José Manuel Vilar-Bou
Todas
las
mañanas
se
inauguraban
con
ese
instante
de
pánico.
Un
vértigo
inconmensurable
que
enseguida
se
olvidaba
y
que
en
ningún
caso
reaparecía
hasta
el
amanecer
siguiente.
Sucedía
cuando,
de
lunes
a
viernes,
a
las
siete
en
punto,
se
miraba
en
el
espejo
y
tardaba
un
segundo
en
reconocerse.
En
esa
franja
irrisoria
de
tiempo
se
abría
y
cerraba
el
abismo
como
si
fuera
un
ojo
que
parpadea.
De
inmediato
recordaba
su
nombre,
Herman
Daem,
y
la
tierra
firme
se
materializaba
de
nuevo
bajo
sus
pies.
Vivía con
su
mujer
Christiane
y
su
hijo
Freddy
en
una
bonita
casa
rodeada
de
prados
y
suaves
colinas,
no
muy
lejos
de
Brujas.
Era
el
lugar
más
tranquilo
del
mundo,
donde
no
se
requerían
rejas
ni
alarmas
en
puertas
ni
ventanas.
Los
vecinos
estaban
lejos
y
eran
tan
silenciosos
y
pacíficos
como
las
líneas
del
paisaje.
Cada
cual
hacía
su
vida
y
con
eso
bastaba
y
parecía
todo
humanamente
perfecto.
Algunos
cuidaban
dos
o
tres
vacas
que
ejercían
las
funciones
de
animal
doméstico.
Pastaban
en
la
verdísima
hierba,
siempre
cambiante.
Tan
cambiante
como
el
cielo,
un
territorio
aéreo
del
que
las
nubes
y
la
lluvia
pocas
veces
se
ausentaban.
Herman salía
de
casa
siempre
a
las
ocho,
bajo
una
claridad
gris
y
primigenia.
Sacaba
el
coche
del
garaje,
llevaba
al
pequeño
Freddy
al
colegio
y
se
presentaba
en
su
oficina
de
Brujas
poco
antes
de
las
ocho
y
media.
Jamás
después.
Su
esposa
Christiane
trabajaba
también
en
la
ciudad,
pero
ambos
vivían
de
espaldas
a
ella.
Más
allá
de
los
horarios
laborales,
preferían
la
inmovilidad
emocional
del
campo,
moteado
de
vacas
y
casitas.
Cenaban a
las
ocho.
Afuera
era
siempre
noche
cerrada.
El
sol
ya
había
desaparecido
tras
las
colinas
silenciosas
y
el
cielo
pasaba
del
azul
húmedo
a
una
infinita
sucesión
espejada
de
morados.
Después venía
la
oscuridad
total.
Pero hubo
una
noche
en
la
que
no
fue
así.
La
familia
estaba
terminando
de
cenar.
Luego
leerían
un
rato
y
se
irían
a
la
cama.
Ese
era
el
hábito.
Esta vez,
sin
embargo,
Christiane
parecía
distraída.
Escrutaba
con
cierta
insistencia
la
oscuridad
que
se
abría
al
otro
lado
de
la
ventana.
–¿Pasa
algo,
cariño?
–le
preguntó
Herman.
Ella masticó,
tragó
y
bebió
un
sorbo
de
agua.
A
su
lado,
el
pequeño
Freddy
pelaba
una
manzana
llena
de
imperfecciones.
Eran
sus
primeros
intentos.
–Es
sólo…
–respondió
ella–.
Nunca
me
había
fijado
en
que
la
casa
de
Guy
y
Francoise
estaba
tan
cerca.
–¿La
casa
de
Guy
y
Francoise?
–dijo
él–.
Bueno…
no…
no
lo
está.
¿Por
qué?
–Tienen
la
luz
encendida.
Herman miró
extrañado
a
su
esposa.
–A
ver…
–dijo
acercándose
al
cristal–.
Pues
es
verdad.
Qué…
qué
raro
que
se
vea
desde
aquí.
Afuera, una
ventana
perfectamente
cuadrangular
rompía
con
su
luz
amarilla
la
negra
simetría
de
la
noche.
