Pietro di Donato
Peter Duotti no quiere hacer maldita la cosa. Es uno de
mis
pacientes en este asilo estatal para locos. Bajo mi directa responsabilidad están treinta de ellos, desde que despiertan hasta que se acuestan. Uno de mis deberes es hacer que hagan su T. A., que quiere
decir,
terapia de actividad; que quiere
decir
que hagan
algo de
provecho. Pero este Duotti no quiere hacer nada. Esto es, desde
que
estoy aquí hace como dos semanas, cuando tuve la suerte
de conseguir esta ocupación, después de dos
años sin trabajar. Este Duotti es de estatura
y
corpulencia medianas, tiene pelo gris, siempre revuelto, bigote y cara chiquita. No está
muy
malo que se diga; de hecho, siempre anda feliz. Ahora que hay muchos de los pacientes que le dan a uno un
susto con sólo verlos: los sifilíticos; los tuberculosos escurriendo siempre pus sanguinolento; idiotas paralizados, borrachos con delirium tremens, niños y viejos y mujeres
bailando desnudos dentro de jaulas y aullándoles a todos los que ven pasar cerca, como si fueran hienas o el mundo se estuviera acabando;
pervertidos sexuales, paseándose vestidos tal como si fueran los reyes de la vida nocturna en Nueva
York,
y enamorándose los unos a los otros
en cuanto se les da la espalda, y también aquellos locos furiosos, de ímpetus
asesinos, que tienen
que
ser amarrados
y bañados, con agua caliente
y
fría, alternativamente; pero hay muchos aquí que se parecen demasiado a Peter Duotti.
No quieren limpiar el suelo cuando los imbéciles lo
ensucian, no quieren palear la nieve, no quieren ayudar a levantar a los
epilépticos, en fin, que están sindicalizados contra el trabajo.
Esta mañana
levanté a todos de la cama. Peter abrió una ventana cerca de su cama
y comenzó a hacer sus ejercicios respiratorios. Se puso su bata y fue el primero
en las regaderas. Estas regaderas son la última palabra en estilo y comodidad
y, en cuanto a eso, todo lo que hay aquí está a la misma altura. Y cuando Peter
se metió debajo del agua, se puso a bañarse con toda la secreta satisfacción de un sacerdote
bebiendo el vino en la misa.
Se cubrió todo con una gruesa capa de
espuma, luego se la quitó bajo la regadera, dándose masaje en sus miembros flácidos
y flacos, golpeándose cariñosamente su panza redonda. Después que se frotó con la
toalla hasta quedar todo rosado, tuve que traerle el peine, el cepillo y su navaja
de rasurar. Se acicaló como un noble y llegó primero al comedor. Comió fruta,
leche, cereales y dos tazas de café. Noté que, después de que come, aparece en su
cara una expresión bondadosa, y se dedica a observar atenta y solícitamente todo
lo que lo rodea. Palpa los mosaicos en las paredes, pasa su mano por las
puertas niqueladas y admira todo. Más tarde los llevé al recreo.
Les damos pelotas suaves de beisbol, pelotas de básquet y de futbol para que jueguen. Se podía ver que Duotti no sabía jugar
mucho, pero sí que pateaba la pelota con entusiasmo. Mientras estaba jugando,
espió al médico del hospital. Suspendió el juego, llamándolo. Hizo que el
médico le examinara el
corazón y los dientes. Luego, el médico
lo palmeó suavemente en la espalda y Duotti
volvió a jugar entusiasmado.
A medio día comió como el doble que los demás.
Mientras comían, mi jefe me ordenó que los llevara a la plantación de coles, a que escarbaran el suelo y lo limpiaran de gusanos. Cuando todos estuvieron satisfechos los llevé
al
campo. Peter se iba quedando atrás, rezagado. Un automóvil, posiblemente de algún visitante, nos alcanzó en el
camino.
Venía despacio, pues hay leyes estrictas dentro de los límites del hospital. Peter se plantó en medio del camino. Le ordené a gritos que se hiciera
a un
lado, pero no me hizo caso, hasta que el automóvil tuvo que detenerse absolutamente. Hasta entonces Peter se movió.
