Marqués de Sade
En varios lugares de Francia,
hace apenas cien años, perduraba aún la absurda creencia de que, entregando el alma
al diablo, con ciertas ceremonias tan crueles como fanáticas, se conseguía de ese
espíritu infernal todo lo que se deseara. Y no ha pasado un siglo desde que transcurrió
la aventura que, relacionada con esto, vamos a narrar. Tuvo lugar en una de nuestras
provincias meridionales, donde todavía está atestiguada hoy en día por los registros
de dos ciudades y respaldada por testimonios muy apropiados para convencer a los
incrédulos. El lector puede creerla o no, hablamos solamente después de haberla
verificado; por supuesto que no le garantizamos el hecho, pero le certificamos que
más de cien mil almas lo creyeron y que más de cincuenta mil pueden corroborar en
nuestros días la autenticidad con que está consignada en registros solventes. Nos
dará permiso para disfrazar la provincia y los nombres.
El
barón de Vaujour combinaba desde su más tierna juventud el más desenfrenado libertinaje
con el cultivo de todas las ciencias, muy especialmente aquellas que inducen al
hombre al error y le hacen perder un tiempo precioso que podría emplear de alguna
otra manera infinitamente mejor. Era alquimista, astrólogo, brujo, nigromante, astrónomo
–bastante notable, por cierto– y físico mediocre; a la edad de veinticinco años,
el barón, dueño ya de su patrimonio y de sus actos, descubrió en sus libros –según
afirmaba– que inmolando un niño al diablo, empleando determinadas palabras y haciendo
determinadas contorsiones durante la execrable ceremonia, se conseguía que el demonio
se apareciera y se obtenía de él todo lo que se deseaba, siempre que se le prometiera
el alma. Entonces el barón se decidió a perpetrar esa monstruosidad con el único
propósito de vivir felizmente su duodécimo lustro, de que nunca le faltara dinero
y de conservar asimismo en el más alto grado de potencia sus facultades prolíficas
hasta esa edad.
Cometida
la infamia y firmado el pacto, ocurrió lo siguiente: hasta la edad de sesenta años
el barón, que disponía tan solo de quince mil libras de renta, había gastado regularmente
doscientas mil y jamás debió un céntimo. En lo que respecta a sus proezas amorosas,
hasta esa misma edad fue capaz de gozar a una mujer quince o veinte veces en una
noche, y a los cuarenta y cinco ganó cien luises en una apuesta con unos amigos
suyos que habían afirmado que no podría satisfacer a veinticinco mujeres, una después
de otra; lo hizo y entregó los cien luises a las mujeres. En otra cena, tras la
que se inició un juego de azar, el barón advirtió al empezar que no podía participar,
pues no tenía un céntimo. Le ofrecieron dinero, pero lo rechazó; mientras que jugaban,
dio dos o tres vueltas por la sala, volvió, se hizo hacer un sitio y apostó diez
mil luises a una carta… luises que fue sacando en diez o doce fajos de su bolsillo.
El envite no fue aceptado, el barón preguntó el motivo y uno de sus amigos le contestó
bromeando que la carta no iba lo bastante bien servida, por lo que el barón añadió
otros diez mil. Todo esto está registrado en dos ayuntamientos respetables y lo
hemos podido leer.
Cuando
cumplió cincuenta años, el barón decidió casarse. Lo hizo con una encantadora joven
de su provincia con la que siempre ha vivido en los mejores términos, sin que las
infidelidades tan propias de su temperamento provocaran nunca el menor roce. Tuvo
siete hijos de esa esposa y desde hacía algún tiempo los encantos de su mujer habían
ido volviéndolo más sedentario. Habitualmente vivía con su familia en el castillo
donde en su juventud había hecho la espantosa promesa que hemos mencionado, invitando
a hombres de letras, apreciando su trato y cultivando su amistad. Sin embargo, a
medida que se aproximaba al término de los sesenta años, se acordaba de su desdichado
pacto. Como ignoraba si el diablo iba a contentarse con retirarle sus favores o
si le quitaría entonces la vida, su humor cambiaba por completo, se ponía triste
y meditabundo y ya casi no salía de su casa.
