sábado, 21 de junio de 2025

Muerte del águila

Manuel Komroff

 

Juré que mataría ese pájaro. Lo hice.

En los primeros días de ese verano nos dimos cuenta de que el pájaro procedía de Pico Nevado. Esa montaña tiene una altura de tres kilómetros exactamente, y muy arriba, cerca de la cumbre, el animal debía tener su nido; allá muy alto, donde hay vetas de yeso.

Cerca de la cumbre, Pico Nevado tiene vetas de yeso y desde lejos presentan un aspecto muy bonito. Creo que esa ha de haber sido una de las razones que tuvo el pájaro para escoger ese lugar como sitio de descanso. Pero esto es sólo una teoría mía y no estoy seguro de estar en lo cierto.

Cuando el águila apareció por primera vez en el cielo pensamos que quizá era una especie de halcón. Nunca volaba lo suficientemente bajo como para que pudiéramos verla bien, y cuando las águilas vuelan alto es difícil distinguir claramente su color o estimar su tamaño. Pero ya nunca me equivocaré, porque hay mucha diferencia entre un halcón y un águila. Y la diferencia no está solamente en el tamaño. Hay un lento movimiento pesado de las alas que es peculiar del águila cuando se desliza y flota en el aire. Ahora ya lo conozco.

Frecuentemente yo me sentaba bajo el árbol que está junto al gallinero para observar a este solitario navegante del espacio. Miraba su vuelo gentil y lento, sin apariencia alguna de esfuerzo. Lo veía inclinarse graciosamente en las curvas, deslizándose pleno de elegancia. Todo el verano lo vi volar y cada día parecía tener más ánimo, más confianza, acercándose más a la tierra.

Su tamaño era enorme. A veces volaba tan cerca, que uno podía ver su abanico de plumas blancas bajo las grandes alas abiertas. Por su tamaño, yo lo bauticé con el nombre de “Roc”. Éste es el nombre del pájaro fantástico en Las mil y una noches que se robó a Simbad el Marino. Pero una vez ocurrió una pequeña tragedia doméstica.

Iba volando bajo, deslizándose sin movimiento alguno de las alas. Debe haber estado a más de un kilómetro de distancia, cuando de repente ya estaba sobre el gallinero. Pude ver que sus alas eran exactamente del color desteñido de las vigas del techo de mi casa.

Luego descendió más y, alzando el rostro, pude ver los espacios entre las plumas de sus alas, que formaban un hermoso diseño abierto. De repente, el águila quedó como clavada en un solo sitio. Yo no sé cómo puede hacer esto un pájaro. Se estuvo quieta, suspendida en el aire, con un ligero temblor en todo su cuerpo. Luego, apuntando sus dos alas al cielo, plegándolas por encima de su cuerpo, se dejó caer como una piedra, aterrizando en un campo vecino. Cuando llegué allí corriendo, oí el angustiado aullido de un perrito.

La alfalfa estaba muy crecida y por un momento no pude ver lo que pasaba. Pero luego, con un lento batir de sus alas, el águila levantó el vuelo con un perrito firmemente atrapado entre sus garras. El perrito chilló una vez más al verse en el aire, con un aullido penetrante, seguido de un quejido ahogado. Luego se quedó callado.

El pájaro se meció sobre las colinas cercanas, y pronto desapareció en el cielo. Entonces juré que lo mataría. Lo hice.

El viejo –tiene más de setenta años y se pasa el día sentado, preguntó que para qué. Y afirmó:

¡Nunca podrás acercártele lo suficiente!

Me eché un rifle a la espalda y tomé el camino de Pico Nevado a bordo de mi destartalado Ford. Fue un ascenso largo y varias veces me tuve que detener en el camino porque el agua del radiador comenzaba a hervir. Una de esas veces me bajé del auto y miré el paisaje. El valle se desplegaba abajo como una colcha de cuadritos verdes en distintos tonos y se podían ver a lo lejos dos arroyos, como dos hilitos que se han dejado caer descuidadamente sobre un tapete suave. Raro que nunca hubiera visto el paisaje desde ese lugar. El año pasado había llevado a algunos turistas a la cumbre para que vieran el panorama, pero desde este lado de la montaña parecía más salvaje, más íntimo y mil veces más hermoso. Encendí mi pipa y hasta el tabaco parecía más dulce.

En cuanto el radiador se enfrió, seguí mi camino hasta las vetas de yeso. Allí, saqué mi rifle, y me dediqué a vagar por todos lados, sin encontrar nada. No había ni trazas del águila ni siquiera del nido. El viejo tenía razón. Es muy difícil acercarse a un pájaro de esos.

Durante toda una semana, todas las mañanas, en mi viejo automóvil trepaba por la montaña. Recorría todos los sitios imaginables, y regresaba en la tarde, hambriento y cansado. Pero nunca pude ver la menor señal del pájaro.

Un día que estaba allá arriba, muy arriba, comenzó a llover. Una llovizna fina pero distinta de la que se siente usualmente. Las gotas estaban muy frías y al azotar en la cara se sentía una deliciosa sensación como cientos de agujitas picando suavemente la piel. Pero nada del pájaro.

