Italo Calvino
Aquella mañana el juez Onofrio Clérici notó un aire distinto en el ir y venir
de la gente. Atravesaba todos los días la ciudad en un carruaje frágil, desde su
casa hasta el Palacio de Justicia, y allí la gente llenaba las aceras, con aquel
dejar caer cansadamente los hombros, los amontonamientos alrededor de las morenas
vendedoras de castañas, los gritos de ciegos: lotería… millones… Y los golpes sordos
de los cuadernos en las carteras cuadradas de los escolares y las cestas rebosantes
de berzas y apios roídos por las babosas.
Hoy parecía que algo distinto movía a aquella plebe:
en las comisuras de los párpados aparecía el blanco del ojo en fríos triángulos
y, entre los labios, los dientes. Y los abrigos y los chales trazaban contornos
angulosos más netos sobre los hombros caídos: y el borde de las barbillas sobresalía
por encima de los cuellos de los suéteres y sobre las solapas; y el juez Onofrio
Clérici tenía una sensación creciente de incomodidad.
Hacía semanas que los signos trazados con gis en las
paredes de su casa se multiplicaban y crecían, dibujos de horcas y de hombres colgados
de horcas, y los ahorcados llevaban siempre el birrete alto de juez, cilíndrico
y ancho arriba, con un lazo redondo. Hacía tiempo que el juez Onofrio Clérici había
comprendido que la gente lo odiaba y que murmuraba en la sala al oír la sentencia,
y en las declaraciones las viudas gritaban más contra él que contra los acusados;
pero él estaba seguro de lo que hacía, y también él los odiaba, odiaba a esa gentuza
consumida, incapaz de responder en el tono justo en las declaraciones, que no sabía
sentarse respetuosa del público, esa gentuza siempre cargada de hijos y de deudas
y de ideas equivocadas: los italianos.
Hacía tiempo que el juez Onofrio Clérici había comprendido
quiénes son los italianos: mujeres siempre embarazadas con niños cubiertos de costras
en los brazos, muchachos de mejillas azuladas que cuando no hay guerra sólo sirven
para desempleados y para vender tabaco en las estaciones, viejos con asma y hernia
y manos tan llenas de callos que no pueden sostener la pluma para firmar el acta:
una caterva de descontentos, de llorones y de pendencieros, a quienes si no se les
pone freno lo quieren todo para ellos y se instalarían por todas partes arrastrando
a sus críos llenos de costras y sus hernias, y pisoteando cáscaras de castaña en
el suelo.
Por suerte estaban ellos, la raza de las personas decentes,
una raza de piel lisa y floja, de pelos en la nariz y en las orejas, de nalgas estables
como cimientos sobre sillones tapizados, una raza tintineante de distinciones, condecoraciones,
collares, impertinentes, gafas, aparatos acústicos, dentaduras postizas; una raza
crecida durante siglos sobre los sillones barrocos de las cancillerías de antiguos
reinos; una raza que sabe hacer las leyes y aplicarlas y hacerlas respetar en la
medida en que le conviene; una raza unida por un secreto entendimiento, por un descubrimiento
común: que los italianos son una gentuza asquerosa y que en Italia se estaría mejor
si no hubiera italianos, o por lo menos si no se hicieran notar tanto.
El juez Onofrio Clérici llegó al Palacio de Justicia,
que estaba viejo y medio desmantelado por los bombardeos, apuntalado por vigas podridas,
con el revoque descascarado y los frisos barrocos del frontón derruidos. Como siempre
en los procesos, se agolpaba delante del portón cerrado una multitud que los guardias
metían en cintura. Se había hecho costumbre reservar el espacio del público a parientes
y amigos del acusado y a personas en todo caso fiables y respetuosas; sin embargo,
alguno de la multitud conseguía siempre introducirse en la sala y encontrar un lugar
en los bancos del fondo, perturbando la audiencia con protestas y siseos. Los otros
se quedaban afuera para alborotar con quejas y amenazas, y algunos llegaban a enarbolar
carteles, y el jaleo llegaba por momentos a la sala, poniendo nervioso al juez Onofrio
Clérici y confirmándolo en su odio hacia esos italianos tan petulantes e invasores
en cosas que no conocen.
