jueves, 31 de julio de 2025

Como dicen duermen los ángeles en el paraíso

Víctor Roura

 

Caminaba por Reforma cuando una mulata, con medias blancas, me detuvo.

–Llueve y nadie se ve por las calles –dijo.

Alcé los hombros.

–Mejor –contesté.

Sin decirnos nada, nos fuimos acompañando. Yo no quería hablar, supongo que ella tampoco, pero ambos no queríamos estar solos.

El aguacero arreció.

–¿Sabes la hora? –pregunté.

No dijo nada, sólo me extendió su brazo. Vi su reloj. Eran las nueve con diecisiete minutos.

–Ya es noche –dije.

Movió la cabeza.

Llegamos hasta Avenida Juárez. Le tomé la mano y nos metimos al Salón Palacio. Estábamos mojadísimos. Chucho, desde la barra, saludó. Nos acercamos.

–¿Tendrás algo para la cabeza? –pidió la mulata.

Chucho proporcionó una toalla. Y preguntó:

–¿Qué van a tomar?

–Lo mismo –dije.

La mulata volteó a verme.

Por fin nos miramos a los ojos.

–Yo también –dijo.

Tenía una indefinible expresión de tristeza. Me recordó de pronto a las coristas negras de rock. Su minifalda era blanca, al igual que sus medias. Apabullaba visualmente la mulata. Ya sentados en el bar pude apreciarlo. El ron sabía exquisito. Ella seguía secándose el cabello. No tenía ninguna pintura en su rostro, ni la necesitaba. Era un bello ángel negro.

–¿Qué hacías solo por Reforma? –preguntó, mirando hacia el techo, examinando el salón, buscando quién sabe qué en aquel rincón.

Le hice una seña a Chucho para que sirviera la segunda ronda.

–Tenía una cita en el Ángel… –dije.

Ella se quitó el suéter. Se quedó con una minúscula blusa. Los parroquianos nos miraban de vez en vez. La miraban a ella, mejor dicho, de vez en vez.

–Pero nunca llegó –dijo.

No respondí.

No tenía ganas de hablar.

–¿No tienes calor? –preguntó.

Sí, apenas empezaba a sentirlo. No le respondí. Me quité el saco.

–Bebamos en silencio –sugerí.

Dejó la toalla en la mesa. De un solo trago dio cuenta de su segunda copa. Chucho trajo los otros dos rones. Había mucho barullo. Un tipo se levantó, enfurecido. Insultó a un tercero. Pero lo calmaron, con rapidez. Ebrios, finalmente. Me pareció ver un brillo en los grandes ojos de la mulata.

–Tipos locos –acotó.

Miraba a mi alrededor. Alguna vez veía a mi acompañante. Ella hacía lo mismo. Estaba atenta a lo que sucedía en la tranquila algarabía del salón. Sentía, ocasionalmente, sus miradas.

Pero los dos no hablábamos.

A la sexta copa, Chucho trató de reanimarnos.

–¿Y cómo se llama la bella dama? –preguntó.

La miré.

–El que usted disponga.

Chucho rio. Volvió a la barra.

Nuestros cabellos ya se habían secado.

–Quisiera volver a caminar –dije.

No me miró.

–Puedes hacerlo –indicó.

Le pedí la cuenta a Chucho.

–…Pero ella no va a estar esperándote en el Ángel –dijo, segura de sí.

Yo no quería regresar a ese sitio, sino únicamente caminar. Pagué las bebidas, me despedí de la mulata y salí. Seguía lloviendo.

Ya en la Alameda, me la volví a encontrar.

–Llueve y nadie se ve por las calles –dijo.

Alcé los hombros.

–Mejor –dije.

Y nos fuimos caminando por la Alameda, luego por Madero, luego por Tlalpan y nos regresamos por las mismas calles. Íbamos y veníamos en silencio, sólo acompañándonos.

Vimos salir el sol, sentados en la glorieta del Ángel, sobre Reforma.

–No va a venir –dijo.

Nos miramos largamente.

Su rostro denotaba cansancio. Y tristeza. Una indefinible tristeza.

