Luis Spota
Tres
detonaciones sonaron en la distancia. Instintivamente volteé el rostro. Bajando
el suave declive de una loma, como a trescientos metros de mí, cuatro jinetes venían.
–Revolucionarios –pensé.
Pocos segundos más tarde otras tres detonaciones, seguidas de otra más leve, se escucharon. Las balas polveaban cerca del sitio donde iba yo caminando. Al pegar
contra las piedras que había en el viejo camino real, producían un sonido seco o también se alejaban zumbando siniestramente.
Piqué espuelas al
caballo e inmediatamente, a
todo galope, empecé a correr, haciendo zigzags por el camino, para
evitar que las balas que disparaban aquellos hombres, y que cada vez pegaban más
cerca, me fueran a tocar.
Mientras el caballo fustigado con crueldad
devoraba el terreno, iba yo haciendo cálculo de las armas que llevaban mis perseguidores.
Por el sonido fuerte, seco, rápido de tres de ellas comprendí que eran Mausers; la otra era sin duda una pistola. Haber intentado una desesperada defensa de mi parte, hubiera sido una locura, un suicidio. Con dos pistolas y veintidós cartuchos que llevaba no podía resistir
mucho.
Mis perseguidores se acercaban cada vez más. Parecía como si sus
caballos tuvieran alas. Pasaban los arroyos, saltaban las cercas como demonios.
Los hombres que los montaban eran, por lo visto, magníficos jinetes. A medida que
yo seguía corriendo comprendía que las esperanzas de salvación que abrigaba cuando
comenzó mi persecución, disminuían.
Para no seguir por el anchuroso y plano camino
real, comencé a correr a campo traviesa. Los disparos seguían y se aproximaban cada
vez más. Una bala agujeró mi sombrero. En las próximas andanadas era yo, ni dudarlo,
un blanco magnífico.
El terreno por el que me había metido era en
extremo difícil de recorrer. Las breñas se hacían más cerradas y al parecer,
infranqueables. Parecía como si la naturaleza se regocijase en poner obstáculos
para imposibilitar mi desesperada huida.
Allá, como a un kilómetro, la silueta
borrosa de un gran macizo de árboles me dio nuevos bríos. Si pudiera llegar a
la arboleda sano y salvo, podría escapar de ser desvalijado o muerto. ¿Y si no?
Golpeando sin compasión al caballo lo obligué a que siguiera corriendo. Grandes
borbotones de espuma salían de su hocico. La fina pelambre estaba reluciente de
sudor. A ese paso la bestia no resistiría mucho.
Por fin, cuando lo creía imposible, llegué
a los linderos de la arboleda que se brindaba como mi salvación.
Como todos los de la tierra veracruzana, aquel
terreno arboloso era imposible de penetrar. Lianas, bejucos, raíces monstruosas
impedían la entrada. La vegetación era lujuriante, imponente.
Con gran alivio vi pasar bastante cerca de mí a mis perseguidores. Con seguridad a causa del polvo y de los naturales accidentes
del
terreno, me habían perdido. Asombrado, respiré a gusto.
Pero, era imposible que yo me quedara ahí toda la noche. Consulté mi reloj. Las
siete y veinte. Más de una hora había durado la persecución. Ya que estaba a salvo
y que, momentáneamente, ningún peligro me amenazaba, lo que mejor podía hacer
era buscar la manera de escapar o de esconderme.
Cuando los que me perseguían se dieran
cuenta de que los había burlado, regresarían al sitio donde perdieron mi rastro.
Y lo más fácil era que me descubrieran y, sin piedad, después de desvalijarme, que
me mataran. Con el filoso machete que se usa en la campiña veracruzana y que siempre
va en la silla de montar de los jinetes, empecé a abrirme paso.
A medida que avanzaba
por entre aquel laberinto vegetal, la esperanza de salvación renacía en
mi cerebro. Vagamente recordaba que, caminando varias horas con rumbo al norte,
podía llegar a la Cuchilla, el pueblo más cercano. Febrilmente mi brazo, dando
impulso a mi machete, deshonraba aquel trozo de selva virgen. El camino, la brecha que había yo hecho
se había
cerrado tras de mí. Si
hubiese
ido yo solo la escapatoria hubiera sido más fácil, pero ¿y el caballo? ¿a dónde
lo dejaba? Encontrando
al caballo los salteadores revolucionarios hubieran dado luego luego
conmigo.
