Manuel Komroff
Juré
que mataría ese pájaro. Lo hice.
En los primeros
días de ese verano nos dimos
cuenta
de que el pájaro procedía de Pico Nevado. Esa montaña tiene una altura de tres kilómetros exactamente, y muy
arriba, cerca de la cumbre, el animal debía tener su nido; allá muy alto, donde
hay vetas de yeso.
Cerca de la cumbre, Pico Nevado tiene vetas
de yeso y desde lejos presentan un aspecto muy bonito. Creo que esa ha de haber
sido una de las razones que tuvo el pájaro para escoger ese lugar como sitio de
descanso. Pero esto es sólo una teoría mía y no estoy seguro de estar en lo
cierto.
Cuando el águila apareció por primera vez en
el cielo pensamos que quizá era una especie de halcón. Nunca volaba lo
suficientemente bajo como para que pudiéramos verla bien, y cuando las águilas vuelan
alto es difícil distinguir claramente su color o estimar su tamaño. Pero ya
nunca me equivocaré, porque hay mucha diferencia entre un halcón y un águila. Y
la diferencia no está solamente en el tamaño. Hay un lento movimiento pesado de
las alas que es peculiar del águila cuando se desliza y flota en el aire. Ahora
ya lo conozco.
Frecuentemente yo me sentaba bajo el árbol
que está junto al gallinero para observar a este solitario navegante del espacio.
Miraba su vuelo gentil y lento, sin apariencia alguna de esfuerzo. Lo veía inclinarse
graciosamente en las curvas, deslizándose pleno de elegancia. Todo el verano lo
vi volar y cada día parecía tener más ánimo, más confianza, acercándose más a la tierra.
Su tamaño
era
enorme. A veces volaba tan cerca, que uno podía ver su abanico de plumas
blancas bajo las grandes
alas abiertas. Por su tamaño, yo lo bauticé con el nombre de “Roc”. Éste es el nombre del pájaro
fantástico en Las mil y una noches
que se
robó
a Simbad el Marino. Pero
una vez
ocurrió una pequeña tragedia doméstica.
Iba volando bajo, deslizándose sin movimiento
alguno de las alas. Debe haber estado a más de un kilómetro de distancia, cuando de repente ya estaba sobre el gallinero. Pude ver que sus alas eran exactamente del color desteñido de las vigas del techo
de mi
casa.
Luego descendió más y, alzando el rostro, pude ver los espacios entre las plumas de sus alas, que formaban un hermoso diseño abierto. De repente, el águila quedó como clavada en un solo sitio. Yo no sé cómo puede hacer esto un pájaro. Se estuvo quieta, suspendida
en el aire, con un ligero temblor en todo su cuerpo. Luego, apuntando sus dos alas
al cielo, plegándolas por encima de su cuerpo, se dejó caer como una piedra,
aterrizando en un campo vecino. Cuando llegué allí corriendo, oí el angustiado
aullido de un perrito.
La alfalfa estaba muy crecida y por
un
momento no pude ver lo que pasaba. Pero luego, con un
lento
batir de sus alas, el águila levantó el vuelo con un perrito
firmemente atrapado entre sus garras. El perrito chilló una vez más al verse en el aire, con un aullido penetrante, seguido de un quejido ahogado. Luego se quedó callado.
El pájaro se meció sobre las colinas cercanas,
y pronto desapareció en el cielo. Entonces juré que lo mataría. Lo hice.
El viejo –tiene más de setenta años y se pasa el día sentado–, preguntó
que
para qué. Y afirmó:
–¡Nunca
podrás acercártele lo
suficiente!
Me eché un rifle a la espalda y tomé el camino
de Pico Nevado a bordo de mi destartalado Ford. Fue un ascenso largo y varias veces
me tuve que detener en el camino porque el agua del radiador comenzaba a hervir.
