Arturo Uslar Pietri
Había oído el ruido seco
de una rama quebrada. No era uno de los mil ruidos confusos y mezclados de la noche
en la selva, en que hierve un rumor de insectos. de croar de ranas, de ramas agitadas
y hojarasca movida por el viento. Era el ruido inconfundible de una pisada de hombre.
No de animal. De hombre que ha pisado con cautela y se detiene ante el ruido.
“A
mí no me cogen dormido”, pensó Checho, y se puso a horcajadas sobre la hamaca, que
estaba colgada alta, pegada al techo de paja de la choza.
Palpando
con la mano agarró el machete, que tenía listo en el sobrado, y se puso al acecho.
Era
fácil distinguir en la penumbra de la noche. Por entre la arboleda se cernía una
claridad cenicienta de luna. Los seis horcones desnudos que sostenían el techo de
paja, sin paredes, no impedían la vista.
Allí
mismo empezaba la selva, en torno a los horcones y a la vereda. Primero eran malezas
medianas, y yerbas, después arbustos y bejucos, y más allá la espesa muchedumbre
de los gruesos y derechos troncos de los grandes árboles, entretejidos de ramas
y lianas. Y allí, al frente, estaba la inmensa ceiba, de raíces gruesas y salidas
como colas de caimán. Y entre las raíces, el punto en que enterraba los diamantes.
Allí
clavó la vista un rato y luego la paseó por la penumbra a uno y otro lado.
Nada
se veía que pudiera llamar la atención. No había vuelto aquel sonido de rama quebrada.
Nada se movía en la sombra quieta y rumorosa.
Si
era un ladrón, hubiera sido un hombre solo. Y se vendría callado sobre él, a sorprenderlo
dormido en la hamaca. Checho sonrió. No era fácil sorprenderlo a él. O iría a la
raíz de la ceiba, si sabía dónde estaban los diamantes. Tampoco había mucho. Una
docena escasa de cristalinos turbios y rotos.
Si
era la comisión que lo venía a hacer preso, no hubiera andado con tanto disimulo.
No hubiera sido un hombre solo, sino tres o cuatro y bien armados. Hubieran rodeado
rápidamente el rancho, lo hubieran apuntado con los fusiles:
–Usted
es Checho, el que mató a la mujer en Anaco.
Eso
es. Pero también pudiera ser uno solo que hubieran mandado adelante, hasta allá
lejos, hasta el fondo de la selva, para localizarlo y reconocerlo, antes de mandar
la comisión.
Si
era uno solo, no le importaba mucho. Después de un rato se volvió a tender en la
hamaca sin dejar el machete. Si era uno solo que habían mandado como espía, habría
tenido que caminar mucho. Desde Anaco hasta Soledad. Preguntando todo el tiempo.
“¿No han visto por aquí un hombre mediano de estas y estas señas?” Después tuvo
que pasar el Orinoco a Ciudad Bolívar. Y después por camino y por bongo, Caroní
arriba, Paragua arriba, buscando los afluentes pequeños, donde, en las grietas,
se entierra con la arena el aluvión de diamantes. Todo el tiempo preguntando.
Era
lejos y no lo iban a encontrar. Perdido detrás de tanto río, de tanto monte, de
tanto árbol, de tantas leguas y leguas y leguas sin gente. Empezó a adormecerse.
Sonó
el crujido de la rama seca. Otra vez. Ahora Checho saltó de la hamaca con el machete
en la mano. No lo iban a sorprender. Salió a la vereda borrosa y delgada entre la
yerba como un reguero de cal. Miró a todos los lados.
No
se distinguía presencia humana. Sin embargo, alguien, el que dos veces había hecho
ruido al pisar una rama seca, podía estar oculto entre la espesura. Oculto, mirándolo
y acechándolo.
Pensó:
“Si hago creer que lo he visto, a lo mejor sale”.
Gritó
con fuerza:
–No
se esconda más que ya lo vi. Salga para afuera.
Nada
se movió.
Volvió
a gritar más alto:
–Salga
para afuera. ¿O quiere que lo saque a machete?
No
parecía haber nadie.
Avanzó
por la vereda. Era la divagante vereda que se tejía por entre las macizas arboledas
buscando un paso estrecho hasta llegar al río. Más de una hora de camino había hasta
el río por aquella vereda.