–¿Dónde vives? –pregunté.

Señaló con el dedo hacia Río Tíber.

–Te acompaño –dije.

La dejé en una lujosa residencia, no recuerdo el número, y volví sobre mis pasos.

Ya el sol pegaba duro sobre mi cara.

No había caminado ni dos cuadras cuando la mulata me detuvo por la espalda.

–Has de tener mucho sueño –dijo.

Asentí, sin mirarla.

–Vamos…

Ya en su casa me condujo a una habitación, me dejó acostado en la cama y se retiró.

Dormí, entonces, como dicen duermen los ángeles en el paraíso.

 

Vacaciones de verano

Alejandra Díaz-Ortiz

 

–Vaya día que escogiste para venir a la playa… ¡Maldito aire!

–Es viento, mujer. Aire es lo que respiramos…

Apretó los dientes para no responder a su marido. ¿Acaso ella le corregía cuando en la cama la llamaba Marta?… Ella que se llamaba Juana, su mujer de toda la vida…

 

(Tomado de www.enfrascopequeno.blogspot.com)

 

miércoles, 30 de julio de 2025

Jardines de Kew

Virginia Woolf

 

Del cantero ovalado se elevaban alrededor de cien tallos que, más o menos hacia la mitad, se abrían en hojas con forma de corazón o de lengua, y desplegaban en la punta pétalos rojos, azules o amarillos con manchas de colores. Y de la oscuridad roja, azul o amarilla del centro sobresalía un tallo grueso, recto, rugoso, cubierto de polvo dorado y con terminación compacta. Los pétalos eran lo suficientemente grandes como para agitarse con la brisa de verano y, al moverse, las luces rojas, azules y amarillas se entremezclaban, manchando un pequeño diámetro de la tierra marrón del cantero de un color de lo más intrincado. La luz caía, o bien sobre la superficie suave y gris de una piedra; o bien sobre el caparazón de un caracol, con sus venas circulares color marrón; o sobre una gota de lluvia, ensanchando con tal intensidad las delgadas paredes de agua, de rojo, azul y amarillo, que parecía que iba a explotar y desaparecer. Sin embargo, la gota recuperó en un segundo su tono gris plata habitual, y la luz se posó luego sobre la superficie de una hoja, revelando las nervaduras de la superficie; y otra vez se movió y se posó sobre los vastos espacios verdes bajo el montículo de hojas con forma de corazón o de lengua. Después, la brisa sopló con más intensidad y el color se expandió en el aire, hacia los ojos de los hombres y las mujeres que caminaban por Kew Gardens en julio.

Las figuras de esos hombres y mujeres caminaban lentamente detrás del cantero con un curioso movimiento irregular, no muy diferente del de las mariposas blancas y azules, que atravesaban el césped volando en zigzag de cantero en cantero. El hombre caminaba despreocupado, apenas unos centímetros delante de la mujer; mientras que ella iba a paso decidido, volviéndose solo de vez en cuando para vigilar que los niños no se hayan alejado demasiado. Él mantenía la distancia deliberadamente, aunque tal vez de modo inconsciente, pues deseaba seguir abstraído en sus pensamientos.

“Hace quince años vine aquí con Lily”, pensó. “Nos sentamos por allí junto al lago y durante toda esa tarde calurosa le supliqué que se casara conmigo. La libélula nos sobrevolaba: con qué claridad veo la libélula y el zapato de Lily, con la hebilla de plata cuadrada en la punta. Mientras yo hablaba, miraba su zapato, y si ella movía el pie con impaciencia yo sabía, sin levantar la vista, lo que iba a decir. Todo su ser parecía estar en el zapato; y todo mi amor, mi deseo, en la libélula. Por alguna razón pensaba que si se posaba allí, en esa hoja ancha con la flor roja en el medio; pensaba que si la libélula se posaba en esa hoja ella diría que sí de inmediato. Pero la libélula volaba y volaba: nunca se detuvo en ninguna parte; desde luego que no, afortunadamente, pues de lo contrario no estaría aquí paseando con Eleanor y los niños.