Una de esas veces me bajé del auto y miré el paisaje. El valle se desplegaba
abajo como una colcha de cuadritos verdes en distintos tonos y se podían ver a
lo lejos dos arroyos, como dos hilitos que se han dejado caer descuidadamente
sobre un tapete suave. Raro que nunca hubiera visto el paisaje desde ese lugar.
El año pasado había llevado a algunos turistas a la cumbre para que vieran el panorama,
pero desde este lado de la montaña parecía más salvaje, más íntimo y mil veces más
hermoso. Encendí mi pipa y hasta el tabaco parecía más dulce.
En cuanto el radiador se enfrió, seguí mi
camino hasta las vetas de yeso. Allí, saqué mi rifle, y me dediqué a vagar por todos
lados, sin encontrar nada. No había ni trazas del águila ni siquiera del nido.
El viejo tenía razón. Es muy difícil acercarse a un pájaro de esos.
Durante toda una semana, todas las mañanas,
en mi viejo automóvil trepaba por la montaña. Recorría todos los sitios imaginables,
y regresaba en la tarde, hambriento y cansado. Pero nunca pude ver la menor
señal del pájaro.
Un día que estaba allá arriba, muy arriba,
comenzó a llover. Una llovizna fina pero distinta de la que se siente usualmente.
Las gotas estaban muy frías y al azotar en la cara se sentía una deliciosa
sensación como cientos de agujitas picando suavemente la piel. Pero nada del pájaro.
Durante algunos días me olvidé completamente
del asunto, pero de repente ahí estaba nuevamente el águila en el cielo. Nunca
podría yo decir dónde se había escondido todo ese tiempo. Dos veces más subí a la
montaña sin resultado alguno, pero al tercer día tuve mi recompensa. Iba yo en
mi automóvil, a buena altura, y dando la vuelta en una curva cuando vi al águila,
ahí derecho, enfrente de mí, a corta distancia. Debe haberme oído llegar, porque
ya estaba emprendiendo el vuelo.
Antes de que pudiera detenerme, ya estaba bastante
lejos y aunque parecía moverse pesadamente, no cabe duda de que iba a gran velocidad
por el aire, demasiado aprisa para que le acertara un balazo en pleno vuelo. Si
trajera una escopeta y apuntara un poco lejos, podría quizá pegarle. Pero con un
rifle, era inútil.
Dos días después regresé al mismo lugar. Dejé
el automóvil un poco antes y comencé a trepar, a pie, por entre los árboles,
hacia donde había visto al pájaro. Las hojas secas comenzaban a caer y se despedazaban
ruidosamente bajo mis pies. Pronto comenzaría a caer la nieve cubriéndolo todo.
Eran ya los últimos días del otoño.
Me encontré con una abertura en una roca,
tan grande que podía uno meterse por allí hasta una distancia como de tres
metros. Entré al pequeño corredor, me senté y encendí la pipa. Miraba atentamente
las paredes de roca, maravillándome de la fuerza del frío y de la escarcha, que
podían partir una piedra así, con gran facilidad. ¡Qué suave es la naturaleza en
sus efectos, y, a la vez, qué violenta! De repente miré hacia arriba, ¡y allí estaba,
volando encima de mí!
No estaba lejos. Observé al animal con toda
atención, hasta que descendió sobre una roca cercana. Estaba de cara al valle,
viéndolo con su pequeña cabeza rapaz. Una vez movió las alas, agitándolas, para
acicalarse las plumas, pero no voló. Era la oportunidad.
Lentamente alcancé mi rifle, alzándolo y
apuntando con todo cuidado. Bajé la mira por todo el largo de su cuerpo y luego
comencé a alzarla mientras aumentaba la presión de mi dedo en el gatillo. En cuanto
oí el disparo, lo seguí con otro, tan aprisa como pude.
Las alas se abrieron, y antes de que estuvieran anchas en toda su amplitud, el pájaro ya estaba en el aire, alzándose lentamente en círculos cada vez más amplios. Estuve absolutamente seguro de que había errado la puntería. Pero de repente se inclinó violentamente, cayendo en un círculo vicioso, resbalándose de lado, hasta que, ¡zas!, cayó con gran estrépito sobre la carretera, abajo de mí.