¿Quién
se iba a meter hasta allí de noche a buscarlo? Si era para hacerlo preso, lo hubiera
esperado más bien cuando bajaba al río a buscar diamantes. Bajaba con la barra de
hierro, la pala y los cedazos para cerner la arena. La cobija y la busaca del bastimento.
Y se ponía a remover la arena arriba, lejos, donde no llegaba nadie. A casi media
hora de la pulpería más cercana. Y al pulpero le veía poco y le hablaba menos. Le
daba en un papel la lista de lo que necesitaba.
Hubieran
tenido que llegar hasta ese pulpero y preguntarle: “No ha visto por aquí un hombre
mediano, bigote negro, así y así”. No lo debía recordar mucho el pulpero, porque
lo había visto poco. Y menos todavía saber dónde tenía el rancho. Ni por dónde cogía
la vereda ni a dónde llegaba.
Ni
tampoco sabía ninguno cómo se llamaba ni de dónde venía. Ni había rancho ni casa
por toda aquella inmensidad. ¿Quién se iba a meter hasta allí de noche a buscarlo?
Una
rama lo rozó por la espalda y dio un salto temeroso.
–¡Epa!
No
era nadie. No había nadie.
Volvió
lentamente a la choza. Trepó de un salto a la hamaca. Puso el machete en el sobrado
al alcance de la mano. Y se tendió en busca del sueño.
–Mañana
voy a bajar al río.
Mecido,
fue cayendo en el sueño. No había nadie. Tal vez mañana hallaría en el río un pedazo
de diamante, grande, turbio y con reflejos, como la noche alunada.
***
Llegó al río más tarde de
lo que había pensado. Perdió tiempo merodeando por la selva en busca de alguna vivienda.
Se había metido por trochas de animales hasta que se adelgazaban entre los troncos
y las malezas y se convertían en un estrecho túnel por donde apenas podía pasar
una danta o un gato montés. Pero nada había encontrado.
Estaba
el río solo en esa parte alta, estrecha y un poco torrentosa. No venían hasta allí
los buscadores de diamantes. Sólo un hombre como él podía empeñarse en lavar en
aquel sitio.
Como
ya era tarde, resolvió bajar hasta la pulpería, a buscar el bastimento, antes de
empezar la faena. Llevaba la lista en el papel para tener que hablar menos.
Estaba
solo el pulpero en el rancho de la pulpería, vacíos los dos bancos de horqueta frente
a la ventana del mostrador.
Le
tendió el papel al pulpero.
El
hombre parecía mirarlo con asombro.
–Amigo,
regresó bien pronto.
No
había duda de que era a él a quien hablaba.
–¿Yo?
–Sí,
usted.
Usted
debe de estar equivocado. Yo estoy llegando…
–¿Llegando?
Si hace un rato estuvo aquí.
–Yo
no.
–¿Usted
no?
El
pulpero continuaba mirándolo con extrañeza, parecía completamente confundido.
–¿Usted
no es Chucho? Uno nuevo que acaba de llegar. Que me dijo que vivía por aquí mismo
cerca, por el monte.
–Usted
está equivocado. Yo me llamo Checho.
–Casi
lo mismo.
–Y
vivo por aquí, por el monte.
–Lo
mismo.
Pensaba
que no tenía para qué haber dicho todo eso.
El
pulpero no salía de su asombro.
–Si
no es el mismo, es igualito. Como dos gotas de agua. Esto parece cosa del Diablo.
Mire, la misma cara, el mismo bigote. Hasta están vestidos lo mismo. El mismo dril
de raya, la misma faja de hebilla, la misma franela. Hasta el sombrero de pelo de
guama oscuro. ¿No será un hermano suyo?
No
le gustaba la insistencia del pulpero. A fuerza de insistir en sus comparaciones
y en sus preguntas iba a terminar por aprenderse bien su aspecto y por saber cosas.
–Mire,
amigo, más bien deme lo que le traigo apuntado aquí en la lista.
Le
tendió el papel.
El
pulpero lo cogió, pero se quedó mirándolo con la misma terca curiosidad.
–Pero
qué cosa, Cuando yo cuente esto, no me lo van a creer.
