Marcial Fernández
A Blum Snach lo conocí en
una fiesta en el Club Campestre. Sarita Gold, mi secretaria, arregló el encuentro.
Desde entonces, Snach y yo compartimos un mismo arbitrio: la antipatía mutua. Empero,
negocios paralelos, tráfico de armas en Medio Oriente, cultivos de amapola en Asia
y robo de niños en Suramérica prolongaron una ardua relación de trabajo.
Pasaron nuestros mejores años, y Snach, con los vicios
que da la senilidad, se convirtió en un obsesivo coleccionista. Sus residencias,
la de Buenos Aires, la de Nueva York, la de Estambul y la de Londres, poco a poco
se transformaron en museos de toda clase de objetos. Timbres de goma, cuadros de
firma, monedas antiguas, jaulas de oro, esculturas obscenas, animales disecados,
armas de guerra conjuntaban el grueso de aquella manía por la abundancia.
No obstante, en la bóveda de su banco particular de
Wall Street, lugar en que sólo unos cuantos poderosos y millonarios tuvieron la
oportunidad de pisar, se escondía una de las colecciones más dementes de que el
hombre tenga memoria. A este sitio, perfectamente refrigerado, iban a parar todas
las cabezas, brazos, vértebras y otras partes anatómicas de los enemigos de Blum
Snach.
Además, como cosas de otro mundo, la oreja de Vicent
van Gogh, la dentadura postiza del conde Dracul de Rumania, la pata del traidor
Santa Anna, el ojo del brujo Nabeuk Too, las gafas oscuras de Marilyn Monroe y las
muelas del juicio de Pedro –primer papa de la historia–, colocadas en cajas de cristal
herméticamente cerradas, completaban el templo de Snach.
Cada pieza, asimismo, era acompañada por una leyenda
que contaba la vida y obra –de tratarse de algún personaje famoso– o la traición
de la cual había sido sujeto Blum. Sin embargo, de entre todas estas historias,
escritas en puño y letra por los biógrafos más ilustres, la del General Álvaro Obregón
estaba inconclusa. La causa: los ladrones de cadáveres del sacerdote Blum –como
lo llamaban sus amigos– todavía no lograban hurtar la mano del ex presidente de
México.
Un día, Sarita Gold, que en sus ratos libres era amante
de la secretaria de Snach, Bibi Laurent, llegó a mi oficina con rostro de espanto.
El jefe de su enamorada había convocado a una junta con sus hombres de confianza,
quienes debían cortarme la cabeza, ya que mi otrora socio y ahora enemigo la deseaba
para su galería bajo el pretexto de cargos imaginarios.
De esta manera, Sarita y Bibi elaboraron un plan para
intentar salvar mi cuello: ellas robarían la mano de Obregón y se la darían a Snach
como un regalo de mi parte. Así, los dos hombres más ricos del mundo seguirían sin
preocuparse el uno del otro, y sus secretarias, tan amorosas como siempre. La operación
del hurto fue un éxito; los resultados globales, funestos.
Snach, tramposo como ninguno, me llevó a su galería
particular de Wall Street para efectuar un doble brindis: por el obsequio y por
nuestra relación que duraría más allá de la muerte. No obstante, la tragedia se
precipitó sobre Blum, pues desde el interior de mi caja de cristal pude contemplar
cómo la mano de Álvaro Obregón –tal vez recordando viejas batallas– lo estrangulaba
lenta, dulce y suavemente.
Al poco tiempo, la mano del general Álvaro Obregón,
conservada en formol y exhibida durante décadas en el interior de un frasco, que
a su vez se encontraba en el interior de un monumento de San Ángel, que a su vez
se encuentra en el mismo lugar donde se encontraba La Bombilla, sitio del asesinato,
fue incinerada por el gobierno de Salinas.
(Tomado
de www.ficticia.com)
No hay comentarios:
Publicar un comentario