Edmond Hamilton
Garth Abbot era
absolutamente consciente del peligro que corría en ese lugar envuelto en la
noche de la muerte. No necesitaba las advertencias murmuradas por su nervioso
compañero acerca de las consecuencias que acarrearía para ellos el que los
descubrieran allí. Supondría, casi seguro, la muerte violenta de un joven
arqueólogo norteamericano, demasiado atrevido, en ese oscuro pueblecito sobre
el río Usumacinta, en la alta Guatemala. La gente primitiva de la región
reclamaría rápida venganza contra un extranjero a quien hubieran sorprendido
profanando su cementerio. José Yáñez, el guía que Abbot contratara en Puerto
Barrios, evidentemente tenía plena noción de esto. Su rostro moreno se mostraba
pálido a los rayos de la linterna.
–Señor
Abbot, usted no comprende –insistía–. Esas gentes son en su mayor parte indios,
todavía salvajes. Si ellos nos atrapan…
–No
nos atraparán, están todos en el baile –replicó Abbot–. Deme la linterna;
traiga usted las palancas.
Los
rayos de la vieja linterna iluminaban vagamente un revoltijo de antiguas cruces
de piedra. Detrás de ellas se elevaba la oscura iglesia colonial, y más allá se
encontraba la plaza del mercado, de donde provenía un ritmo musical de danza:
marimbas, flautas y tambores. Abbot se cubría con una gruesa capa nativa,
suspendida desde los hombros, para prevenirse del rocío nocturno, pero su
tostada cabeza estaba desnuda. Y a medida que avanzaba a través de las solemnes
calles, entre antiguas cruces, su recia y esquelética cara se encendía de
excitación. Sentíase al borde de un gran descubrimiento. La sombría severidad
del antiguo cementerio no le afectaba; ignoraba a los buitres de aspecto
maligno que, destacando nítidamente sobre los mojones de piedra, miraban pasar
la linterna con aire de espíritus impuros. Los lugares de la muerte no
constituían novedad para un arqueólogo; él era inmune a la superstición.
–Allí
delante está el túmulo –dijo con vehemencia a su aprensivo compañero–. ¡Pronto,
traiga las herramientas!
El
túmulo se alzaba, imponente y negro, exactamente del otro lado del cementerio
propiamente dicho. Era un altozano cubierto de hierba, de una docena de pies de
altura, parcialmente desgastada su cara sur por el agua de recientes lluvias.
Abbot ya había advertido esto durante el día. Sus expertos ojos se fijaron
inmediatamente sobre las grandes piedras labradas, cuyos bordes estaban al
descubierto por obra del agua, mostrando caracteres mayas cincelados. El
montículo resguardaba un túmulo y Abbot empezó a agitarse cuando echó un
vistazo a un grupo de caracteres que componían un nombre mágico: Xibalba.
¡Xibalba! ¡Este era el lugar perdido del nacimiento mítico de los mayas, el
legendario valle desde el que había llegado, según la leyenda, su extraña raza,
hacía dos mil años! ¿Existía realmente aquel legendario valle en algún sitio en
lo profundo de la fortaleza que formaban las montañas inexploradas de
Guatemala? Muchos académicos pensaban que sí. El propio Stephens, el gran
pionero de la arqueología maya, habló con un hombre que afirmaba haber visto
Xibalba con sus propios ojos. Si se lograba hallar el perdido Xibalba, todos
los enigmas de la misteriosa civilización maya podrían resolverse. La
civilización que tanto tiempo atrás erigiera sus extraordinarios monumentos y
sus espléndidas ciudades de piedra, desde las tierras bajas de Honduras hasta
las selvas del Yucatán, daría respuestas a los enigmas que desconcertaban a los
hombres modernos.
La
simple suposición de que esa tumba representase una clave relacionada con
Xibalba enardeció en Garth Abbot el deseo de excavarla. Pero, cuando solicitó
el permiso al cura de la iglesia vecina, se le presentó un obstáculo.
–¡No
me atrevería a permitirlo, señor! La superstición pagana aún está profundamente
arraigada en gran parte de los hombres primitivos, y ese túmulo es para ellos
un lugar sagrado, prohibido. Arriesgaría usted su vida excavando allí.
Abbot
se había resistido a renunciar.
–Esperaremos
hasta esta noche –le comunicó a Yáñez–, cuando se encuentren en la fiesta,
descubriremos el túmulo nosotros mismos.
–Pero,
cuando sepan lo que hemos hecho… –objetó temerosamente el guatemalteco.
–No
lo sabrán. Solamente tomaré fotos de todas las inscripciones, y luego lo
cerraré hasta mejor ocasión.
Aguardó
con intensa ansiedad durante toda la jornada la caída de la noche y el comienzo
de la fiesta, sintiéndose en vísperas de un tremendo descubrimiento
arqueológico. ¡Xibalba! El nombre rodeado de leyenda sonaba en su mente como
una campana de oro. Si hallaba ese legendario santuario de los dioses y héroes
mayas, ¿qué no encontraría allí? Había empezado a llover suavemente y él y
Yáñez dejaron la linterna en el suelo y exploraron la tierra seca alrededor del
túmulo. La greda amarilla ocultaba casi por completo las enormes piedras
antiguas. Abbot estimó que el túmulo contenía una cripta de roca, baja y
redonda, casi totalmente enterrada por debajo del actual nivel del suelo.
–Desmonte
por aquí, eso es –ordenó a Yáñez–. Ahora arrancaremos una de esas, y veremos si
se abre algún camino hacia el interior de la cripta.
El
gran bloque que atacaron tenía inscripciones con los habituales caracteres
mayas. Nuevamente, Abbot sintió que saltaba su pulso al reconocer el símbolo de
Xibalba… y también el correspondiente a Kukulcán. Kukulcán era el dios maya de
la luz y el trueno, la gran Serpiente Emplumada. ¿Por qué se encontraba allí su
símbolo? El ansia de Abbot se acrecentó. El bloque cedió de repente y resbaló
sobre la arcilla húmeda. La linterna alumbró una negra cavidad semejante a un
gran bostezo. Temblando de emoción, Abbot se deslizó con dificultad por el
espacio abierto. En la oscuridad del interior, bajó hasta un piso de piedra.
Yáñez le alcanzó la linterna y Abbot pudo observar.
–¡Dios
mío! ¡Qué descubrimiento!
El
interior de la cripta era una cámara pequeña, deslumbrante con su atesorado
misterio. Su principal objeto era un maravilloso sarcófago de piedra, sobre el
que se alzaban las espirales y la grotesca cabeza de la Serpiente Emplumada.
–¡La
serpiente de Kukulcán! Pertenece al principio de la época maya, es cierto.
¡Pero los mayas nunca enterraron a nadie así!
Echó
una mirada incrédula a la cámara. Sus muros eran un brillante desfile de
esculturas pintadas. Ahora, dos mil años habían debilitado el colorido de esas
figuras. Esas columnas de sacerdotes, guerreros y capitanes, eran mayas del
temprano período del Antiguo Imperio. La marcha pintada representaba una gran
migración. Encima de las columnas de rígidas figuras andando, se extendía un
curioso mapa de ruta que mostraba montañas, sierras y desfiladeros, un gran
río…
–¡Ese
río es el Usumacinta! –barbotó Abbot–. La configuración es la misma. ¡Vaya,
esta es una historia gráfica de la primera gran migración maya!
Comprendía
la inmensa importancia de su descubrimiento. Este túmulo por tan largo tiempo
enterrado, era la clave del mayor misterio de la arqueología maya, el enigma de
sus orígenes. Nerviosamente, sosteniendo en alto la linterna, Garth Abbot
siguió la historia a lo largo de las paredes. La caravana pintada marchaba
Usumacinta arriba, y luego en dirección noroeste entre dos cadenas montañosas,
que él dedujo que serían Ollones y Chistango. Comenzaba en un lugar
representado como un prolongado y estrecho valle, al pie de una negra montaña
cuadrada. Allí se veía la imagen de una ciudad. Los caracteres de nuevo
expresaban el nombre mágico.