Se
iba a poner a contar aquello. A los hombres que se acercaran a la pulpería les contaría
que había visto dos tipos exactamente iguales. Que uno de ellos se ponía a lavar
diamantes más arriba y vivía en la montaña. Y les pintaría cada uno de sus rasgos
fisonómicos, el tamaño, la voz, los gestos, el traje. Hasta el nombre.
–Uno
de ellos se llama Checho y vive por aquí mismo.
La
noticia rodaría de boca en boca. Todo el mundo querría verlos y compararlos. Ya
no estaría seguro en su escondite.
–Deme
ligero lo que le pedí.
Mientras
el pulpero reunía los víveres, aprovechó para irse a orinar en la parte trasera
del rancho, junto a unas matas de plátano. No había terminado cuando oyó las voces
del pulpero, llamándolo:
–Amigo,
venga. Venga ligero para que vea.
Regresó
rápido. Allí estaba el otro, parado frente a la ventana de la pulpería. Tuvo la
sensación inmediata de que era exactamente como él mismo. La cara ancha, el bigote,
los ojos encapotados, el sombrero sobre las cejas, las manos en la faja.
No
hallaba qué decir. El otro tampoco dijo nada. El pulpero paseaba su mirada del uno
al otro llena de nerviosa perplejidad.
–¡Qué
cosa! –decía el pulpero–, si son como dos gotas de agua. Si uno no sabe cuál es
uno y cuál es otro.
–Cualquiera
se puede confundir. Ni que fueran morochos. Más que morochos –se estuvieron contemplando
mudamente un rato, con la desconfianza recogida de animales que se topan por primera
vez. Checho se pasaba la mano por la cara, como si tratara de reconocer al tacto
las mismas facciones que estaba contemplando en el otro.
–¿Nunca
se habían encontrado?
Ninguno
respondió. Seguían mirándose como detenidos por la presencia inesperada de una revelación.
Poco a poco las caras se distendieron. Algo entre mueca y sonrisa asomó en los rostros.
–Para
servirle –habían dicho los dos, casi simultáneamente.
Y
casi simultáneamente dijeron después:
–Checho.
–Chucho.
Se
rieron.
–Parece
que nos parecemos.
–Eso
dice el pulpero.
–Y
de verdad que nos parecemos. Hasta en la ropa.
–A
lo mejor mi viejo pasó por su pueblo.
–O
su vieja.
–Uhú…
Como que es bravo.
–Bravo,
no, pero tampoco manso.
Se
sentaron en uno de los troncos que servía de banco y se miraban de reojo.
Checho
habló primero:
–¿Lleva
tiempo por aquí?
–No
mucho, ¿y usted?
–Tampoco.
–¿Lava
en el río?
–Sí.
¿Y usted?
–También.
Casi
al unísono, dijeron:
–Pero
no se saca nada.
–Cositas
muy chiquitas que parecen pedacitos de culos de botella.
–¿Qué
cosa?
–¿No
quieren tomar nada? Soy yo el que brindo por la rareza.
–Gracias
–rezongaron, mohínos.
El
pulpero sirvió dos rones en dos vasitos chatos. El otro se levantó a tomarlos y
trajo uno a Checho.
El
otro tenía las manos parecidas a las de él: gruesas, con estrías oscuras de pringue
y grasa de máquinas. Manos de mecánico y de perforador, como él. A lo mejor había
trabajado en una cuadrilla de perforación.
–¿Es
nuevo en esto?
–Sí.
–¿Y
antes?
–Antes.
Lo
mira con desconfianza.
–Antes
fui otra cosa.
–Yo
le puedo decir lo que era.
–Cómo
lo va a saber.
–Quién
sabe, pero se lo digo.
–Dígalo,
a ver.
–Perforador
en una cabria.
El
otro se vio las manos y observó al mismo tiempo las de él.
–Usted
también.
–También.
–De
por los lados…
–¿De
por los lados?
–De
por los lados de Anaco, Campo…
Era
el otro el que estaba sabiendo de él.
Podía
ser un hombre mandado en comisión a buscarlo. Buscaron a uno que se le pareciera
bastante. Así resultaba más fácil. Resultaba más fácil llegar y preguntar: “¿No
han visto por aquí un hombre que se parece mucho a mí?” Eso era más fácil que ponerse
a explicar señales. Y lo demás lo sabría porque se lo habían dicho antes de mandarlo.