–Dime Eleanor, ¿piensas a menudo en el pasado?

–¿Por qué lo preguntas, Simon?

–Porque he estado pensando en el pasado. He estado pensando en Lily, la mujer con la que pude haberme casado… ¿Por qué estás callada? ¿Te molesta que piense en el pasado?

–¿Por qué lo haría, Simon? ¿Acaso no todos pensamos en el pasado cuando estamos en un jardín con hombres y mujeres recostados bajo los árboles? ¿No son ellos, acaso, nuestro pasado, todo lo que queda de él, esos hombres y mujeres, esos fantasmas recostados bajo los árboles… nuestra felicidad, nuestra realidad?

–En lo que a mí respecta, una hebilla de plata cuadrada y una libélula.

–En lo que respecta a mí, un beso. Imagina seis niñas sentadas frente a sus caballetes hace veinte años, a la orilla del lago, pintando los nenúfares, los primeros nenúfares rojos que vi en mi vida. Y de repente un beso, justo detrás del cuello. Y la mano temblorosa durante el resto de la tarde que me impedía pintar. Me quité el reloj y fijé la hora en la que me permitiría volver a pensar en el beso durante tan solo cinco minutos. Qué beso tan preciado, el de una mujer de cabello gris y verruga en la nariz, la madre de todos los besos de mi vida. Vamos Caroline, vamos Hubert.

Pasaron el cantero caminando los cuatro juntos ahora, y pronto se fueron encogiendo entre los árboles hasta verse casi transparentes, mientras la luz del sol y la sombra flotaban a sus espaldas formando grandes y temblorosas manchas irregulares.

En el cantero ovalado, el caracol, con el caparazón teñido de rojo, azul y amarillo durante aproximadamente dos minutos, parecía moverse ahora muy lentamente dentro de su concha. Se empezó a arrastrar sobre los grumos de tierra floja que se desintegraban a medida que les pasaba por encima. Parecía perseguir un objetivo específico, y en ello se diferenciaba del curioso insecto, verde y anguloso, que intentaba adelantársele. Esperó unos segundos, la antena le temblaba como si vacilara, hasta que de un salto rápido y curioso salió disparando hacia el lado contrario. Barrancos marrones, en cuyos huecos se formaban lagos verdes y profundos; árboles chatos, con hojas como briznas de hierba, se agitaban de la raíz a la punta; cantos rodados grises; superficies rugosas, de textura delgada y quebradiza… Todo esto veía el caracol que iba de tallo en tallo en dirección a su objetivo. Antes de que pudiera decidir si esquivaría la hoja muerta en forma de arco o la treparía, pasaron junto al cantero los pies de otros seres humanos.

Esta vez eran dos hombres. El más joven tenía una expresión de tranquilidad quizás algo artificial. Levantaba la vista y miraba al frente mientras su compañero hablaba; y al hacer silencio éste, la fijaba otra vez en el suelo, separando los labios tras largas pausas y, por momentos, sin abrirlos en absoluto. El mayor caminaba de forma curiosamente inestable, balanceando los brazos y sacudiendo la cabeza, como si fuera un caballo de tiro, impaciente, cansado de esperar en la puerta de una casa. Pero en aquel hombre estos gestos eran indecisos y sin objeto. Hablaba casi incesantemente; sonreía y seguía hablando, como si esa sonrisa hubiera servido de respuesta. Hablaba de espíritus, los espíritus de los muertos que, según él, incluso en ese momento, le contaban acerca de sus extrañas experiencias en el cielo.

–Los antiguos llamaban al cielo Tesalia, William; y ahora, con esta guerra, lo espiritual anda como el trueno entre las colinas.

