Algernon Blackwood
Desde Southwater, donde se apeó del tren, el camino iba derecho hacia
poniente. Eso lo sabía; por lo demás, confiaba en la suerte, ya que era uno de
esos andariegos impenitentes a los que no les gusta preguntar. Tenía ese
instinto, y generalmente le funcionaba bastante bien. “Una milla o así en
dirección oeste por el camino arenoso, hasta llegar a un paso de cerca a la
derecha; desde ahí cruza a campo traviesa. Verá el edificio rojo justo delante
de usted.” Echó una mirada, otra vez, a las instrucciones de la postal, y otra
vez trató de descifrar la frase borrada… en vano. Había sido tachada con tanto
cuidado que no quedaba una sola palabra legible. Las frases tachadas en una
carta son siempre fascinantes. Se preguntó qué sería lo que había tenido que
borrar con tanto cuidado.
La tarde era tormentosa, con un ventarrón que venía
aullando del mar y barría los bosques de Sussex. Unas nubes pesadas, de bordes
redondos y apelmazados, entrechocaban en los espacios abiertos del cielo azul.
A lo lejos, la línea de lomas recorría el horizonte como una ola inminente.
Chanctonbury Ring parecía surcar su cresta como un barco veloz con el casco
inclinado por el viento de popa. Se quitó el sombrero y avivó el paso,
aspirando con placer y satisfacción grandes bocanadas de aire. El camino estaba
desierto: no se veían bicicletas, automóviles, o caballos; ni siquiera un carro
de mercancías o un simple viandante. De todos modos, no habría preguntado el
camino. Con la mirada atenta a la aparición del paso de cerca, caminaba
pesadamente, mientras el viento le sacudía la capa contra la cara y rizaba los
charcos azules del camino amarillento. Los árboles mostraban el blanco envés de
sus hojas. Los helechos, la yerba nueva y alta, se inclinaban en una única
dirección. El día estaba lleno de vida, y había animación y movimiento en todas
partes. Y para un agrimensor de Croydon recién llegado de su oficina, esto era
como unas vacaciones en el mar.
Era un día de aventuras, y su corazón se elevaba
para unirse al talante de la Naturaleza. Su paraguas con aro de plata debía
haber sido una espada; y sus zapatos marrones, botas altas con espuelas en los
talones. ¿Dónde se ocultaba el Castillo encantado y la Princesa de cabellos
dorados como el sol? Su caballo…
De repente apareció a la vista el paso de cerca, y
se frustró la aventura en embrión. Otra vez volvió a aprisionarle su ropa de
diario. Era agrimensor, de edad madura, con un sueldo de tres libras a la
semana, y venía de Croydon a estudiar los cambios que un cliente pensaba hacer
en un bosque…, algo que proporcionase una mejor vista desde la ventana de su
comedor. Al otro lado del campo, a una milla de distancia quizá, vio centellear
al sol el rojo edificio, y mientras descansaba un instante en el paso de cerca
para recobrar aliento, se puso a observar un bosquecillo de robles y abedules
que quedaba a su derecha. “¡Ajá! –se dijo–; así que ésta debe de ser la
arboleda que quiere talar para mejorar la perspectiva, ¿eh? Vamos a echarle una
ojeada.” Había una valla, desde luego; pero tenía también un sendero tentador.
“No soy un intruso –se dijo–: esto forma parte de mi trabajo.” Saltó
dificultosamente por encima de la portilla y se internó entre los árboles. Una
pequeña vuelta le llevaría al campo otra vez.
Pero en el instante en que cruzó los primeros
árboles dejó de aullar el viento y una quietud se apoderó del mundo. Tan espesa
era la vegetación que el sol penetraba sólo en forma de manchas aisladas. El
aire era pesado. Se enjugó la frente y se puso su sombrero de fieltro verde;
pero una rama baja se lo volvió a quitar en seguida de un golpe; y al
inclinarse, se enderezó una cimbreante ramita que había doblado y le dio en la
cara. Había flores a ambos bordes del pequeño sendero; de vez en cuando se abría
un claro a uno u otro lado; los helechos se curvaban en los rincones húmedos, y
era dulce y rico el olor a tierra y a follaje. Hacía más fresco aquí. “Qué
bosquecillo más encantador”, pensó, bajando hacia un pequeño calvero donde el
sol aleteaba como una multitud de mariposas plateadas. ¡Cómo danzaba y
palpitaba y revoloteaba! Se puso una flor azul oscuro en el ojal. Nuevamente,
al incorporarse, le quitó el sombrero de un golpe una rama de roble,
derribándoselo por delante de los ojos. Esta vez no se lo volvió a poner.