–¿Viene
usted de por allí?
–Sí.
He andado por allí.
Ahora
le tocaba a él preguntar para poner en claro:
–¿Y
por qué se vino?
–Pues,
por lo mismo…
–Lo
mismo que yo…
–A
lo mejor, lo mismo que usted.
–¿Qué
sabe usted…?
–Eso
pregunto.
Eso
preguntaba el muy vivo porque quería averiguar. Lo que quería era confirmar lo que
ya sabía. Pero no le iba a decir nada. Se tomó el ron de un trago.
–Yo
me tuve que venir.
–Y
yo también.
–No
se deja un trabajo bueno para venirse a este monte sin alguna razón.
–Eso
mismo es lo que yo digo.
–Se
viene uno porque ya no puede estar allá.
–Porque
ya no puede.
–No
lo dejan.
–Eso
es, no lo dejan.
¿Era
que estaba pensando lo mismo o era que repetía como un eco lo que él decía?
–¿Por
qué se vino usted?
–Pues,
por inconvenientes.
–¿Inconvenientes
con la autoridad?
–También.
–Alguna
diablura hizo.
–¿La
hizo usted?
No
iba a seguir hablando. Por averiguar del otro estaba delatándose él mismo. “Por
ver un ojo afuera, me estoy sacando el mío”. Pero ahora era el otro el que hablaba.
–¿Tenía
mujer? ¿Y la dejó? ¿Y cómo la dejó?
Calló
con temor. Pensó: “Hijo de puta. ¿Quieres saberlo o ya lo sabes? Si lo sabes, no
hay más que hacer ni que decir. Habrá que salir de aquí ahora lo mejor que se pueda,
y esta noche recoger las cosas y desaparecerse”.
¿Acaso
esperaba el otro que él iba a ser tan tonto para decírselo todo? ¿Acaso le iba a
soltar que había matado a su mujer, María Rosa, la noche de San Juan, porque la
encontró con un hombre?
–Las
mujeres son una vaina –era el otro el que hablaba.
–Uhú.
–No
se puede uno descuidar con ellas.
–Uhú.
–Sale
uno para un trabajo de noche, y cuando regresa antes de tiempo, se encuentra a un
hombre metido en la casa. ¿Y qué puede hacer uno entonces con un machete en la mano?
Tenía
que saberlo, porque de otro modo no hubiera podido decir con tanta seguridad esas
cosas. A menos que al otro también le hubiera pasado lo mismo. Que hubiera tenido
una mujer y que la hubiera encontrado en la casa con un hombre, y que el hombre
hubiera salido corriendo y que él hubiera matado a la mujer. Y que se hubiera venido,
como él, para que no lo cogieran. Podía ser. Se han visto cosas. Era mejor seguir
hablando como si no le diera importancia.
–Eso
es, ¿qué puede hacer uno?
–¿Qué
hizo usted?
–Pues
lo mismo que hubiera hecho usted. ¿Qué hizo usted?
–Pues
lo mismo.
Calló.
Si fuera cierto, hubiera sido mucha casualidad.
Era
tonto seguir prestándose a aquel juego para que le averiguaran todo lo que no quería
decir. Arriscó la cara:
–Usted
como que me está queriendo sacar cosas.
–Usted
es el que me las está queriendo sacar a mí.
Se
atrevió a más:
–Usted
como que mató a su mujer.
–Usted
es el que está diciéndolo.
–¿Usted
cree que si lo hubiera hecho estaría diciéndolo?
–Ni
yo tampoco.
–Eso
es.
–Eso
es.
Volvieron
a caer en un silencio receloso y hostil. Miraba de reojo las manos, la blusa, la
cabeza doblada sobre el pecho del otro. También él tenía la cabeza doblada y miraba
hacia el suelo. Dijo entre dientes con rabia. Tenía que decirlo:
–No
me gustan los policías. Se necesita ser muy desgraciado…
–A
mí tampoco.
Así
no iban a poder seguir hablando. Pensó en varias maneras de hablar de otra cosa.