–¡Lo
tengo! ¡Lo tengo! –exclamé, corriendo tan aprisa como me fue posible hacia
el sitio donde lo vi caer.
Ahí estaba el gran
pájaro abatido. Ese genio del aire, con su cabeza en el polvo. Su pequeño
ojo lanzaba una mirada vidriosa. Esa era la misma mirada que podía rasgar el aire
desde una milla de altura. Tenía un cierto brillo metálico en su pico curvo, como el pulido fulgor en el casco emplumado de un guerrero romano muerto en la batalla. Una pequeña bala había
atravesado, desgajando, las carnes suaves y los músculos tensos, y por la
herida goteaba lentamente la sangre.
¡Oh pájaro… o lo que seas! Tú y todo de lo cual eres el dueño:
el aire, el cielo, los caminos invisibles sobre las nubes que llevan de una cumbre
a otra, en ese mundo inexplorado de las alturas; tú y todo de lo cual eras el
genio dominante, todo acabó. Te ha sido arrebatado y el suelo hostil a tu naturaleza
tiene ahora que ser tu tumba. Tú, que volaste tan alto entre las nubes, entre
el viento y la neblina, ahora tienes que tender tus alas entre las piedras,
entre la arena, la tierra, el pasto suave y las picantes varitas caídas de los árboles.
Todo esto sólo por una pequeña gota de plomo y por una ciega decisión de matarte;
todo, sólo por –miré al águila. Comenzó a temblar todo su cuerpo poderoso, como
si tuviera un terrible frío postrero–… todo porque juré matarte, y día tras día
trepé por la montaña deslizándome y escondiéndome como si fuera un bandido: y
mientras tanto, la bala estaba lista, en su estuche artero diseñado por el hombre
sabio para enviar súbitamente la muerte. Y esperé y esperé, día tras día y
ahora… ¡pum! ¡Moriste!
Sí, hay sangre en la pulida coraza de
plumas grises de tu pecho, y la sangre se parece a un rico vino tinto. Es del
color que un gran maestro usó para pintar la capa, en la trágica escena
obscura. Nunca pensé que la sangre podría estar henchida de tan rico poder.
Pensaste que podías volar con una bala
dentro de ti; lo intentaste. Alzaste el vuelo un poco y luego, como un barco
sin timón y sin piloto, te perdiste. Llegó la voltereta, el resbalón y una curva
desplomada hasta el suelo, que aplastaría cualquier esqueleto y destrozaría
cualquier anatomía. Y ahora, desde tu pico hasta tu cola, te ha invadido un
temblor intenso… todo porque… ¿cuál es ese odio antiguo que se agita y golpea
como una puerta abierta en el corazón del hombre?
Me acerqué un poco más. Estaba el águila
echada sobre un lado, con una de sus inmensas alas extendida debajo de su cuerpo,
como un tapete para yacer en él. Ahora podía darme cuenta de su enorme tamaño y
podía ver claramente su pico curvo y sus poderosas garras. Éstas, de grandes uñas
afiladas, eran tan gruesas como mis manos. Me acerqué un poco más aún.
Sus músculos se agitaban en espasmo, y los
nervios se estaban contrayendo. Y todo este mecanismo que estaba libre y dúctil, pronto estaría duro e inmóvil,
muerto. Muerto como muerta está la roca. Muerto como muerto
está el suelo. Muerto como las cosas que rodean
al hombre. Sus propiedades.
Su
dinero. Sus joyas y todos
sus tesoros huecos. Muerto como el hombre que ambula, cadáver, por el mundo, cubriendo su desnudez con pompa y envidias, con odios y pasiones y deseos
de
matar.
¿Por qué tantas ideas se me vinieron a la cabeza en aquellos momentos? ¿Por qué me
llegaron demasiado tarde?
