Miguel de Unamuno
Volvían al pueblo desde
la labor, silenciosos los dos, padre e hijo, como de costumbre, cuando de pronto
dijo aquél a éste:
–Oye,
Pedro.
–¿Qué
quiere, padre?
–Tiempo
hace que me anda una idea dando vueltas y más vueltas en la cabeza, y mucho será
que no te haya también a ti ocurrido alguna vez…
–Si
no lo dice…
–¿En
qué piensas?
–No;
sino, ¿en qué piensa usted?
–Pues
yo pienso… mira… pienso que estamos mal así…
–¿Cómo
así?
–Vamos…
así… solos… –y como el hijo no contestase, tras una pausa, prosiguió–: ¿No crees
que estamos mal así?
–Puesto
que usted lo dice…
–¿No
crees que nos falta algo?
–Sí,
padre; nos falta madre.
–Pues
ya lo sabes.
Siguieron
un gran trecho silenciosos, perdidas sus miradas en el largo camino polvoriento
que tocaba al cielo allá lejos, donde bajo la franja de una noche cenicienta iba
derritiéndose la última luz del sol ya muerto. De pronto dejó caer el padre en el
silencio esta palabra: “Tomasa…”, como principio de una frase en suspenso, y cual
un eco, respondió el hijo: “¿Tomasa…?”. Y no volvieron a hablar de ello.
No
conseguía acertar Pedro el porqué su padre se hubiera fijado en Tomasa de preferencia
a todas las demás mozas del lugar, para elegirla por nuera. Porque era ella ceñuda
y arisca, callandrona y reconcentrada, como si guardase un secreto. Bailaba en los
bailes de la plaza como de compromiso, y más de una vez pagó con un bofetón los
requiebros que de raya pasaran. Pero era verdad; algo tenía Tomasa, algo que ninguno
sabía explicarse, pero que hacía la deseasen muchos para mujer propia. Algo indecible
decían aquellos ojos negros bajo el ceño fruncido; algo había de robusto en su porte.
Era la seriedad hecha moza, y moza, pesar de su adustez, fresca y garrida; ¡toda
una mujer!
Empezó
Pedro a revolver en su magín la idea de su padre, y tanto y tanto rumió aquello
de: “¿Por qué la querrá de nuera?”, que acabó por pedir a Tomasa cortejo. Y ella,
no sin sorpresa del mozo, se lo concedió.
Y
empezaron las largas entrevistas; las conversaciones lánguidas y arrastradas mientras
ella mordía una hoja de cualquier planta; el murmurar, a modo de arrullo, de todos
los demás novios del lugar. Los decires de Tomasa apuntaban casi siempre a la futura
vida doméstica, a lo que habrían de hacer una vez casados; eran observaciones henchidas
de una sensatez abrumadora. Con frecuencia repetía: “¡Ah, si yo fuese hombre!”,
sin que en ello parase mientes Pedro, que nunca pensó en si él fuese mujer. Lo único
que el mozo se decía era: “Ella siempre está con: “Si yo fuese hombre”“; y mi padre
siempre con: “¡Si yo fuese joven!”“.
Cuando
Pedro anunció a su padre que le llevaría a Tomasa de nuera, exclamó el anciano:
–¡Gracias
a Dios! Ya te lo decía… Es lo que nos hace falta en casa… mujer… y una mujer así
de cuerpo entero, de temple, sana y laboriosa… –y tras un momento de pausa añadió–:
¡Ah! ¡Si yo fuese joven como tú…!
–Sí,
que es usted quien me la habría traído de madrastra en vez de dársela yo a usted
de nuera… ¿no es eso?
–Te
equivocas, hijo… pero… ¿quién sabe?
Entró
Tomasa en el hogar del anciano y desde el primer día empezó a llamarle abuelo. Y
el pobre Pedro no oía más que: “Si yo fuese hombre como tú…”; de un lado, y de otro:
“¡Si yo fuese como tú joven…!”, él que era hombre y joven.