O simplemente en pararse y despedirse. Pero tal vez iba a parecer sospechosa esa
manera de irse. Antes habría que hablar de otra cosa y tratar de echar tierra sobre
lo ya dicho.
–¿Se
piensa quedar mucho por aquí?
–Eso
depende. ¿Y usted?
–También
depende.
Callaron.
“Depende de muchas cosas. Ya lo sé”, pensaba Checho. “Depende de que usted haya
venido a buscarme para que me pongan preso. Depende de que usted sea un policía”.
Había visto la jefatura de Anaco. Siempre había gente mal encarada conversando en
la puerta. Con puñal y revólver debajo de la blusa. Mirando a la gente que pasaba
con ganas de pleito. Si no fuera un policía, por qué se iba a interesar tanto por
él. A menos que fuera un ladrón. Podía ser el que se había acercado de noche a robar
diamantes. Hay gente que cree que es más fácil robar que lavar la arena en el río.
–¿A
quién le vende lo que saca?
El
otro lo miró, desconfiado:
–Los
chiquitos se los traigo a éste…
Señaló
con la mano al pulpero.
–¿Y
los grandes?
Debía
de haber grandes. A veces en una lavada de granzón un hombre había sacado un diamante
grande como un frijol.
–De
ésos no he encontrado todavía.
Podía
pensar que él sí los había encontrado. Era mejor borrar toda sospecha.
–Ni
yo tampoco… Si hubiera sacado alguno, no estaría aquí.
–¿Dónde
estaría?
Era
preguntón. Pero no le iba a decir y tampoco sabía verdaderamente en dónde hubiera
querido estar si tuviera dinero.
–En
otra parte.
–¿Lejos?
–Sí,
lejos.
–Esto
es lejos también.
–Sí
es lejos, pero…
Quería
decir que allí podía uno tropezarse con alguien que viniera buscándolo, mientras
que tal vez en otro sitio, lejos de verdad, no lo pudiera encontrar nadie.
–¿Pero
qué…?
Todo
lo quería saber, pero no lo iba a saber.
–Que
el que consiga un diamante bueno no se va a quedar aquí. Se irá a gozar su plata
en otra parte mejor.
Otra
parte mejor sería una ciudad bien lejos. Con calles anchas y tiendas y cantinas
y una plaza y un cine.
Y
mujeres.
–Eso
es verdad. Usted se da cuenta de todo lo que se puede hacer con plata.
Tuvieron
un rato como pensando en todo aquello. Era el otro el que recomenzaba a hablar.
–¿No
quiere tomarse otro trago? Se lo obsequio.
Era
mejor no tomarlo. Si se lo tomaba, tendría que ofrecer otro brindis y vendría otro.
Y cuando estuviera borracho, que era lo que quería aquél, le sacaría para afuera
todo lo que no quena decir.
–No,
gracias, no quiero más.
–Es
lástima.
El
otro se acercó al mostrador y pidió un ron. Ahora con el trago se pondría más hablador
y menos lo dejaría irse. Si se iba para el río, seguramente se vendría con él.
Y
si cogía para la casa, se vendría acompañándolo.
Lo
mejor era esperar a que el otro se marchara primero. De un golpe se había tomado
el ron, había lanzado una especie de bramido de satisfacción y un escupitajo ruidoso
en mitad de la tierra pisada. La estrella de saliva empezó a enturbiarse de polvo.
El
otro parecía hablar para sí mismo, pero en voz alta:
–Cuando
uno toma, es como si fuera día de fiesta.
Si
seguía tomando, se emborracharía y menos lo dejaría irse, por eso le dijo, como
sin intención:
–Pero
no es fiesta.
El
otro tardó en replicar, como si reconcentradamente buscara algo:
–Ya
lo sé que no es fiesta. Fiesta es la de San Juan, allá.
Eso
era lo que quería traer. El recuerdo de la noche de San Juan en Anaco. Sabía el
muy fregado lo que quería. Sabía la fiesta y sabía la hora y debía saber hasta los
machetazos.
Se
aventuró a decir:
–Se
va haciendo tarde.
–Todavía
es temprano.
–Pero
hay que hacer.
–Tiempo
para hacer hay siempre…
Había
vuelto a sentarse a su lado en el banco. Se le sentía el tufo del ron. Resolvió
levantarse.