–¡Xibalba!
–exclamó Abbot–. ¡El valle de los dioses mayas! ¡Por mil diablos, con este mapa
puedo hallar ese valle!
Yáñez
había alzado la tapa de piedra del sarcófago.
–¡Señor,
hay algo en este ataúd de piedra!
La
linterna de Abbot iluminó el interior del ataúd. Se veía polvo en él, polvo que
alguna vez fuera un hombre. Pero se veía también el resplandor de ornamentos de
oro engarzados de jade. En el polvo yacía una espada. Era un arma del más
antiguo período maya, una hoja de cobre corta y pesada, con filo de brillante
dentado de obsidiana verde. La empuñadura era un maravilloso tallado de la
Serpiente Emplumada, cuyos ojos estaban constituidos por dos destellantes esmeraldas.
Abbot, ansiosamente, levantó la hoja del polvo.
–Quienquiera
que sea el que esté enterrado aquí, debe de haber sido un rey, un gran
dirigente…
Se
quedó rígido, su voz se fue desvaneciendo. Porque, al cerrar la mano en torno
de la empuñadura de la espada, de golpe se anegaron sus sentidos. ¡Poder,
tangible y vibrante fuerza que daba la impresión de lanzarse desde la antigua
hoja por su brazo y cuerpo! Un rugido semejante al estruendo de las olas
resonaba en los oídos de Abbot. Se le figuró estar cercado por una niebla
envolvente, le pareció sentir que, en cierto modo, una personalidad dilatada y
ajena embargaba su cerebro. La niebla desapareció de pronto, y ante él
resplandeció un rostro. Un hermoso rostro oscuro, terso, con ojos de pesados
párpados, que, a despecho de su sobrenatural belleza, era de alguna manera…
horrible. Repulsión, horror, y un amargo aborrecimiento sacudieron a Abbot.
Algo en su mente, o en esa mente que asía la suya de manera sobrenatural,
parecía reconocer a ese rostro flotando en la oscuridad.
–¡Zotzilha
Chimalman! –Abbot sintió en su cerebro una voz fulgurante–. ¿Así has velado,
Malo?
Una
risa burlona resonó en el hermoso rostro que tenía delante. Sus ojos de pesados
párpados lo miraban insultantes, maliciosos.
–Sí,
he velado porque sabía que algún día intentarías volver, Kukulcán. ¡Pero ahora
es demasiado tarde!
–¡No
mientras viva! –Abbot oía bramar la voz mental–. ¡Ahora estoy vivo, y pronto…!
–¡Señor!
El
grito de Yáñez expresaba tanto horror, que devolvió a Garth Abbot a la realidad.
Se dio cuenta de que había dejado caer la espada. Miró atónito la tumba
iluminada por la linterna, y en seguida a la cara alarmada del guatemalteco.
–Señor,
su cara estaba rara –tembló Yáñez–. ¡Era como la de uno de esos! –Y señaló en
el muro a los guerreros-sacerdotes de fiero rostro.
–Debo
de haberme mareado, desvariado por un momento –balbució Abbot–. En este lugar
el aire es malo.
Todavía
se sentía estremecer por el carácter sobrenatural de esa ilusión momentánea,
pero la expulsó de su mente. ¡Qué diablos! ¡Kukulcán y Zotzilha eran meros
fantasmas, dioses olvidados de un pueblo que había perecido hace dos mil años!
Por un momento, la influencia de ese lugar fue demasiado para sus nervios.
–Vamos,
José… ya tomamos nuestras fotos; salgamos de aquí.
Cuando,
media hora más tarde, salieron con dificultad de la bóveda, Abbot llevaba
consigo la extraña espada. Yáñez le miraba preocupado, casi temeroso, después
de que repusieron el bloque en su sitio.
–¿Y
ahora, señor?
La
voz de Abbot retumbaba con excitación.
–Ahora
poseemos una clave que los arqueólogos buscaron durante años… una pista que nos
llevará a la perdida tierra de origen de los mayas. ¡Alquilaremos un avión y
buscaremos Xibalba!
Pero
¿por qué, se preguntaba, el nombre del fabuloso valle ya no resultaba áureo y
seductor a sus oídos? ¿Por qué el propio nombre de Xibalba resonaba ahora en
cierto modo cargado de pavor?
El
avión era un pequeño aparato biplaza, que Abbot alquiló a una línea de taxis
aéreos de Barrios. Enfrentaba bravamente las tramposas corrientes que se
arremolinaban sobre aquellos declives azules y las cadenas montañosas. Abbot
había sido piloto de guerra en el Pacífico, así que la búsqueda de un objetivo
en terreno desconocido no era nada nuevo para él. Pero, después de horas rastreando
las montañas recostadas al nordeste del Usumacinta, tuvo que reconocer su
desconcierto.
–El
valle que estoy buscando debería encontrarse exactamente allí abajo –señaló con
impaciencia–. Pero resulta que no está.
Yáñez
se mostraba escéptico.
–El
mapa de esa tumba fue trazado hace mucho tiempo.
–Las
montañas y valles no cambian de lugar –replicó Abbot–. Debería de estar aquí.
Daré otra vuelta,
Había
vuelto a trazar cuidadosamente la ruta dibujada en el mapa de la tumba: la ruta
desde Xibalba que siguieron los mayas de la antigüedad. Dejó atrás el
Usumacinta, al nordeste entre las cadenas de Ollones y Chistango, y desde allí
siguió hasta que divisó la desolada montaña cuadrada de las pinturas. Y el
largo y angosto valle que buscaba habría de encontrarse a la vista en alguna
parte al sur de aquella montaña negra, pero no estaba. No se veía nada, excepto
una inmensidad de picos azules y de verdes bosques. Yáñez, evidentemente, se
sentía inquieto. La zona se hallaba muy cerca del país de Lacandone, y esas tribus
salvajes no se mostraban hospitalarias con los aviadores que efectuaban
aterrizajes forzosos en sus selvas. El guatemalteco gritó en ese momento una
advertencia:
–El
cielo se está poniendo raro.
Abbot
notó de pronto que un cambio extraño se operaba en el firmamento. A su
alrededor, el cielo se tornaba insólitamente oscuro. No se trataba de la
oscuridad que producen las nubes cerradas. Era como si la luz del cielo fuese
avasallada y sumergida por una oscuridad que surgía de ninguna parte. ¡Era como
esa vibrante oscuridad sobrenatural que envolvió momentáneamente su mente en la
extraordinaria experiencia de la tumba!
–¡Mejor
escapar de aquí! –exclamó Abbot, virando bruscamente–. Esto es algún raro fenómeno
del clima…
Un
instante después, comprendió lo inminente del peligro. La extraña tiniebla
llegaba ahora a un grado tal de intensidad, que a duras penas lograba
distinguir los enormes picos que se alzaban a su alrededor. Con una exclamación
de alarma, Abbot abrió la válvula reguladora. No soplaba viento, únicamente una
profunda quietud recogía la terrible oscuridad cada vez más espesa. Marcó el
rumbo procurando evitar el gran pico cuadrado que ya no veía. Entonces, las
cosas sucedieron rápidamente. ¡Un luminoso centelleo de relámpago alumbró
transversalmente el firmamento, y reveló el negro pico que asomaba
inciertamente delante mismo del avión! Yáñez pegó un alarido salvaje, y Abbot
sacudió fuertemente los controles. El avión empezó a girar bruscamente, pero él
comprendió con desesperación que era demasiado tarde para esquivar el choque
con los riscos. En ese instante una ráfaga de viento tormentoso, aullando,
golpeó de repente a la pequeña nave, y la arrojó brutalmente, alejándola de los
amenazantes picos.