Hizo una pausa, como si escuchara algo, sonrió, sacudió la cabeza y continuó:

–Tienes una pequeña batería eléctrica y un pedazo de goma para aislar el cable. ¿Aislar se dice? Bueno, ahorrémonos los detalles, de qué sirve entrar en cuestiones que nadie entendería. En fin, la maquinita se coloca en una posición conveniente en la cabecera de la cama, diremos, en un limpio estante de caoba. Una vez que los obreros hayan hecho todos los preparativos de acuerdo a mis indicaciones, las viudas acercarán la oreja y convocarán a los espíritus con la señal acordada. ¡Mujeres! ¡Viudas! Mujeres de negro…

En este momento pareció ver el vestido de una mujer a lo lejos, que a la sombra parecía de un negro violáceo. Se quitó el sombrero, llevó su mano al corazón y se apuró a alcanzarla murmurando y gesticulando febrilmente. Pero William lo sujetó de la manga y tocó una flor con la punta de su bastón para desviar la atención del anciano. Después de contemplarla unos segundos, el anciano, algo confundido, inclinó el oído hacia la flor y pareció responder a una voz que surgía desde allí, pues comenzó a hablar sobre los bosques de Uruguay que había visitado hacía tantos años acompañado por la joven más bella de Europa. Podía escuchárselo murmurar sobre los bosques de Uruguay, cubiertos de pétalos de rosas tropicales, ruiseñores, playas, sirenas y mujeres ahogadas en el mar; y se dejaba conducir por William, sobre cuyo rostro, una expresión de estoica paciencia se iba dibujando lenta y profundamente.

Detrás del anciano, lo suficientemente cerca como para que les llamara la atención sus gestos, venían dos mujeres entradas en edad, de clase media baja, una regordeta a paso lento, la otra ágil y de mejillas sonrojadas. Como la mayoría de las personas de su posición, se sorprendían abiertamente con cualquier signo de excentricidad que señalara algún tipo de desorden mental, sobre todo en los mejor posicionados. Pero estaban muy lejos de poder asegurar si esos gestos eran meramente excéntricos o de veras se trataba de un desequilibrado. Después de observar al anciano un rato en silencio, mirándose con malicia, siguieron caminando enérgicamente, retomando su complicado diálogo:

–Nell, Bert, Lot, Cess, Phil, Pa, dice él, digo yo, dice ella, digo yo, digo yo, digo yo…

–Mi Bert, Sis, Bill, el abuelo, el anciano, azúcar. Azúcar, harina, arenque ahumado, verduras. Azúcar, azúcar, azúcar.

La mujer regordeta miró con expresión de curiosidad entre la catarata de palabras. Las flores que crecían firmes, rectas en la tierra. Las miró como alguien que despierta de un profundo sueño y ve un candelero de metal reflejar la luz de modo extraño, y cierra los ojos otra vez y al abrirlos por segunda vez y ver –ahora sí, habiendo despertado completamente– el candelero todavía allí, lo observa con toda su atención. Así, la pesada mujer se paralizó frente al cantero de forma ovalada, dejando incluso de aparentar estar escuchando lo que la otra mujer decía. Allí se detuvo, dejando que las palabras le cayeran encima, balanceando suavemente la parte superior del cuerpo, hacia adelante y hacia atrás, y mirando las flores. Después sugirió ir a sentarse a tomar el té.

El caracol consideraba ahora todas las formas posibles de llegar a su objetivo sin bordear la hoja seca ni treparla. Dejando de lado el esfuerzo necesario para hacer esto último, dudaba de si la delgada textura, que vibraba con ese alarmante crujido incluso al rozarla con la punta de sus antenas, soportaría su peso. Esto hizo que finalmente decidiera por arrastrarse por abajo, pues en un punto la hoja se curvaba lo suficiente como para darle lugar. Había metido ya la cabeza y observaba el techo marrón; comenzaba a acostumbrarse a la fresca luz allí abajo cuando dos personas pasaron. Esta vez eran los dos jóvenes, un varón y una mujer; ambos en los primeros años de la juventud, o incluso en la etapa previa a esos años; la etapa previa a que los suaves pliegues rosas de la flor desplieguen su capullo pegajoso, cuando las alas de la mariposa, aunque ya desarrolladas por completo, yacen inmóviles al sol.

–Por suerte no es viernes –observó él.

–¿Por qué lo dices? ¿Crees en la suerte?