No
le
dio
importancia.
Abrió
el
yogur
de
sabores
tropicales
y
dejó
correr
el
asunto.
El día
siguiente
sucedió
como
si
fuera
el
reflejo
del
anterior.
Herman,
todavía
medio
dormido,
lo
estrenó
enfrentándose
al
espejo
sin
reconocerse.
El
acostumbrado
segundo
de
abismo
durante
el
cual
se
preguntaba
quién
era
aquel
que
le
miraba.
Luego
todo
siguió
su
impertérrito
camino.
Llevó
al
niño
al
colegio.
Cerró
dos
informes.
Al
volver
a
casa
por
la
tarde
Christiane
le
enumeró
cronológicamente
los
pequeños
acontecimientos
de
la
jornada.
Luego
rindió
cuentas
él.
Negociaron
las
aristas
del
viaje
a
Madagascar
que
planeaban
para
el
verano.
Componían
una
familia
funcional
y
armónica
en
la
que
cabía
mucho
amor.
–¿Sabes?
–dijo
Christiane
a
la
hora
de
la
cena–.
Hoy
he
estado
fijándome
y
es
imposible
que
ésa
sea
la
casa
de
los
vecinos.
La escuchó
un
instante
sin
asociar,
porque
ya
había
olvidado
el
tema.
–Esa
luz
está
encendida
otra
vez
–añadió
ella
para
hacerle
comprender–.
Lo
raro
es
que
ahí
no
hay
ninguna
casa.
–¿Perdona?
–Dime,
Herman.
¿Cuánto
hace
que
vivimos
aquí?
Ocho
años.
¿Y
cuándo
hemos
tenido
vecinos
a
apenas
cincuenta
metros?
Nunca.
Su marido
no
tenía
respuesta.
Por
eso
se
levantó
de
la
mesa
y
fue
a
la
puerta,
en
busca
de
una.
–No
–lo
detuvo
ella
agarrándole
del
brazo.
–¿Por
qué
no?
–dijo
él.
–No
lo
sé.
–Qué
tontería.
Vamos
a
ver
de
quién
es
esa
ventana.
–No
–insistió
ella–.
Por
favor.
Herman volvió
a
la
mesa.
–¿Por
qué
me
casé
con
una
mujer
de
letras?
–dijo
burlándose
de
su
excéntrica
y
rubia
esposa.
Pero aquella
luz
encendida
en
mitad
de
la
noche
era
ilógica
e
improbable.
Y
por
eso
daba
miedo.
El
insólito
fenómeno
les
fue
a
buscar
noche
tras
noche.
Era
como
tener
unos
vecinos
espectrales
que
se
desvanecían
con
el
alba.
Muchas
veces
trató
Herman
de
salir
al
jardín
en
pos
de
explicaciones.
Era
necio
dormir
con
el
enigma
respirando
al
otro
lado
de
la
puerta.
Pero
su
mujer
lo
detenía
una
y
otra
vez
con
una
terquedad
insólita
en
ella.
–Sé
que
esa
luz
es
un
señuelo
–decía
ella
para
disuadirle.
–¿Un
señuelo
de
qué?
–decía
él.
Ella no
hallaba
qué
responder.
Y entonces
él
solía
alegar
cosas
como:
–Por
favor.
Somos
una
familia
normal
en
una
casa
normal
en
un
mundo
normal.
No
busques…
extrañezas.
Pero la
ecuación
no
funcionaba.
Y
cada
mañana
al
salir
de
casa
con
el
coche
grande
comprobaba
lo
imposible
de
la
presencia
luminosa
que
flotaba
en
medio
de
la
noche.
Porque
allí
no
había
nada.
Sólo
prados
verdes
sobrevolados
por
gruesos
nubarrones
viajeros
y
con
prisa.
Más
allá
de
las
colinas
se
escuchaba
el
gemido
mortecino
del
tren
y
el
lamento
de
alguna
vaca
invisible.
Nada
más.
Y sin
embargo,
la
ventana
evanescente
polarizaba
todas
sus
cenas.