Aquel día, sin embargo, la multitud estaba insólitamente
callada y compuesta y no se alzó de ella un murmullo hostil al ver bajar al juez
Onofrio Clérici del destartalado carruaje para entrar en el Palacio de Justicia
por la puertecita lateral.
Ya en el interior del Palacio de Justicia, la sensación
de malestar se calmó un poco en el corazón del juez: allí todos eran personas amigas,
jueces y procuradores y abogados, gente decente, con su sonrisa tragada en la comisura
de los labios y ese latido, en los costados de la garganta, como de branquias de
rana. Eran gentes moderadas y tranquilas: en el gobierno y en todos los altos cargos
del Estado había gentes así, de párpados bajos y gargantas de rana, y poco a poco
los petulantes italianos entrarían en razón y se resignarían a las costras y a las
hernias que soportaban desde hacía siglos.
Esperando el comienzo de la audiencia, mientras el tribunal
se envolvía en las togas negras, un abogado con la cara llena de verrugas había
sacado del bolsillo un periódico contra los italianos, y con grandes risas mostraba
a los otros hombres de leyes grotescos dibujos donde los italianos eran representados
como personas zafias y monstruosas, con gorras de visera y ridículos garrotes. Solo
uno de ellos no reía de los dibujos: era el nuevo secretario, un viejecito con la
cabeza en forma de piña y apariencia afable y respetuosa: los magistrados, uno por
uno, iban desplazando los ojos congestionados de risa hacia la cara triste y arrugada
del secretario y la risa se ahogaba en aquellas gargantas de rana. “Ese tipo no
es de fiar”, pensó el juez Onofrio Clérici.
Después entró el jurado. Los procesos que el juez Onofrio
Clérici presidía en aquellos tiempos no eran los procesos habituales contra cuatro
muertos de hambre, autores de robos con destrozos. Eran procesos contra personas
que habían hecho arrestar y fusilar a los italianos en tiempos de una guerra pasada,
y el juez Onofrio Clérici, al oír el relato de sus casos, se había convencido de
que eran personas respetables, personas que seguían sus propias ideas, personas
que todavía hacían falta para tener a raya a esos italianos palurdos, siempre demacrados
y consumidos, siempre con el hambre en los huesos y sacando a relucir nuevas quejas.
Pero el juez Onofrio Clérici dominaba las leyes, leyes
hechas siempre por ellos, por los hombres de garganta de rana, aun cuando parecieran
hechas para favorecer a esos pobres diablos italianos; sabía que a las leyes se
les puede dar la vuelta como se quiera y hacer llamar blanco al negro y negro al
blanco. Entonces los absolvía a todos, y después de los procesos la multitud se
quedaba en la plaza desgañitándose hasta tarde, y mujeres de luto lloraban con altos
gritos a sus hombres ahorcados.
Mientras el juez Onofrio Clérici ocupaba su sillón,
examinó al público: parecían todas personas de fiar, personas de dientes largos
y salientes, de cuellos almidonados que cortaban la nuca, de cejas posadas en lo
alto de las narices como pajarracos, y señoras de descarnados pescuezos amarillos
que sostenían sombreros con velo. Pero ahondando la mirada el juez notó que toda
la última fila de bancos estaba ocupada por una gentuza que se había entrometido
a pesar de las disposiciones: pálidas muchachas de trenzas, mutilados con la barbilla
apoyada en la muleta, hombres de ojos celestes rodeados de arrugas, ancianos de
gafas remendadas con cordel, viejecitas arrebujadas en sus chales. Esta última fila
de bancos estaba un poco separada de la penúltima y los intrusos estaban sentados
inmóviles, de brazos cruzados, y lo miraban todos a la cara, a él, el juez.
El malestar estrechaba cada vez más su cerco en torno
al corazón del juez Onofrio Clérici. Había dos guardias a los lados del banco del
tribunal que estaban allí sin duda para protegerlos de las eventuales protestas
de aquellos desesperados, pero tenían una cara diferente de la de los guardias habituales,
una cara pálida y melancólica, con mechas de pelo rubio aplastadas por el borde
del quepis. Y, además, ese secretario que parecía escribir por su cuenta, siempre
inclinado sobre la mesa.