–Debes pagar seis peniques los viernes.

–¿Qué son seis peniques de todos modos? ¿Acaso esto no lo vale?

–¿Qué es “esto”? ¿A qué te refieres con “esto”?

–Oh, a lo que sea, quiero decir, tú sabes a lo que me refiero.

Largas pausas les seguían a cada comentario que soltaban con su voz monótona. Se detuvieron en el borde del cantero y presionaron la punta de la sombrilla de ella hasta enterrarla en la tierra blanda. Esta acción, y que él apoyara su mano sobre la de ella, expresaba sus sentimientos de un modo extraño, como esas palabras cortas e insignificantes también expresaban algo, palabras con alas cortas para cargar tanto significado, insuficientes para llevarlos demasiado lejos; y así se posaban con incomodidad sobre los objetos corrientes que los rodeaban; y eran para su tacto inmaduro tan macizas… Pero ¿quién sabe (pensaban mientras presionaban la sombrilla) qué precipicios se hallan ocultos en ellas, o qué laderas de hielo no brillan en el sol del otro lado? ¿Quién sabe? ¿Quién ha visto esto antes? Incluso cuando ella se preguntaba qué clase de té servían en Kew Gardens, él sentía que algo se avecinaba detrás de las palabras de la muchacha, y se mantuvo firme y decidido detrás de ellas. Y la neblina se dispersó lentamente y descubrió (oh, Dios, ¿qué eran esas formas?) pequeñas mesas blancas y meseras que la miraban primero a ella y después a él. Y después habría una cuenta que él pagaría con dos verdaderos chelines. Y era real, todo era real, pensó él tocando la moneda en su bolsillo, real para todos excepto para ellos dos, incluso para él comenzaba a parecer real. Y después –pero era tan emocionante seguir pensando– desenterró la sombrilla de un sacudón, impaciente por encontrar el lugar sonde se tomaba el té junto a las otras personas, como las otras personas.

–Vamos Trissie, es hora de tomar el té.

–¿Dónde se toma el té? –preguntó ella con un dejo de emoción en su voz de lo más extraño, observando a su alrededor y dejándose conducir por el camino de césped, arrastrando la sombrilla, volteándose de un lado al otro, olvidándose del té, deseando ir para allí y para allá, recordando las orquídeas y las aves del paraíso entre las flores salvajes, una pagoda china y un pájaro de copete color carmesí; pero siguió caminando.

Así, una pareja detrás de la otra, a un ritmo bastante similar, a paso irregular e indeciso, pasaban el cantero y terminaban envueltos en un halo de vapor verde azulado en el que, al principio, los cuerpos mantenían la sustancia y algo de color, pero luego se disolvían en la atmósfera verde azulada. ¡Qué calor hacía! Tanto que hasta el zorzal decidía saltar, como un pájaro a cuerda, hacia la sombra de las flores, con largas pausas entre un movimiento y el siguiente. En lugar de deambular sin sentido, las mariposas blancas danzaban una sobre la otra, dibujando con sus blancas escamas superpuestas, la forma de una columna de mármol rota sobre las flores más altas. El techo de cristal del invernadero brillaba como si un mercado repleto de relucientes sombrillas verdes se hubiera abierto bajo el sol. Y entre el zumbido del avión, la voz del cielo de verano descubría su alma abrumadora. Amarillo y negro, rosa y blanco como la nieve; formas de todos estos colores, hombres, mujeres y niños se distinguían por un instante en el horizonte, y después, viendo tanto espacio amarillo sobre el césped, titubeaban y buscaban la sombra bajo los árboles, disolviéndose como gotas de agua en la atmósfera amarilla y verde, manchándola apenas con rojo y azul. Parecía como si todos los cuerpos sólidos se hubieran hundido en el calor y yacieran amontonados sobre la tierra; pero sus voces salían flotando, como llamas saliendo de los gruesos cuerpos de cera de las velas. Voces. Sí, voces. Voces sin palabras, rompiendo el silencio de repente con expresiones de pura satisfacción, de deseo apasionado o, en las voces de los niños, de inocente sorpresa. ¿Rompiendo el silencio? Pero no había silencio, todo el tiempo se escuchaba el motor de los autobuses poniéndose en marcha o cambiando la velocidad; la ciudad murmuraba como un nido gigante de cajas chinas, todas de hierro forjado, girando incesantemente unas dentro de las otras; y en la cima, las voces gritaban y los pétalos de millones de flores esparcían sus colores en el aire.