“No
piensa más que en los hijos”, pensaba el abuelo, y era verdad, no pensaba Tomasa
más que en los hijos que hubiera de tener. Ya que no hombre sería madre de hombres,
nodriza de hombres, criadora de ellos. Era una mujer hacendosa y dura, incansable
en el trabajo, de pocas palabras.
Pedro
no acertaba a darse de ello clara cuenta, pero era el caso que aun el más torpe
podía barruntar cierta sorda malquerencia entre la nuera y el suegro, nacida en
ellos no bien convivieron cuatro días. Ella no hacía más que reprochar al viejo
su creciente inutilidad, y él parecía molestarse de que trabajara tan duro ella.
–Para
hacer así las cosas, mejor es que las deje, abuelo; es más lo que echa a perder
que lo que abona –decía al anciano la joven con acrimonia.
–Ni
un momento de reposo, hija, ni un momento… piensa bien cómo estás, en tu estado,
y no sea que por querer hacerlo todo comprometas tu salud, y lo que es peor, la
vida del que va a venir –le decía el viejo con amargura.
Una
tarde encontró el padre al hijo junto al abrevadero, cuando aquél se retiraba a
casa y llevaba éste el ganado a beber, y sin preámbulo alguno:
–¡Ay,
Pedro…! –le dijo.
–¿Qué
la pasa, padre?
–Que
el abuelo es ya viejo y le empujan los que aún no han venido… pero déjate, déjate,
que el mundo da muchas vueltas y quiera Dios que no te afrente un día tu mujer con
tus propios hijos…
–¿Por
qué lo dice, padre?
–Me
equivoqué, hijo, me equivoqué… Me gustaba por seria, por trabajadora… pero son demasiada
seriedad y demasiada laboriosidad las suyas; no lo dudes. Parece como que se esconde
en el trabajo… Y sueña demasiado en el hijo… demasiado… Mira, como duermo poco,
me paso las noches dándoles a las cosas muchas vueltas en la cabeza…
–No
hay como una mujer trabajadora, padre…
–¡Trabajar…
trabajar… siempre trabajar!… ¡Pobres viejos!… ¿Te acuerdas cuando bailaba en la
plaza? Lo hacía como quien cumple una penitencia…
Llegó
por fin el niño, el anhelado, y aquel día y el del bautizo fueron de negros augurios
para el pobre viejo. Tomó al nieto en brazos, le miró fijamente y lloró al besarle.
“¡Que no llegues a viejo!”, le dijo en silencio.
En
pocos días se restableció la madre y mientras salía a la labor Pedro, estábase ella
dando el pecho al niño, y el abuelo contemplándolo desde un rincón. Pensaba el viejo:
“Ahora le está diciendo callandito, muy callandito, casi sin hablar: Tú serás lo
que yo habría sido si hubiese nacido hombre… irás a la ciudad… serás más que todos
nosotros”.
–¡Será
todo un hombre! –acababa el viejo en voz alta su pensar.
Y
Tomasa, al ver sorprendido su pensamiento, miraba al abuelo con los ojos extraños,
diciéndole lo indecible con la mirada aquella que partía de bajo el ceño fruncido.
Y
empezó a ser todo lo mejor para el niño; para él la nata de la leche, y no para
el viejo ya; para él el rinconcito mejor junto a la lumbre; todo cuidado para él.
–Deje
al niño eso, abuelo, que usted lo ha gozado ya muchos años…
–Y
él lo gozará, cuando yo muera, otros tantos…
–Cuando
usted muera, eso…
–Él
llegará a viejo… si vive…
–Si
vive, ¡claro es!, también usted fue niño…
* * *
Cuando conocí
al abuelo pedía limosna por los lugares y alquerías.
–¿No
tiene usted hijos? –le pregunté.
–Sí,
señor, los tengo –me respondió–; pero me han echado de casa… les estorbaba…
–¿Estorbarles?