–¿Qué
le pasa?
–Nada,
que ya es tarde.
–¿Va
buscando la casa?
–Tal
vez.
–¿Por
dónde vive?
Hizo
un gesto vago hacia el oscuro y tupido monte.
–Por
ahí.
Rápido,
contestó el otro:
–Yo
también. Nos podemos ir juntos.
Eso
era precisamente lo que no quería.
–Es
que es lejos, sabe.
–No
importa. Yo también vivo lejos. Podemos caminar juntos un buen pedazo.
No
había más remedio. El hombre quería saber dónde tenía el rancho para poder venir
más tarde en la noche. A robarlo, o a ponerlo preso con la comisión. Le hubiera
gustado más bien acompañarlo hasta su rancho para saber si de verdad tenía uno y
era un hombre como él. O si era un policía. O si era un ladrón y decía mentira.
–Más
bien lo acompaño yo a usted.
–Pero
si es lo mismo. Nos vamos por la trocha y el que llega primero, llega primero.
Podía
valerse de un ardid. Ponerse a andar por una vereda distinta de la que llevaba a
su rancho. Era tal vez lo mejor. Y después fingirse extraviado y regresar.
El
otro pagó al pulpero y dijo: “Vamos”. El pulpero, contemplándolos, volvió a decir:
–Ni
que fueran morochos, qué cosa. Como dos gotas de agua.
–Vamos,
pues –dijo.
Se
metió por una vereda por la que nunca había entrado. Era más estrecha y más tortuosa
que la que solía tomar y llevaba una dirección distinta.
Se
sentía inseguro llevando al otro detrás. Era darle una ventaja muy grande en caso
de que quisiera atacarlo. Cuando se diera cuenta, sería porque ya tendría el machetazo
encima. Trataba de mirar de reojo hacia atrás. El otro caminaba muy cerca de él.
Al poco trecho, el hombre que lo seguía le dijo:
–¿Está
seguro de que éste es el camino?
–¿No
le parece?
–No
me parece.
No
había duda de que conocía el camino.
–¿Será
que me he equivocado?
–A
lo mejor.
–Entonces
será mejor que se ponga usted adelante y yo lo siga.
–Si
le parece.
Se
puso el otro a guiar. Retrocedieron un trecho y luego, con gran seguridad, tomó
el rumbo por la vereda que realmente llevaba al rancho.
“Conoce
el camino como sus manos”, pensaba, “ha venido por aquí otras veces. Ha venido buscándome,
sin que yo lo vea. Debe de ser el que se acercó la otra noche. Si no me despierto,
quién sabe lo que pasa. Oí el ruido y me acomodé con el machete en el chinchorro.
Quién sabe si me estaba viendo desde el matorral. Tuvo que volver a irse. Si no,
me hubiera agarrado dormido”.
Podía
irse quedando atrás rezagado, disimuladamente, hasta que el otro se adelantara y
se perdiera en algún recodo. Pero cuando lograba poner alguna distancia, el otro
se volvía.
–Si
está cansado, podemos pararnos un rato.
–No,
no estoy cansado.
–Ande,
pues, entonces.
Volvían
a emparejarse en la marcha.
No
lo iba a dejar irse. Estaba visto que no lo aflojaría. Había venido a buscarlo,
lo había encontrado y no lo aflojaría.
–A
mí no me gusta cargar gente por detrás. Póngase aquí al lado.
–Es
muy estrecha la vereda.
–Es
verdad.
Decía
eso y parecía mirar con desconfianza el machete de Checho, pero después miraba su
propio machete y seguía caminando.
“Tampoco
parece muy seguro, pensaba. Me tiene miedo. Cree que yo puedo aprovecharlo en un
descuido”.
Caminaron
otro trecho sin decir palabra. No se oía sino el ruido de los pasos. Aquel hombre
caminaba como si fuera encogido, como si lo llevara amarrado y a rastras. No estaba
amarrado, pero se sentía como si lo estuviera. Y mientras más caminaban y se alejaban,
más difícil le iba a resultar soltarse de él. Estaba visto que no lo soltaría. Podría
dar media vuelta y perderse a toda carrera por la trocha. Pero el otro lo seguiría.