–¡Dios
mío! –gritó, mientras luchaba con los controles–. Si no hubiera sido por esa
ráfaga…
El
trueno ahogó su voz. La furia de la súbita tormenta no disminuía; lanzas de
terroríficos relámpagos desgarraban la siniestra oscuridad, y un infierno de
vientos se estrellaba contra el pequeño avión. Una y otra vez, la extraña
oscuridad, que se iba entenebreciendo más y más, obligaba a Abbot a volar
ciegamente entre aquellos picos amenazadores. Una y otra vez, el resplandor de
los rayos rasgaba la tiniebla. ¡Los rayos, que semejaban fieras serpientes
retorciéndose en el firmamento, luchaban titánicamente contra la oscuridad de
alas negras que se esforzaba por aniquilarlos! Esa era la impresión que la
infernal batalla de los cielos causaba en Abbot, mientras se encorvaba sobre
los controles. El guatemalteco exhaló un agudo gemido de terror cuando el avión
empezó a perder altura.
–¡Las
tormentas nos llevan hacia abajo!
Abbot
vio que la aguja del altímetro bajaba de golpe. El avión se encontraba
indefenso en medio de la atronadora tempestad. Nuevamente la serpiente de fuego
se retorció en el cielo. Esa luz permitió a Abbot mirar la tierra que subía
brutal y rápidamente hacia ellos. Luego vio algo más… Una larga y delgada línea
negra, con la apariencia de una mera rajadura en la tierra. Era un estrecho
cañón, de insospechable profundidad, invisible desde altitudes normales.
–¡Allí
abajo está el valle! ¡Ese largo cañón debe de ser Xibalba!
–¡Caemos!
–vociferó Yáñez, con los ojos desorbitados.
Las
gigantescas e invisibles manos de la tormenta de truenos empujaban al avión
hacia ese cañón, hacia su interior.
–¡Salte
con el paracaídas! –gritó el guatemalteco–. ¡Vamos a estrellarnos!
Cogió
su envoltorio, atado a la puerta de la cabina. Empujó a Yáñez delante de él, y
en seguida se encontraron dando vueltas y vueltas en el aire mientras se
precipitaban hacia abajo. Sus paracaídas se abrieron. Mientras iban
descendiendo en medio de los vientos relampagueantes en la oscuridad y los
truenos, Abbot percibió abajo confusas escenas iluminadas por el centelleo.
Avistó bosques, jardines, los muros y terrados de una blanca ciudad de piedra.
Después, un desgarramiento de seda y el paracaídas lo abandonó entre árboles y
matorrales. Sintió un golpe, y perdió el conocimiento. Al recobrar la
conciencia, Yáñez se encontraba inclinado sobre él ansiosamente. La cara del
guatemalteco estaba llena de rasguños, y estaba fuera de sí.
–¡Señor,
temía que estuviese muerto! –tartamudeó–. Este lugar…
Abbot
se sentó. El temor y la preocupación hicieron presa de él cuando miró en torno
suyo. Ya no rugía la tormenta. Una paz serena reinaba aquí, en un verde bosque
de mágica belleza. Altos ceibos, cedros y sauces se agitaban con la suave
brisa, bajo una luz curiosamente dorada. Abbot alzó la vista. La amortiguada
claridad caía desde la rendija del cielo allá arriba, en la boca del cañón.
Esta se abría dos millas por encima de su cabeza, y el cañón tenía solo una
milla de ancho.
–¡La
más pequeña grieta en la superficie de la tierra! –se maravilló–. No es de extrañar
que nunca se la viera desde un avión.
Un
súbito recuerdo aumentó su excitación.
–¡Yo
vi una ciudad mientras caíamos! Una ciudad, aquí, en Xibalba…
Yáñez
apretó su brazo.
–En
la selva hay hombres vigilándonos, señor. Los he oído hablar entre ellos.
Abbot
se puso de pie con dificultad. ¡Mientras lo hacía, desde los árboles de
alrededor aparecieron un gran número de fantásticas figuras! Para el joven
arqueólogo eso era como si el remoto pasado volviese repentinamente a la vida.
¡Eran antiguos guerreros mayas! Hombres de un rojo cobrizo, de fiera mirada;
sus atavíos y armas eran idénticos a los de las esculturas de los muros de
Chichen Itzá y Uzmal y Copan. Llevaban en la cabeza maravillosos tocados de
plumas rojas y verdes, colocadas sobre armazones de madera también coloreados;
cortos taparrabos de piel de jaguar y sandalias de la misma piel; adornos de
cuero con incrustaciones de jade y esmeraldas. Sus armas eran lanzas y espadas
guarnecidas de obsidiana, igual que esa antigua espada que guardaba en su
equipaje.
–¡Mayas
del más primitivo período! –susurró Abbot, con el cerebro hirviéndole–. ¡Dios
mío, el legendario valle, la ciudad… es viviente!
Abbot
sintió un estremecimiento que solamente un arqueólogo podía entender. Durante
años, los académicos habían soñado con hallar un vestigio perdido, viviente, de
la antigua civilización maya. Muchas expediciones se realizaron en vano. Pero
la clave de la antigua tumba, y la tormenta eléctrica que los precipitara en
ese oculto cañón, lo llevó al corazón de esa supervivencia. Abbot habló a los
guerreros que avanzaban en la lengua maya, que ha permanecido casi inalterada a
través de los siglos.
–¡Somos…
amigos! ¡Venimos de arriba, de fuera de este valle!
Los
guerreros se detuvieron, con las espadas en alto. Sobre el fiero rostro de su
capitán, magníficamente ataviado, apareció una mirada de incredulidad.
–¿De
fuera? ¡Estás mintiendo, extranjero! ¡Ningún hombre puede descender esos muros!
–¡Es
verdad! –insistió Abbot–. La tormenta nos arrojó aquí…
El
rostro del capitán se endureció.
–¿Dices
que la tormenta los ha traído? Es extraño… muy extraño.
Abbot
no comprendía lo que el otro quería decir. Veía la duda reflejada en el rostro
rojo oscuro. Por fin el capitán habló:
–Este
asunto no es de mi incumbencia. Yo soy Vipal, no soy sino un capitán de la
guardia de Unmax, el rey. Ustedes vendrán con nosotros a Xibalba para que él
decida.
–¿Esto
es Xibalba, entonces? –gritó Abbot vehementemente–. ¿El Valle de los Dioses, de
Zotzilha y Kukulcán?
Su
pregunta tuvo un efecto asombroso. Los guerreros mayas parecieron
sobresaltarse, y en los ojos amarillos de Vipal resplandeció una fiera luz.
–¿Qué
saben ustedes de Kukulcán, extranjeros? –preguntó gritando amenazadoramente.
Abbot
se dio cuenta de que, por algún motivo, había cometido un error. Hubiera debido
saber que no convenía hacer preguntas tan pronto.
–No
quiero decir nada malo –contestó sinceramente–. Pensaba que Kukulcán, la
Serpiente Emplumada, el dios del trueno, era el mayor de sus dioses.
–¡Repite
esa blasfemia, y no vivirás hasta llegar a Xibalba! –siseó Vipal–. ¡Vengan!
Abbot,
maravillado, recogió sus cosas. Toda esa experiencia le parecía un sueño. Dos
mil años habían retrocedido para él, pensaba. Ese valle enterrado, escondido en
la inmensidad guardada por las montañas, permanecía inalterado a través del
tiempo y los cambios. Pero, si esos mayas pertenecían verdaderamente a la
antigua civilización, ¿por qué su mención de Kukulcán los irritaba en tal
forma? Kukulcán había sido el más idolatrado de los antiguos dioses en las
ciudades mayas de aquellos tiempos, fue el dios del trueno, el enemigo del oscuro
Zotzilha y de sus malignos poderes. Yáñez caminaba con dificultad a su lado;
los altos guerreros mayas de ojos sombríos los rodeaban. No habían avanzado
mucho cuando dieron con una ancha senda que corría por el valle hacia el norte.