Repentinamente las garras de la bestia comenzaron
a abrirse y a cerrarse rápidamente. Estaban tratando de asir algo que no alcanzaban.
Y la pata, bajo el cuerpo, empezó a moverse para adelante y para atrás, levantando
el polvo del camino. Luego, el cuerpo gigantesco se irguió sobre el ala, y plantando
las patas bien abiertas, se enderezó con la cabeza en alto, mirando una vez más
al sol.
Lentamente las alas se abrieron y el cuerpo
se inclinó hacia adelante, como para emprender el vuelo. Pero un intenso temblor
invadió todo el organismo, impidiéndole abandonar la tierra. Una vez más el
águila se enderezó, y una vez más fue abatida al suelo por una fuerza invisible.
Y ahora, viendo inútil su esfuerzo, las alas golpeaban la tierra desesperadamente,
levantando el polvo y arañando con las plumas. Cayendo nuevamente sobre un costado,
el águila agitaba sus alas, arrastrándose a la orilla del camino, hasta donde
se abría el precipicio. Por un instante vaciló en la orilla, la mitad del cuerpo
en el vacío. Luego, con un esfuerzo final se lanzó al espacio.
¡Abajo, abajo, abajo descendió en un ala,
en loco girar de tirabuzón! Abajo, abajo, hasta estrellarse en los árboles de
la barranca. Se oyó el crujido de las ramas, y su cuerpo desapareció de mi vista.
Las rocas, la tierra, las ramas secas desgarraron
mi ropa y mi carne cuando bajé violentamente a buscar su cuerpo. Fue en vano. Nunca
podría imaginar dónde escondió su cuerpo en agonía. Busqué por todos lados pero
fue inútil. El gran pájaro que yo había matado nunca entregaría su cuerpo al
hombre.
Luego trepé nuevamente al camino y en la
tierra me encontré una enorme pluma de sus alas, arrancada de cuajo. Le quité el polvo y, guardándola
cuidadosamente dentro
de mi saco, inicié el retorno.
Me senté bajo el árbol cerca del gallinero,
y sacando la maravillosa pluma me le quedé viendo. Era muy hermosa, de graciosa
curva. Y el eje era tan blanco, desde la raíz hasta el extremo, fino y delicado. Más
delicado que cualquier cosa del hombre. Y esta pluma, tan
ligera, tan débil, remó incontables distancias en el
cielo azul e infinito.
Pero el cielo
sobre mi cabeza se estaba oscureciendo y pronto habría llegado la noche. Y el águila, en algún sitio, escondida a la vista del
hombre, estaría en estos momentos cerrando
los ojos para internarse en la noche inmensa y larga.
Miré sobre mí y
el cielo estaba vacío. Ni una mancha apareció en la vasta inmensidad. Y ahora
que el águila murió, continuará vacío mucho
tiempo. Vacío
y solitario. Y ya no tendré motivo para trepar a la montaña, si no es para mostrarles el panorama a algunos
estúpidos turistas que no saben lo que ven. No habrá motivo para trepar de nuevo a la montaña y sentir
la lluvia fría, y respirar
el
aire fragante de las alturas. De las
alturas salvajes.
El águila murió. Ya es tiempo de regresar a la casa a
guardar el rifle.
El viejo
estaba sentado en su mecedora. El viejo es muy anciano y pronto él también
cerrará los ojos para dormir en la noche eterna; pero él los cerrará en paz y
con calma. Vio cómo guardaba el rifle y me dijo:
–Veo que has andado tras ese pájaro de
nuevo. Bueno, creo que nunca te podrás acercar lo suficiente a él.
No había para qué contestar. Me sentí
avergonzado. En cierto sentido el viejo tiene razón. Nunca, nunca podré
acercarme lo suficiente al águila. Ni en la vida ni en la muerte.
(Tomado
de www.elcuentorevistadeimaginacion.org)
No hay comentarios:
Publicar un comentario