No había llegado hasta allí para dejarlo que se escapara tan mansamente. Se pondría
a correr detrás de él hasta alcanzarlo. Era fuerte y debía de tener resistencia
en la carrera. Y cuando lo alcanzara, no iba a tener qué decirle. Hubiera sido como
confesar todo lo que no quería confesar.
Era
mejor valerse de alguna maña.
–Chucho
–le llamó.
El
otro se detuvo:
–¿Qué?
¿Qué
le iba a decir?
–No,
nada. Iba a decir que falta mucho todavía.
–No
mucho.
No
había duda de que conocía el camino. Lo que le iba a decir era que se le había olvidado
recoger algo en la pulpería.
Pero
el otro tenía una réplica.
–Yo
tengo y le puedo prestar.
Había
que insistir y aprovechar la coyuntura.
–Muchas
gracias, pero es que también me olvidé de otras cosas. Mejor es que regrese.
Sabía
que iba a decir eso mismo:
–Yo
lo acompaño.
Había
que aferrarse a aquella posibilidad y no soltarla.
–No.
Cómo va a hacer eso. Siga usted que yo me regreso. Otro día lo acompaño.
Otro
día. Más nunca. Otro día sería cuando la rana eche pelo. Cuando morrocoy suba palo.
Cuando los perros maúllen y los gatos ladren. Cuando los ríos corran para arriba.
Más nunca, porque ahora me voy.
–¡Qué
cosa! Yo más bien regreso con usted y lo acompaño.
–No.
Eso no puede ser.
–Bueno.
Si no quiere que lo acompañe.
Parecía
mentira. Había dicho eso. Había que aprovechar aquello.
–Adiosito,
pues. Nos veremos más luego.
El
otro también había dicho:
–Adiós,
pues.
Era
verdad que se iba a poder ir solo. Sintió un alivio y una alegría que se le debía
ver en la cara.
Dio
media vuelta y comenzó a regresar. El otro se había quedado detenido viéndolo alejarse.
Cuando
llegó al primer recodo de la vereda, se detuvo y se volvió a mirar oculto tras un
árbol.
El
otro se había regresado también. Venía a paso rápido como para alcanzarlo.
Pensó
en correr. Pero si corría, era confesarle al otro que iba huyendo. Y si no corría,
lo iba a alcanzar de todos modos. Aquel hombre no lo quería soltar. Lo había encontrado
y no lo iba a dejar escapar.
Mejor,
tal vez, era ocultarse entre la espesura y dejarlo pasar. Meterse entre los troncos,
los matojos y las lianas y dejarlo pasar. Era lo que había que hacer, pero había
que hacerlo rápido. No había mucho tiempo. Separó los bejucos y las matas que bordeaban
la vereda. Era muy espeso todo aquello. Hubiera habido que cortar con el machete,
pero no se podía. No había que hacer ruido, ni tampoco dejar huellas de cortes.
Se acurrucaría allí mismo, se tapada con las ramas y las hojas. El otro no lo iba
a ver. No iba a pensar que estaba oculto allí, sino que había continuado por la
vereda hacia adelante. Lo vería pasar de largo. Se encogió, se acurrucó, se hizo
pequeño, sin un movimiento, casi sin respirar.
Oía
los pasos rápidos del otro que se acercaba. Ya estaba llegando. Pisaba apresurado
y firme. Ya iba a desembocar en el recodo. Ya la mano. Ya iba a pasar. Habría que
dejarlo pasar y esperar un buen rato antes de salir. Iba tan rápido que pasada pronto.
Iba disparado en la persecución. Ya había pasado. Pero de pronto se detuvo.
Checho
sintió el frío del pavor recorrerle todo el cuerpo. Se había parado. ¿Habría visto
algo? ¿Qué podría haber visto? Se había detenido. Se detuvo un rato. Checho aguantaba
la respiración. Lo sintió regresar lentamente, como si buscara algo. Parecía buscar.
Por entre las hojas lo podía divisar. Miraba a un lado y a otro con rápidos vuelcos
de la cabeza. Parecía hablar o refunfuñar entre dientes. Se iba acercando. Se había
parado. Se había parado frente a él y lo veía. Lo había visto y le hablaba. Con
una voz cortante y sin saliva que parecía morder:
–Usted
me estaba cazando ahí… pero no se atrevió, cobarde.
