Juan Carlos Onetti
Se encontró solo en la sala de espera y se puso a mirar el diario que había
llevado para el brazo. Las manos le temblaban levemente. Sacó un cigarrillo y antes
de encenderlo se acarició el ralo bigote cuyo crecimiento había vigilado durante
semanas. Nunca había soportado el humo del tabaco y tosió con lágrimas; pero tenía
que seguir fumando como un hombre hasta que llegara el momento de levantarse. No
podía recordar, para imitarla, cómo era la expresión de un hombre cínico, un hombre
maduro y ya de vuelta.
Tenía tres puertas por delante y fue paseando la mirada de
una a otra mientras sentía golpear su corazón. La puerta del medio se abrió justamente
cuando la estaba vigilando y apareció una mujer rubia, grande, cómoda, plácida y
gorda; de los hombros le colgaba una bata desprendida y le sonrió desde la distancia,
amistosa y alegre como si pudiera haberlo reconocido.
–Pasá, negrito –dijo, y él tenía el pelo castaño.
Se levantó del banco y avanzó sin mostrar su rechazo, sin
poder contestar a la sonrisa alta e inmóvil. La habitación tenía una cama grande,
cubierta por una sábana mal estirada, una cómoda con una gran jarra verde, hojas
en relieve, sobre una palangana rajada. Había un perfume perdido en el olor inolvidable
de la cocinilla a querosén.
La mujer sonriendo ya sin la bata desde la cama, empezó a
parecerle enorme a medida que se iba quitando la ropa. Se arrimó al calor del fuego
inquieto para terminar de desnudarse. Después la gorda se hizo cargo de él con experta
paciencia, bondadosa y maternal.
Hasta que pudo, triunfal, iniciar su viaje de ida y vuelta
en el túnel invisible, húmedo y sombrío, ida y vuelta hasta lograr verle la cara
a dios por primera vez en su vida.
Ya en la calle pensó que lo que había comprado no podía sustituir
a la palabra amor ni a sus sueños ni a sus intuiciones. Pero él no podía estar equivocado,
estaba escrito que algún día no lejano su cuerpo y su alma iban a fundirse en la
verdad dichosa y presentida.
(Tomado de Cuentos
completos, Alfaguara)
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