Isaac Asimov
Bebieron cerveza y se entregaron a sus recuerdos, como hombres que se encuentran
tras larga separación. Rememoraron los días expuestos al fuego del enemigo. Evocaron
a sargentos y muchachas, ambos con exageración. En retrospectiva, las cosas mortales
se convirtieron en humorísticas, y se airearon trivialidades arrumbadas durante
diez años.
Incluyendo, claro está, el perenne misterio.
–¿Cómo te lo explicas? –preguntó el primero–. ¿Quién comenzó?
El segundo se encogió de hombros.
–Nadie comenzó. De repente, todo el mundo se encontró haciéndolo,
como una enfermedad. Tú también, supongo.
El primero rio entre dientes.
El tercero intervino suavemente:
–Nunca vi nada divertido en eso. Acaso porque tropecé con
el primero durante mi bautismo de fuego. En África del norte.
–¿De verdad? –dijo el segundo.
–La primera noche en las playas de Orán. Trataba de ponerme
a cubierto, buscando alguna choza indígena cuando lo vi al resplandor de un fogonazo…
George se sentía delirantemente feliz. Dos años de expedientes y por fin el
regreso al pasado. Ahora podría completar su informe sobre la vida social del soldado
de infantería de la Segunda Guerra Mundial con algunos detalles auténticos.
Saliendo de la insípida sociedad sin guerras del siglo XXX,
se halló inmerso, por un glorioso momento, en el drama tenso y superlativo del bélico
siglo XX.
¡África del norte! El teatro de la primera gran invasión por
mar de la guerra. Los físicos temporales habían escudriñado el área para determinar
el punto y el momento perfectos. Señalaron la sombra de un edificio vacío de madera.
Ningún humano se aproximaría durante un número conocido de minutos. Ninguna explosión
lo afectaría seriamente en aquel tiempo. George no afectaría a la historia por estar
presente. Sería el ideal del físico temporal, el “mero observador”.
Resultó aún más terrorífico de lo que había imaginado. El
perpetuo restallar de la artillería, el desgarrón invisible de los aviones sobre
su cabeza. Y luego, las líneas periódicas de las balas trazadoras estallando en
el firmamento, y el ocasional fulgor, ígneo y fantasmal, descendiendo en serpentinas
curvas.
¡Y él estaba allí! Él, George, tomaba parte en la guerra,
parte en una forma de vida intensa, desaparecida para siempre del mundo del siglo
XXX, que se había tornado manso y apacible.
Imaginó que veía las sombras de una columna de soldados avanzando,
que oía los monosílabos que se murmuraban unos a otros en voz cautelosamente baja.
¡Cómo anhelaba ser en verdad uno de ellos, y no un intruso momentáneo, un “mero
observador”!
Cesó en su tarea de tomar notas y contempló su pluma, hipnotizado
por un instante por su microlinterna. Lo asaltó una súbita idea y miró el madero
contra el cual apoyaba el hombro. Aquel momento no debía pasar inadvertido para
la historia. El hacerlo no la afectaría en nada. Emplearía el antiguo dialecto inglés.
Así no habría sospecha alguna.
Lo hizo a toda prisa, y luego espió a un soldado que corría
desesperadamente hacia el edificio, escabulléndose de una terrible ráfaga de balas.
George se dio cuenta de que su tiempo había pasado y, al tomar conciencia de ello,
se encontró de nuevo en el siglo XXX.
No importaba. Durante aquellos pocos minutos, había tomado
parte en la Segunda Guerra Mundial. Una pequeña parte, pero parte al fin y al cabo.
Y otros lo sabrían. Tal vez no supieran que lo sabían, pero quizá alguien se repitiera
a sí mismo el mensaje.
Alguien, acaso aquel hombre que corría a refugiarse, lo leería
y sabría que, entre los héroes del siglo XX, estuvo también el “mero observador”,
el hombre del siglo XXX, George Kilroy. ¡Él estuvo allí!
(Tomado de Asimov, Isaac, Cuentos completos.
Volumen I, Ediciones B, Madrid, 2002)
No hay comentarios:
Publicar un comentario