Roberto Arlt
El sacerdote negro apoyó los pies en un travesaño de bambú del barandal de
su bungalow, y mirando un elefante que se dirigía hacia su establo cruzando las
calles de Monrovia, le dijo al joven juez Denis, un negro americano llegado hacía
poco de Harlem a la Costa de Marfil:
–En mi carácter de sacerdote católico de la Iglesia
de Liberia debía aconsejarle a usted que no hiciera ahorcar al niño Tul; pero antes
de permitirme interceder por el pequeño antropófago, le recordaré a usted lo que
le sucedió a un juez que tuvimos hace algunos años, el doctor Traitering.
“El doctor Traitering era americano como usted. Fue
un hombre recto, aunque no se distinguió nunca por su asiduidad a la Sagrada Mesa.
No. Sin embargo, trató de eliminar muchas de las bestiales costumbres de nuestros
hermanos inferiores, y únicamente el señor presidente de la República y yo conocemos
el misterio de su muerte. Y ahora lo conocerá usted”.
El doctor Denis se inclinó ceremonioso. Era un negro
que estaba dispuesto a hacer carrera. El sacerdote encendió su pipa, llenó el vaso
del juez con un transparente aguardiente de palma, y prosiguió:
–El señor Traitering era nativo de Florida, y, como
usted, vino aquí, a Liberia, nombrado por la poderosa influencia de una gran compañía
fabricante de neumáticos. Nosotros hemos conceptuado siempre un error nombrar negros
nacidos en tierras extrañas para regir los destinos del país de una manera u otra,
pero la baja del caucho obliga a todo…
El doctor negro sonrió obsequioso, y haciendo una mueca
terrible ingirió el vasito de aguardiente de palma. El sacerdote continuó:
–Yo he sentido siempre que el hombre de color, extranjero
en este país, está desvinculado del clima de la selva y de la tierra. Y cuando menos
lo espera, se encuentra enganchado por el engranaje del misterio bestial que en
todos nosotros ha puesto el demonio, siempre en acecho del alma animal de estos
pobrecitos salvajes.
El doctor Denis volvió a sonreír con obsequiosa máscara
de chocolate, y el sacerdote, sirviéndole otro vasito de aguardiente de palma, prosiguió
su relato:
–Hace cosa de siete años se produjeron numerosas desapariciones,
que, con toda razón, supusimos de origen criminal. Niños y doncellas, a veces hasta
hombres robustos, salían de sus chozas para no regresar. Las poblaciones de Krus
comenzaron a sentirse alarmadas; al caer la tarde, frente a las cabañas, las mujeres
miraban impacientes los desiertos caminos, temiendo por la desaparición de los suyos.
Se iniciaron investigaciones, se ofrecieron premios, y finalmente un esclavo mandinga
reveló que había sido invitado a una fiesta en el bosque que está más allá del rápido
de Manba. Se destacó una compañía de gendarmes, y una noche pudo detenerse a una
banda compuesta de cuarenta hombres que danzaban en torno de una muchacha de la
tribu de De, listos ya para sacrificarla. Algunos de los criminales estaban cubiertos
de orejudas máscaras de madera; otros, embozados en pieles de fieras. Había entre
ellos hombres de la tribu de los gbalín, para quienes la antropofagia es familiar,
y también un niño de Kwesi, de brazos largos y piernas cortas que parecía un pequeño
gorila. Todos confesaron sus delitos –habían devorado vivas a muchas personas–,
pero no había uno solo de ellos que no alegara que cometía estos crímenes cuando
se había metamorfoseado en una bestia…
–Sugestión colectiva –murmuró el negro doctor.
El sacerdote volvió su mirada hostil al pedantesco congénere,
y el doctor Denis comprendió que le convenía disimular su sabiduría materialista,
y para hacerse perdonar la indiscreción repuso:
–La declaración del niño, ¿coincidió con la de los mayores?
–Sí. El niño Gan alegó que cuando bailaba con los otros
hombres en el bosque a medida que danzaba sentía que se iba metamorfoseando en una
hiena. Traitering condenó a esos cuarenta criminales a la horca; su sentencia se
ejecutó, y los cuarenta caníbales fueron colgados de las ramas de los árboles en
los caminos que conducían a Monrovia. El único que se libró de ser ejecutado fue
el niño Gan, debido a su corta edad: doce años.
“Cuando el juez Traitering me expuso sus escrúpulos,
yo me manifesté de acuerdo con él. No era posible ahorcar a una criatura de doce
años. Pero Traitering estaba personalmente interesado en el caso. Pensaba escribir
un libro sobre costumbres de nuestros negros, de modo que condenó al niño a prisión
perpetua. Pronto olvidamos todos a los cuarenta ahorcados. En este país hay demasiado
trabajo para disponer de tiempo para pensar en muertos, y dos meses después de aquel
suceso, estando yo una tarde en este barandal, mirando como mira usted al elefante
de míster Marshall, bruscamente apareció el doctor Traitering.