Las selvas eran verdes y hermosas. Un pequeño río fluía a lo largo del valle, y
el sendero lo seguía. Alzando la vista, Abbot divisó en el extremo norte del
cañón al gigantesco pico negro cuadrado que bloqueaba la salida. Sus torvos
riscos destacaban duros y amenazantes. Creyó distinguir un sólido tramo de
escalones que subían el desfiladero hasta la entrada de una caverna de negra
boca.
–¿Qué
es esa caverna en la distante montaña? –se aventuró a preguntar a Vipal.
El
capitán lo miró impertérrito.
–Es
un lugar que supongo que pronto verás, extranjero.
La
amenaza contenida en la respuesta era clara, aunque no lo fuese el significado.
Abbot se sentía cada vez más envuelto en el misterio y el peligro. El sendero
los condujo hasta más allá de una antigua pirámide-templo de piedra, gigantesca,
que se elevaba en medio de la selva. Aparecía ruinosa, abandonada; era una
pirámide escalonada como el gran templo de Chichen Itzá. Abbot vio cabezas de
piedra de descomunales serpientes emplumadas alzarse de sus terrazas, y
comprendió que se trataba del templo de Kukculkan. ¿Por qué estaba tan
descuidado, desamparado, librado a la selva? Pero esta pregunta pasó de largo
por su mente al sentir una inusitada impresión. El sendero los había conducido
fuera de la selva. Ante ellos, más allá de jardines y huertos, se elevaba la
fantástica masa blanca de la ciudad de Xibalba. La luz dorada del atardecer
bañaba la ciudad. Esta era un conjunto de construcciones de estuco bajas y
blancas, de techos planos, agrupadas en torno de un núcleo central de palacios
de piedra esculpida y de santuarios piramidales. El mayor de los palacios era
una gran mole rodeada de pórticos de altísimas columnas, decoradas con
grotescas esculturas.
Abbot
y Yánez fueron conducidos hasta ese recinto por sus guardianes de airada mirada.
Al adentrarse en las calles empedradas, los ojos fascinados del norteamericano
recibieron la visión de la antigua vida maya que él jamás soñara presenciar.
Numerosos hombres y mujeres cobrizos de baja clase social se encontraban allí
apiñándose para observar maravillados a los dos extranjeros. Hortelanos,
alfareros, tejedores, todos ellos, ambos sexos por igual, vestían cortos
taparrabos que dejaban sus cuerpos desnudos de la cintura hacia arriba. Aquí y
allá, guerreros brillantemente emplumados y sacerdotes con oscuros ropajes
destacaban entre la muchedumbre. Atravesaron maravillosos jardines y patios
empedrados para entrar en el palacio. Abbot supuso que un mensajero se les
había adelantado cuando penetraron en el largo vestíbulo principal, alumbrado
de antorchas, porque Unmax, el rey, se encontraba sentado en su trono de madera
tallada, esperándolos, y guerreros, sacerdotes y mujeres colmaban la sala.
–Y
bien, ¿cómo han llegado a Xibalba, extranjeros? –preguntó el rey a Abbot–. Hace
mucho que la entrada a nuestro valle fue bloqueada por un gran desprendimiento
de tierras.
Unmax
era un gigante; envolvía sus enormes miembros con magníficas pieles de jaguar,
adornadas con cueros recamados; las brillantes plumas de su fantástico tocado
caían casi hasta el suelo. Estaba sentado con una maza de negra piedra maciza
sobre sus rodillas. Su rostro oscuro se caracterizaba por una severa fuerza;
había brutalidad y astucia en los ojos que miraban a Abbot. El capitán Vipal
habló adelantándose a la respuesta de Abbot:
–Dicen
que han sido arrojados al valle por la tronada.
Un
gran guerrero instalado al lado del trono, un capitán canoso, tuerto, con una
cicatriz en la cara, adornado de plumas blancas, lanzó una estentórea
exclamación:
–¿Por
la tronada? Y este extranjero es de cabellos rubios, como la leyenda dice de…
El
rey Unmax interrumpió fieramente.
–¡Lo
que insinúas es imposible, Huroc! ¡Este hombre está mintiendo!
Una
muchacha que se encontraba detrás del guerrero canoso de la cicatriz habló
pausadamente:
–El
hombre no puede estar mintiendo, puesto que aún no ha hablado por sí mismo.
Abbot
la miró maravillado y con plena admiración. Esa princesa maya era una figura de
salvaje e indómita belleza. Su esbelto cuerpo cobrizo estaba cubierto solo por
una faldilla de lino blanco ricamente recamado, orlada con cuentas de jade. Sus
suaves hombros y sus pequeños pero arrogantes pechos desnudos, su oscuro
cabello coronado por un compuesto tocado, sus cincelados rasgos y sus sombríos
ojos, poseían un imponente atractivo. Unmax se volvió furiosamente hacia ella.
–¡Tú,
Shuima, estás apoyando a Huroc en su disimulada blasfemia! ¡Les advierto que
tengan cuidado!
Abbot
tomó la palabra.
–No
entiendo esto. Es cierto que me trajo aquí la tormenta, si bien yo buscaba el
valle de Xibalba. Hallé una pista de su situación en una tumba lejana.
–¿Una
tumba? –se mofó Unmax–. ¿Una tumba que los guió hasta Xibalba? ¡Todo es
mentira! –Alzó la mano–. Vipal, llevarás a estos dos extranjeros a…
–¡Estoy
diciendo la verdad! –Abbot estalló desesperadamente. Y entonces cayó en la
cuenta de que poseía una prueba que podría mostrar. Se agachó prestamente y
desgarró el paquete que había dejado caer a sus pies. De él extrajo la antigua
espada corta–. ¡Miren! ¡He hallado esta espada en la tumba! Y allí había una
inscripción que decía…
La
voz de Abbot se fue apagando. Un extraño y súbito cambio se había operado en
todos los seres humanos presentes en el enorme salón iluminado por antorchas.
Unmax, el gigante capitán tuerto Huroc, la pequeña Shuima… todos parecían
afectados por una insólita parálisis nada más ver la pesada espada antigua en
la mano de Abbot.
–¡La
espada de Kukulcán! –murmuró Huroc, con su único ojo descontrolado, flameando
de emoción–. ¡Entonces el Emplumado ha regresado al cabo de las edades!
Unmax
se puso de pie de un salto, alzándose gigantesco y blandiendo su gran maza
negra, mientras miraba bravamente a Abbot.
–De
modo que fue el Señor del Trueno quien los trajo aquí –siseó.
Y
en ese momento, repentinamente, Abbot vio que en el rostro de Unmax se
verificaba una increíble y espantosa transformación. Este se distorsionó y su
cara cambió por completo: se transformó en el bellaco y a la vez hermoso semblante
de párpados pesados que Abbot había contemplado durante aquella absurda visión
en la tumba. ¡La oscuridad pareció hacerse más lóbrega y espesa en el salón
alumbrado por antorchas! Una penumbra sobrenatural; algo frío, alienante,
atemorizador… Y de golpe, la bella y maligna cara se desvaneció y el propio
rostro de Unmax, brutal y colérico, lo miró de nuevo. Unmax parecía luchar para
contenerse antes de hablar.
–Extranjero,
esa espada es conocida aquí –dijo por fin–. Tu historia debe de ser cierta. Al
menos, te recibimos como huésped hasta que tengamos oportunidad de platicar más
detenidamente sobre estas cosas. Condúcelos al alojamiento adecuado –ordenó a
Vipal bruscamente. Y a la multitud sacudida por el temor–: ¡Y no permitas que
las conversaciones blasfemas acerca de este asunto se divulguen en el exterior!