La plantación está
junto al parque de recreo, sobre la colina, a un lado del río. Cruzamos el parque hasta el sitio en que están los instrumentos de labranza, donde repartí los azadones.
Peter estaba recargado
en
un manzano, mirando al cielo. Lo llamé para darle su azadón y él, muy cortésmente, me pidió un cigarro, y
se lo di. Me dio las
gracias con su voz suave, diciéndome que le gustaba la marca. Lo prendió lentamente, saboreando el humo. Inmediatamente se alejó. Le
grité.
Pero él se fue derecho al
rincón más soleado del parque. Le di las órdenes a los muchachos y
me fui tras él. Estaba recostado muy cómodo, en una banca, fumando mi cigarro. Al verme, se enderezó. Yo iba
a darle
una buena regañada, pero él, muy sonriente y amable, me invitó a sentarme junto a él, para observar el paisaje. Recargándose y estirando las piernas comenzó a elogiar con voz agradable la belleza del campo, del cielo, de la colina y del río. Yo lo
escuché
y luego
le dije que fuera por su
azadón
y se pusiera a trabajar. Con una expresión de inocencia que me hizo sentir casi un criminal, me preguntó:
–¿Lo dice en serio?
–¿Pues
qué?
¿No quiere usted trabajar? –le grité.
Se quedó un momento
viendo
el humo
de
su cigarro. Luego observó:
–No, si el mundo gira.
Le iba a preguntar
si estaba loco o qué, pero me acordé que necesariamente
lo estaba, para haber sido admitido en el
hospital, de modo que solamente me quedé sentado donde estaba.
Luego comenzó a contarme que había sido asilado en el
hospital durante dos años, y cuando le pregunté si tenía familia se puso un poco serio para contestarme que sí, que tenía esposa y cuatro hijos crecidos.
–Yo
siempre fui pobre, toda
mi vida.
Trabajé desde que tuve memoria.
Mantuve a mi familia al mismo tiempo que iba a la escuela. Un día le abrí la puerta del tranvía a una muchacha –ella es ahora mi esposa, Elena–
y supe que era maestra. Delgada, morena, un poco velluda… siempre estaba
molesta por su bozo… creo que por eso me casé con ella, ¿no cree usted? Yo no me acuerdo. La misma
semana que me aumentaron el sueldo me casé con ella. Yo estaba de tenedor de libros para la compañía de construcciones y edificios de Burke y Brace. No ganaba mucho, pero Elena y yo pensábamos…
Aquí Duotti se detuvo, con la voz quebrada, y me miró:
–¿Sabe? Ahora Elena ha engordado, es todo un animal.
Pantorrillas como de elefante, tres
papadas
comprimidas y un bigote de verdad, como… ¿pero para qué decir
todo esto?
Cuidadosamente apagó el cigarro, hablando
consigo mismo:
–¿Para
qué
decirlo todo? ¿Para qué?
Luego se quedó callado un rato. Yo lo dejé contemplar el panorama, hasta que le dije:
–¿Y ahora, no quiere
ir por su azadón?
Sin dejar de mirar
el
paisaje, Peter sacó su pipa y la llenó con el tabaco
que proporciona el hospital a los pacientes. Después de que encenderla volteó hacia mí,
preguntándome respetuosamente si yo había dicho algo.
Antes de que pudiera contestarle se puso a hablar:
–No me imagino
por qué
Jesucristo hizo al mundo en tres partes de agua y una parte de tierra
–se tocó
la frente levemente–. Pero aquí todo gira. Gracias al Dr. Shapiro que veo todo bien. Y todo
gira bajo nuestros pies, todo, todo. ¿Sabe? Durante los cinco años de ruina económica en los Estados Unidos, cuando no podía encontrar trabajo, el mundo giraba tan aprisa
que
al llegar a mi casa estaba muy mareado y quería vomitar, pero no podía. Todo giraba tan aprisa que no podía orar, porque no podía alzar la cabeza al cielo. Cristo hizo todo esto, fíjese, y yo
sentía cómo giraba dentro
de
mí, en el centro, girando tanto que no
me
lo podía quitar de encima, aunque me acostara en el
suelo llorando para que se
detuviera.
Comencé a sentirme
un
poco mareado.
