Benito Pérez Galdós
“Esta no se me escapa: no se me escapa, aunque se opongan a mi triunfo todas
las potencias infernales”, dije yo siguiéndola a algunos pasos de distancia, sin
apartar de ella los ojos, sin cuidarme de su acompañante, sin pensar en los peligros
que aquella aventura ofrecía.
¡Cuánto me acuerdo de ella! Era alta, rubia, esbelta,
de grandes y expresivos ojos, de majestuoso y agraciado andar, de celestial y picaresca
sonrisa. Su nariz, terminada en una hermosa línea levemente encorvada, daba a su
rostro una expresión de desdeñosa altivez, capaz de esclavizar medio mundo. Su respiración
era ardiente y fatigada, marcando con acompasadas depresiones y expansiones voluptuosas
el movimiento de la máquina sentimental, que andaba con una fuerza de caballos de
buena raza inglesa. Su mirada no era definible; de sus ojos, medio cerrados por
el sopor normal que la irradiación calurosa de su propia tez le producía, salían
furtivos rayos, destellos perdidos que quemaban mi alma. Pero mi alma quería quemarse,
y no cesaba de revolotear como imprudente mariposa en torno a aquella luz. Sus labios
eran coral finísimo; su cuello, primoroso alabastro; sus manos, mármol delicado
y flexible; sus cabellos, doradas hebras que las del mesmo sol escurecían. En el
hemisferio meridional de su rostro, a algunos grados del meridiano de su nariz y
casi a la misma latitud que la boca, tenía un lunar, adornado de algunos sedosos
cabellos que, agitados por el viento, se mecían como frondoso cañaveral. Su pie
era tan bello, que los adoquines parecían convertirse en flores cuando ella pasaba;
de los movimientos de sus brazos, de las oscilaciones de su busto, del encantador
vaivén de su cabeza, ¿qué puedo decir? Su cuerpo era el centro de una infinidad
de irradiaciones eléctricas, suficientes para dar alimento para un año al cable
submarino.
No había oído su voz; de repente la oí. ¡Qué voz, Santo
Dios!, parecía que hablaban todos los ángeles del cielo por boca de su boca. Parecía
que vibraba con sonora melodía el lunar, corchea escrita en el pentagrama de su
cara. Yo devoré aquella nota; y digo que la devoré, porque me hubiera comido aquel
lunar, y hubiera dado por aquella lenteja mi derecho de primogenitura sobre todos
los don Juanes de la tierra.
Su voz había pronunciado estas palabras, que no puedo
olvidar:
–Lurenzo, ¿sabes que comería un bucadu? –era gallega.
–Ángel mío –dijo su marido, que era el que la acompañaba–:
aquí tenemos el café del Siglo, entra y tomaremos jamón en dulce.
Entraron, entré; se sentaron, me senté (enfrente); comieron,
comí (ellos jamón, yo… no me acuerdo de lo que comí; pero lo cierto es que comí).
Él no me quitaba los ojos de encima. Era un hombre que
parecía hecho por un artífice de Alcorcón, expresamente para hacer resaltar la belleza
de aquella mujer gallega, pero modelada en mármol de Paros por Benvenuto Cellini.
Era un hombre bajo y regordete, de rostro apergaminado y amarillo como el forro
de un libro viejo: sus cejas angulosas y las líneas de su nariz y de su boca tenían
algo de inscripción. Se le hubiera podido comparar a un viejo libro de 700 páginas,
voluminoso, ilegible y apolillado. Este hombre estaba encuadernado en un enorme
gabán pardo con cantos de lanilla azul.
Después supe que era un bibliómano.
Yo empecé a deletrear la cara de mi bella galleguita.
Soy fuerte en la paleontología amorosa. Al momento entendí
la inscripción, y era favorable para mí.
–Victoria –dije, y me preparé a apuntar a mi nueva víctima
en mi catálogo. Era el número 1.003.
Comieron, y se hartaron, y se fueron.
Ella me miró dulcemente al salir. Él me lanzó una mirada
terrible, expresando que no las tenía todas consigo; de cada renglón de su cara
parecía salir una chispa de fuego indicándome que yo había herido la página más
oculta y delicada de su corazón, la página o fibra de los celos.
Salieron, salí.
Entonces era yo el don Juan más célebre del mundo, era
el terror de la humanidad casada y soltera. Relataros la serie de mis triunfos sería
cosa de no acabar. Todos querían imitarme; imitaban mis ademanes, mis vestidos.
Venían de lejanas tierras sólo para verme. El día en que pasó la aventura que os
refiero era un día de verano, yo llevaba un chaleco blanco y unos guantes de color
de fila, que estaban diciendo comedme.
Se pararon, me paré; entraron, esperé; subieron, pasé
a la acera de enfrente.
En el balcón del quinto piso apareció una sombra: ¡es
ella!, dije yo, muy ducho en tales lances.
Acerqueme, miré a lo alto, extendí una mano, abrí la
boca para hablar, cuando de repente, ¡cielos misericordiosos! ¡cae sobre mí un diluvio!…
¿de qué? No quiero que este pastel quede, si tal cosa nombro, como quedaron mi chaleco
y mis guantes.
Lleneme de ira: me habían puesto perdido. En un acceso
de cólera, entro y subo rápidamente la escalera.