El acusado ya estaba en la jaula, impasible, con un
traje pulcro y bien planchado. Tenía el pelo de un gris opaco cuidadosamente peinado,
un pelo que nacía cerca de los ojos y de los pómulos; y unas pupilas clarísimas
que parecían apagadas en el contorno un poco enrojecido de los párpados sin pestañas
ni cejas; los labios eran protuberantes, pero del mismo color que la piel; al separarlos
mostraba unos incisivos grandes y cuadrados. Bajo la piel afeitada la barba había
dejado una sombra como de mármol. Las manos, agarradas con gesto calmo a los barrotes,
eran de dedos gruesos y chatos como sellos de correos.
Empezó la audiencia. Los testigos eran los pobres diablos
de siempre, gentecilla llena de quejas: gritaban, especialmente las mujeres, tendiendo
el brazo hacia la jaula: “Es él… lo vi con mis propios ojos… dijo: ‘Ahí tienen
su merecido, bandidos’… hijo único… mi Gianni… eso dijo: ‘No quieres hablar, perro,
toma, ahí tienes’…”.
Personas que no saben hacer declaraciones como Dios
manda, pensaba el juez Onofrio Clérici, gente desordenada, indisciplinada e irrespetuosa:
en realidad aquel hombre en la jaula había sido un superior, y ellos no lo habían
obedecido. Ahora les daba una lección de comportamiento, impasible en aquella jaula,
mirándolos con sus pupilas incoloras, sin negar, con un leve aire de tedio.
El juez Onofrio Clérici envidiaba esa calma. Su sensación
de malestar iba en aumento. Afuera, los martillazos de los obreros que trabajaban
en el patio del Palacio de Justicia lo ponían nervioso. Sin duda estaban apuntalando
el edificio siempre tambaleante: por las altas ventanas eclesiásticas de la sala
se veían ejes y tablas transportados por brazos desnudos: “¿Por qué trabajarán mientras
aquí se celebra una audiencia?”, se preguntaba el juez Onofrio Clérici, y varias
veces estuvo a punto de mandar al ujier para que les dijera que acabaran, pero cada
vez algo lo contenía.
Gracias a los testimonios iba reconstruyéndose la escena
del cargo más importante: una matanza de hombres y mujeres y viejos en la plaza
de un pueblo después incendiado. Poco a poco la visión del cúmulo de cadáveres en
medio de la plaza iba presentándose claramente ante los ojos del juez Onofrio Clérici;
y él interrogaba con meticulosidad y rigor para reconstruir la escena en sus detalles
más ínfimos. Los muertos habían permanecido en la plaza un día y una noche, sin
que nadie pudiera acercárseles; Onofrio Clérici pensaba en aquellos cuerpos amarillos
y huesudos, en sus asquerosos trapos empapados de sangre grumosa, con grandes moscas
negras que se posaban en los labios, en las narices. El público de la última fila
seguía conservando la calma, quién sabe por qué; y el juez Onofrio Clérici, para
vencer la turbación que le inspiraban, trató de imaginárselos, muertos y amontonados,
con los ojos abiertos como agujeros y gusanos de sangre debajo de las narices.
–Entonces él se acercó a nuestros muertos –dijo un viejo
testigo barbudo y encorvado–, yo lo vi: y se detuvo delante de ellos y les hizo
a nuestros muertos algo que a mí me da asco hacerle a él: escupió.
El juez Onofrio Clérici veía a aquellos muertos italianos
ya amarillos, los ombligos lívidos al aire, las faldas levantadas sobre las piernas
huesudas, y sentía que la saliva subía también a sus labios. Miró los labios del
acusado, hinchados y pálidos: sería magnífico ver asomar una perla de saliva entre
aquellos labios, uno sentía casi la necesidad secreta de verlo. Y al recordarlo,
el acusado separaba los labios, y sobre los dientes incisivos grandes y cuadrados
aparecía una leve espuma; ah, cómo comprendía el juez Onofrio Clérici el asco del
acusado, ese asco que le había hecho escupir a los muertos.
El defensor pronunciaba su arenga: era el hombrecito
bajo y panzudo, con la cara llena de verrugas, que se divertía tanto con los dibujos
contra la pobre gente. Elogió los méritos del acusado, su actividad de funcionario
celoso, enteramente dedicado a la salvaguardia del orden: considerando todos los
atenuantes, pidió el mínimo de años de pena.
