Massimo Bontempelli
René Clamart me confía a Minnie para que le haga compañía durante media
hora en el Quai del Louvre.
Yendo por el Quai del Louvre, Minnie, de repente,
se aparta de mi lado y escapa; allí está: ha corrido a plantarse extasiada ante
una cisterna cuadrada de cristal que se exhibe en el exterior de una tienda de
artículos de pesca. Entre los artículos de pesca se encuentran peces, ranas y
otros animales acuáticos, vivos.
La cisterna que ha atraído la cándida atención de
Minnie está llena de agua límpida y de peces rojos: una tribu de peces
flamantes que nadan hacia arriba, hacia abajo, horizontalmente, con tranquila
viveza, por completo ignorantes de la existencia de más amplios mares.
–¡Qué maravilla de peces! –exclama Minnie, juntando
las manos.
Yo ya estoy junto a ella; confirmo, con bastante
seriedad:
–Sí, están muy bien hechos.
Minnie me replica:
–¡Qué manera de hablar! “Bien hechos” se dice de
los objetos que se hacen con las manos, como usted y sus amigos cuando hablan
de cuadros, de poesías; o también los vestidos de las modistas…
Yo rebato con precisa dialéctica:
–En primer lugar, le hago observar que yo, y sobre
todo René Clamart y, sin duda, también otros –y, al hablar, la envuelvo de pies
a cabeza en una mirada de benévolo conocedor–, le hemos dicho no sé cuántas
veces que está usted bien hecha; sin embargo, no ha sido hecha nunca con las
manos.
Minnie sonríe, agradecida, y responde, sin lógica
alguna:
–Pero yo no soy un pez.
–Por lo demás –prosigo, inflexible–, he dicho que
esos peces están bien hechos precisamente porque son peces falsos.
Ella, con los ojos desmesuradamente abiertos, me
miró; luego miró a los peces; luego, a mí de nuevo. Y volvió a juntar las
manos, con infinito estupor:
–¿De verdad?
Como todas las personas simples, Minnie se
maravillaba con facilidad; su alma era incapaz de albergar incredulidad.
–Pero, ¿cómo se mueven?
–Por medio de electricidad.
Otra vez miró los peces, ávidamente, inclinándose
sobre la cisterna, vibrando, oprimiéndose el corazón con ambas manos.
–Pero, ¿cómo podrán hacerlos tan bien? Mire aquel
cómo abre la boca. El pequeñito va hacia el fondo, oh, se aparta como para no
chocar con aquel otro que sube. Allí hay dos que juegan a perseguirse. Quizá
sean hermanos. Oh, oh, uno grande que hay al fondo del todo echa muchas
burbujitas, como las focas que vimos con René en el Casino.
–Sí, mademoiselle, son una maravilla. No, por Dios,
no toque el agua: debe de estar completamente electrizada.
Minnie, asustadísima, apartó el dedo de la
superficie del agua:
–Y aquellos dos, ¿no parece como si me miraran?
–Aquí llega René.
–Oh, René –gritó–, mira qué peces.
–Minnie –le dije yo a René– creía que eran de
verdad.
René Clamart me conocía bien, conocía aún mejor a
Minnie y en seguida se prestó a la broma.
Durante todo el día. Minnie fue incapaz de pensar
en otra cosa.
Unas horas más tarde nos sentábamos los tres a una
mesa de Rumpelmayer para tomar el té. Yo preguntaba:
–¿Por qué estas elegantes señoras son todas tan
viejas y por qué van pintadas de color ladrillo?
René Clamart me explicaba:
–Las parisinas elegantes nacen así: viejas y
pintadas de color ladrillo. Quitarse ese color sería en ellas un modo de
maquillarse. De cuando en cuando lo hace alguna, pero con tal práctica
rejuvenece rápida y precozmente, y entonces se avergüenza y se queda en casa, o
por lo menos deja de venir por estos sitios.
Y yo, mirando a nuestra compañera, que se atareaba
en torno a un babá con tanto interés como yo en torno a una historia de
aventuras, le preguntaba a René:
–¿Y la señorita Minnie?
–Minnie no es de París; es de Normandía, o de
Provenza, o de más abajo. Aquí es una excepción, y en efecto fíjate cómo la
mira todo el mundo como a un bicho raro.
Minnie había dado fin del babá. Ahora estaba
abriendo la boca, para hablar; Minnie, cuando se disponía a hablar, abría
siempre la boca un poco antes, lo que producía un gracioso efecto.
