Milia Gayoso Manzur
Nubia llegó a la terminal
con el colectivo de las cuatro de la tarde. Miró con asombro a la gente que se
atropellaba para bajar primero, ella se movió despacio de su asiento. Miró
hacia abajo por la ventanilla esperando encontrar una cara conocida, aunque
sabía muy bien que no la encontraría. Tomó su bolsón y caminó por el pasillo
hacia la puerta. Se mezcló con la gente, mirando hacia uno y otro lado,
esperando que alguien la recoja.
Le tocaron el brazo. Era una señora elegante, muy linda. “¿Sos
Nubia?”, le preguntó y ella apenas contestó con un sí apagado que se le
atragantó en la garganta. “Yo soy tu patrona –le dijo–, conmigo vas a trabajar”.
Y se dejó conducir por el pasillo largo atestado de gente. Subieron a un auto
lujoso de color granate y partieron hacia lo que sería su nuevo “hogar”. La
señora tendría como cincuenta años, tenía las manos blancas y delicadas y
manejaba el volante como si se tratara de una cacerola. Le dijo que eran cuatro
en la casa: su marido, sus dos hijos y ella, y que tres veces a la semana venía
una señora a limpiar a fondo la casa. Ella asentía levemente y contestaba con
timidez a las preguntas.
Prefirió mirar por la ventanilla y descubrir tantas cosas lindas,
tantas calles entrecruzadas, tantos autos… tanta diferencia con el verde tras
verde de su valle. “No pienses en nosotros porque vas a ponerte triste”, le
había dicho su madre al salir de casa, pero no podía evitarlo. Es difícil tener
catorce años y dejar la casita cálida para ir a trabajar lejos, es difícil
tener catorce años y tener que abandonar las amigas, los coqueteos al
atardecer, las fiestas del pueblo. Es difícil cambiar de golpe el paisaje verde
salpicado de flores de agosto por el paisaje blanco y gris de la ciudad.
Llegaron sin que se diera cuenta. La señora tuvo que sacudirla
para que reaccionara. La casa estaba bastante ordenada, la otra chica se había
ido una semana atrás, pero seguramente la otra empleada habrá venido a limpiar
hoy, pensó Nubia mientras acomodaba su bolsón sobre una mesita en la pieza que
le indicaron.
Se cambió de
ropa y fue a preparar la merienda para los chicos, como le indicó la señora. La
niña tenía diez años y era gorda y desagradable. Protestó porque el pan estaba
mal tostado. “Agradecé que no se quemaron del todo”, pensaba Nubia, quien nunca
había hecho tal cosa. A las siete llegó él, pero no era un niño, sino casi un
hombre. Tenía puesto un conjunto blanco que le daba el aspecto de un médico y a
ella le encantaban los médicos. Se esmeró en no quemar las tostadas y esperó
con toda el alma que él se presentara para que ella le pudiera decir su nombre.
Pero no ocurrió tal cosa, él se limitó a tomar su café y a mordisquear el pan
sin siquiera mirarla.
Los días transcurrieron sin descanso, aprendiendo a repasar,
cocinar y poner la ropa en la máquina de lavar, rompiendo vasos y soportando el
rezongo de la patrona que se quejaba todo el día de que ella fuera tan
inexperta y despotricando en contra de quien la recomendó.
Esa noche los patrones habían salido a cenar en casa de unos
parientes, entonces ella pudo mirar un rato la televisión hasta que llegó el “Principito”,
entonces lo apagó y se iba a su pieza cuando él le pidió que le prepare algo
para cenar. Él la observó mientras cortaba la carne y cuando finalmente estuvo
cocinada, dijo que ya no quería. Nubia se fue a la cama enseguida. No supo a
qué hora volvieron los patrones, pero de pronto escuchó voces en su puerta y
como pensó que la llamaban, se sentó en la cama.
Eran voces masculinas. “Anímate maricón”, decía la voz más gruesa
que identificó como la del coronel, su patrón. “Es una nena papá, no debo”, le
decía él, su principito. “¿Qué preferís?”, le decía el viejo. “¿Comenzar con
ella o con una prostituta?”, al momento en que abría la puerta y lo obligaba a
entrar. “Me quedo aquí en la puerta”, le dijo, “para que no me engañes”.
Nubia vio la sombra blanca que se sentó en su cama y levantó de
golpe la sábana gastada.
(Tomado
de www.cervantesvirtual.com)
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