Juan Carlos Onetti
La última patada lo hizo chocar contra la pared gris de la celda. Golpeó
con la cabeza y tal vez haya tenido tiempo, un segundo, para agradecer el
desmayo, la inconsciencia, el olvido de los tormentos.
El milico cerró la puerta, colgó vertical la metralleta
de la mano izquierda mientras con la otra rebuscaba en procura de un pañuelo
para secarse la cara. Era joven y había mostrado, hasta que se lo prohibieron,
un pequeño bigote que no quería crecer.
La celda sólo tenía un camastro con una tabla por
colchón, un balde ya hediondo de viejos orines y excrementos y, muy alto, un
cuadrilongo protegido por alambre.
Cuando creyó despertar, noche o mañana, frío y sudoroso,
no supo quién era. Se fue acomodando a esta personalidad que los hacía feliz,
que era feliz y estaba no sólo despegada de todo pasado sino también del
tiempo.
Era el otro, con pasado y destino indiferentes, con
lacra, con dolor, recuerdos y esperas. Él estaba libre de la vida, libre de
tantos miles de hombres mierdas empeñados en que el vivir fuera inmundicia y espinas.
Él estaba libre y lúcido, despojado de todo, como recién nacido. Eran las tres
de la mañana, aunque él nada sabía de horarios. Las tres de la mañana, hora en
que traen a Comandancia el camión negro abrumado de prostitutas, de llantos,
risas y palabras sucias que tropiezan con el bajo techo y caen sin sentido o
destino, sin lastimar, sin rozar siquiera a nadie. Palabras muertas de tan
viejas, de vuelo lento y corto. Ya nada más que palabras, la nada. Eran las
tres de la mañana y era posible sentir y crear la invisible presencia del otro
a su lado; inmóvil y tal vez con su recuerdo de ahogos en una tina donde
flotaba la mierda; de inefables corrientes eléctricas del pene a la nariz o al
revés, alternas o permanentes. Sin recuerdo de las trompadas del primer mierda,
caricias olvidadas.
Comprendía sin interés que en la Casa Grande había un
exceso de bestezuelas con figura humana. Pero él quería retener, con las uñas
que le quedaban, la felicidad titilante y la nada que nunca tuvo principio ni
fin. Simplemente estaba. No tenía importancia que el otro, por causa de la
tristeza a su lado, su perdida mitad, construyera el poema inmortal
erróneamente atribuido a Pavese, tan lejano de su estilo y preocupación.
(Tomado
de Cuentos completos, Alfaguara)
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