–¡Sí,
señor!… Sí, tengo un hijo; pero él también lo tiene… y llegará a viejo como yo…
el mundo da muchas vueltas, señor… También yo fui hijo… A nadie he de dar que hacer,
nadie me reprochará el pan que coma… me moriré solito, en un rincón, solito, como
los animales, como las criaturitas de Dios, sin comedias… me moriré…, ¡cuando Dios
quiera! ¡Han visto nacer a su hijo; sólo Dios sabe si tendrán el consuelo de que
su hijo les vea morir!…
Y
después de haber besado la moneda que de limosna le di y de un: “Dios se lo pague,
señor, y le dé salud parar criar a los suyos”, perdiose el anciano, allá, en la
polvorienta carretera, renqueando, su cabeza sobre el crepúsculo, aureolada por
el polvillo de oro del sol poniente.
Pero
un día no pudo ya, y esclavo del corazón, con lágrimas de tristeza y de despecho
en los ojos, pero con rescoldo de amor, llamó con el cayado a la puerta de su casa,
de la casa en que naciera.
–¿Quién
es? –preguntó desde dentro la voz seca y dura de la mujer.
–¿Hay
un poco de sitio, hija, para un pobre viejo que quiere morir?
Siguiose
un momento de silencio; la mano del abuelo temblaba sobre el cayado; no le corrían
ya las lágrimas.
–Entre,
padre –dijo con empañada voz Pedro.
–Dios
te lo pague, hijo –exclamó el anciano al franquear la puerta, y fue a sentarse junto
al fogón, sin mirar a los suyos, renqueando.
–El
caso es que no debíamos recibirlo… –empezó Tomasa–, ¿por qué se nos escapó? Y luego
andan diciendo por el pueblo que si le echamos de casa… que si le tratábamos de
este modo o del otro… ¿Tan mal le tratábamos, diga?
–No,
ni bien ni mal… Yo era como un perro viejo a quien por compasión no se le pega un
tiro… se le echan los mendrugos, y se le despacha a que tome el sol y no estorbe…
¡para lo que va a vivir! Y cada mañana se dice: ¿Todavía vive?… No; ni mal ni bien…
–Cállese,
padre, cállese…
–Me
callaré… en mi casa…
–¿Su
casa? –replicó la nuera–; la casa es de quien la sostiene.
–¡Qué
vida! –exclamó el viejo golpeando con su cayado el suelo mientras se le saltaban
las lágrimas de nuevo.
–No
haga ruido, abuelo, que está el niño enfermo…
–¿El
niño? –exclamó el viejo al punto.
–¡Sí,
el niño!
–¡Quiera
Dios, hijo, que no te veas como tú me ves hoy!
–¡Fuerte
le da al abuelo!…
–Vaya,
hijos, voy a retirarme… ¿a dónde?…
–¡Allá!
–le contestó la nuera señalándole una puerta con el brazo extendido, rígido, cuya
sombra proyectaba en el muro, agorera, la roja lumbre del hogar.
–Al
cuarto en que nací… Pero antes quiero ver al niño…, darle un beso…
–¿Un
beso? –exclamó, sin poder contenerse, la madre.
–¡Un
beso, sí! –agregó con firmeza el anciano mirando a los ojos a su nuera, que le sostuvo
la mirada con la suya adusta, casi acosadora.
Entró
el anciano en el cuarto del niño, entonces enfermo; besole en la frente, que de
fiebre ardía, y murmurando entre dientes: “Aquí sobra uno”, fue a recogerse.
A
la mañana siguiente salió la madre del cuarto como loca, despavorida, gritando:
“Él, él nos ha matado al hijo… Sí, él, él con su beso…, le ha hecho mal de ojo…,
él…, tu padre…, ¡el abuelo!”.
Cuando
entraron en el cuarto del anciano halláronle también muerto, muerto en la cama misma
en que había nacido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario