Emilia Pardo Bazán
Ya conocéis la historia de aquella dama del abanico, aquella viudita del
Celeste Imperio que, no pudiendo contraer segundas nupcias hasta ver seca y dura
la fresca tierra que cubría la fosa del primer esposo, se pasaba los días abanicándola
a fin de que se secase más presto. La conducta de tan inconstante viuda arranca
severas censuras a ciertas personas rígidas; pero sabed que en las mismas páginas
de papel de arroz donde con tinta china escribió un letrado la aventura del abanico,
se conserva el relato de otra más terrible, demostración de que el santo Fo –a quien
los indios llaman el Buda o Saquiamuni– aún reprueba con mayor energía a los hipócritas
intolerantes que a los débiles pecadores.
Recordaréis que mientras la viudita no daba paz al abanico,
acertaron a pasar por allí un filósofo y su esposa. Y el filósofo, al enterarse
del fin de tanto abaniqueo, sacó su abanico correspondiente –sin abanico no hay
chino– y ayudó a la viudita a secar la tierra. Por cuanto la esposa del filósofo,
al verle tan complaciente, se irguió vibrando lo mismo que una víbora, y a pesar
de que su marido le hacía señas de que se reportase, hartó de vituperios a la abanicadora,
poniéndola como sólo dicen dueñas irritadas y picadas del aguijón de la virtuosa
envidia. Tal fue la sarta de denuestos y tantas las alharacas de constancia inexpugnable
y honestidad invencible de la matrona, que por primera vez su esposo, hombre asaz
distraído, a fuer de sabio, y mejor versado en las doctrinas del I-King que en las
máculas y triquiñuelas del corazón, concibió ciertas dudas crueles y se planteó
el problema de si lo que más se cacarea es lo más real y positivo; por lo cual,
y siendo de suyo propenso a la investigación, resolvió someter a prueba la constancia
de la esposa modelo, que acababa de abrumar y sacar los colores a la tornadiza viuda.
A los pocos días se esparció la voz de que la ciencia
sinense había sufrido cruel e irreparable pérdida con el fallecimiento del doctísimo
Li-Kuan –que así se llamaba nuestro filósofo– y de que su esposa Pan-Siao se hallaba
inconsolable, a punto de sucumbir a la aflicción. En efecto, cuantos indicios exteriores
pueden revelar la más honda pena, advertíanse en Pan-Siao el día de las exequias:
torrentes de lágrimas abrasadoras, ojos fijos en el cielo como pidiéndole fuerzas
para soportar el suplicio, manos cruzadas sobre el pecho, ataques de nervios y frecuentes
síncopes, en que la pobrecilla se quedaba sin movimiento ni conciencia, y sólo a
fuerza de auxilios volvía en sí para derramar nuevo llanto y desmayarse con mayor
denuedo.
Entre los amigos que la acompañaban en su tribulación
se contaba el joven Ta-Hio, discípulo predilecto del difunto, y mancebo en quien
lo estudioso no quitaba lo galán. Así que se disolvió el duelo y se quedó sola la
viudita, toda suspirona y gemebunda, Ta-Hio se le acercó y comenzó a decirle, en
muy discretas y compuestas razones, que no era cuerdo afligirse de aquel modo tan
rabioso y nocivo a la salud; que sin ofensa de las altas prendas y singulares méritos
del fallecido maestro, la noble Pan-Siao debía hacerse cargo de que su propia vida
también tenía un valor infinito y que todo cuanto llorase y se desesperase no serviría
para devolver el soplo de la existencia al ilustre y luminoso Li-Kuan.