El
día señalado, a la hora exacta en que el barón cumplía sesenta años, un criado le
anuncia a un desconocido que había oído hablar de sus conocimientos y solicita el
honor de entrevistarse con él. El barón, que en ese momento no estaba pensando en
aquello que no había dejado de preocuparle desde hacía varios años, contesta que
le haga pasar a su gabinete. Sube allí y encuentra a un forastero que, por su manera
de hablar, le parece que es de París. Es un hombre bien vestido, con una figura
hermosísima, que en seguida se pone a discutir con él sobre las ciencias más elevadas.
El barón le va contestando a todo y la conversación se anima. El señor de Vaujour
propone a su huésped ir a dar un pequeño paseo, él acepta y nuestros dos filósofos
salen del castillo. Era época de faenas agrícolas y todos los labradores estaban
en el campo. Algunos, al ver gesticular a solas al señor de Vaujour, piensan que
se ha vuelto loco y corren a avisar a la señora pero nadie contesta en el castillo.
Aquella buena gente vuelve a su sitio y siguen observando a su señor, que, creyendo
que está conversando con alguien animadamente, agitaba las manos como es habitual
en esos casos. Por fin, nuestros dos sabios llegan a una especie de paseo cerrado
al otro extremo y del que no se podía salir más que dando media vuelta. Treinta
campesinos pudieron verlo, treinta fueron interrogados y treinta contestaron que
el señor de Vaujour había entrado solo, sin dejar de gesticular en aquella especie
de alameda cubierta.
Al
cabo de una hora, la persona con la que cree estar, le dice:
–Y
bien, barón, ¿no me reconoces?, ¿has olvidado acaso la promesa de tu juventud?,
¿has olvidado cómo yo la he cumplido?
El
barón se estremece.
–No
temas –le dice el espíritu–, no soy dueño de tu vida, pero sí lo soy de retirarte
todos mis favores y arrebatarte todo lo que te es querido. Vuelve a tu casa y verás
en qué estado la encuentras. En ello reconocerás el justo castigo a tu imprudencia
y a tus crímenes… A mí me gustan los crímenes, barón, incluso los deseo, pero mi
destino me obliga a castigarlos. Vuelve a tu casa, repito, y conviértete, aún te
queda un lustro de vida, morirás dentro de cinco años, pero sin que la esperanza
de poder estar un día con Dios te haya sido negada… Adiós.
Y
el barón, que solo entonces se da cuenta de que está solo y que no ha visto que
nadie se despidiera de él, vuelve a toda prisa sobre sus pasos y pregunta a todos
los campesinos que encuentra si no lo han visto entrar en la alameda con un hombre
de tales y cuales características. Todos le contestan que había entrado solo, que
asustados al verle gesticular de aquella manera incluso habían ido a avisar a la
señora, pero que no había nadie en el castillo.
–¿Que
no hay nadie? –exclama el barón terriblemente turbado–. ¡Pero si he dejado dentro
a diez criados, a siete niños y a mi mujer!
–Pues
no hay nadie, señor –le contestan.
Cada
vez más asustado corre hacia su casa, llama, nadie le contesta, fuerza una puerta,
entra, y la sangre que inunda los escalones le está ya anunciando la catástrofe
que se ha abatido sobre él. Abre una gran sala y descubre a su mujer, a sus siete
hijos y a sus diez sirvientes desparramados por el suelo en diferentes posturas,
en medio de un mar de sangre, todos ellos decapitados. Se desmaya. Varios campesinos,
cuyas declaraciones constan, entran y tienen ocasión de contemplar el mismo espectáculo.
Ayudan a su señor, que poco a poco va volviendo en sí, les ruega que faciliten los
últimos auxilios a la desdichada familia, y sin pérdida de tiempo se encamina hacia
la Gran Cartuja, donde falleció al cabo de cinco años en el ejercicio de la más
elevada piedad.
No
emitimos ningún juicio sobre este incomprensible suceso. Existe, no se puede negar,
pero es incomprensible.
Hay
que andar con cuidado y no creer sin duda en quimeras, pero cuando una cosa es atestiguada
por todo el mundo y pertenece como esta a un género tan singular, hay que bajar
la cabeza, cerrar los ojos y decir: así como no entiendo cómo los orbes flotan en
el espacio, así también pueden existir cosas sobre la tierra que no acierto a comprender.
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