Roberto Arlt
Era siempre el mismo y no otro.
Cada vez que Arsenia y yo pasábamos por la plaza de
Nejjarine, sentado bajo una linterna de bronce, calado al modo morisco que adorna
a la fuentecilla del “fondak”, veíamos a un niño musulmán de ocho o nueve años de
edad, quien al divisarnos, se llevaba la mano al corazón y muy gentilísimamente
nos saludaba:
–La paz.
Excuso decir que la plaza de Nejjarine no era tal plaza,
sino un hediondísimo muladar, pavimentado con pavoroso canto rodado. En los corrales
linderos trajinaban a todas horas campesinas de las cabilas lejanas, acomodando
cargas de leña o de cereales en el lomo de sus burros prodigiosamente pequeños.
Pero este rincón, a pesar de su extraordinaria suciedad, con su arco lobulado y
un chorrito de agua escapando de la fuente bajo el farolón morisco, tenía tal fuerza
poética, que muchas veces Arsenia y yo nos preguntábamos si al otro lado del groseramente
tapiado arco no se encontraría el paraíso de Mahoma.
Y digo que teníamos tal impresión, porque Arsenia Spoil,
estudiante de arquitectura, también estaba de acuerdo en que la belleza de aquel
rincón estaba determinada por el farolón de bronce. Arsenia y yo nos habíamos conocido
en el hotel Continental, donde nos alojábamos. Esta era la razón por la cual salíamos
todas las tardes juntos. Sin embargo, muchos honorables devotos de Mahoma creían
que éramos novios en viaje de bodas, y, naturalmente, sus ofertas iban siempre dirigidas
a mí. Lo más notable del caso es que yo no estaba enamorado de Arsenia ni Arsenia
pensaba en enredarse conmigo. Sin embargo, los que nos veían se decían:
–¡Qué felices parecen! ¡Cuánto deben quererse!
No estábamos enamorados. Tampoco sospechábamos que podíamos
estarlo algún día. Hablábamos con entusiasmo y grandes gestos porque Fez nos entusiasmaba,
porque en cada callejuela de la milenaria ciudad africana encontrábamos ardientes
motivos de ensueño.
–La paz…
Era el maldito niño musulmán que nos saludaba correctamente.
El pequeño, después de saludarnos, se sentó muy gravemente a la orilla de la fontana
y se puso a mirar, con el gesto pudoroso de una niña, sus sandalias amarillas de
piel de cabra que le colgaban de la punta de los pies desnudos. Se tocaba con un
pequeño fez rojo, muy elegantemente ladeado a un costado de la cabeza, y una chilabita
que era la mar de graciosa.
“¡Maldito sea el niño y su gracia!”, me decía yo.
El dichoso pequeñito, cada vez que nos veía, se llevaba
la mano al corazón y nos saludaba ritualmente.
–La paz…
Arsenia estaba encantada con el chiquillo.
–¡Vea usted qué gracioso! –me decía–. ¡Qué bonito! ¡Qué
educado!
Yo escuchaba esos elogios con el aire displicente del
que de ninguna manera participa de ellos. El dichoso niño jamás se nos acercó como
otros niños a ofrecernos ni guitarras de caparazón de tortuga (tortuga sintética
fabricada en Alemania), ni carteras moriscas, bordadas a máquina en Cataluña, ni
puñales con leyendas coránicas repujadas en las Vascongadas, ni servicios de fumar
estampados en París. El niño, como un caballero, en cuanto nos veía se llevaba las
manos a los labios, a la frente y al corazón, y de allí no pasaba.
Yo, que sin razón alguna me jactaba de conocer a los
orientales mejor que Arsenia, le decía:
–El niño ése debe ser un granujilla de la peor especie.
Me resulta cien veces más hipócrita que esos otros truhanes que le cargosean a uno
ofreciéndole “recuerdos” apócrifos.
–No hable así de ese inocente –me respondía Arsenia,
malhumorada. Y con gran fastidio de mi parte, le enviaba un beso al niño en la punta
de sus dedos. Y el inocente nos seguía por la callejuela con la larga mirada de
sus ojos aterciopelados.
–¿Dónde vivirá ese muchachito? –me preguntaba Arsenia.
–Supongo que en cualquier caverna…
–¿Por qué no le llama?…
–En fin… si usted quiere…
–Sí… Llámelo…
¿Qué otro remedio me quedaba? Esa mañana, en cuanto
llegamos al triángulo de Nejjarine, llamamos al niño. A nuestras preguntas respondió
que se llamaba Abbul y que se ganaba la vida guiando a los turistas.
–¿A dónde guías tú a los turistas? –dijo Arsenia.
–A la Casa de la Gran Serpiente.
–¡La Casa de la Gran Serpiente! ¿Qué es eso?