Al llegar al tercer piso sentí que abrían la puerta
del quinto. El marido apareció y descargó sobre mí con todas sus fuerzas un objeto
que me descalabró: era un libro que pesaba sesenta libras. Después otro del mismo
tamaño, después otro y otro; quise defenderme, hasta que al fin una Compilatio
decretalium me remató: caí al suelo sin sentido.
Cuando volví en mí, me encontré en el carro de la basura.
Levanteme de aquel lecho de rosas, y me alejé como pude.
Miré a la ventana: allí estaba mi verdugo en traje de mañana, vestido a la holandesa;
sonrió maliciosamente y me hizo un saludo que me llenó de ira.
Mi aventura 1.003 había fracasado. Aquélla era la primera
derrota que había sufrido en toda mi vida. Yo, el don Juan por excelencia, ¡el hombre
ante cuya belleza, donaire, desenfado y osadía se habían rendido las más meticulosas
divinidades de la tierra!… Era preciso tomar la revancha en la primera ocasión.
La fortuna no tardó en presentármela.
Entonces, ¡ay!, yo vagaba alegremente por el mundo,
visitaba los paseos, los teatros, las reuniones y también las iglesias.
Una noche, el azar, que era siempre mi guía, me había
llevado a una novena: no quiero citar la iglesia, por no dar origen a sospechas
peligrosas. Yo estaba oculto en una capilla, desde donde sin ser visto dominaba
la concurrencia. Apoyada en una columna vi una sombra, una figura, una mujer. No
pude ver su rostro, ni su cuerpo, ni su ademán, ni su talle, porque la cubrían unas
grandes vestiduras negras desde la coronilla hasta las puntas de los pies. Yo colegí
que era hermosísima, por esa facultad de adivinación que tenemos los don Juanes.
Concluyó el rezo; salió, salí; un joven la acompañaba,
“¡su esposo!”, dije para mí, algún matrimonio en la luna de miel.
Entraron, me paré y me puse a mirar los cangrejos y
langostas que en un restaurante cercano se veían expuestos al público. Miré hacia
arriba, ¡oh felicidad! Una mujer salía del balcón, alargaba la mano, me hacía señas…
Cercioreme de que no tenía en la mano ningún ánfora de alcoba, como el maldito bibliómano,
y me acerqué. Un papel bajó revoloteando como una mariposa hasta posarse en mi hombro.
Leí: era una cita. ¡Oh fortuna!, ¡era preciso escalar un jardín, saltar tapias!,
eso era lo que a mí me gustaba. Llegó la siguiente noche y acudí puntual. Salté
la tapia y me hallé en el jardín.
Un tibio y azulado rayo de luna, penetrando por entre
las ramas de los árboles, daba melancólica claridad al recinto y marcaba pinceladas
y borrones de luz sobre todos los objetos.
Por entre las ramas vi venir una sombra blanca, vaporosa:
sus pasos no se sentían, avanzaba de un modo misterioso, como si una suave brisa
la empujara. Acercose a mí y me tomó de una mano; yo proferí las palabras más dulces
de mi diccionario, y la seguí; entramos juntos en la casa. Ella andaba con lentitud
y un poco encorvada hacia adelante. Así deben andar las dulces sombras que vagan
por el Elíseo, así debía andar Dido cuando se presentó a los ojos de Eneas el Pío.
Entramos en una habitación oscura. Ella dio un suspiro
que así de pronto me pareció un ronquido, articulado por unas fauces llenas de rapé.
Sin embargo, aquel sonido debía salir de un seno inflamado con la más viva llama
del amor. Yo me postré de rodillas, extendí mis brazos hacia ella… cuando de pronto
un ruido espantoso de risas resonó detrás de mí; abriéronse puertas y entraron más
de veinte personas, que empezaron a darme de palos y a reír como una cuadrilla de
demonios burlones. El velo que cubría mi sombra cayó, y vi, ¡Dios de los cielos!,
era una vieja de más de noventa años, una arpía arrugada, retorcida, seca como una
momia, vestigio secular de una mujer antediluviana, de voz semejante al gruñido
de un perro constipado; su nariz era un cuerno, su boca era una cueva de ladrones,
sus ojos, dos grietas sin mirada y sin luz. Ella también se reía, ¡la maldita!,
se reía como se reiría la abuela de Lucifer, si un don Juan le hubiera hecho el
amor.
Los golpes de aquella gente me derribaron; entre mis
azotadores estaban el bibliómano y su mujer, que parecían ser los autores de aquella
trama.
Entre puntapiés, pellizcos, bastonazos y pescozones,
me pusieron en la calle, en medio del arroyo, donde caí sin sentido, hasta que las
matutinas escobas municipales me hicieron levantar. Tal fue la singular aventura
del don Juan más célebre del universo. Siguieron otras por el estilo; y siempre
tuve tan mala suerte, que constantemente paraba en los carros que recogen por las
mañanas la inmundicia acumulada durante la noche. Un día me trajeron a este sitio,
donde me tienen encerrado, diciendo que estoy loco. La sociedad ha tenido que aherrojarme
como a una fiera asoladora; y en verdad, a dejarme suelto, yo la hubiera destruido.
(Tomado
de www.ciudadseva.com)
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