“Creo haberle dicho a usted que el juez era un hombre
alto y robusto, de ojos saltones y miembros pesados. Pero ahora, su pie, como un
traje excesivamente holgado, colgaba sobre la agobiada percha de su osamenta. Me
miró tristemente, como un gorila cuando se siente enfermo del pecho, y me dijo:
–Padre, tengo algo muy grave que conversar con usted.
“Quiero advertirle, doctor Denis, que el juez Traitering
no era un hombre religioso ni mucho menos. Sin embargo, me di cuenta de que se trataba
de un caso importante, y dejando de ocuparme del elefante de míster Marshall, hice
sentar al juez donde está usted sentado, le ofrecí un vaso de aguardiente y me quedé
callado, esperando su confidencia.
“Traitering lanzó un largo suspiro, pero permaneció
en silencio. Yo no abrí la boca y volví a ocuparme de los chicos de míster Marshall,
que jugaban en torno de las patas del elefante. Finalmente, el juez Traitering,
después de lanzar otro suspiro, me dijo:
“–¿Se acuerda, padre, de los cuarenta ahorcados?
“Francamente, yo ya no me acordaba. Por eso le respondí
un poco aturdidamente:
“–¿Qué pasa? ¿Han resucitado?
“Traitering sonriose débilmente:
“–Ojalá hubieran resucitado! ¿Recuerda usted, padre,
que me aconsejó que indultara al niño?
“Efectivamente, yo no podía negar que le había aconsejado
que indultara al pequeño Gan.
“–Sí, sí… ¿Qué es de ese huérfano?
“–Lo he asesinado ayer, padre.
“Me quedé mirando atónito al juez Traitering. ¡Había
asesinado al niño!
“–¿Por qué ha hecho eso? –terminé por preguntarle–.
¿Por qué lo asesinó?
“–Ah, padre… padre!… –Y el juez Traitering se echó a
llorar como una criatura–. No se imagina usted la calidad de monstruo que era ese
niño. Si le hubiera hecho ahorcar en compañía de los otros, no estaría yo aquí.
No.
“A mí se me partía el alma de ver llorar a un hombrón
tan recio. Traté de consolarlo, y le serví un vaso de aguardiente. (Aquí el padre
aprovechó para servirse otro y llenarle el vaso al doctor Denis.)
“¿Qué ha pasado? –le dije.
“Finalmente, el juez Traitering comenzó a relatarme
su desgracia.
“–¡Santo nombre de Dios! Y después hay gente que duda
de la existencia del demonio. He aquí lo que contó el infortunado:
“–Un mes después que hice ahorcar a los cuarenta antropófagos
del rápido de Manba recordé que en la cárcel permanecía encerrado el niño Gan, y
como disponía de tiempo resolví tomar apuntes respecto al proceso en que el niño
declaraba sentir que se metamorfoseaba en hiena. Una tarde le hice traer a mi oficina.
Un soldado me entregó al niño, y yo quedé solo con él en mi despacho
“–¿Estarás contento de haber salvado la piel? –le dije
al chico en dialecto krus.
“El pequeño caníbal no contestó palabra.
“–¿No quisieras ahora un trozo de carne humana? –le
pregunté.
“Gan continuó en silencio. Yo insistí:
“–Si me cuentas cómo hacías para convertirte en hiena
te daré un trozo de carne de mandinga (los mandingas son recios enemigos de los
kwesi) y una botella de aguardiente.
“Gan no abrió la boca Continuaba mirándome fijamente,
y cuanto más él me miraba más simpatía experimentaba yo hacia él. Se iba formando
un lazo de amistad secreta entre nosotros. Quizá por mis venas también circulara
sangre de negro kwesi, pensé. Y entonces poniéndome de pie, me acerqué a Gan e intenté
pasarle la mano por la cabeza; pero Gan se retiró velozmente, y encogiendo el labio
superior se quedó mostrándome los dientes como una fiera que quiere morder. –Ah,
padre! Yo no sé qué pasó en aquel momento por mí; recuerdo perfectamente que no
sentí ningún desagrado por ese gesto bestial, sino que riéndome también yo fruncí
los labios, mostrándole los dientes al caníbal. Entonces Gan apoyó las manos en
el suelo y comenzó a andar ágilmente en cuatro pies rozándome las pantorrillas con
el flanco; yo experimenté un sobresalto terrible, me precipité a la puerta, la cerré
con llave, y apoyando las manos en el suelo, también me puse a caminar como una
fiera. Y el niño lanzaba gruñidos y yo le imitaba y ambos parecíamos dos fieras
que no se resuelven a reñir.