 

(Tomado de www.ciudadseva.com)

 

La voz

Gastón García Cantú

 

Camino del Teatro Roma, Gonzalo Martínez iba cobrando cuentas a su destino. El cristal de la portezuela del automóvil, recortado en rectángulo, le parecía el marco mismo de su vida; perfecto y transparente. Advertí en él una doble imagen semejante a la de sus sueños; en primer término, su cara: hermética, impasible; en segundo, como sirviendo al secreto impulso que lo animaba: la gente, los edificios; hombres de todas condiciones que hablaban unos con otros, que caminaban, que saludaban… puso la mano derecha sobre el cristal para recobrar la certidumbre de la realidad. No parecía verdad lo que sucedía: él, un funcionario, representando al gobernador en las ceremonias del partido oficial.

¡El día de la revolución! No se trataba de inaugurar una escuela, ni de un mitin de obreros, sino de presidir, en el sitio de honor, las festividades en la que llamaban la cuna del movimiento armado.

Al llegar a la puerta del teatro y abrir la portezuela, uno de los delegados procuró endurecer su gesto habitual. Apretó los labios y levantó el mentón. Estrechando la mano del presidente del partido, sonrió sin malicia alguna: abierta, ingenuamente, como sólo un político de buenas intenciones podría hacerlo.

Una cierta duda, y la extraña sensación de ser durante algunas horas el gobernador del estado, sin dejar de ser uno de tantos funcionarios, le hacía ver a los demás con cierto aire de disculpa, pareciéndole convenir con ellos que se trataba de una formalidad inevitable. Como una ley que se aprueba guiñando un ojo, admitía la transitoria pertenencia del poder ejecutivo. Sin embargo, en ese íntimo equilibrio, un peso indescifrable inclinó su conciencia hacia la certeza de ser él, y nadie más, el legítimo sucesor del mandatario. Todo se debió a las frases de los delegados:

¡Qué tino del jefe: elegir a don Gonzalo!

¡Uno de los revolucionarios más auténticos!

–¡El más alto exponente de nuestros principios!

–¡Una de las columnas más sólidas del régimen!

Entró por el pasillo del teatro y creyó que su personalidad adquiría, instante tras instante, la consagración de la historia.

Allí estaba la burocracia; en las graderías, el pueblo, y en anfiteatro, los escolares, demostrando con su presencia que el gobierno extendía su beneficio a todas las edades de la población. La luz caía por entre las altas ventanas, volviendo amarillenta la iluminación de los reflectores. En el sitio de honor, los banderines y las guirnaldas separaban del lunetario a un grupo que veía el escenario con displicencia, comentando en voz baja los impenetrables secretos del mundo oficial:

–Y… ¿qué tal, don Gonzalo, cómo le ha ido?

Bien, bien… Ya ve usted, con este trabajo apenas queda tiempo de hacer cualquier cosa…

–La indisposición del general no es grave, ¿verdad?

–No… no, de ninguna manera.

–Yo creo que no está enfermo, sino que pensó en usted para representarlo ahora, desde hace tiempo…

–Es posible, compañero, es posible.

–Usted sabe que cuenta con nosotros incondicionalmente.

–Así lo estimo.

–Nadie mejor que usted conoce los problemas del estado, ni nadie, tampoco, tiene su antigüedad. Usted es de la vieja guardia.

–Claro, claro, desde hace tiempo tenemos el honor de servir al general. Lo hemos seguido en las buenas y en las malas.

Lo que nos consuela es comprobar que sabe dar a cada uno su lugar. Usted, por ejemplo, va hacia arriba… Como debe ser, tratándose de un revolucionario auténtico…

–Ya veremos, ya veremos… Yo no olvido nunca a los amigos.