Ese animal que me había ayudado a escapar era, ahora, un peligro
para mí. A mi mente acudió una idea cruel que, sin embargo, serviría para mi salvación.
Con dolor, casi con remordimiento, llevé la diestra al cinto.
Casi un minuto después un ruido seco, de proyectil
calibre 38, resonó en la espesura…
Estaba libre del caballo. Mi salvación estaba
en mis manos. Sin importarme las desgarraduras que me había hecho, ni la sangre
que manaba de mi rostro, de mis brazos y manos, en pequeños hilillos seguí abriéndome
camino. Como relata Rivera en su “Vorágine”, los ojos de la selva me vigilaban.
El silencio era absoluto. De cuando en cuando, casi de mis pies, una víbora,
una iguana o un conejo salían despavoridos.
Ese raro silencio de las selvas tropicales
me observaba. La naturaleza se resistía a que un hombre violase sus secretos.
Cuando más entretenido estaba en cortar una casi infranqueable barrera de lianas,
gruesas gotas de lluvia empezaron a caer. Una intempestiva tormenta dio
principio. Como todas las tormentas de la zona tórrida, la que en ese momento caía,
tomaba caracteres de diluvio. Pequeños arroyos se formaban y corrían a la cuesta
abajo. Yo estaba materialmente empapado.
Guareciéndome bajo un frondoso árbol
esperé a que el chubasco amainara. En el resplandor de un relámpago volví a ver
mi reloj. Eran casi las once de la noche. Más de tres horas había trabajado rudamente.
En la misma forma como empezó, la tormenta tuvo su fin…
Después de la lluvia, cuando las plantas
han lavado sus follajes y el suelo se ha convertido en un gigantesco lago, la vida
vuelve a su curso normal. Todo aquel bosque olía a tierra mojada, a limpieza, a
un raro perfume que nunca los perfumistas ni los químicos más famosos del mundo
podrán imitar. Empujadas por una suave brisa que bajaba de las montañas cercanas,
las nubes comenzaron a disiparse. Esplendorosa, como nunca poeta alguno se la
ha imaginado, asomó la Luna.
Refrescado por el agua, seguí abriéndome paso.
Los músculos empezaban a dolerme. La escapatoria a caballo, el temor de ser muerto,
la impresionante soledad de la selva habían destrozado mis nervios. De cuando en
cuando los chillidos penetrantes de un par de monos que se perseguían, me hacían
suspender el trabajo. No acertaba a comprender cómo los hombres no somos como los
animales salvajes, que no se preocupan por nada, que todo les da igual.
Como un suave rumor, perdido en la espesura,
llegó hasta mis oídos el ruido que hacía el agua de un río al correr. Ahí, en ese
río precisamente, estaba mi salvación. Siguiendo por sus riberas podía llegar al
amanecer a la Cuchilla; redoblando mis esfuerzos, desesperadamente continué abriéndome
camino. A los cuatro individuos que me perseguían ya no les temía, casi los
había olvidado.
Con el mismo entusiasmo que
sintió Colón cuando avistó tierras nuevas; con la misma alegría que invadió a Balboa
cuando descubrió el Océano Pacífico; con ese mismo gusto llegué a orillas del río.
Feliz, sin preocuparme de los peligros que en mi marcha hacia el pueblo podría
encontrar, comencé a remontar la orilla. No había caminado cien
metros cuando algo me hizo detener. Ahí, en un bajo, tomando plácidamente agua,
estaban tres pumas. Afortunadamente el aire me daba en la cara; en caso contrario
los felinos, cuya piel dorada al ser tocada por la luz lunar adquiría tonalidades
rojizas, me hubieran descubierto y aun, por pura diversión, me hubieran devorado.
Con un pánico enorme decidí atravesar un vado
y continuar la marcha fatigosa por el bosque.
Ante mí, providencialmente, se abría una
vereda, intransitada y tal vez, ya por todos olvidada. ¡Mi salvación estaba ahí!
