Juan Carlos Onetti
No era noche cerrada cuando estiré el brazo para encender la lámpara sobre
la mesa. Era necesario que terminara de escribir mi artículo antes del alba y
correr para echarlo al buzón y esperar acurrucado que volviera el cartero entre
la bruma que el amanecer iba castigando con látigo del color exacto de la sangre
fresca y brillante. Volvía muy gordo y tranquilo trayéndome el cheque mensual y
era necesario apurarse y no fue más que encender la luz y oír el ruido de
alguien tratando de forzar la cerradura y alrededor de mí la soledad de la
aldea desierta, inmovilizada por la luna vertical justo en el centro geométrico
del mundo tan inmenso con tantos millones de camas donde balbuceaban sus sueños
personas diversas y dormidas, cada una con un hilo de baba rozando las mejillas
y estirándose con dibujos raros en la blancura de las almohadas. Hasta que
salté y me puse a un costado de la puerta preguntando muchas veces con un ritmo
invariable quién es, qué quiere, qué busca. Y un silencio y el forcejeo rodeó
la casita y continuó trabajando en una de las ventanas no recuerdo cual,
impulsándome en dos movimientos sucesivos, casi sin pausa, a matar con la palma
de la mano la luz de la mesa y abrir el armario para sacar la escopeta y luego
caminando de una ventana a otra y de una ventana a la puerta, según variaban
los ruidos del ladrón, siempre preguntando hasta la ronquera qué busca, haciendo
girar la escopeta, oliendo crecer desde el pecho y las axilas el olor tenebroso
del miedo y la fatalidad.
Después de una pausa y un pequeño ruido de papeles, el
hombre de la baba blanca habló detrás de mi nuca. Su voz era átona:
–Este sí que es fácil. Un sueño elemental. Hasta un niño
podría interpretarlo. Yo soy el ladrón que busca saber, entrar en su ego. ¿Por
qué tanto miedo?
(Tomado de Cuentos
completos, Alfaguara)
No hay comentarios:
Publicar un comentario