para no escuchar el tañido de la fatal campanilla, y en todas partes tropezaba
con la misma escena. Notaba que los transeúntes se miraban unos a otros con expresión
de susto, y se hacían preguntas en tono bajo y misterioso. Algunos chicos, pregoneros
de periódicos, chillaban ya desaforadamente: “La Salve que cantan los presos al
reo que está en capilla”.
Desde que tengo uso de razón he sabido que existe la
pena de muerte en nuestro país; y no obstante siempre la he mirado del mismo modo
que los autos de fe y el tormento; como una cosa que pertenece a la historia. Esto
se explica, atendiendo a que he residido siempre en una provincia donde por fortuna
hace ya bastantes años que no se ha aplicado. Conocía algunos detalles de la ejecución
de los reos sólo por referencia de los viejos, a los cuales no dejaba de mirar,
cuando me lo contaban, con cierta admiración, mezclada de terror.
Recuerdo que en la madrugada de un día de otoño frío
y lluvioso, salí de mi pueblo para Madrid. Despedime de mi madre, y turbado y conmovido
como nunca lo había estado, bajé a escape la escalera en compañía de mi padre. Ambos
marchábamos embozados hasta las cejas, no sé si por miedo al frío o por no vernos
las caras. Nuestros pasos resonaban profundamente en las calles solitarias; la luz
triste y escasa del día que comenzaba daba cierto aspecto de antorchas funerarias
a los faroles que aún se hallaban encendidos, y las casas, dejando caer de sus tejados
algunas gotas de lluvia, parecían llorar mi marcha. Al atravesar un campo situado
a la salida de la población, me dijo mi padre: “Este es el sitio donde se ajusticiaba
a los reos de muerte”. Sentí un temblor igual al que corrió por mi cuerpo cuando
vi al hombre del cajón verde. ¡Dios mío, qué lejos estaba en aquel momento mi corazón
de estas escenas de horror!
Pasé todo el día inquieto y nervioso, escuchando el
toque de la campanilla fúnebre por todas partes. A la verdad, no puedo decidir si
la campanilla sonaba realmente, o eran mis oídos los que la hacían sonar. Compré
cuantos papeles se vendían por las calles referentes al reo, y los devoré con ansia.
No me atreví, sin embargo, a pasar por delante de la cárcel para mirar la ventana
de la estancia donde se hallaba, aunque me dijeron que había mucha gente por aquellos
sitios. En cambio pasé varias veces por delante de la casa de su esposa. La desgraciada
mujer había venido de muchas leguas lejos, a solicitar el indulto, y alojaba en
una casa sucia y miserable de uno de los barrios extremos de Madrid. Allá a la noche
me sentí fatigado, cual si hubiera pasado el día trabajando, cuando no hice otra
cosa que errar distraído por las calles, y me acosté temprano. Tardé en conciliar
el sueño, como sucede siempre que uno anda caviloso, y por dos o tres veces, cuando
ya creía ganarlo, me despertó un gran estremecimiento parecido a la emoción que
se experimenta al tocar el botón de una máquina eléctrica. Al fin me dormí. Así
como lo temía, toda la noche soñé con patíbulos y verdugos: mas no dejaron de ser
bastante curiosos y significativos mis sueños, por lo cual, aunque me cueste trabajo,
voy a trasladarlos al papel.
Soñé que me achacaban un gran crimen, y que ponían en
seguimiento de mis pasos a toda la policía de Madrid. Mis tretas para burlar su
persecución, se redujeron a echarme a correr por la puerta de San Vicente hacia
fuera, metiéndome en los lavaderos del Manzanares, donde me creí perfectamente seguro
de las asechanzas de mis enemigos. Con efecto, estando allí muy tranquilo, mirando
correr el agua de jabón y viendo a las lavanderas colgar sus ropas en los cordeles,
dieron sobre mí el presidente del Consejo de Ministros, el de la Juventud Católica,
el ministro de Fomento y el de Gracia y Justicia, los cuales inmediatamente me amarraron
y me condujeron a la cárcel. El ministro de Fomento propuso que se me llevara cogido
por los pies y a la rastra, pero el presidente de la Juventud Católica hizo observar
que se me iba a estropear la ropa, y fue desechada la proposición.