Comían
los
tres
en
silencio,
con
la
televisión
apagada,
sin
apartar
la
vista
del
vigía
cuadrangular.
–Yo
sé
lo
que
pasa
–dijo
el
pequeño
Freddy
una
noche.
La
certeza
hacía
brillar
sus
ojos
azules
e
inmaculados.
–¿Sí,
cariño?
–dijo
la
madre
tragando
saliva–.
Y…
¿Y
qué
crees
que
es?
–Es
un
fantasma
–respondió
el
niño
en
voz
muy
baja–.
Es
un
fantasma
que
duerme.
A
veces
le
escucho
hablar
en
sueños
y…
–¡Ya
vale!
–dijo
Herman–.
¡A
la
cama!
¡Como
hacía
mi
padre!
El niño
no
protestó.
Se
fue
con
la
cabeza
gacha.
Subió
las
escaleras
y
se
escuchó
la
puerta
de
su
habitación
al
cerrarse
despacio.
Christiane miraba
ahora
con
expresión
severa
a
su
marido.
–No
es
así
como
acordamos
educarle
–dijo
con
suave
firmeza–.
No
era
necesario
gritar.
Has
descargado
en
él
tu
propio
miedo.
¿No
te
das
cuenta?
¿Te
parece
correcto?
–Has
escuchado
lo
que
decía
–dijo
él–.
No
quiero
que
nuestro
hijo
se
atonte
con
ese
tipo
de
ideas.
La discusión,
grave
y
tensa,
se
desarrollaba,
sin
embargo,
entre
susurros.
–Es
un
niño
–dijo
ella–.
Cada
noche,
igual
que
tú
y
que
yo,
ve
eso
ahí
fuera.
Es
normal
que
se
le
ocurran
cosas
así.
Sólo
busca
una
explicación.
Es
lo
lógico
en
cualquier
niño.
Hasta
a
mí
me
vienen…
ocurrencias
raras.
–Por
eso
mismo
quiero
salir
–dijo
él–.
¿Por
qué
no
puedo
estar
en
mi
propio
jardín
de
noche?
¿Por
qué
te
pones
así
cada
vez
que…?
–No
lo
hagas,
Herman
–murmuró
ella–.
No
estamos
preparados.
El estalló
en
una
risa
amarga
y
resignada.
Aun
así,
sabía
que
en
el
miedo
residía
la
verdad.
Y
él,
en
la
seguridad
del
hogar,
lo
tenía.
–¡Herman!
¡¡¡Herman!!!
Su mujer
lo
despertó
a
golpes,
algo
que
nunca
antes
había
hecho.
Sus
blancas
manos
temblaban.
Tenía
la
boca
y
los
ojos
aterrados.
–¿Qué
pasa?
–dijo
él
espantado
porque
jamás
la
vio
así.
–¡No
está!
¡No
está
en
su
cama!
Comprendió. Ambos
corrieron
por
toda
la
casa
llamándole
a
gritos.
–¡Mira!
¡Mira!
–gritó
Christiane,
que
había
salido
al
jardín
sin
ponerse
la
bata.
Había estado
lloviendo
toda
la
noche.
De
la
puerta
arrancaban
las
pisadas
de
un
niño.
Avanzaban
por
el
fango
hasta
la
cerca
y
se
perdían
más
allá.
Siguieron
angustiados
el
rastro
de
Freddy,
pero
éste
se
extinguía
a
cincuenta
metros
de
la
casa
como
si
se
hubiera
esfumado
o,
siendo
optimistas,
echado
a
volar.
Era en
el
espacio
preciso
donde
aparecía
y
desaparecía
la
ventana
fantasmal
que
articulaba
sus
noches
y,
desde
hoy,
sus
días.
Pasaron
la
mañana
y
la
tarde
siguientes
en
compañía
de
policías.
Bélgica
era
un
país
en
extremo
sensible
a
la
desaparición
de
menores
y
por
eso
los
agentes
se
volcaron
en
el
caso.
Lástima
que
ni
un
solo
punto
tuviera
sentido.
Frente
a
semejante
escenario
no
había
eficiencia
posible.