El juez Onofrio Clérici no sabía dónde mirar durante
la arenga. Si posaba los ojos en el público, enseguida lo ponía nervioso la mirada
de aquellos italianos del fondo, de ojos interminablemente abiertos hacia él. Y
aquellos martillazos y aquellas tablas que no terminaban de pasar, afuera… Ahora,
del otro lado de la ventana se veía una cuerda y dos manos que la desenrollaban
como para ver cuán larga era. ¿Para qué podía servir aquella cuerda?
Ahora hablaba el fiscal. Era un hombre de huesos largos,
que se apoyaba en las aristas salientes de las caderas y separaba unas quijadas
caninas atravesadas por cortinas de baba. Comenzó a hablar de la necesidad de hacer
justicia a los muchos crímenes cometidos en aquellos tiempos y de castigar a los
verdaderos culpables; después añadió que el acusado no era por cierto uno de ellos
y que no pudo sino haber hecho lo que había hecho. Terminó pidiendo la mitad de
la pena requerida anteriormente por el defensor del acusado.
El público de las primeras filas aplaudió con un extraño
ruido de huesos y nalgas. El juez Onofrio Clérici pensaba: ahora los del fondo gritarán.
Pero seguían siempre inmóviles y atentos, váyase a saber qué les pasaba.
El jurado se retiró a la salita contigua para deliberar.
Por una ventana de la salita se veía bien el patio y finalmente el juez Onofrio
Clérici pudo entender el trabajo que habían hecho afuera con aquellas vigas y aquella
cuerda. Una horca: habían construido una horca justo en medio del patio; ahora estaba
terminada y allí se quedaba enjuta y negra, con el nudo corredizo colgando; los
obreros se habían marchado.
“Estúpidos e ignorantes”, pensó el juez Onofrio, “creen
que el acusado ha sido condenado a muerte, por eso han levantado una horca. ¡Pero
ya les enseñaré yo!”. Y para darles una lección, propuso a la corte, empleando argucias
jurídicas que sólo él conocía, que el acusado fuera absuelto. El Tribunal aprobó
por unanimidad su propuesta.
A la lectura de la sentencia el más emocionado era el
juez. Nadie pestañeó, ni el acusado con sus dedos como sellos postales ciñendo los
barrotes, ni el público decente, ni los intrusos. Las muchachas pálidas y trenzudas,
los mutilados, las viejas con sus chales, estaban de pie, la cabeza alta, formando
un coro de miradas llameantes.
El secretario se acercó para hacer firmar la sentencia
al juez; por la humilde tristeza con que le sometía las hojas parecía que le daba
a firmar una condena de muerte. Las hojas: porque debajo de la primera, había una
segunda cuyo margen inferior el secretario sólo descubrió cuando deslizó encima
la otra. Y el juez firmó también ésta. Sentía sobre él las miradas llameantes de
las gafas atadas con cordel, de los arrugados ojos celestes. Sudaba, el juez.
He aquí que ahora el secretario quitaba la primera hoja
y la siguiente: debajo, en la segunda hoja, el juez Onofrio Clérici leyó: Onofrio
Clérici, juez, culpable de habernos insultado y escarnecido a nosotros, pobres italianos,
es condenado a morir en la horca.
Los guardias de tristes caras rubias se pusieron a su
lado. Pero no lo tocaron.
–Juez Onofrio Clérici –dijeron–. Ven con nosotros.
El juez Onofrio Clérici volteó. Los guardias, uno a
un lado, el otro a otro, sin tocarlo lo sacaron por una puertecita al patio desierto,
hasta el pie de la horca.
–Sube a esa horca –dijeron.
Pero no lo empujaban.
–Sube –dijeron.
Onofrio Clérici subió.
–Mete la cabeza en el lazo –dijeron.
El juez introdujo la cabeza en el lazo corredizo. Los
otros casi no lo miraban.
–Ahora, dale una patada al banco –dijeron y se fueron.
El juez Onofrio Clérici volcó el banquito y sintió que
la cuerda le apretaba el cuello, que la garganta se le cerraba como un puño, que
los huesos se le rompían. Y los ojos como grandes gusanos negros le salían de las
cuencas de las órbitas, como si la luz que buscaban pudiera convertirse en aire,
y entretanto la oscuridad se iba espesando en las pilastras del patio desierto;
desierto porque la gentuza italiana no había ido siquiera a verlo morir.
(Tomado
de www.ciudadseva.com)
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