La cárcel era un edificio grande, sólido y austero,
con un crecido número de balcones y ventanas, cosa que me sorprendió, a pesar de
la turbación de ánimo en que me hallaba, pues tenía la idea de que en las cárceles
había poca ventilación. Me encerraron en un calabozo circular, sin ventana ninguna:
de suerte que me vi sumido en la más completa oscuridad. Mas no se pasó mucho tiempo
sin que se abriera la puerta de par en par, y entrara por ella un carcelero con
una bujía encendida, anunciándome que pronto llegaría el juez y el escribano. Aparecieron
al fin estos dos varones, y fue extraordinaria mi sorpresa al encontrarme enfrente
de dos señores que jugaban todas las tardes al billar conmigo en el café Suizo.
Aparentaron no conocerme, e inmediatamente se pusieron a tomarme declaración; ofreciéndome
antes algunos merengues con objeto, según decían, de que tuviese la voz más clara.
El juez, que era de los dos el que mejor jugaba las carambolas de retroceso, después
de haberme obligado a confesar una porción de crímenes a cual más horroroso, hizo
un gesto muy expresivo a su compañero, llevándose la mano al cuello y sacando al
mismo tiempo la lengua. Yo tomé el gesto por donde más quemaba, y barrunté muy mal
del asunto.
A las dos horas poco más o menos, tornaron a abrir la
puerta, y entró el escribano a leerme la sentencia. No se me condenaba nada más
que a morir en garrote vil, si bien en atención a que jugaba con mucha seguridad
los recodos limpios, dejábase a mi arbitrio señalar el día de la ejecución. Por
un instante tuve el intento de aplazar indefinidamente este día, juzgando que era
muy joven para morir de modo tan desastroso: mas pronto revoqué mi acuerdo por motivos
de delicadeza, y pedí se me ejecutara al día siguiente. Hay que confesar que tengo
un sueño muy digno.
Una vez resuelto que me ejecutarían al día siguiente,
la única idea que se apoderó de mí fue la de morir con serenidad y entereza; y en
efecto, demostré, al decir de todos los que me rodeaban, un gran carácter durante
las horas de la capilla. Comí y dormí tranquilamente, y pasé algunos ratos departiendo
con los redactores de La Correspondencia. De vez en cuando procuraba verter
alguna frase bonita para que éstos la reprodujesen en su diario y las gentes se
admirasen de mi valor.
Llegó por fin el instante terrible de emprender la marcha
hacia la muerte, y yo la emprendí con la mayor sangre fría. En aquel momento lo
que me embargó fue un gran sentimiento de vergüenza, y recuerdo que exclamé apretándome
contra el sacerdote que marchaba a mi lado: “¡Ah, por Dios, que no me vean, que
no me vean!” Hasta el instante de salir de la cárcel, no se me ocurrió que iba a
hallarme frente a una muchedumbre de espectadores, y que algunos millares de ojos
se irían a clavar sobre mi rostro con expresión de burla y desprecio. Este pensamiento
hizo flaquear mi valor: me aterraba infinitamente más que la perspectiva del cadalso.
Sentía dentro de mí fuerzas bastantes para mirar a la muerte cara a cara, y al mismo
tiempo me contemplaba incapaz por entero de soportar la vista de un público curioso
y hostil.
Congojado y muerto de vergüenza salí por la puerta de
la cárcel entre un grupo de curas, soldados y carceleros. No quise levantar la vista
del suelo, porque temía desfallecer; mas el silencio pavoroso y extraordinario que
observé en torno mío, incitome a alzar los ojos. ¡Qué sorpresa y qué ventura! La
calle estaba desierta. Fuera del cortejo que me rodeaba, ni una sola figura humana
veíase cerca ni lejos. Los balcones y ventanas de las casas, así como las puertas
de los comercios, se hallaban perfectamente cerradas. Los curas, soldados y carceleros,
después de pasear la vista por el ámbito de la calle, mirábanse unos a otros con
acentuada expresión de asombro. El único objeto que hería la vista en medio de esta
soledad era el carruaje miserable y fatídico que me esperaba. Antes de entrar miré
al cielo. Aparecía cubierto por un leve manto de nubes, tan leve, que no conseguía
velarlo por entero, semejante a una colcha de encaje con fondo azul. El sol, asomando
su ardiente pupila por los agujeros de esta celosía de nubes, era el único curioso
que nos observaba.
El carruaje marchaba lentamente. Yo, sin atender a las
exhortaciones del clérigo que iba a mi lado, asomaba la cabeza por la ventanilla
explorando con los ojos la calle, las puertas y los balcones de las casas. Nada,
ni un ser humano parecía. Allá en las afueras de la población, distinguí dos niños
que corrían sofocados hacia la puerta de una casa, desde la cual su madre les llamaba
a gritos. Cuando pasamos por delante de esta casa, la madre y los hijos habían desaparecido.