Balanceando el paraguas, prosiguió su camino con la cabeza descubierta,
silbando sonoramente. Pero el espesor de los árboles animaba poco a silbar; y
parecieron enfriarse algo su alegría y su ánimo. De repente, se dio cuenta de
que caminaba con cautela. La quietud del bosque era de lo más singular.
Hubo un susurro entre los helechos y las hojas;
algo saltó de repente al sendero, a unas diez yardas de él, se detuvo un
instante, irguiendo la cabeza ladeada para mirar, y luego se zambulló otra vez
en la maleza a la velocidad de una sombra. Se sobresaltó como un niño miedoso,
y un segundo después se rió de que un mero faisán lo hubiese asustado. Oyó un
traqueteo de ruedas a lo lejos, en el camino; y, sin saber por qué, le resultó
grato ese ruido. “El carro del viejo carnicero”, se dijo… Entonces se dio cuenta
de que iba en dirección equivocada y que, no sabía cómo, había dado media
vuelta. Porque el camino debía quedar detrás de él, no delante.
Conque se metió apresuradamente por otro estrecho
claro que se perdía en el verdor que tenía a su derecha. “Esta es la dirección,
por supuesto –se dijo–; me han debido de despistar los árboles…” y de repente
descubrió que estaba junto a la portilla que había saltado para entrar. Había
estado andando en círculo. La sorpresa, aquí, se convirtió casi en
desconcierto: vio a un hombre vestido de verde pardo como los guardabosques,
apoyado en la valla, dándose pequeños azotes en la pierna con una fusta. “Voy a
casa del señor Lumley –explicó el caminante–. Este es su bosque, creo…”, calló
de repente; porque allí no había hombre alguno, sino que era un mero efecto de
luz y sombra en el follaje. Retrocedió para reconstruir la singular ilusión,
pero el viento agitaba demasiado las ramas aquí, en la linde del bosque, y el
follaje se negó a repetir la imagen. Las hojas susurraron de un modo extraño.
En ese preciso momento se ocultó el sol tras una nube, haciendo que el bosque
adquiriese un aspecto diferente. Y entonces se puso de manifiesto con cuánta
facilidad puede sufrir engaño la mente humana; porque casi le pareció que el
hombre le contestaba, le hablaba –¿o fue el rumor de las ramas al restregar
unas con otras?–; y que señalaba con la fusta un letrero clavado en el árbol
más cercano. Aún le sonaban en el cerebro sus palabras; aunque, por supuesto,
todo eran figuraciones suyas: “No, este bosque no es suyo. Es nuestro”. Y
además, algún gracioso del pueblo había cambiado el texto de la deteriorada
tabla; porque ahora ponía con toda claridad: “Prohibido el paso”.
Y mientras el asombrado agrimensor leía el letrero,
y dejaba escapar una risita, se dijo, pensando en la historia que iba a contar
más tarde a su mujer y sus hijos: “Este condenado bosquecillo ha intentado
echarme. Pero voy a entrar otra vez. En realidad, ocupa un acre como máximo. No
tengo más remedio que salir a campo abierto por el lado opuesto si sigo en
línea recta”. Recordó su posición en la oficina. Tenía cierta dignidad que
conservar.
La nube se apartó de delante del sol, y la luz
salpicó de repente toda clase de lugares insospechados. Él, entretanto, seguía
caminando en línea recta. Sentía una especie de rara turbación: esta forma en
que los árboles cambiaban las luces en sombras le confundía evidentemente la
vista. Para su alivio, surgió al fin un nuevo claro entre los árboles,
revelándole el campo, y divisó el edificio rojo a lo lejos, al otro extremo.