Abbot,
atolondrado y sobresaltado, repuso la espada en su paquete y, junto a Yáñez,
siguió al capitán Vipal fuera de la sala. El rostro del feroz guerrero maya se
veía ceniciento a la luz de las antorchas de los corredores, a lo largo de los
cuales conducía a sus huéspedes. Al introducirlos en una amplia cámara de
paredes blancas, se inclinó profundamente.
–Se
les proporcionará comida y bebida, señores –comentó secamente, y se retiró.
Abbot
observó maravillado la habitación iluminada por las teas. Brillantes tapicerías
de plumas tejidas con los habituales diseños mayas pendían en las paredes.
Bajos taburetes de madera tallada y lucientes esteras tejidas, constituían el
único moblaje. Pequeñas ventanas guarnecidas con barras miraban hacia la noche.
No tardaron en aparecer sirvientas portando bandejas de cerámica coloreada,
escudillas y jarros. Las cobrizas muchachas, con los bellos cuerpos desnudos
hasta la cintura, miraban con evidente temor a Abbot y a Yáñez, mientras
depositaban sus cargas. Una de ellas, inclinándose ante Abbot, tendió la mano y
la presentó a sus labios.
–¡Muchos
en Xibalba han esperado largamente el retorno de Kukulcán, señor! –susurró.
Abbot
las siguió con la mirada cuando se marchaban.
–¡Que
me condenen! ¡Por causa de la espada y la tronada esta gente me ha identificado
con su dios Kukulcán!
–¡Dioses
del trueno y dioses del mal… este lugar es profano, maldito! –exclamó Yáñez
santiguándose.
El
rostro moreno del guatemalteco estaba pálido, y sus manos temblaban. Abbot le
palmeó el hombro, tranquilizándolo.
–¡Ánimo,
José! Precisamente porque son supersticiosos, no hay razón para que esto nos
preocupe.
–¡No
es solo superstición, no! –exclamó Yáñez febrilmente–. ¡Usted vio a ese malvado
rey conjurar a los demonios del cielo, allí en la sala del trono! ¡Vio su
rostro, vio la oscuridad que concentraba…!
–¡Cielos!
¿Vas a permitir que unas pocas muecas y una sombra casual te amedrenten? –preguntó
Abbot con impaciencia–. Hemos dado con un lugar maravilloso, un lugar que nos
hará famosos. Olvida todas esas tonterías de dioses y demonios.
Pero
más tarde, una vez que comieron y se estiraron en suaves esteras en la cámara
en sombras, Abbot descubrió que no era fácil olvidar. Yacía, contemplando el
trémulo resplandor de las antorchas que penetraba por las ventanas desde algún
lugar del exterior del palacio, y daba vueltas en su mente a la inconcebible
situación con la que había tropezado. ¿Por qué su identificación fortuita con Kukulcán
despertaba en esa gente tan profundas y opuestas emociones, ira en el caso de
Unmax, temor en otros, ferviente esperanza en algunos? ¿Qué había sucedido en
la sala del trono cuando oscureció de manera tan insólita? Abbot no tuvo noción
de que estaba cayendo en un letargo de agotamiento, hasta que de repente
despertó, estremeciéndose. Entonces oyó un leve y cauteloso ruido. Una confusa
sombra se acercaba furtivamente y se agachaba sobre él. Instantáneamente, Abbot
se levantó de un salto y asió con fuerza al intruso. Se quedó estupefacto al
encontrarse aferrando los esbeltos y suaves hombros desnudos, y sentir un
cabello perfumado contra su rostro.
–¡Señor,
soy yo, Shuima! –murmuró una voz vibrante–. ¡No me castigues, porque no soy tu
enemiga!
–¿Shuima?
¿La princesa que se encontraba en la sala del trono? –preguntó en voz baja
Abbot, atónito–. ¿Qué demonios…?
Una
gran figura oscura cruzó la luz que se filtraba por la ventana, y Yáñez se
despertó lanzando un chillido de alarma.
–¡Tranquiliza
a tu amigo, o todo está perdido! –advirtió Shuima de inmediato–. Es Huroc, que
ha venido conmigo en esta misión.
¿Huroc?
¿El canoso capitán tuerto? Abbot se sentía cada vez más perplejo, pero se
apresuró a silenciar al guatemalteco con un ¡chitón! por lo bajo. La dulce mano
de Shuima lo empujó hacia el suelo junto a la ventana.
–¡Señor,
Huroc y yo hemos venido a tu cámara con secreta cautela, para advertirte que en
estos precisos momentos Unmax concentra los poderes de El-de-Alas-de-Murciélago
para atacarte!
–¿El-de-Alas-de-Murciélago?
¿Quieres decir Zotzilha, el dios murciélago de la oscuridad? ¿Qué quieres decir
exactamente con eso? –preguntó incrédulamente Abbot.
–Seguramente
lo sabes bien. ¿Acaso no has regresado, como tanto hemos rogado que hicieras, a
fin de aniquilar a ese demonio? ¿No es por eso que has venido, señor Kukulcán?
–¿Me
llamas a mí Kukulcán? Esto es una locura. No soy un dios.
–No,
pero eres el elegido del dios –se apresuró a decir Shuima–. Eres el vicario de Kukulcán,
como Unmax es el vicario de Zotzilha.
Abbot
maldijo mentalmente toda superstición. Antes de que pudiese protestar, la
muchacha siguió hablando.
–¡Es
extraño que no comprendas las cosas por ti mismo! Porque Kukulcán te envió
aquí, arrojándote por medio de su tronada a nuestro valle, como dijistes. Y Kukulcán
se manifestará seguramente a través de ti para librar la lucha final que aún
está pendiente.
–¿Lucha?
¿Con quién? –quiso saber Abbot.
–¡Con
El-de-Alas-de-Murciélago! –gruñó ceñudamente Huroc, temblando de odio su enorme
figura–. ¡Con el oscuro señor del mal, que durante generaciones se ha nutrido y
cebado a expensas de nuestra raza indefensa!
Los
suaves dedos de Shuima asían apasionadamente la mano de Abbot, en tanto seguía
hablando.
–Veinte
siglos han transcurrido desde que ambos, Kukulcán y Zotzilha, se manifestaron
por medio de valientes hombres en nuestro valle. Zotzilha,
El-de-Alas-de-Murciélago, con el fin de nutrirse de la fuerza vital de los
sacrificios que le eran ofrecidos. ¡Pero, Kukulcán, la Serpiente Emplumada, para
enseñarnos y ayudarnos! Kukulcán, a través de su vicario, bendijo a nuestro
pueblo en aquel tiempo. Redujo a su cubil en la negra montaña a
El-de-Alas-de-Murciélago, y nos enseñó la paz y la felicidad. Entonces, un día
fatídico, el príncipe de Iltzlan, que en aquella época era el vicario de Kukulcán,
condujo al mundo exterior a una tribu de nuestro pueblo, cuando este valle se
hizo pequeño para contener nuestro crecimiento. ¡Iltzlan jamás retornó! Y la
espada de Kukulcán, con cuya posesión un hombre puede convertirse en vicario
del dios, se perdió con él en el mundo exterior. Así, el tenebroso Zotzilha
salió de su madriguera y sometió a nuestro pueblo, y desde ese momento ha
reinado perversamente sobre nosotros por medio de representantes tales como ese
Unmax que ahora es su vicario. ¡Pero ahora tú has vuelto con la espada, y
sabemos que Kukulcán nos avisa que se manifiesta a través de ti resuelto a
terminar con la tiranía de El-de-Alas-de-Murciélago y de su instrumento en
Xibalba, para siempre!
Abbot
estaba espantado. El dualismo supersticioso de la fe de este pueblo relacionaba
a su propia persona con Kukulcán. La circunstancia de que poseyera esa espada
tomada de la tumba, que ahora sabía que era la de Iltzlan, alimentaba la
creencia de que él era el Intermediario elegido de su dios Kukulcán.
–¡Yo
no tengo nada que ver con dioses! –protestó–. Kukulcán es considerado por mi
pueblo como un simple mito.