“–¿Es posible? –interrumpí asombrado.
“–Ah, padre! –Vaya, si es posible! Lo único que recuerdo
es que en aquel momento experimenté un placer vertiginoso en degradar mi dignidad
humana. Además, sentía un deseo tan violento de morder, que creo que hubiera terminado
por despedazar a Gan. Él gruñía sordamente como una hiena acorralada. En aquel momento
alguien llamó a la puerta. Gan corriendo siempre en cuatro pies, se ocultó detrás
de mi escritorio; yo despaché al soldado que había traído al muchacho. La verdad
es que en aquellos momentos sólo me animaba un propósito. Después que el soldado
se hubo alejado, le dije a Gan:
“–Esta noche iremos al bosque.
“Gan movió la cabeza asintiendo.
“Entonces dejé al niño encerrado, me eché la llave al
bolsillo y salí. Estaba afiebrado de impaciencia. Marché hacia el malecón, paseé
por las orillas del lago; esperaba que la vista del agua y de las embarcaciones
me calmarían, pero el cuadro de civilización del puerto me causó repulsión. Ansiaba
vehementemente volver a la selva, convertirme en una bestia. Cuando la última luz
de Krutown se hubo apagado, entré en el escritorio, tomé a Gan de una mano y lo
hice subir a mi automóvil. Rápidamente dejamos atrás el cementerio de los krus,
los cauchales. Finalmente llegué a un claro del bosque, oculté el automóvil bajo
una cortina de lianas y dije a Gan:
“–Haz la hiena.
“Una luna llena iluminaba el camino; Gan apoyó las manos
en el suelo, y yo lo imité. A poco de iniciado este juego comenzamos a gruñir, luego
nos afilamos las uñas en el tronco de los árboles, hasta que, cansados, nos echamos
en el polvo del camino. Juro, padre, que en aquel momento sentí que tenía cola.
No hablábamos. ‘Sabíamos’ que esperábamos a alguien. Nada más. Pero ese alguien
no llegaba. La noche estaba muy avanzada, la selva se había poblado de mil ruidos,
y no llegaba nadie, cuando de pronto escuchamos el silbido de un hombre, una sombra
se movió en el camino, y cuando el hombre estuvo cerca de nosotros, Gan saltó sobre
él, le tiró al suelo y le desgarró la garganta de un mordisco. Fue una escena vertiginosa,
casi incomprensible… Dispénseme, padre, de narrarle lo que hicimos después. Yo me
sentía tigre; al amanecer me sorprendí con mi conciencia de hombre vuelta a un cuerpo
completamente manchado de sangre. Gan con la cara aplastada en la hojarasca, dormía
su hartazgo espantoso.
“Desperté a Gan, nos lavamos en un arroyo y volvimos
a Monrovia. Devolví el caníbal a la cárcel: yo estaba horrorizado de la experiencia,
creía que sería la última; pero pocos días después la tentación se presentó tan
enorme y dominante, que hice traer a Gan de la cárcel, aguardé la noche, y en su
compañía nuevamente volví al bosque.
“Desde entonces mi vida ha sido un infierno. Remordimientos
y crímenes. Finalmente me resolví. Ayer, en compañía de Gan, fui al bosque, y allí
lo maté de un tiro. Y ahora estoy aquí, padre, para pedirle la absolución de mis
pecados y el perdón, porque me mataré. Es necesario que aproveche este intervalo
de lucidez para exterminarme, antes que vuelva la horrible tentación a lanzarme
al bosque en busca de víctimas…”
El sacerdote negro calló, y Denis se quedó mirándolo.
Luego murmuró:
–¿Qué hizo usted, padre?
–Comprendí que el juez Traitering tenía razón de querer
matarse. Él no quería destruir el hombre que llevaba en sí, sino a la fiera despierta
en él. Lo confesé, le di la absolución y le dejé marcharse.
Algunas horas después, un muchacho del puerto trajo
la noticia de que el juez Traitering se había ahogado.
Los dos hombres callaron. Los niños de míster Marshall
habían dejado de jugar en torno de las patas del elefante. El sacerdote negro bebió
su quinta copa de aguardiente de palma, y le dijo al flamante juez:
–Yo no le aconsejo que haga ejecutar al pequeño caníbal
que usted tiene que juzgar, pero que esta historia le sirva para ponerse en guardia,
que jamás bebió vino ni mordió carne.
(Tomado
de www.ciudadseva.com)
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