Pero tenía que saltar primero una pequeña portilla que había en el camino; y al
trepar trabajosamente a ella –dado que no quiso abrirse–, tuvo la asombrosa
sensación de que, debido a su peso, se desplazaba lateralmente en dirección al
bosque. Al igual que las escaleras mecánicas de Harrod’s y Earl’s Court, empezó
a deslizarse con él. Era horrible. Hizo un esfuerzo ímprobo para saltar, antes
de que le internase en los árboles; pero se le enredó el pie entre los barrotes
y el paraguas, con tal fortuna que cayó al otro lado con los brazos abiertos,
en medio de la maleza y las ortigas, y los zapatos trabados entre los dos
primeros palos. Se quedó un momento en la postura de un crucificado boca abajo,
y mientras forcejeaba para desembarazarse –los pies, los barrotes y el paraguas
formaban una verdadera maraña–, vio pasar por el bosque, a toda prisa, al
hombrecillo de verde pardo. Iba riendo. Cruzó el claro, a unas cincuenta yardas
de él; esta vez no estaba solo. A su lado iba un compañero igual que él. El
agrimensor, nuevamente de pie, los vio desaparecer en la penumbra verdosa. “Son
vagabundos, no guardabosques”, se dijo, medio mortificado, medio furioso. Pero
el corazón le latía terriblemente, y no se atrevió a expresar todo lo que
pensaba.
Examinó la portilla, convencido de que tenía algún
truco; a continuación volvió a encaramarse a ella a toda prisa, sumamente
desasosegado al ver que el claro ya no se abría hacia el campo, sino que torcía
a la derecha. ¿Qué demonios le ocurría? No andaba tan mal de la vista. De nuevo
asomó el sol de repente con todo su esplendor, y sembró el suelo del bosque de
charcos plateados; y en ese mismo instante cruzó aullando una furiosa ráfaga de
viento. Empezaron a caer gotas en todas partes, sobre las hojas, produciendo un
golpeteo como de multitud de pisadas. El bosquecillo entero se estremeció y
comenzó a agitarse.
“¡Válgame Dios, ahora se pone a llover!”, pensó el
agrimensor; y al ir a echar mano del paraguas, descubrió que lo había perdido.
Volvió a la portilla y vio que se le había caído al otro lado. Para su asombro,
descubrió el campo al otro extremo del claro, y también la casa roja, iluminada
por el sol del atardecer. Se echó a reír, entonces; porque, naturalmente, en su
forcejeo con los barrotes se había dado la vuelta, había caído hacia atrás y no
hacia adelante. Saltó la portilla, con toda facilidad esta vez, y desanduvo sus
pasos. Descubrió que el paraguas había perdido su aro de plata. Seguramente se
le había enganchado en un pie, un clavo o lo que fuera, y lo había arrancado.
El agrimensor echó a correr: estaba tremendamente nervioso.
Pero mientras corría, el bosque entero corría con
él, en torno a él, de un lado para otro, desplazándose los árboles como si
fuesen semovientes, plegando y desplegando las hojas, agitando sus troncos
adelante y atrás, descubriendo espacios vacíos sus ramas enormes, y
volviéndolos a ocultar antes de que él pudiese verlos con claridad. Había ruido
de pisadas por todas panes, y risas, y voces que gritaban, y una multitud de
figuras congregadas a su espalda, al extremo de que el claro hervía de
movimiento y de vida. Naturalmente, era el viento, que producía en sus oídos el
efecto de voces y risas, en tanto el sol y las nubes, al sumir el bosque
alternativamente en sombras y en cegadora luz, generaban figuras. Pero no le
gustaba todo esto, y echó a correr todo lo deprisa que sus vigorosas piernas lo
podían llevar. Ahora estaba asustado. Ya no le parecía un percance apropiado
para contarlo a su mujer y sus hijos. Corría como el viento. Sin embargo, sus
pies no hacían ruido en la yerba blanda y musgosa.
