Milia Gayoso Mansur
“Duele mucho”, pensó
Claudia mientras enormes gotas de lágrimas le empapaban la cara. Estaba
acurrucada en el sofá sosteniendo con la mano derecha la muñeca izquierda llena
de sangre. A un lado, sobre el piso, estaba tirado el cuchillo de cortar pan
que le habían regalado años atrás en… no se acordaba en qué acontecimiento. Al
lado del cuchillo, muchas gotas de sangre, hileras de gotitas de sangre que
iban endureciéndose sobre las baldosas verdes. “¿Por qué no muero?”, decía,
mientras hacía palanca sobre la muñeca para que brotara más sangre para
apresurar la partida. “¿Por qué no muero?”, repitió mientras se retorcía de
dolor e impotencia. Se levantó tambaleando y fue hasta el baño. Abrió la
canilla y sumergió el brazo bajo el agua, el dolor se acentuó mucho más y tuvo
ganas de gritar, pero se contuvo porque no quería llamar la atención. Odiaba la
actitud de muchos suicidas que se cortan las venas y se ponen a gritar para que
los auxilien, o se toman un frasco lleno de pastillas y van a desmayarse en
presencia de alguien.
Cuando se decidió a autoeliminarse comprobó muy bien que no
aparecería nadie por la casa y cuando el cuchillo fue entrando en la carne, un
dolor tremendo le atravesó hasta los huesos pero no gritó, se mordió los labios
con fuerza hasta hacer brotar sangre y lloró, pero no gritó. El primer corte no
fue demasiado profundo, por eso volvió a cortar en el mismo sitio e hizo un
nuevo corte un poco más arriba, porque se imaginó que la mano izquierda ya no
iba a tener fuerzas para cortar la muñeca derecha.
“Tal vez debí usar el cuchillo con serruchito”, pensó mientras el
agua que comenzaba a salir tibia limpiaba las heridas y penetraba en ellas. La
piletita blanca se tiñó de rojo. Se miró en el espejo y descubrió su palidez. “Ya
tengo poca sangre”, pensó mientras seguía llorando. Las lágrimas no sólo
brotaban por la herida, brotaban por los desengaños, la tristeza acumulada gota
a gota hasta formar una laguna, la impotencia de no haber encontrado otro camino más que ése,
por la cobardía o la valentía de matarse. Recordó que había leído una vez que
algunos consideran muy valientes a quienes se matan, mientras que otros dicen
que es un acto de cobardía porque es una manera fácil de evadirse de los problemas,
inseguridades y agonía. Claudia no sabía en cuál de las dos corrientes se
podría ubicar.
No supo cuándo comenzó a madurar la idea, porque ésta tomó tiempo.
No fue una decisión de momento, a los apurones, llevada por una desilusión
pasajera. No. Necesitó tiempo y meditación, una medición equitativa entre los
pro y los contra, una lucha contra las enseñanzas de su creencia religiosa y el
cariño hacia algunos seres. Pero ella sabía desde un principio que por más que
lo pensara y lo sopesara, terminaría haciéndolo en algún momento porque sus
puertas estaban bloqueadas y no tenía voluntad para derribarlas o intentar
hallar otra salida
Volvió a mirarse en el espejo. El agua caliente levantó un vapor
grisáceo que empañó el espejo, entonces se vio más demacrada aún. Recordó una
frase: “Prohibido suicidarse en Primavera”, de Alejandro Casona. “¿Es el título
de un libro o una frase extraída de un libro?”, no lo recordaba. Las ideas se
agolparon en tropel, se atropellaban una a otra. De pronto no tuvo nada en
claro en su mente. “¿Por qué no suicidarse en Primavera? -pensó-, mejor, así
van a haber muchas campanillas silvestres en el cementerio y aunque nadie me
lleve flores, las campanillas van a trepar hasta mi montículo de tierra y me
van a abrazar como no me ha abrazado nadie desde hace tantísimo tiempo”.
Dejó la canilla chorreando y volvió al sofá. Se acurrucó de nuevo
como una niña triste, apoyó su brazo izquierdo sobre un almohadón que comenzó a
sorber el líquido rojo de su vida. Le dolía la cabeza intensamente. Hubiera
dado cualquier cosa porque alguien estuviera a su lado un instante, en ese
instante, pero no había nadie. Tan sólo el agua hacía ruido al escurrirse por
las cañerías y su cuerpo se relajaba lentamente, en plena tarde de setiembre.
(Tomado
de cervantesvirtual.com)
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