–¡Tome el azadón y póngase a trabajar! –gruñí.
–Y cuando Elena me decía que el casero había venido a cobrar la renta y que
no teníamos dinero ni para comer, todo giraba tan aprisa que no podía
ni moverme y tenía que encerrarme
en
el baño,
con ganas de vomitar, con
la cabeza cogida entre las manos y llorando por mi
madre que hace muchos años que se murió. Por fin la ayuda oficial me dio trabajo, pero me enfermé de usar el pico y la
pala
porque soy débil. Y Elena me decía
que
era culpa mía no haber conseguido un trabajo mejor y con más dinero. ¡Ah, que lata me daban el casero y el carnicero y el lechero
y el panadero y todos los niños hambrientos!
Todos se portaban muy fríamente conmigo. Y yo no les había hecho nada malo. Por
fin me quitaron el trabajo, porque el jefe de la brigada, por conseguirse una
muchacha, puso al hermano de ella en mi lugar. En la casa me molestaban tanto,
que ni en el baño podía estar encerrado.
Elena comenzó a mirarme cada vez con más ira y los niños me veían
como si yo no fuera su padre. Casi todo el tiempo me lo pasaba en la calle.
Siempre sentía cómo daba vueltas la Tierra, y cuando en mi casa me echaban la
culpa de todo, el mundo giraba más y más aprisa.
Por fin le dije que dejara de hablar del mundo que daba vueltas y que me contara
cómo había entrado al hospital.
–¿Está girando ahora, verdad?
Tuve que admitir que era cierto.
–Una noche que estaba encerrado en el baño
oí a Elena y a los niños que estaban espiando en la puerta. Estaban hablando y
el más grandecito aseguraba que yo me estaba volviendo loco. Otra de las niñas
insistió en que no había duda. Elena lloró y afirmó que era cierto. Yo me estuve
encerrado en el baño toda la noche. Muy temprano salí de la casa. Me estaban espiando
desde una ventana, porque cuando volteé, todos se escondieron detrás de las cortinas.
Yo quería ver a un doctor. Pero, ¿qué doctor lo cura a uno gratis? Fui a la
beneficencia y un doctor calvito, el Dr. Shapiro, me examinó. Me dijo que mi salud
estaba arruinada, que yo no podía hacer ningún trabajo. Se portó muy bien conmigo.
Le conté cómo había estado buscando trabajo durante tres años y cómo había vivido
siempre temeroso y hambriento, acosado por todos, y pobre, muy pobre. Ya en confianza
le conté cómo giraba el mundo tan aprisa, que yo no lo podía resistir. Me dio una
taza de te y me dijo que no le tuviera miedo a nadie, ni a Elena ni al panadero
ni al casero ni al carnicero. Que todos vivimos solos en el mundo. Nacemos y
morimos solos.
“Todo
ese día
me lo pasé en la calle, en el
frío.
Cuando llegué a la casa, Elena y los niños
comenzaron a tratarme como si estuviera loco. Me preguntaron si veía
diablos y si había tenido ganas de matar a alguien. Ya no pude resistir. Me puse
a llorar y les dije que quería descansar, porque el mundo daba tantas vueltas y
giraba tan de prisa que no podía mantenerme en pie. Les dije que tenía que ir al
baño. Me dejaron ir, pero me escapé
de la casa, sin saco ni chaleco. Mientras, el mundo se
estaba cayendo. Yo no sabía por qué, pero me di cuenta de que ya nada valía la pena. Me fui a la iglesia, donde vi al sacerdote y le pedí que me confesara.
Le
confesé que me iba a suicidar, porque no podía mantener a mi familia y porque todos creían que me
había
vuelto loco. Él me dijo que no
debía pensar en esas
cosas
porque Dios me castigaría en el otro mundo.
“Al regresar a mi casa me encontré
con tres policías. Elena los respaldaba, diciendo que debían
llevarme en observación al
hospital
civil.