Según
las
pesquisas
de
los
incrédulos
investigadores,
el
niño
había
salido
de
la
casa
por
su
propia
voluntad
y
en
pijama.
Había
caminado
descalzo
bajo
la
lluvia
y
se
había
desintegrado
en
mitad
de
un
prado
vacío.
Esa
era
la
explicación
más
lógica.
A las
siete
de
la
tarde
Herman
y
Christiane
se
quedaron
por
fin
solos.
Había
un
silencio
nuevo
en
el
hogar.
Uno
tan
físico
que
la
casa
parecía
transformada,
absurda
y
enorme.
Permanecieron
callados
un
tiempo
infinito.
No
hablaron
de
la
ventana
ni
de
cualquier
otra
cosa.
Pero
en
un
momento
dado
Herman
se
desmoronó.
–Ha
sido
culpa
mía
–sollozó
sin
atreverse
a
refugiarse
en
brazos
de
su
mujer.
–No,
no
–dijo
ella
también
sin
tocarle–.
No
utilices
jamás
la
palabra
culpa.
¿Me
oyes?
Jamás.
Pocas horas
más
agrias
se
recuerdan.
Cayó
la
noche.
Mientras
el
cielo
conservaba
un
último
resquicio
de
claridad,
la
tierra
se
teñía
de
tinieblas,
como
un
espejo
invertido
de
las
alturas
celestes.
Los
árboles,
las
colinas,
los
caminos.
Todo
desaparecía
bajo
el
imperio
de
las
sombras.
La luz
se
encendió.
Como
una
burla.
Como
el
insulto
de
un
ladrón.
–Ya
está
aquí
–dijo
Christiane.
El rectángulo
de
incandescencia
se
les
mostraba
con
la
quietud
del
enemigo
que
espera.
No hubo
palabra
que
fuera
necesaria.
Él
abrió
la
puerta
y
ella
lo
acompañó
al
exterior.
Todavía
se
adivinaban
en
el
barro
las
huellas
de
Freddy.
Se
perdían
camino
de
la
ventana
amarilla.
El
único
punto
firme
en
un
mundo
consagrado
a
la
negrura.
Herman y
Christine
tuvieron
que
unir
sus
manos
para
no
perderse
uno
al
otro.
No
había
nada
más
que
su
mutuo
tacto.
El
suelo
se
volvía
irreal
en
aquella
oscuridad
tremenda
e
imposible.
Sólo
la
luz
cuadrada
y
misteriosa
les
hacía
señas
igual
que
un
faro
que
guía
a
tierras
abismales.
–Háblame,
Herman
–dijo
ella–.
No
puedo
verte.
Y él
habló
y
habló
en
su
paseo
a
través
de
la
nada.
Sucedió por
accidente.
Ella
tropezó
con
cualquier
piedra
o
montículo.
Los
dedos
se
separaron.
–¿Christiane?
–dijo
él–.
¡Christiane!
¿Dónde
estás?
¡Christiane!
No hubo
respuesta.
Miró
en
todas
direcciones.
No
vio
nada.
No
se
vio
ni
a
sí
mismo.
La
ventana
era
todo
lo
que
el
universo
le
ofrecía.
Por
eso
avanzó
hasta
poder
tocarla,
y
le
sorprendió
descubrir
que
le
era
familiar.
No
sólo
familiar,
sino
igual
a
la
de
su
casa.
Se
asomó
al
interior
y
vio
que
aquel
salón
era
idéntico
al
suyo.
Los
cuadros,
los
sofás,
las
sillas,
la
mesa,
la
televisión,
los
libros,
el
color
de
las
paredes.
La
escalera
que
conducía
a
su
mundo
íntimo.
Alucinado, echó
la
vista
atrás
en
busca
de
su
casa.
Desde
lejos
sólo
se
distinguía
la
luz
del
salón
que
permanecía
encendida.
Contra
ella
se
recortaba
la
silueta
de
un
hombre.
Necesitó
un
segundo
de
abismo
para
reconocer
aquel
rostro
que
lo
miraba
aterrorizado.
(Tomado
de www.talesofmytery.blogspot.com)
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