Un poco más allá tropezamos con un hombre que llevaba un saco cargado sobre la espalda,
el cual, así que nos percibió, dio la vuelta y echó a andar apresuradamente por
una calle lateral, perdiéndose muy pronto de vista.
Llegamos, por último, a la vista del patíbulo situado
en medio de un extenso campo. Allí fue mucho mayor mi sorpresa. Ni en torno del
patíbulo, ni en toda la tierra que alcanzaban los ojos, se veía tampoco una figura
humana. Subí las escaleras del tablado, deteniéndome a cada instante para mirar
alrededor, pues no acertaba a comprender lo que era aquello. El cielo presentaba
un aspecto distinto. Su manto de nubes era más espeso; la vaporosa túnica de encaje
había sido reemplazada por una cortina gris que cerraba herméticamente toda la bóveda
celeste; el sol ya no tenía celosía por donde mirarnos. La llanura triste y oscura
en que reposa Madrid, exhalaba un vapor transparente que concluía por aproximar
la línea vaga y fina que cierra el horizonte. Los objetos ofrecíanse indecisos y
temblorosos, como si hubieran perdido sus contornos, y la luz se filtraba con trabajo
por aquel cielo de algodón para sumirse luego en la tierra negra y húmeda. Respirábase
en este ambiente espeso, que no hería apenas ruido alguno, cierta calma: pero una
calma que oprimía en vez de refrescar el corazón.
Volví los ojos hacia la ciudad. La luz parecía que resbalaba
sobre ella sin penetrarla; sus mil torrecillas no tenían fuerza para romper enteramente
la atmósfera opaca que las envolvía. Mirando más y más, observé que lentamente iban
elevándose desde su seno hacia el firmamento un número infinito de pequeñas columnas
de humo, las cuales al extenderse en el aire se abrazaban, y juntas subían a engrosar
el ya tupido velo que ocultaba al sol. Aquellas columnas de humo me hicieron pensar
en los hogares que debajo de ellas había, y todo lo comprendí en un instante. En
torno de aquellos hogares humeantes moraban muchos seres que no habían tenido la
curiosidad perversa de bajar a la calle para verme pasar, y que ahora tampoco rodeaban
el patíbulo para verme morir. Me sentí profundamente conmovido. La gratitud penetró
en mi corazón como una luz del cielo, como un bálsamo dulcísimo, y perdí por completo
los pocos deseos que me ligaban a la vida. “Gracias pueblo de Madrid, exclamé dirigiéndome
a la ciudad: gracias, pueblo generoso y culto, por no haber venido a gozar con el
espectáculo de mi muerte ignominiosa. ¡Qué hubieras ganado presenciando la suprema
agonía de un infeliz! En este angustioso y solemne instante no has querido ennegrecer
aún más mi situación, con la vergüenza y el oprobio. Tú naciste para algo más que
para ser ayudante del verdugo. Si hubieses llegado hasta aquí, si hubieses contemplado
con refinada crueldad mi vergonzosa muerte, yo te juro que al tornar a casa no serían
tan serenas tus miradas como lo son ahora, ni el beso de la hija o de la esposa
te sabría tan dulce. Mi agonía te hubiera quitado el sosiego, te hubiera envenenado
el alma por algunas horas. Tú has sabido vencer esa feroz y brutal curiosidad que
pudiera impulsarte a presenciar mi muerte, porque has adivinado que degradándome
a mí, te degradabas a ti mismo. Has sido misericordioso y humano, y has respetado
tu propio corazón. ¡Gracias, noble pueblo, gracias, y que el Dios de los cielos
te pague tu buena obra!”
Un torrente de lágrimas salió de mis ojos al pronunciar
estas palabras: un torrente de lágrimas dulces, como son siempre las del agradecimiento.
Después, más sereno y animoso, senteme en el fatal banquillo, y seguí contemplando
la ciudad, que empezaba a romper las brumas que la envolvían para recibir de nuevo
las caricias del sol. Una mano ruda sujetó por un instante mi cabeza; un lienzo
cubrió mis ojos; sentí mucha apretura en la garganta, y… desperté.
El cuello de la camisa me estaba apretando de un modo
extraordinario. No hice más que soltar el botón y quedé otra vez profundamente dormido.
(Tomado de www.ciudadseva.com)
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