Los
ojos le relampagueaban y tenía el machete alzado en la mano. Checho se puso de pie.
Ya no había razón para esconderse. Se puso de pie, apretó con fuerza el mango del
machete, y salió, caminando con cautela y a distancia del otro, a lo limpio de la
vereda.
–Usted
es el que me ha estado cazando a mí…
–Usted…
que me ha estado buscando y siguiendo. Quedándose detrás, para ventajearme… Diciendo
mentiras… Escondido ahí para asaltarme por sorpresa.
Cada
palabra era como un puño. Concentrada, lustrosa, cobriza, como la cara del hombre
que hablaba. Dura y fría como su machete, erguido en la mano.
–Si
me andaba buscando, ya me encontró.
–Usted
es el que va a saber ahora lo que se encontró. Le he venido viendo la intención
todo el tiempo.
–Yo
soy el que le he visto la intención a usted.
Se
iban acercando a cada palabra. Parecían estar ya al alcance de las manos tensas.
El aire de las palabras duras golpeaba en las caras.
–Yo
no lo he buscado a usted… Usted es el que me ha estado buscando y siguiendo a mí.
¿Por qué me fue a buscar a la pulpería?
–Usted
es el que me fue a buscar a mí…
–Usted
a mí… No, carajo…
Le
había tirado la mano al cuello y lo sacudió duramente por la garganta. Checho le
lanzó una patada para quitárselo de encima y detrás de la patada le descargó un
veloz machetazo de arriba abajo. El otro saltó a un lado y el machete silbó en el
aire sin herir. Ahora estaban en guardia y se acechaban con los machetes. Jadeantes,
tensos, fijos en los ojos.
–No
dé tanta vuelta y párese.
–Estoy
parado.
Esgrimían
los machetes, lanzando tajos, parando y esquivando los cuerpos. Checho sintió un
golpe seco en el hombro y un leve ardor.
–Me
heriste, policía de mierda.
Con
toda su fuerza lanzó el machete a medio cuerpo. Lo sintió trabarse en la carne del
costado. El otro lanzó un quejido. Se habían acercado y estaban trabados en un jadeo
estertoroso. Se frotaban las caras sudorosas y hablaban entrecortadamente, boca
con oído.
–Me
jodiste, policía. Te mandaron a joderme.
–Policía…
–Por
lo de la mujer…
–Por
lo de la mujer. Viniste a buscarme.
–Un
hombre puede matar a la mujer que le falte…
–A
la mujer que le falte… y al policía que lo quiera envainar… Me envainaste…
–Policía…
–Policía…
Las
voces se les iban haciendo débiles y ajenas, y sentían el calor de la sangre resbalosa,
que se iba poniendo espesa y dura sobre la carne.
Iban
abrazados, cayendo al suelo, como dos borrachos:
–Por
qué tuviste que venir a echarme esta vaina…
–Tú
fuiste el que viniste a echármela…
–Te
digo que fuiste tú…
–Que
fuiste tú.
Estaban
en el suelo, entre las hojas de la angosta vereda, ya sombría y quieta, cara con
cara. Checho no sabía si ya estaba oscuro para ver o si ya no veía bien. Le veía
los ojos, el bigote, la nariz. Le oía la respiración entrecortada.
–Nos
envainamos bien envainados.
No
le contestaba el otro o no oía lo que le contestaba.
El
pulpero había dicho que eran los mismos ojos y la misma cara.
–¡Qué
cosa!
Le
parecía que ya no oía.
–¿Me
está oyendo?
Y
después dijo:
–Ya
no oye.
Y
después dijo u oyó que el otro dijo:
–Mano…
“Mano”.
“¡Qué cosa!” No se lo hubiera dicho antes. Pero se lo había dicho ahora.
–Mano.
Estaban
tendidos en el suelo ya sin fuerzas para hablar. Sintiendo una oscuridad de noche
y de sueño.
–¡Mal
haya sea!
Dijo
el último que habló.
No
lo oyó el otro. Si lo hubiera oído y hubiera podido darse cuenta, habría sentido
que todo volvía a estar solo.
(Tomado
de www.literatura.us)
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