Respondió la viuda con sollozos, declarando que para
ella no había en el mundo consuelo, además de que su inútil vida nada importaba
desde que faltaba lo único en que la tenía puesta; y entonces el discípulo, con
amorosa turbación y palabras algo trabadas –en tales casos son mejores que muy hilados
discursos–, dijo que, puesto que ningún hombre del mundo valiese lo que Li-Kuan,
alguno podría haber que no le cediese la palma en adorar a la bella Pan-Siao; que
si en vida del maestro guardaba silencio por respetos altísimos, ahora quería, por
lo menos, desahogar su corazón, aunque le costase ser arrojado del paraíso, que
era donde Pan-Siao respiraba, y que si al cabo había de morir de amante silencioso,
prefería morir de rigores, acabando su declaración con echarse a los diminutos pies
de la viuda, la cual, lánguida y algo llorosa aún, tratándole de loquillo, le alzó
gentilmente del suelo, asegurando benignamente que merecía, en efecto, ser echado
a la calle, y que si ella no lo hacía, era sólo en memoria de la mucha estimación
en que tenía a su discípulo el luminoso difunto. Y, sin duda, la misma estimación
y el mismo recuerdo fueron los que, de allí a poco –cuando todavía por mucho que
la abanicase, no estaría seca la tierra de la fosa de Li-Kuan– impulsaron a su viuda
a contraer vínculos eternos con el gallardo Ta-Hio.
Vino la noche de bodas, y al entrar los novios en la
cámara nupcial, notó la esposa que el nuevo esposo estaba no alegre y radiante,
sino en extremo abatido y melancólico, y que lejos de festejarla, callaba y se desviaba
cuanto podía; y habiéndole afanosamente preguntado la causa, respondió Ta-Hio con
modestia que, le asustaba el exceso de su dicha, y le parecía imposible que él,
el último de los mortales, hubiese podido borrar la imagen de aquel faro de ciencia,
el ilustre Li-Kuan. Tranquilizole Pan-Siao con extremosas protestas, jurando que
Li-Kuan era, sin duda, un faro y un sapientísimo comentador de la profunda doctrina
del Libro de la razón suprema, pero que una cosa es el Libro de la razón suprema
y otra embelesar a las mujeres, y que a ella Li-Kuan no la había embelesado ni miaja.
Entonces Ta-Hio replicó que también le angustiaba mucho estar advirtiendo los primeros
síntomas de cierto mal que solía padecer, mal gravísimo, que no sólo le privaba
del sentido, sino que amenazaba su vida. Y Pan-Siao, viéndole pálido, desencajado,
con los ojos en blanco, agitado ya de un convulsivo temblor…
–Mi sándalo perfumado –le dijo–, ¿con qué se te quita
ese mal? Sépalo yo para buscar en los confines del mundo el remedio.
Suspiró Ta-Hio y murmuró:
–¡Ay mísero de mí! ¡Que no se me quita el ataque sino
aplicándome al corazón sesos de difunto! –y apenas hubo acabado de proferir estas
palabras cayó redondo con el accidente.
Al pronto quedó Pan-Siao tan confusa como el lector
puede inferir; pero en seguida se le vino a las mientes que, en los primeros instantes
de inconsolable viudez, había mandado que al luminoso Li-Kuan le enterrasen en el
jardín, para tenerle cerca de sí y poderle visitar todos los días. A la verdad,
no había ido nunca: de todos modos, ahora se felicitaba de su previsión. Tomó una
linterna para alumbrarse, una azada para cavar y un hacha que sirviese para destrozar
las tablas del ataúd y el cráneo del muerto; y resuelta y animosa se dirigió al
jardín, donde un sauce enano y recortadito sombreaba la fosa.
Dejó en el suelo la linterna y el hacha, dio un azadonazo…
y en seguida exhaló un chillido agudo, porque detrás del sauce surgió una figura
que se movía, y que era la del mismísimo Li-Kuan, ¡la del esposo a quien creía cubierto
por dos palmos de tierra!
–Sierpe escamosa –pronunció el filósofo con voz grave–,
arrodíllate. Voy a hacer contigo lo que venías a hacer conmigo; voy a sacarte los
sesos, si es que los tienes. Entre mi discípulo Ta-Hio y yo hemos convenido que
sondaríamos el fondo de tu malicia, y, sobre todo, de tu mentira. No castigo tu
inconstancia que sólo a mí ofende, sino tu fingimiento, tu hipocresía, que ofenden
a toda la Humanidad. ¿Te acuerdas de la dama del abanico?
Y el esposo cogió el hacha, sujetó a Pan-Siao por el
complicado moño, y contra el tronco del sauce le partió la sien.
(Tomado
de www.ciudadseva.com)
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