–¡Kukulcán
no es un mito! –exclamó Huroc–. Es fuerza; invisible pero tangible, real,
poderoso… sí, de la misma manera que es real y poderoso Zotzilha. La Serpiente
Emplumada no es sino el símbolo de sus rayos. El verdadero Kukulcán no es de
este mundo.
Sonaba
casi convincente. Pero Abbot se esforzó por apartar la superstición de su
pensamiento. Tenía que mantener su mente clara.
–¿Lo
que ustedes esperan de mí es que derroque la tiranía de Unmax-Zotzilha? ¿Tienen
algún plan?
La
respuesta de Shuima lo dejó pasmado.
–Ven
ahora con nosotros al abandonado Templo de la Serpiente Emplumada. Allí ya se
encuentra reunida una multitud de los que en Xibalba aún son secretamente
devotos de Kukulcán… como los dos guardias de tu puerta que nos permitieron
entrar en la cámara. En aquel lugar, en su templo, Kukulcán se manifestará en
ti como su vicario. ¡Y cuando nuestro pueblo te vea, te seguirá hasta la muerte
contra Unmax y sus guerreros!
Abbot
estaba lleno de pánico. Ellos esperaban que una suerte de posesión sobrenatural
se pusiera de manifiesto en él. Era una locura. Sin embargo, precisaba aceptar
esa idea, adaptarse a su creencia, si no quería ser asesinado en ese endiablado
palacio.
–De
acuerdo, iré –dijo precipitadamente–. ¡Pero recuerden que yo no confirmo nada
acerca del parentesco con Kukulcán que ustedes me atribuyen! –Se volvió al
guatemalteco–. Yáñez, sería más seguro para ti desaparecer de todo este enredo
en cuanto salgamos de palacio. No quiero arrastrarte a peligros mayores.
–Creo
que existen peligros en cualquier lugar de este valle, señor –susurró Yáñez–.
Iré a donde usted vaya.
Huroc
abrió la puerta y la luz de las antorchas del pasillo resaltó su maciza figura.
Llevaba una pesada espada en la mano.
–¡Vamos
rápido! ¡Y no olvides la espada consagrada, señor Kukulcán!
Abbot
cogió la pesada espada antigua de su equipaje y siguió al enorme guerrero
tuerto y a la frágil muchacha por el camino del salón. Los dos guardias de
servicio se inclinaron ante él en una profunda reverencia.
–¡Somos
creyentes, señor Kukulcán!
–¡Vamos!
¡Por aquí! –indicó Shuima en voz baja.
No
habían recorrido sino diez escalones en dirección al ángulo del corredor,
cuando súbitamente apareció el capitán Vipal. El maya se encontraba a un metro
de distancia de ellos, y su feroz rostro se endureció al verlos; enarbolaba su
espada desenvainada con aire amenazante.
–¡Sospeché
que habría traición! –siseó, y la hoja con filo de obsidiana se dirigió al
corazón de Abbot.
Con
un grito de advertencia atenuado, Yáñez dio un violento empujón a Abbot. Este,
mientras se tambaleaba, oyó un grito sofocado.
–¡Señor…!
Se
afirmó nuevamente sobre sus pies, empuñando la antigua espada. Todo iba a
terminar rápidamente. La gigantesca arma del gran Huroc atravesó rápidamente el
cuello de Vipal. Se oyó un débil sonido de quebradura, y el sanguinario
guerrero sucumbió, bañándole horriblemente los ojos en las órbitas.
–¡Habrá
más tranquilidad por este camino! –resolló el gigante tuerto.
–¡Señor,
tu amigo está herido!
Yáñez
estaba desplomado, apretando la horrible herida que produjera en su costado la
veloz y aserrada espada. El color abandonaba su rostro. Murmuró una palabra a
Abbot, que se inclinaba frenéticamente sobre él. La palabra y su vida acabaron
a la vez.
–¡Maldición,
he llevado a este hombre a la muerte! –se atragantó Abbot–. ¡Recibió esa
estocada que iba dirigida a mí…!
–La
muerte está cerca de todos nosotros a menos que salgamos del palacio en seguida
–advirtió Huroc. Giró hacia los guardias que se habían aproximado corriendo por
el pasillo–. ¡Escondan esos cuerpos! ¡Nos vamos!
El
cerebro de Abbot estallaba de pesadumbre, remordimiento y duda, mientras iba en
pos del gigante y la muchacha hacia fuera del palacio. Una profunda oscuridad
entramaba la noche de Xibalba, y solo una ristra de estrellas en los cielos,
por encima de sus cabezas, marcaba la boca del cañón. Fue trastabillando guiado
por sus compañeros, a través de jardines, a lo largo de estrechas calles
desiertas y tétricas de la ciudad baja. La masa del palacio iluminada por las
teas se encontraba ya alejada detrás de ellos, y en esos momentos estaban en la
selva apretujándose por una angosta huella. A medida que iban avanzando, los
pájaros alborotaban, y las ramas rasguñaban sus rostros. Huroc miró hacia atrás
y profirió una exclamación en voz baja. Abbot divisó, en el alejado extremo
norte del valle, antorchas empequeñecidas por la distancia, que bajaban los
escalones del sólido desfiladero.
–¡Unmax
regresa del templo de El-de-Alas-de-Murciélago! –roncó el gigante tuerto–. No
te hallará, y entonces…
No
terminó de hablar, pero apuró el paso. La mano de Shuima tocó el brazo de Abbot
urgiéndolo a andar más de prisa. Entonces, por entre la selva, se filtró una
roja luz de teas. Se elevaban destacando ante ellos los blancos terrados del
gran templo piramidal de la Serpiente Emplumada. Varios cientos de hombres y
mujeres aguardaban, portando antorchas flameantes, en los tejados; un tenso y
silencioso anfitrión. Muchos eran guerreros perfectamente armados, y los ojos
de todos se clavaron en el rostro de Abbot mientras marchaba entre sus dos
acompañantes subiendo por la primera escalera.
–¡La
espada! ¡Es la espada de Kukulcán! –les oyó musitar excitados al ver la antigua
arma que llevaba.
–¡El
Señor del Trueno! ¡La Serpiente Emplumada! –repetían todos en su grito
colectivo.
Abbot
se sintió confundido cuando llegaron al altar en la cúspide de la pirámide.
Allí se alzaban dos enormes imágenes de piedra de la Serpiente Emplumada,
grandes cuerpos retorcidos, poderosas cabezas en alto, desafiantes. Entre ellas
había un silla alrededor de la cual se enroscaban protectoras. Volviose y,
mirando hacia abajo, contempló a la multitud en los tejados iluminados con
antorchas. Un silencio profundo y tenso caía ahora sobre ellos, y una total
expectación parecía haber esculpido máscaras en los rostros enfrentados a él.
–Debes
sentarte en la silla del vicario, y asir la espada mientras invocamos a Kukulcán
–le aleccionó Huroc.
–¡Huroc!
¡Shuima! ¡Todo esto es una locura! –rezongó Abbot–. Lo que esperan es imposible
que suceda.
–¡Nosotros
sabemos que eres el vicario elegido; si no, no habrías hallado la espada! –afirmó
Huroc–. ¡Ve a tu lugar! La invocación comienza.
Aquella
muchedumbre apiñada en los tejados cantaba. Abbot estaba familiarizado, gracias
a las viejas inscripciones, con las palabras de su canto: Tú, El Brillante
Señor del Trueno, Serpiente Emplumada del Relámpago Vivíente…
Sentado
allí por encima de ellos, apretando en su mano la antigua espada, Abbot oyó un
grave retumbar de trueno, cañón arriba, y sintió una profunda convulsión.
–¡Ellos
creen que esta es la respuesta a su invocación! Y, cuando no ocurra nada…
Señor
del cielo cargado de tormenta…
El
estruendo del trueno crecía a medida que se elevaba el tono del cántico. Y
Abbot se irguió en su asiento de piedra. Otra vez subía por su brazo esa fuerza
proveniente de la espada e inundaba su cuerpo, como había sucedido en la tumba.