Durante algunos días me olvidé completamente del asunto, pero de repente ahí estaba nuevamente el águila en el cielo. Nunca podría yo decir dónde se había escondido todo ese tiempo. Dos veces más subí a la montaña sin resultado alguno, pero al tercer día tuve mi recompensa. Iba yo en mi automóvil, a buena altura, y dando la vuelta en una curva cuando vi al águila, ahí derecho, enfrente de mí, a corta distancia. Debe haberme oído llegar, porque ya estaba emprendiendo el vuelo.

Antes de que pudiera detenerme, ya estaba bastante lejos y aunque parecía moverse pesadamente, no cabe duda de que iba a gran velocidad por el aire, demasiado aprisa para que le acertara un balazo en pleno vuelo. Si trajera una escopeta y apuntara un poco lejos, podría quizá pegarle. Pero con un rifle, era inútil.

Dos días después regresé al mismo lugar. Dejé el automóvil un poco antes y comencé a trepar, a pie, por entre los árboles, hacia donde había visto al pájaro. Las hojas secas comenzaban a caer y se despedazaban ruidosamente bajo mis pies. Pronto comenzaría a caer la nieve cubriéndolo todo. Eran ya los últimos días del otoño.

Me encontré con una abertura en una roca, tan grande que podía uno meterse por allí hasta una distancia como de tres metros. Entré al pequeño corredor, me senté y encendí la pipa. Miraba atentamente las paredes de roca, maravillándome de la fuerza del frío y de la escarcha, que podían partir una piedra así, con gran facilidad. ¡Qué suave es la naturaleza en sus efectos, y, a la vez, qué violenta! De repente miré hacia arriba, ¡y allí estaba, volando encima de mí!

No estaba lejos. Observé al animal con toda atención, hasta que descendió sobre una roca cercana. Estaba de cara al valle, viéndolo con su pequeña cabeza rapaz. Una vez movió las alas, agitándolas, para acicalarse las plumas, pero no voló. Era la oportunidad.

Lentamente alcancé mi rifle, alzándolo y apuntando con todo cuidado. Bajé la mira por todo el largo de su cuerpo y luego comencé a alzarla mientras aumentaba la presión de mi dedo en el gatillo. En cuanto oí el disparo, lo seguí con otro, tan aprisa como pude.

Las alas se abrieron, y antes de que estuvieran anchas en toda su amplitud, el pájaro ya estaba en el aire, alzándose lentamente en círculos cada vez más amplios. Estuve absolutamente seguro de que había errado la puntería. Pero de repente se inclinó violentamente, cayendo en un círculo vicioso, resbalándose de lado, hasta que, ¡zas!, cayó con gran estrépito sobre la carretera, abajo de mí.

¡Lo tengo! ¡Lo tengo! exclamé, corriendo tan aprisa como me fue posible hacia el sitio donde lo vi caer.

Ahí estaba el gran pájaro abatido. Ese genio del aire, con su cabeza en el polvo. Su pequeño ojo lanzaba una mirada vidriosa. Esa era la misma mirada que podía rasgar el aire desde una milla de altura. Tenía un cierto brillo metálico en su pico curvo, como el pulido fulgor en el casco emplumado de un guerrero romano muerto en la batalla. Una pequeña bala había atravesado, desgajando, las carnes suaves y los músculos tensos, y por la herida goteaba lentamente la sangre.

¡Oh pájaro… o lo que seas! Tú y todo de lo cual eres el dueño: el aire, el cielo, los caminos invisibles sobre las nubes que llevan de una cumbre a otra, en ese mundo inexplorado de las alturas; tú y todo de lo cual eras el genio dominante, todo acabó. Te ha sido arrebatado y el suelo hostil a tu naturaleza tiene ahora que ser tu tumba. Tú, que volaste tan alto entre las nubes, entre el viento y la neblina, ahora tienes que tender tus alas entre las piedras, entre la arena, la tierra, el pasto suave y las picantes varitas caídas de los árboles. Todo esto sólo por una pequeña gota de plomo y por una ciega decisión de matarte; todo, sólo por –miré al águila. Comenzó a temblar todo su cuerpo poderoso, como si tuviera un terrible frío postrero–… todo porque juré matarte, y día tras día trepé por la montaña deslizándome y escondiéndome como si fuera un bandido: y mientras tanto, la bala estaba lista, en su estuche artero diseñado por el hombre sabio para enviar súbitamente la muerte. Y esperé y esperé, día tras día y ahora… ¡pum! ¡Moriste!

Sí, hay sangre en la pulida coraza de plumas grises de tu pecho, y la sangre se parece a un rico vino tinto. Es del color que un gran maestro usó para pintar la capa, en la trágica escena obscura. Nunca pensé que la sangre podría estar henchida de tan rico poder.