Me imaginé que tal vez quisiera darme las gracias
por mi observación, o bien precisar su lugar de origen o quizá expresar sus
ideas respecto de las habituales de Rumpelmayer. En cambio, preguntó:
–Al tacto, ¿son duros o blandos?
–Por los clavos de Cristo, ¿el qué?
–Pues los pececitos rojos artificiales.
–Son blandos, como los de verdad.
–Y si se les saca del agua, ¿qué pasa?
–También como los de verdad; están hechos a la
perfección: se ponen a dar boqueadas, dan dos o tres coletazos y luego se ponen
rígidos y ya no se vuelven a mover. Igual que si se murieran.
–¿Y luego?
–Luego… pues se tiran, y al cabo de unos días hacen
como si se pudrieran.
Minnie reflexionaba profundamente y abría la boca,
y decía:
–¿Y si se le da uno a un gato?
–Se lo come, como si fuese auténtico.
(A la tarde siguiente, en el saloncito de Minnie,
mientras esperamos a René Clamart, que ha salido a comprar unos puros).
–Minnie, ya que este asunto le interesa tanto, le
diré un secreto. Tras haber inventado esos pececitos artificiales tan
perfeccionados, han empezado a hacer también otros animales; pájaros, por
ejemplo, que cantan de maravilla.
–Si los he visto yo, en la Chaussée d’Antin: son de
Nuremberg.
–Justamente.
–Pero a esos, para que canten, hay que darles
cuerda; y mueven solo la cabeza y el pico y no vuelan: esos son falsos de
verdad, y al tocarlos se les nota duros, como de metal.
–Sí, sí. Esos, a lo primero, parecían enteramente
reales, como los peces del Quai du Louvre, pero luego los han medio embalsamado
para que la cosa no se divulgara demasiado.
–¿Y por qué no se había de divulgar?
–Porque… entonces se convertiría en una cosa
corriente. Y además, aquí está el secreto; se lo estaba diciendo pero usted no
me deja hablar. Han construido algún otro animal… y luego… pero júreme, júreme
que no se lo dirá usted a nadie.
–Sí, sí: se lo juro.
–Pues… luego… han fabricado hombres.
–¡Madre mía!
–Han hecho doce: seis hombres y seis mujeres.
–¡Santo Dios! ¿Y cómo eran?
–Exactos, como los peces. Exactos: como usted y
como yo.
–¿Y dónde están?
–No se sabe. Y esa es la razón del secreto. Pocos
días después de haberlos fabricado, se escaparon del laboratorio. Los han
buscado por todas partes. Inútil. Andan por ahí, quién sabe por dónde.
–Pero, ¿estaban vestidos?
–Claro.
–¿Cuándo ha sido?
–Hace más de un año.
–¿En dónde?
–Aquí, aquí, en París. Eran perfectos. Resultaba
imposible distinguirlos de los hombres y mujeres de verdad. Dese cuenta,
Minnie; quizá alguna vez hayamos visto a alguno de ellos sin saberlo. Quizá en
el restaurante, o por la calle, o en el teatro, o en el Metro… le ha mirado
alguien, o incluso le ha hablado; tal vez fuera uno de ellos.
–No, basta, tengo miedo. No volveré a salir de
casa. Tienen… tienen que encontrarlos. ¿Por qué no los encuentran? Ellos lo
dirán, tienen que decirlo, ellos, que son artificiales.
–¿Ellos? Ellos no lo saben, por supuesto. Están
convencidos de que son de verdad.
Minnie se volvía loca. No sirvió de nada que yo y
René Clamart intentásemos sacarla de aquella idea y le jurásemos que todo había
sido una broma.
–Ahora dicen eso para tranquilizarme. Pero sé muy
bien que es verdad. ¿Tal vez aquel que está allí…? Basta, basta, volvamos a
casa.
En cada persona que veía le parecía identificar a
alguno de los hombres artificiales. Sollozaba y se debatía. Quería refugiarse
en su casa; luego, en el cuarto más recóndito; luego, en el rincón más oscuro.
La obsesión no la abandonaba ni un momento. Por las noches gritaba en sueños, y
yo y René la velábamos. Triste vida, aquella. De cuando en cuando volvíamos a
reiterar nuestro juramento, pero ya ni respondía, y nos miraba largo rato con
ojos de desesperada melancolía que se enturbiaban de llanto. René, por probar,
le dijo una vez: “Pero, en fin, ¿qué más te da?”, y fue peor.