La ceremonia, organizada por el jefe de la sección cultural del partido, dio principio. Trataba –lo explicó una y otra vez el presidente a Gonzalo Martínez– de una representación del movimiento revolucionario. Eran seis los cuadros: el primero evocaba el instante de la lucha contra la dictadura; el segundo, la entrada del Apóstol a la Ciudad de México; el tercero, el ejército constitucionalista; el cuarto, el asesinato de Obregón; el quinto, la escena de la paz y la abundancia en que vivía el pueblo bajo el gobierno en el poder; el último eran tres bailes regionales que anticipaban el gran final: “La Adelita”, cantada por todos los participantes.

Gonzalo Martínez no hablaba. Cruzados los brazos, asentía de vez en vez a lo que decían los actores. Aplaudía casi al terminar el aplauso del público. El jefe del partido, visiblemente preocupado, le preguntó:

–¿No le gusta a usted, don Gonzalo?

–Sí… está bien… sin embargo, el jovencito que representó al Apóstol no dio solemnidad al personaje.

Es cierto. Qué juicio tan certero. Pero, ¿sabe usted?… estas grandes figuras son difíciles de representar. El propósito del partido es educativo: enseñar al pueblo lo que ha sido nuestra historia.

Y… ¿no hay discurso?

Sí, desde luego; ahora verá usted, don Gonzalo, se trata de algo muy original. El coronel López, jefe de la sección cultural, hablará a través de ese aparato, como una gran radio, instalado a la izquierda del escenario. Desde allí hablará como si fuera… la voz de la revolución.

¿Ah, sí? ¡Qué original! Este coronel es muy culto.

–Ya lo creo. Todo el día escribe proyectos. Es imposible llevar a la práctica todo lo que se le ocurre. Ideas geniales muchas de ellas; por ejemplo, la que tiene para edificar el monumento a la bandera: un asta de sesenta metros de altura, por los cerros de San Matías…

¿Sesenta metros?

Sí, y eso sólo los del asta. Habría, además, una gran plaza en la que serían colocadas las estatuas de los héroes de la revolución… Todo de concreto.

–¡Qué idea! Lástima que sea tan costosa.

–El partido es pobre, no disponemos de grandes ingresos, salvo en las campañas electorales…

Un silencio agudo, cortante, separó sus miradas; mutuamente advirtieron que una palabra: cuotas las cuotas descontadas a los empleados públicos– los habría comprometido. Ambos participaron de la experiencia de guardar silencio y dominar hasta el más insignificante gesto que denunciara sus pensamientos. En esa disciplina se apoyaban unos a otros; era parte esencial del pacto que hace de un hombre cualquiera, un político mexicano.

Sonaron los disparos que acabaron con la vida de Obregón. Por el escenario corrían los actores gritando:

–¡Lo han matado! ¿Qué será del país?

La voz de la revolución calmó sus ánimos:

–Revolucionarios, ¡en pie! ¡Aquí les habla la revolución! No desmayemos: al cadáver, gloria y paz; a la patria, lealtad y sumisión. Todos, como un solo hombre, veamos en el general Calles al digno sucesor. Días aciagos nos esperan. No cedamos ni un instante ante los enemigos. ¡Adelante, huestes bizarras!

¡Bravo! ¡Viva la revolución! –gritaban los actores, y cargando el cadáver del que uno de ellos llamaba “el héroe de Celaya y de cien batallas más”, desaparecieron entre las bambalinas al compás de “La Valentina”.

¿Qué le parece, don Gonzalo?

Emocionante. Realmente es toda una lección cívica. Este coronel López es un educador de alta escuela.