¡Pero ahora con mucha más potencia, y su cuerpo entero tiritaba y se estremecía
bajo su influjo!
–Influencias
eléctricas de la tormenta que se avecina –trató de convencerse interiormente
Abbot, con la garganta seca.
Allá
abajo, la muchedumbre iluminada por las antorchas dio la impresión de
disolverse en refulgentes vapores, y el incremento del cántico y el retumbar
del trueno se fusionaban en un rugido que retumbaba en sus oídos. Dio
volteretas, bailó como un trompo, se elevó en una niebla reluciente. Y de
nuevo, pero ahora más intensamente, sintió el impacto que en su cerebro
producía esa mente fría, amplia, alienante.
–Yo
soy el que estas gentes llaman Kukulcán. Pero no soy un dios.
Oía
esa fría y calmosa voz en medio de las remolineantes nubes. ¡Sin embargo,
hablaba dentro de su propio cerebro!
–Vives
en un universo que tiene muchas dimensiones infinitas desconocidas para ti. En
esos abismos dimensionales moran entidades tales como no has imaginado nunca,
sin forma, sin cuerpo, mas poderosas. Y algunas de ellas son… malvadas. Hace
mucho, uno de esos malignos se sustrajo a nuestra vigilancia, y penetró en la
dimensión de tu tierra. Se guareció en este valle, se hizo idolatrar y temer en
su condición de El-de-Alas-de-Murciélago, como un dios del mal, por ese pueblo
ignorante. Yo, que por mi descuido facilité su fuga, fui enviado a fin de
obligarlo a retornar a sus apropiados golfos dimensionales oscuros. ¡Pero había
devenido demasiado fuerte! Permaneció aquí, alimentando su fuerza vital con los
sacrificios y valiéndose de los hombres como instrumentos suyos, durante
siglos. En el transcurso de varios siglos he sido incapaz de interferir, porque
la espada que empuñas se había perdido en el mundo de fuera. Esa espada es una
llave sagazmente ideada con el objeto de abrir camino entre las dimensiones y
permitir que me manifieste por intermedio del hombre que la posee. Tu hallazgo
me dio la oportunidad de utilizarte como mediación para dirigir la lucha contra
El-de-Alas-de-Murciélago. Él debe ser destruido, ahora o nunca, a fin de que no
se convierta en demasiado poderoso en este valle y extienda sus tenebrosos
brazos más allá de él, sobre toda la tierra. La maza negra de Umnax es la llave
que le da la posibilidad de llegar a este mundo. ¡Debes conseguir esa maza y
destruirla sea como sea!
El
estallido del trueno agitó la niebla que envolvía la mente de Garth Abbot, y
esas brillantes nubes se desvanecieron repentinamente. Abbot miró con asombro
las antorchas agitadas por el viento, y vio también que había temor en el ojo
llameante de Huroc y en el semblante de Shuima. Comprendió que su propio rostro
habría mostrado un aspecto inusitado, inhumano. Desde el fondo de la tormenta
en ciernes, el relámpago castigaba y parecía bailar en la cima del templo
subrayando las grandes Serpientes Emplumadas de piedra, semejando retorcerse
igual que serpientes de fuego viviente.
–¡Kukulcán!
–rugió el gentío abajo, aclamando frenéticamente al confundido Abbot–. ¡Kukulcán
retorna!
Abbot,
con el cerebro vacilante a causa de esta sobrenatural posesión mental que en
cierto modo todavía lo aferraba, se dio cuenta de que estaba gritando:
–¡Yo
soy el vicario de la Serpiente Emplumada! ¡Kukulcán retorna en mí! ¡Y ha dicho
que marchemos sobre Xibalba ahora, para expulsar la tiniebla, la tiranía de
Zotzillla, para siempre!
¿Ilusión,
alucinación nacida de la pesadilla en desvelo, era un sueño el avance impetuoso
y extraordinario de los acontecimientos? No podía creerlo del todo, aunque esa
ira y esa determinación sobrenaturales influían aún sobre su razonamiento. ¡Si
alguna cosa fantástica y maligna había llegado a la tierra desde abismos
extraños, si él realmente era el instrumento humano que habría de devolverla a
su sitio, ahora no le era dado entretenerse en la duda!
–¡Huroc,
reúne a nuestros guerreros! –gritó–. ¡Marchamos sobre la ciudad enseguida!
–¡Ya
estamos listos! –gritó el gigante–. Nuestra única oportunidad consiste en
sorprender a Unmax y…
Un
agudo lamento que venía de la selva lo interrumpió, y subió las terrazas
alumbradas por las antorchas, tambaleándose, un guerrero maya cubierto de
sangre y polvo.
–¡La
gente de la ciudad se ha levantado contra Unmax! –exclamó–. ¡Cuando el rey
regresó del templo de El-de-Alas-de-Murciélago y reunió a sus guardias para que
lo siguieran hasta aquí, el pueblo se alzó en favor de Kukulcán!
–¡No
hay posibilidad de sorprenderlo ahora!
–¡Ha
comenzado! –aulló Abbot–. ¡Vamos!
Huroc
y Shuima se hallaban a su lado cuando sus huestes se lanzaron hacia la selva en
un torrente de antorchas y espadas.
–¡El
pueblo no puede resistir mucho a los guardias de Unmax! –gritaba Huroc mientras
corrían–. ¡Pero contigo a la cabeza todo es posible!
El
trueno de la tempestad que se avecinaba retumbaba detrás de ellos al tiempo que
se volcaban saliendo de la selva, avistando la ciudad. ¡Xibalba se retorcía en
los dolores de la batalla! Teas agitadas salvajemente revelaban el estruendoso
combate en las calles cuando las firmes masas de guardias de Unmax atropellaban
a la hirviente multitud de ciudadanos rebeldes. Abbot vio que la colérica
revuelta se encontraba ya al borde de la derrota, que los guardias
disciplinados marchaban sin vacilación sobre la multitud enardecida haciendo
estragos.
–¡Maten
a todos los que tengan armas en la mano! –rugía la voz de toro de Unmax en
medio del fragor–. ¡Aplasten a esos traidores de una vez por todas!
Abbot
entrevió la alta figura del rey, sus maravillosas plumas que se meneaban por
sobre las cabezas de los guardias, mientras blandía y golpeaba con la gran maza
negra que constituía su arma. ¡Esa maza negra era más que un arma! En el
enardecido cerebro de Abbot, en tanto cargaba junto a Huroc, resonó el recuerdo
de esa voz mental que en apariencia le hablaba en el templo.
–¡La
maza negra de Unmax es la llave que permite la llegada de Zotzilha al mundo!
¡Debes destruirla a cualquier precio!
–¡Kukulcán!
¡Kukulcán! –se elevaba ondeando el grito de los rebeldes, aun cayendo bajo las
espadas y las lanzas de los guardias.
–¡Kukulcán
está aquí! –bramó Huroc, y él y Abbot al frente de sus guerreros irrumpieron en
la lucha–. ¡La Serpiente Emplumada nos guía!
Al
ver la figura de Abbot y la pesada espada antigua, la multitud lanzó un
atronador grito. Se alzaron en una nueva arremetida, enloquecidos. Abbot se
sintió arrastrado, como si estuviera en la cresta de una ola humana, contra las
compactas filas de los guardias de Unmax. Espadas de filo serrado y lanzas
relucían ante sus ojos entre la luz vacilante de las antorchas. Golpeó
ciegamente con su espada, sintiendo que penetraba en la carne y los huesos.
Vislumbró el temor en los rostros de los hombres de Unmax que iban cayendo, un
temor supersticioso.
–¡Los
estamos derrotando! –gritó Huroc muy cerca de él; el gigante exultaba–.
¡Adelante, Kukulcán!