Entonces, para su horror, vio que el claro se iba
estrechando, que lo invadían la maleza y las ortigas, reduciéndolo a un sendero
minúsculo, y que terminaba unas veinte yardas más allá, y desaparecía entre los
árboles. Lo que no había logrado la portilla, lo había conseguido con facilidad
este complicado claro: meterlo materialmente en la espesa muchedumbre de
árboles.
Sólo cabía hacer una cosa: dar media vuelta y
regresar de nuevo, correr con todas sus fuerzas hacia la vida que venía a su
espalda, que lo seguía tan de cerca que casi lo tocaba y lo empujaba. Y eso fue
lo que hizo con atropellada valentía. Parecía una temeridad. Se volvió con una
especie de salto violento, la cabeza baja, los hombros sacados y las manos
extendidas delante de la cara. Se lanzó: embistió como un ser acosado en
dirección opuesta, por lo que ahora el viento le dio de cara.
¡Dios mío! El claro que había dejado atrás se había
cerrado también: no había sendero ninguno. Se dio la vuelta otra vez como un
animal acorralado, buscó con los ojos una salida, un modo de escapar; buscó
frenético, jadeante, aterrado hasta el tuétano. Pero el follaje lo envolvía,
las ramas le obstruían el paso; los árboles estaban ahora inmóviles y juntos:
no los agitaba el más leve soplo de aire; y el sol, en ese instante, se ocultó
tras una gran nube negra. El bosque entero se volvió oscuro y silencioso. Lo
observó.
Quizá fue este efecto final de súbita negrura lo
que lo impulsó a actuar de manera insensata, como si hubiese perdido el juicio.
El caso es que, sin pararse a pensar, se lanzó otra vez hacia los árboles. Tuvo
la impresión de que lo rodeaban y lo sujetaban de manera asfixiante, y pensó
que debía escapar a toda costa… escapar, huir a la libertad del campo y el aire
libre. Fue una reacción instintiva; y al parecer, embistió contra un roble que
se había situado deliberadamente en el centro del sendero para detenerlo. Lo
había visto desplazarse lo menos una yarda; siendo como era un profesional de
la medición, acostumbrado al uso del teodolito y la cadena, tenía experiencia
para saberlo. Cayó, vio las estrellas, y sintió que mil dedos minúsculos
tiraban de sus manos y sus tobillos y su cuello. Sin duda se debía al picor de
las ortigas. Es lo que pensó más tarde. En ese momento le pareció
diabólicamente intencionado.
Pero hubo otra ilusión extraordinaria para la que
no encontró tan fácil explicación. Porque un instante después, al parecer, el
bosque entero desfilaba ante él con un profundo susurro de hojas y risas, de
miles de pies y de pequeñas, inquietas figuras; dos hombres vestidos de verde
pardo lo sacudieron enérgicamente…, y abrió los ojos para descubrir que yacía
en el prado junto al paso de cerca donde había comenzado su increíble aventura.
El bosque estaba en su sitio de siempre, y lo contemplaba al sol. Encima de él
sonreía burlón el deteriorado letrero: “Prohibido el paso”.
Con la mente y el cuerpo trastornados, y bastante
alterada su alma de empleado, el agrimensor echó a andar despacio a campo
traviesa. Mientras caminaba, volvió a consultar las instrucciones de la tarjeta
postal, y descubrió con estupor que podía leer la frase borrada pese a las
tachaduras trazadas sobre ella: “Hay un atajo que cruza el bosquecillo (el que
quiero talar), si lo prefiere”. Aunque las tachaduras sobre “si lo prefiere”
hacían que pareciese otra cosa: parecía decir, extrañamente, “si se atreve”.
–Ese es el bosquecillo que impide la vista de las
lomas –explicó después su cliente, señalándolo desde el otro extremo del campo,
y consultando el plano que tenía junto a él–. Quiero talarlo, y que se haga un
camino así y así –indicó la dirección en el plano, con el dedo–. El Bosque
Encantado lo llaman aún; es muchísimo más antiguo que esta casa. Vamos, señor
Thomas; si está usted dispuesto, podemos ir a echarle una mirada…
(Tomado
de www.ciudadseva.com)
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