Juan José Arreola
Desde su claro huerto de manzanos, Peronelle de Armentières dirigió al maestro
Guillermo su primer rondel amoroso. Puso los versos en una cesta de frutas olorosas,
y el mensaje cayó como un sol de primavera en la vida oscurecida del poeta.
Guillermo de Machaut había cumplido ya los sesenta años.
Su cuerpo resentido de dolencias empezaba a inclinarse hacia la tierra. Uno de sus
ojos se había apagado para siempre. Sólo de vez en cuando, al oír sus antiguos versos
en boca de los jóvenes enamorados, se reanimaba su corazón. Pero al leer la canción
de Peronelle volvió a ser joven, tomó su rabel, y aquella noche no hubo en la ciudad
más gallardo cantor de serenatas.
Mordió la carne dura y fragante de las manzanas y pensó
en la juventud de aquella que se las enviaba. Y su vejez retrocedió como sombra
perseguida por un rayo de luz. Contestó con una carta extensa y ardiente, intercalada
de poemas juveniles.
Peronelle recibió la respuesta y su corazón latió apresuradamente.
Sólo pensó en aparecer una mañana, con traje de fiesta, ante los ojos del poeta
que celebraba su belleza desconocida.
Pero tuvo que esperar hasta el otoño la feria de San
Dionisio. Acompañada de una sirviente fiel, sus padres consintieron en dejarla ir
en peregrinación hasta el santuario. Las cartas iban y venían, cada vez más inflamadas,
colmando la espera.
En la primera garita del camino, el maestro aguardó
a Peronelle, avergonzado de sus años y de su ojo sin luz. Con el corazón apretado
de angustia, escribía versos y notas musicales para saludar su llegada.
Peronelle se acercó envuelta en el esplendor de sus
dieciocho años, incapaz de ver la fealdad del hombre que la esperaba ansioso. Y
la vieja sirviente no salía de su sorpresa, viendo cómo el maestro Guillermo y Peronelle
pasaban las horas diciendo rondeles y baladas, oprimiéndose las manos, temblando
como dos prometidos en la víspera de sus bodas.
A pesar del ardor de sus poemas, el maestro Guillermo
supo amar a Peronelle con amor puro de anciano. Y ella vio pasar indiferente a los
jóvenes que la alcanzaban en la ruta. Juntos visitaron las santas iglesias, y juntos
se albergaron en las posadas del camino. La fiel servidora tendía sus mantas entre
los dos lechos, y San Dionisio bendijo la pureza del idilio cuando los dos enamorados
se arrodillaron, con las manos juntas, al pie de su altar.
Pero ya de vuelta, en una tarde resplandeciente y a
punto de separarse, Peronelle otorgó al poeta su más grande favor. Con la boca fragante,
besó amorosa los labios marchitos del maestro. Y Guillermo de Machaut llevó sobre
su corazón, hasta la muerte, la dorada hoja de avellano que Peronelle puso de por
medio entre su beso.
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