–Pues, escúchame, señor, y verás –dijo el niño–. Mi
padre, que es un excelente hombre de la cabila de Anyera, tiene una serpiente de
once varas de largo metida en un pozo cubierto con una tapa de vidrio. Todos los
días, a las diez de la mañana, la serpiente devora un cabrito vivo. Siempre hay
forasteros y turistas que tienen curiosidad de ver cómo la Gran Serpiente se traga
un cabrito vivo, y qué es lo que hace el cabrito en el fondo del pozo cuando ve
que la Gran Serpiente se le acerca con la boca abierta…
Yo miré a mi amiga como diciéndole: “¿No le decía yo
que este niño es un canallita de solemnidad?”. Pero Arsenia ni se dignó mirarme…
Inclinada sobre el niño que se miraba púdicamente la punta de las amarillas sandalias,
dijo:
–¡Qué horrible! ¡Eso debe ser terrible!…
El pequeño Abbul se sonrió como una tímida colegiala,
y respondió:
–La serpiente abre una boca espantosa y el cabrito llora
en un rincón… Siempre la boca del pozo está rodeada de turistas…
–Es horrible –insistió Arsenia. Y acordándose de mirarme,
dijo–: ¿Qué le parece si fuéramos?
–Vamos.
–Tú nos acompañas –le dije al niñito modosito como una
colegiala. Y los tres nos pusimos en marcha, mientras que Arsenia, un poco histéricamente,
se creía obligada a decirme:
–Yo creo que no voy a soportar eso: creo que me voy
a desmayar. Pero ¿será cierto, Abbul, que la serpiente tiene once varas de largo?
El niñito musulmán aseveró gravemente:
–Once varas. Puede tragarse a una oveja gorda, reventarlo
a un caballo, dejarlo triste a un elefante.
–La policía no debiera permitir eso –dijo Arsenia. Y
agregó estremeciéndose–: ¿Queda muy lejos de aquí?
–¡Oh no, señora! –dijo el pequeño Abbul–. Cruzando el
Uad-Djuari, en el camino de Fez a Taza.
–Si tomáramos un automóvil…
–No –replicó el niño–. En quince minutos de camino estaremos
allí.
Entramos en un túnel que era una callejuela, cuyo torcido
rumbo, techado de arcos de ladrillos, estaba poblado de misteriosas figuras. Dejamos
atrás la ensangrentada puerta de Bab Merod, en cuyas saeteras se exponían las cabezas
de los ajusticiados. Nos detuvimos a beber unos refrescos en una choza de juncos
a la entrada del cementerio de Bab Fetoh. Bajo un gigantesco árbol, de espesas hojas
verdes, grupos de mujeres embozadas charlaban animadamente y bebían té verde que
un esclavo negro preparaba allí a la orilla del socavón, en una cocinilla de bronce
cargada sobre su espalda.
El niñito musulmán caminaba delante de nosotros, y Arsenia
y yo, sumergidos en nuestros pensamientos, que giraban encantados alrededor del
paisaje, nos alejamos insensiblemente de las murallas de la ciudad.
Poco después nos cruzamos con varios tuaregs arrebujados
en el lomo de sus camellos, y de pronto nos encontramos frente a un puentecillo
rústico, de troncos verdes que cruzaba el Uad-Djuari, río de las Perlas. La lonja
de plata viva se perdía en la oscuridad ramosa de un bosquecillo próximo.
–¿Queda muy lejos?
–No –respondió el niño–; queda allí junto al molino
de aceite.
Habíamos entrado en un camino completamente bloqueado
de retorcidos olivos que, súbitamente, se trocó en un sendero áspero y salvaje.
Arsenia tenía las mejillas ligeramente encendidas. El maldito niño caminaba ahora
dando largas zancadas. De pronto, los cascos de un caballo resonaron a nuestras
espaldas; nos volvimos y pudimos ver un grupo de moros que parecía brotar del olivar.
No me quedó duda. Eran bandidos. Quise echar la mano al cinto, pero uno de aquellos
vigorosos desalmados precipitó su caballo sobre mí; su mano derecha esgrimía un
garrote; sentí el cálido aliento del potro en mi cuello, y si no me hubiera encogido
a tiempo, creo que ese demonio me hubiera roto la cabeza de un estacazo. Levanté
los brazos, y uno de los bandidos me despojó de mi revólver. Entonces el jefe del
grupo me dijo que podía bajar los brazos.
El mocito musulmán, recatado y vergonzoso como una niña,
había desaparecido.
Arsenia y yo nos mirábamos estupefactos. Comprendimos.
Habíamos caído en una trampa. Estábamos secuestrados… ¡Secuestrados a las puertas
de Fez! ¡Qué horror! Acongojados emprendimos la marcha rodeados de aquella gavilla
de ladrones, con renegrida barba encrespada en el mentón y cimitarra de dorada empuñadura
al cinto.