Ya lo creo, aunque a veces se nos desboca. En esa parte que dice “…no cedamos ni un instante ante los enemigos…”, le hice borrar otras frases: la reacción, los nuevos conservadores, el clero, los enemigos de la patria… y otras más. Es cierto, don Gonzalo, pero no podemos decirlo. Usted sabe cómo van las cosas. No sabemos ni quién es quién…

Claro, claro. Tuvo usted mucho tino. Debemos ser discretos. Eso ya pasó. Ahora se hila de diferente madeja. Ciego el que no lo vea… Y usted es un lince…

Gonzalo Martínez sonreía hacia los grupos de los delegados. En cada ocasión era saludado por alguno de ellos; preguntaba al jefe del partido por el nombre de uno u otro y miraba hacia el lunetario con no disimulado orgullo. Del anfiteatro una minoría gritó:

¡Arriba don Gonzalo!

Los aplausos sucedieron al coro, que fue calificado, por el jefe del partido, de elocuente demostración de simpatía, aunque advirtió los riesgos de celebrar a una personalidad que a fin de cuentas sólo representaba al gobernador.

Sin proponérselo, Gonzalo Martínez cedió a su imaginación la facultad de organizar un futuro gobierno; veía las caras, citaba los nombres y creyó acertar al elegir, de entre los asistentes, a los que lo acompañarían en fecha próxima en el nuevo periodo de gobierno. Lentamente observó al jefe del partido; sin duda, no sería uno de sus colaboradores. Sabía demasiado de la política local; era imprescindible, era cierto, pero había que contar con personas más dóciles… Quizá, meditó, el profesor que obligó a los pequeños a gritar su nombre… ¡ése y no otro! Uno de los fieles que advertían su futuro poder, que creían en él cuando era sólo un funcionario.

Miró sus zapatos: negros, relucientes, puntiagudos; “zapatos de gobernante”, pensó, en el instante en que descorrían el telón para representar el número final.

La escena figuraba una aldea de Veracruz: dos palmeras, una casucha de palma y, al fondo, una tela azul que, en grandes rasgos, parecía el mar.

La voz de la revolución anunció:

¡Aquí está mi amado Veracruz! Puerto tres veces heroico. Oigamos su música, alegre y vibrante.

Uno de los actores gritó desde el fondo de la casucha: “¡Bamba! ¡Bamba!” Las parejas bailaban con cierto desorden. Terminaba la primera parte, y cuando aún no habían cesado los aplausos, se oyó la voz de la revolución:

–¡Esperen, esperen! ¡Aquí llega un recado urgente! Sí, aquí está: “El señor gobernador del estado ruega a don Gonzalo Martínez que baile ‘La Bamba’. Se lo ruega muy sinceramente”.

–¿Qué?

–Que baile usted –le dijo el jefe del partido–, que baile usted “La Bamba”.

El rumor inicial se volvió ovación, al levantarse uno de los delegados gritando:

¡Que baile don Gonzalo, que baile don Gonzalo!

La voz repitió:

–El señor gobernador ha llamado por teléfono; repetimos su invitación: que don Gonzalo Martínez baile “La Bamba”. Se lo ruega muy sinceramente.

Gonzalo Martínez, casi a empellones del jefe del partido, subió al escenario. Había palidecido. Hacia la izquierda, la luz de los reflectores le impedía ver al público. Un sudor frío le brotaba de las manos y la frente. Miró las hendeduras del piso: rectas, pequeñas, inmutables. Recordó, en ese instante, que de pequeño no transigía con los que pisaban fuera de las líneas de las baldosas; procuró bailar en medio de ellas, sujetarse a sus límites. La música empezó. Cruzó los brazos hacia atrás; el compás era lento; titubeaban los músicos. Hizo un esfuerzo: dio los primeros pasos, y un prolongado aplauso anuló su estado de ánimo. Bailó sin descanso, casi frenético. Daba vueltas, iba y regresaba al mismo sitio. Una nube de polvo se levantaba en torno suyo. La música tocaba sin cesar, y el público, suponiendo que se trataba de un acróbata que expone su propia vida, aplaudía sin descanso.

Al descender del escenario, el jefe del partido, visiblemente emocionado, le dijo:

–¡Pero, qué bien baila usted, Gonzalito!

Gonzalo Martínez, con indomeñable gesto de abatimiento y protesta, le respondió:

–¿A qué jijo se le habrá ocurrido inventar “La Bamba”?