Pensaste que podías volar con una bala dentro de ti; lo intentaste. Alzaste el vuelo un poco y luego, como un barco sin timón y sin piloto, te perdiste. Llegó la voltereta, el resbalón y una curva desplomada hasta el suelo, que aplastaría cualquier esqueleto y destrozaría cualquier anatomía. Y ahora, desde tu pico hasta tu cola, te ha invadido un temblor intenso… todo porque… ¿cuál es ese odio antiguo que se agita y golpea como una puerta abierta en el corazón del hombre?

Me acerqué un poco más. Estaba el águila echada sobre un lado, con una de sus inmensas alas extendida debajo de su cuerpo, como un tapete para yacer en él. Ahora podía darme cuenta de su enorme tamaño y podía ver claramente su pico curvo y sus poderosas garras. Éstas, de grandes uñas afiladas, eran tan gruesas como mis manos. Me acerqué un poco más aún.

Sus músculos se agitaban en espasmo, y los nervios se estaban contrayendo. Y todo este mecanismo que estaba libre y dúctil, pronto estaría duro e inmóvil, muerto. Muerto como muerta está la roca. Muerto como muerto está el suelo. Muerto como las cosas que rodean al hombre. Sus propiedades. Su dinero. Sus joyas y todos sus tesoros huecos. Muerto como el hombre que ambula, cadáver, por el mundo, cubriendo su desnudez con pompa y envidias, con odios y pasiones y deseos de matar.

¿Por qué tantas ideas se me vinieron a la cabeza en aquellos momentos? ¿Por qué me llegaron demasiado tarde?

Repentinamente las garras de la bestia comenzaron a abrirse y a cerrarse rápidamente. Estaban tratando de asir algo que no alcanzaban. Y la pata, bajo el cuerpo, empezó a moverse para adelante y para atrás, levantando el polvo del camino. Luego, el cuerpo gigantesco se irguió sobre el ala, y plantando las patas bien abiertas, se enderezó con la cabeza en alto, mirando una vez más al sol.

Lentamente las alas se abrieron y el cuerpo se inclinó hacia adelante, como para emprender el vuelo. Pero un intenso temblor invadió todo el organismo, impidiéndole abandonar la tierra. Una vez más el águila se enderezó, y una vez más fue abatida al suelo por una fuerza invisible. Y ahora, viendo inútil su esfuerzo, las alas golpeaban la tierra desesperadamente, levantando el polvo y arañando con las plumas. Cayendo nuevamente sobre un costado, el águila agitaba sus alas, arrastrándose a la orilla del camino, hasta donde se abría el precipicio. Por un instante vaciló en la orilla, la mitad del cuerpo en el vacío. Luego, con un esfuerzo final se lanzó al espacio.

¡Abajo, abajo, abajo descendió en un ala, en loco girar de tirabuzón! Abajo, abajo, hasta estrellarse en los árboles de la barranca. Se oyó el crujido de las ramas, y su cuerpo desapareció de mi vista.

Las rocas, la tierra, las ramas secas desgarraron mi ropa y mi carne cuando bajé violentamente a buscar su cuerpo. Fue en vano. Nunca podría imaginar dónde escondió su cuerpo en agonía. Busqué por todos lados pero fue inútil. El gran pájaro que yo había matado nunca entregaría su cuerpo al hombre.

Luego trepé nuevamente al camino y en la tierra me encontré una enorme pluma de sus alas, arrancada de cuajo. Le quité el polvo y, guardándola cuidadosamente dentro de mi saco, inicié el retorno.

Me senté bajo el árbol cerca del gallinero, y sacando la maravillosa pluma me le quedé viendo. Era muy hermosa, de graciosa curva. Y el eje era tan blanco, desde la raíz hasta el extremo, fino y delicado. Más delicado que cualquier cosa del hombre. Y esta pluma, tan ligera, tan débil, remó incontables distancias en el cielo azul e infinito.

Pero el cielo sobre mi cabeza se estaba oscureciendo y pronto habría llegado la noche. Y el águila, en algún sitio, escondida a la vista del hombre, estaría en estos momentos cerrando los ojos para internarse en la noche inmensa y larga.

Miré sobre mí y el cielo estaba vacío. Ni una mancha apareció en la vasta inmensidad. Y ahora que el águila murió, continuará vacío mucho tiempo. Vacío y solitario. Y ya no tendré motivo para trepar a la montaña, si no es para mostrarles el panorama a algunos estúpidos turistas que no saben lo que ven. No habrá motivo para trepar de nuevo a la montaña y sentir la lluvia fría, y respirar el aire fragante de las alturas. De las alturas salvajes.

El águila murió. Ya es tiempo de regresar a la casa a guardar el rifle.

El viejo estaba sentado en su mecedora. El viejo es muy anciano y pronto él también cerrará los ojos para dormir en la noche eterna; pero él los cerrará en paz y con calma. Vio cómo guardaba el rifle y me dijo:

–Veo que has andado tras ese pájaro de nuevo. Bueno, creo que nunca te podrás acercar lo suficiente a él.

No había para qué contestar. Me sentí avergonzado. En cierto sentido el viejo tiene razón. Nunca, nunca podré acercarme lo suficiente al águila. Ni en la vida ni en la muerte.

 

(Tomado de www.elcuentorevistadeimaginacion.org)

 

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