Redobladas mis fuerzas por aquel súbito encuentro que me llevaría a lugar seguro,
dio principio mi nueva caminata. Casi para nada usé el machete. La vereda estaba
por completo despojada de vegetación superflua. Sin embargo empezaba ya a cansarme.
Además, si ya estaba a salvo, ¿para qué apurarme?
Comprendí, pues, que lo que mejor podía hacer
era acampar sobre un árbol y esperar a que pasara la noche. Cuando disponíame a
subir a un frondoso árbol, algo largo y viscoso pasó a mi lado. Instintivamente
volví el rostro al suelo. A menos de un metro de mí, desafiante y mirándome con
unos ojillos hundidos que despedían fulgores hipnóticos, estaba una coralillo. Su
piel, dibujada en vistosos rombos, brillaba bellamente con la Luna. Saqué la
pistola y cuando me disponía a disparar, el temor no olvidado de que la detonación
atrajera a los que me perseguían, si se encontraban cerca, me hizo desistir de mi
empeño.
Dando un rodeo para no obligar al reptil a
atacarme, me alejé de aquel sitio. ¡Había escapado de los hombres para venir a caer
entre los pumas y las víboras!
De pronto, a mis narices llegó un fuerte olor
a carroña, a animal muerto.
“Ha de ser algún venado que los pumas mataron
y que no se comieron”, pensé.
Deseando descansar un poco de las fatigas de
las últimas horas, me trepé, por fin, a un árbol. Ese olor a putrefacción envenenaba
el aire y no me dejaba descansar a gusto.
La noche se me hacía demasiado larga, interminable.
Consulté muchas veces más el reloj. La última vez que lo hice, las manecillas
marcaban las dos de la mañana.
De pronto, a regular distancia, un rumor sordo
que iba aumentando de intensidad se dejó oír. Al poco rato oí, indistintamente,
el trote largo y los relinchos de cuatro caballos.
“Ahí están”, me dije. “¡Malditos! ¿Cómo darían
conmigo?”
Los cuatro jinetes detuvieron sus cabalgaduras
precisamente bajo el árbol en que yo me encontraba y uno de ellos, el jefe sin duda,
ordenó:
–Aquí debe ser, recuerdo muy bien dónde lo
vimos…
Me consideré perdido.
–Tú, Juan, súbete y bájalo.
Oí protestas, negaciones, evasivas. Nadie quería
subir. Tal vez me consideraban demasiado peligroso y no querían bajar del árbol
como un fardo.
–Maldita sea, son ustedes unos cobardes. Parecen
mujeres y se dicen muy machos… Subiré yo por él –gritó indignado el jefe del
grupo.
Estaba ya irremisiblemente capturado,
desvalijado y, tal vez, muerto.
El hombre estaba cada vez más cerca de mí,
escuchaba su respiración fatigosa, las imprecaciones y las blasfemias. Ya casi para
tocarme, gritó a los que desde abajo seguían atentamente la maniobra.
–Ahora verán cómo se baja un hombre…
Sabiendo perfectamente yo que ya no tenía
salvación y no deseando caer del árbol con la cabeza destrozada de un balazo,
quise ahorrarle trabajo al salteador y, roncamente, dije:
–No te molestes en bajarme; mejor lo hago
yo…
Un espantoso grito de pánico salió del
pecho de aquel salteador. Las fuerzas le abandonaron y dando tumbos entre las
ramas que le destrozaban la ropa y le causaban sangre, cayó al suelo. Montó
como pudo y, seguido de sus secuaces, se perdió entre la espesura.
Allá a lo lejos, como un eco ahogado, escuché
el galope de sus caballos.
No comprendía todo aquello. ¡Me siguen. Intentan
matarme. Me encuentran. Suben a bajarme y cuando quiero ahorrarles ese trabajo,
huyen despavoridos!
***
El sol estaba ya muy alto. Olvidando
las agitaciones de la noche anterior, había dormido de un tirón muchas horas. Cuando
abrí los ojos y miré a mi alrededor, la sangre se me congeló.
A escasos dos metros de mí, un ahorcado, pendiente de una cuerda y con el rostro terriblemente hinchado, se balanceaba impulsado por la brisa que bajaba de la montaña…
(Tomado de www.elcuentorevistadeimaginacion.org)
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