–¿Cómo que qué más me da? ¿Y el no poder estar
segura de que la persona que me ve, que habla conmigo, sea una persona de carne
y hueso? Antes prefiero la muerte.
A veces, con la mirada perdida, decía:
–Y ellos no lo saben.
No hubo medio de que dejase París (“¿de qué vale?:
pueden estar en cualquier parte”); no quería ver a nadie y hasta despidió a la
doncella. Ya no se levantaba de la cama; René y yo nos turnábamos para ir a
comprarle algo de comer. Triste vida, aquella, preñada de remordimiento. Cuando
dormía, con un sueño depauperado salpicado de sollozos, nos consultábamos
febrilmente; en secreto, pedimos consejo a médicos, que nos recomendaban que la
divirtiéramos. Pero, ¿cómo divertirla? La obsesión la reconcomía cada día más
profundamente, hasta la médula de los huesos. Como un péndulo, repetía ella
cíclicamente su pensamiento: “Quizá alguien a quien he visto, con quien he
hablado…”
Deteriorada vida aquella, de cómplice y de reo,
respectivamente: René y yo transcurríamos las horas en silencio y sin mirarnos.
De repente un día, el mismo día, y en el mismo
momento, nos invadió, a mí y a René, el mismo terror: de un momento a otro
Minnie podía llegar a pensar que el propio René, o yo mismo, uno de los dos, o
los dos, fuéramos de aquellos hombres mecánicos que habíamos tenido la
infernal, estúpida, feroz idea de inventar para ella.
No fue eso lo que sucedió.
Sucedió algo peor.
Sucedió algo aún más espantoso en lo que no
habíamos pensado: lo más espantoso de todo.
Espantoso por encima de toda posible imaginación.
Fue por la noche, noche de una primavera que había estallado con indiferencia
sobre París, llenando de verde sus días y de templanzas sus atardeceres. Minnie
dormía, y su sueño parecía más tranquilo que de costumbre.
René y yo asomados a la ventana, contemplábamos
cómo se mezclaban ásperamente luz y tinieblas, en las calles y sobre los
tejados, bajo un cielo rojizo. Rumiábamos nuestra vida, desgarrada por aquella
imbécil aventura. Súbitamente, sonó a nuestras espaldas un opaco grito
infrahumano. Nos volvimos, espantados.
Minnie se había incorporado en la cama y extendí
los brazos, temblando.
Corrimos hacia ella. Nos apartó a un lado y saltó
de la cama, en su camisón de gasa. Se precipitó al espejo.
Se miraba temblando, retorciéndose los brazos, con
el rostro contra el cristal, intentando penetrar con sus ojos hasta el fondo de
los ojos de su propia imagen.
–Bien, es cierto: sí, ahora lo veo, lo veo claro;
soy yo, yo. No soy de verdad, yo; no, no; soy una de esas mujeres, fabricadas.
¡Y no lo sabía!
Nosotros gritamos:
–¡Minnie!
–No. Ahora comprendo. Estoy segura: lo sé. Ustedes
no lo pueden saber. ¿Qué hacer ahora?, ¿qué hago? Oh, René, perdóname. No era
culpa mía. René.
Intentamos sujetarla por los brazos. De improviso,
se pone rígida, parece fijar la atención en algo, y luego recogerse
prolongadamente en un atroz pensamiento, que la aplastaba; bajo ese peso, su
rostro estaba casi inmóvil, ahora. Levantaba entonces una mano, luego, de
golpe, como una gran actriz, gritó:
–Pero, ¿qué es lo que hay allí? Señalaba
ampliamente hacia la entrada.
–No hay nada, nadie. Cálmate, Minnie.
–¡Sí!, allí, allí, ¿quién hay?; vayan a ver en
seguida.
Una luz maliciosa recorrió su rostro como un
relámpago el cielo, y se apagó. Su ronca garganta repitió: “allí, rápido,
allí”, y no comprendimos el engaño; para tranquilizarla corrimos adonde nos
decía, pero no habíamos llegado a la puerta cuando de repente nos volvimos como
avisados por un rayo. Y apenas alcanzamos a ver a Minnie como una larva blanca
volando hacia la ventana; con un grito nos precipitamos a ella, pero ya se
había tirado: en las manos enflaquecidas de René quedó un despojo del camisón de
gasa. El cuerpo de Minnie caía durante un tiempo que nos pareció inacabable:
luego oímos el golpe abajo, sobre el empedrado.
(Tomado
de www.ciudadseva.com)
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