“Esa noche, en el hospital, fue el primer descanso que tuve en muchos años. Al día
siguiente pedí que me dejaran ver al Dr. Shapiro. Él fue a verme y me dijo que
había citado a mi familia, porque necesitaba hablar con todos. El Dr. Shapiro y
yo platicamos mucho, le conté toda mi vida. Le dije que siempre fui pobre,
pobre, muy pobre, y que siempre quise tener dinero para que la compañía de construcciones
y edificios me hiciera una casita en el campo. ¿Sabe? Yo sería un magnífico inspector
de construcciones. Conozco el negocio. Por eso me gusta este edificio. Muy bien
construido. Un día, a un albañil le pegaron en la nariz por no poner suficiente
cemento entre dos ladrillos”.
Yo me reí, porque me di
cuenta de que Duotti tenía razón. Los mejores edificios que he conocido son los
hospitales para locos y, además, porque sé que
al paso que se está
volviendo loca mucha gente, dentro de cien años la mitad del mundo vivirá en los asilos del Estado.
–¿Conoce
al Dr. Shapiro?
Yo le contesté que no.
–Debería
conocerlo. Bueno, pues platicamos como si siempre hubiéramos sido amigos. Le
conté cómo soñaba yo con volver a tener mi trabajo de tenedor de libros en la
compañía constructora, y de cómo de repente despertaba y me
daba cuenta de que la compañía había quebrado hacía mucho, y que no había otra cosa que cuentas
por
cobrar y hambre, hambre de Elena y de los niños. Entonces me iba a buscar trabajo y andaba
por toda la ciudad horas
y horas,
sin cansarme, y cómo todos me trataban con desprecio; también le confié cómo las voces de la gente hacían girar al mundo. Le dije al Dr. Shapiro que
no quería volver a sentir eso. Entonces él sacó lápiz y papel y averiguó cuánto
costaría curarme, lo que yo debía y lo que costaba mantener mientras tanto a mi
familia. Por fin, me ofreció que haría todo lo posible para que todos ayudaran
a mi cura.
“Tardó mucho en regresar. Cuando volvió, su
ceño estaba fruncido, pero estaba más amistoso que nunca. Sacó el papel con los
números, y cuando le pregunté qué había dicho mi familia, nada más se mordió los
labios”.
Aparentemente Duotti olvidó la plática de pronto,
y se abstrajo en la contemplación del cielo, después de encender de nuevo su
pipa. Yo le recordé:
–Estaba hablando del Dr. Shapiro.
–Sí. El Dr. Shapiro es el único
amigo
que tengo en el mundo.
Suspiró profundamente
y continuó:
–Bueno, pues el Dr. Shapiro comenzó a contarme cuentos. Me dijo que yo no era
el único, que había
muchos casos como el
mío. El
de aquel que, desesperado por no encontrar trabajo, de repente mató con su pistola
a seis miembros de su familia y luego a dos personas en la calle. Y otro que
mató a su madre porque no podía soportar verla con hambre, y luego mató al casero.
Y otro que ahorcó a su mujer porque andaba descalza y no había qué comer en la casa desde hacía cuatro días. Me dijo que me sorprendería de tanta gente así, que corría el peligro de volverse loca por no encontrar trabajo. Se quedó pensando un poco y luego me habló de este lugar. Entonces, ¿yo me estaba volviendo loco?
Él me contestó que no, que no era exactamente eso pero que… “Vale más estar loco”.
Me quedé pensando en lo que me había dicho
Duotti. Le dije:
–Ya se curará. Para cuando salga las cosas
se habrán compuesto y podrá encontrar trabajo. Pero… dígame, Duotti, ¿cuál es
la verdad en este asunto de que todo gira?
Duotti me miró inocentemente:
–Cristo hizo al mundo de tres partes de agua
y una de tierra. Y da vueltas.
Se tapó la nariz con un dedo y cerró los
ojos:
–Mire, cierre los ojos así, y podrá oír
cómo el mundo gira, gira. Y el cerebro da vueltas y vueltas también. Todo gira.
Cerré involuntariamente los ojos. Repentinamente
me sentí mareado y los abrí para ver si todo estaba en su lugar.
–¡Mire, vaya y tome el azadón y déjese de
cuentos!
Pero Peter Duotti se había lanzado sobre
el césped y, tirado de cara al sol, canturreaba:
–Es mejor estar loco, es mejor estar… ¡todo,
todo gira!
(Tomado de www.elcuentorevistadeimaginacion.org)
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