¡Secuestrados a las mismas puertas de Fez! Parecía mentira.
Abría la marcha un bandido de larga lanza apoyada en
el estribo de su potro. Por momentos, los beduinos se confidenciaban, acercando
las cabezas protegidas por albornoces listados de brillantes colores. Yo había tomado
del brazo a Arsenia, por cuyas mejillas encendidas rodaban lágrimas de terror. Pero
no pensaba en ella. Pensaba en mí; pensaba que mi familia no pagaría ni un céntimo
de rescate por mi persona. Luego me reproché mi egoísmo y me puse a pensar en la
situación de Arsenia. Era quizás aún más desesperante que la mía en aquel país en
que aún se compraban esclavas…
Finalmente, cruzando el boscoso aceitunal, llegamos
a una choza cuya sólida puerta abrió un esclavo semidesnudo. Arsenia y yo entramos.
El interior de nuestra prisión, en contraste con el miserable aspecto exterior,
estaba decentemente aderezado. Finas esteras adornaban los muros. Sobre las alfombras
del suelo estaban desparramados algunos almohadones, y en una pequeña mesa escarlata
había una cajetilla de cigarrillos turcos.
Arsenia se dejó caer sobre un almohadón y comenzó a
llorar silenciosamente. Yo me senté a su lado y traté de consolarla.
–Querida Arsenia, no llore. Esta gente se limitará a
pedir un rescate. Nada más. El que puede perder la cabeza en esta aventura soy yo,
porque mi familia no pagará un céntimo, porque no lo tiene… Usted quédese tranquila…
No tema…
Arsenia encontró fuerzas para sonreír entre sus lágrimas,
y dijo:
–¡Nunca, Alberto, nunca! Yo no lo abandonaré. Usted
tenía razón. Ese niño…
–¡No me hable del niño, por favor!
Súbitamente se abrió la puerta y apareció el jefe de
los bandidos. Con gran sorpresa de nuestra parte, este bribón era un francés de
pequeña estatura, calvo como un farmacéutico y con gafas cabalgando sobre una nariz
sumamente respingada. Se detuvo en medio de la habitación y dijo:
–Señorita, caballero: tanto gusto.
Nos pusimos de pie. El jefe de los bandidos prosiguió
en correcto francés:
–Señorita, caballero: entre las numerosas personas acomodadas
que visitan Marruecos existe un ochenta por ciento que dice: “Lástima enorme que
la civilización, la gendarmería, los jefes políticos, el protectorado y el ferrocarril
hayan hecho desaparecer a los bandidos. Lástima enorme no vivir en la época en que
uno se encontraba con una terrorífica aventura a la vuelta de cada zoco”. Pues bien:
yo y estos honrados creyentes que los han secuestrado a ustedes nos hemos dedicado
a explotar la emoción del secuestro. Detenemos violentamente, como si fuéramos bandidos
auténticos, a las personas que por su idiosincrasia nos parecen inclinadas a las
ideas románticas, y luego las ponemos en libertad sin exigirles absolutamente nada
a cambio de esa libertad que por un dramático momento creen haber perdido. Si los
“secuestrados” gustan remunerarnos por el trabajo que nos hemos tomado para emocionarles
y proporcionarles una aventura que podrán gustosamente narrar en su hogar, nosotros
recibimos agradecidos lo que quieran regalarnos. Si no quieren remunerarnos, les
deseamos igualmente feliz viaje y ponemos a su disposición el automóvil que para
los turistas tiene la casa.
Y abriendo la puerta nos mostró un modernísimo “limousine”
detenido a la puerta de la choza.
–¿De modo que ustedes no son bandidos? ¿De modo que
podemos irnos?
–Así es, caballero… –El jefe de los bandidos echó la
mano a su reloj, y agregó: –Van a ser las doce y media. A la una se almuerza en
el hotel Continental…
¿Qué otra cosa podía hacer? Eché mano a mi bolsillo.
–¿Cuánto le debemos? –repliqué entre hosco y contento,
pues no soñaba en salir tan fácilmente del paso.
Monsieur Lanterne, que así se llamaba el jefe de los
bandidos, sonriose amablemente y dijo:
–Doscientos francos… Una bagatela en moneda americana.
Va incluido el viaje de vuelta en automóvil.
Al otro día, cuando pasamos con Arsenia por la plazuela
de Nejjarine, sentado bajo el farolón de bronce de la fuente estaba el maldito y
pudoroso niño del “fondak”. Al vernos, bajó los ojos como una tímida colegiala,
y como si no hubiera sucedido nada, dijo, llevándose la mano al corazón:
–La paz…
(Tomado
de www.ciudadseva.com)
No hay comentarios:
Publicar un comentario