José Revueltas
A José María Arguedas
Confusamente distinguía, desde el caballo, la pequeña luz de la tánica linterna,
y por debajo de ella, a las blancas de Vicam-Pueblo, donde bailaban con los blancos,
en silencio, mientras del fonógrafo desgarrábase la humilde musiquita.
Algunas iban descalzas como él, y a través de la ventana
abierta, en mitad del calor, sentían los pies desnudos y la quietud y el silencio
de esos pies al posarse sobre la tierra.
“Fiesta de yoris”, pensó sin moverse de su sitio.
Mojados del sudor, dejaban una huella armoniosa encima
de la tierra, como si fuese una flor cálida.
Eran flores de zahuaro, rodeadas de espinas,
las blancas, flores de otro mundo. Y tan próximas, ahí, pero como la roja, casi
negra flor del cactus, inalcanzable.
Miró, inclinado como estaba sobre la silla de su caballo,
sin que, no obstante, pudiera vérsele, la noche apretándolo, él mismo nocturno,
hecho de negros elementos.
–¡Yoris! (blancos) –gritó en su lenguaje yaqui–. ¡Yoris
malditos!
Allá adentro no entendieron, pues nadie comprendía el
idioma del indio, pero miráronlo, entonces sí, de sombra, irreal, que ocupaba todo
el hemisferio terrestre de las tinieblas.
–Ahí está un yoreme (que quiere decir “hombre
de la tribu yaqui”) –exclamaron, sin pavor, pues la ronda de los federales recorría
Vicam-Pueblo para que los yoris, los blancos, no fuesen importunados por los indios.
Algunas descalzas, porque también a veces los blancos
son pobres, y éstas eran soldaderas o la mujer de uno que otro subteniente, que
sí llevaba zapatos. Morenas, prietas, pero no pertenecían a la tribu –blancas, en
fin–, ni hablaban la lengua, sino “el castilla” sangriento.
Llevó la botella de bacanora a los labios para que penetrase
por su cuerpo esa tristeza, esa obstinación, esa lujuria triste. “Yoris –pensó otra
vez tercamente–, fiesta de yoris”. No lo invitaban, era como un animal, como un
perro, cuando aquélla debía ser su casa.
Por la tarde de ese día había estado con el jefe Buitimea,
que era coronel de los pueblos de Bácum, Cócorit, Ráhum y del Vicam indio, capital
de la tribu. El jefe tenía un mechón de pelo negro que le caía sobre la frente como
una cuchillada. Sus ojos miraban muy lejos, al hablar, y eran al mismo tiempo fascinantes,
de culebra.
–No bebas hoy –le dijo, y señaló al alawasin, al
verdugo, a modo de advertencia. El alawasin castigaba el mal comportamiento
de los miembros de la tribu.
Conversaron bajo una enramada y Porfirio Buitimea no
le miró a los ojos en todo el tiempo, pese a lo cual él los sentía sobre sí, fríos,
densos de profundo misterio.
Ahora la noche era como los ojos mismos de Buitimea,
una noche preterrenal, una noche del espacio.
–No vayas –le había dicho también– a la fiesta de los
yoris. Nos han humillado.
Pero ahí estaban los yoris en su fiesta, bajo la luz
de la lámpara, bailando.
Tomó otro chorro del bacanora siniestro para sentir,
así, la soledad, el poder, el llanto. Querría entrar en el baile, a pesar de la
prohibición de Buitimea, y que alguna mujer reconociese en él lo antiguo, lo poderoso,
pero se quedó aún junto a la ventana, infinito y negro, rodeado por todas las sombras,
sobre el caballo, sintiendo cómo crecía su orgullo de yoreme.
En lugar de plantas, una flor en los pies, un túmulo
quedo, móvil, sin gravitación. Junto a eso, mirando desde el mundo anterior, tierra
ecuestre, él, a quien Buitimea había prohibido acudir al Vicam yori.
–No cumplieron –le contó esa misma tarde Buitimea, en
relación con la tierra que la tribu había prestado a los blancos–. No saben cumplirle
al yoreme y luego nos engañan con los licenciados.
Los yaquis habían prestado su tierra a un grupo de blancos
a condición de que éstos entregaran una parte de la cosecha para el fondo común
de la tribu.
–Ni un grano nos dieron, tantito así –le había explicado
Buitimea–; todo lo llevaron para Cajeme, a los molinos.
Buitimea tenía los ojos puestos en el horizonte y su
pañuelo rojo de seda en torno del cuello agitábase movido por el viento. No había
cólera, ni odio, en sus ojos tremendamente fríos, crueles. Tal vez algo más allá
de la cólera y el odio, algo más terrible. Volvióse de espaldas al inmenso cerro
del Bacatete coloreado por el crepúsculo, como con sangre. El Achai-taa-á, el
padre sol, se ocultaba por el lado del río, en un incendio antiguo y lustral.
–No haremos más trato con los yoris –terminó.
Acerada, con filo, como los ojos de serpiente del cacique
Buitimea, era la noche. Vagarían los animales, las tarántulas silenciosas, las víboras
insomnes, con su lentitud, por entre los chaparros, por entre los tequesquites,
con la sed ardiéndoles.
Se desprendió del caballo con dulzura, al fin, cual
una barca que dejase suavemente la margen de un río. Luego entró en el baile, caminando
bajo los horcones de la casa, para sentarse después en una silla, como en su trono.
No bailó, no habló, no tuvo una sonrisa, los ojos sin
ver a quienes lo rodeaban, hermético y superior, ni nadie, tampoco, se atrevió a
decirle nada, porque era un dios lejano, corporal, presente, construido por la tierra
como una estatua pura.
Con el alba se dirigió al Vicam yoreme dejando
atrás el Vicam de los blancos.
Estaba ahí Buitimea con su mechón como un ave negra
que se le hubiese posado en la frente y aletease.
–Buitimea –dijo el indio que había desobedecido–, llama
al alawasin para que me castigue…
Vino el alawasin y entonces el indio fue colgado
de las manos, para que le dieran cien azotes sobre el cuerpo.
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