–¡Manténganse
firmes! –vociferaba Unmax a sus hombres–. ¡El-de-Alas-de-Murciélago está con nosotros!
¡Miren!
Unmax
levantó muy en alto su negra maza a la luz de las antorchas. Un cambio rápido y
sutil filtraba la furiosa escena. Una oscuridad fría y maléfica parecía avanzar
en una ola terrorífica sobre Abbot y Huroc y su horda que pasaba adelante,
asfixiando sus antorchas, confundiéndolos y cegándolos.
–¡Las
alas de nuestro señor caen sobre ellos! ¡Golpeen sin clemencia! –aullaba Unmax,
radiante–. ¡Cojan vivos al falso Kukulcán y a los traidores Huroc y Shuima!
Abbot
sintió en su pulso que titubeaba ante el terror que penetraba sus fuerzas a
medida que esa oscuridad helada avanzaba en profundidad sobre ellos. ¡Estaban
retrocediendo, gritaban fuertemente de miedo! Y él también percibió que temía a
esa tiniebla creciente. Se reprochó a si mismo furiosamente que estaba dejando
que la superstición lo afectara, se dijo que solo se trataba de una ráfaga de
aire frío de la tormenta que invadía el valle y apagaba las antorchas. Sin
embargo… Los guardias de Unmax irrumpían entre sus fuerzas oscilantes, las espadas
golpeaban ahora furiosamente. Huroc luchaba a su lado, enloquecido.
–¡Shuima
fue capturada! ¡Nuestros hombres se retiran! –gritó broncamente el gigante–.
Señor Kukulcán, si no disipas la oscuridad de El-de-Alas-de-Murciélago…
¿Shuima
capturada? ¿Unmax rugiendo triunfalmente mientras él conducía a sus guerreros?
Una tremenda ira que se acrecentaba, y que no era la cólera de su propia mente,
parecía aprisionar ahora el cerebro de Abbot.
–¡No
teman! –se oyó gritar a sí mismo–. ¡Las tenebrosas fuerzas de Zotzilha no
pueden resistir esto!
Y
levantó su mano señalando hacia el cielo, mostrando rayos cegadores que se
desenroscaban y relampagueaban atravesando la helada oscuridad. El infernal estallido
del trueno que siguió a esas primeras refulgencias de la tempestad que se
desataba acentuó el grito de Huroc.
–¡Las
serpientes de fuego de Kukulcán golpean a través del cielo! ¡El Señor del
Trueno nos guía!
Y
cuando la furia de la tormenta caía con toda su intensidad sobre Xibalba, los
guerreros que seguían a Abbot se lanzaron adelante a resistir.
–¡Kukulcán
nos guía! –era el grito salvaje y lleno de alegría.
Para
Abbot, esa batalla en las calles fustigadas por la tormenta se convirtió en un
desconcertante caos de espadas, gritos y rostros espectrales, de enceguecedores
relámpagos ardiendo en batalla contra la tremenda lobreguez. ¿Batalla de dioses
tanto como de hombres? ¿O no de dioses, pero de entidades con dimensiones que
rebasaban las de la tierra, trabadas aquí en lucha a muerte? No tenía tiempo
para especular sobre eso ahora. Abrigaba en su mente únicamente un objetivo, y
ese era el de cortarle el camino a Unmax y arrebatarle la poderosa maza que el
rey esgrimía. Pero Unmax desapareció en cuanto la batalla perdió forma y se
transformó en una refriega arremolinada y sin concierto. Sus guardias iban
siendo cercados y atacados por grupos, sobrepasados por el creciente número de
sus contrarios. Abbot sintió que Huroc aferraba su brazo, inclinándose para
gritarle por encima del retumbar del trueno y el siseo de la lluvia.
–¡Hemos
ganado la ciudad! ¡Este es el fin de la tiranía de Unmax!
–¡No
será el fin hasta que él esté muerto y su negra arma se encuentre en mis manos!
–gritó Abbot–. ¡Pronto, al palacio! ¡Debemos dar con él!
Hombres
que aullaban como lobos en medio de la fiebre de la batalla; tras ellos se
volcaron sobre los últimos restos de resistencia, hacia el palacio. En los
corredores de la gran mole, alumbrados por las antorchas, solo encontraron
sirvientes heridos, que les dieron noticias de Unmax.
–¡El
rey y sus últimos guerreros han pasado por aquí volando hacia el templo de
El-de-Alas-de-Murciélago! ¡Llevan a la princesa Shuima con ellos!
Huroc
lanzó una bronca exclamación.
–¡Debemos
atraparlos antes de que penetren en la oscura caverna de Zotzilha! ¡Porque
ningún hombre, sino Umnax mismo, puede entrar en el cubil de
El-de-Alas-de-Murciélago!
Abbot
se volvió rápidamente.
–¡Démonos
prisa, entonces! ¡No podemos esperar más!
Con
los cien hombres que los hablan seguido hasta el palacio, él y Huroc se
precipitaron bajo la tempestad y se encaminaron velozmente en dirección al
extremo norte del valle. Abbot nunca hubiera imaginado un espectáculo de tan
terrorífica grandiosidad como el que ofrecía la tormenta de truenos que se
desplazaba con ellos hacia la parte superior del gran cañón. Encerrados entre
esos elevados muros de rocas, los truenos eran ensordecedores, y cada centelleo
del relámpago parecía agrietar el universo. Viento y lluvia arremetían a lo
largo de los senderos de la selva, y la mecían salvajemente. No tenían
antorchas, y alumbrados solo por la luz de los repetidos relámpagos pudieron
distinguir por fin el negro y amenazador bulto de la montaña cuadrada que se
encontraba en la entrada del valle.
–¡Miren,
suben las escaleras hacia el templo de El-de-Alas-de-Murciélago! –aulló Huroc,
señalando con su espada–. ¡Tras ellos!
–¡Te
seguimos, Kukulcán! –gritaron los enloquecidos guerreros mayas, siguiéndolos.
Al
resplandor de los relámpagos, Abbot vio la escalera, un gran tramo de anchos
escalones labrados en la roca viva, que conducían directamente a lo alto de la
empinada pendiente de la montaña. Negras estatuas de piedra representando a
Zotzilha con forma de murciélago guardaban el rellano de la mitad de la
escalinata, y en ese lugar unos cuarenta guardias de Unmax se dieron vuelta
desesperadamente, levantando sus espadas.
–¡Tratan
de detenernos mientras Unmax huye con Shuima al interior del cubil de
El-de-Alas-de-Murciélago! –rugió Huroc.
Abbot,
alumbrado por un cegador relámpago, vio a Unmax trepando por las escaleras y
cargando la figura inerte de la muchacha maya.
–¡Aplástenlos!
¡Miren, los relámpagos de Kukulcán asaltan la guarida del maligno! –alentó
Huroc.
Las
luces de los incesantes relámpagos en realidad golpeaban el rostro de la negra
montaña, derribando grandes masas de roca. El sentido común llevó a Abbot a
pensar que en la montaña debería de haber vetas de oro que atraían los rayos.
Pero el pasmoso espectáculo trascendía toda lógica en su sobrenatural poderío.
Las espadas entrechocaban y resonaban por las escaleras, según se acercaban al
rellano y a los guardias de Unmax. Abbot, resbalando sobre la roca húmeda,
esquivó un golpe malévolo, y tiró un lance al distorsionado guerrero que venía
a sus espaldas. El relámpago mostró a seis hombres que ya habían caído, cuando
el resto de los hombres de Unmax, ablandados por los terroríficos resplandores,
se entregaron.
–¡Perdona
nuestras vidas, Kukulcán! –gritaron implorantes, dejando caer sus armas–. ¡El
rey nos obligó a ponernos en tu contra!
–¡Tómenlos
prisioneros! –gritó Abbot a sus vociferadores guerreros–. ¡Ahora, arriba,
Huroc!
Subieron
corriendo el ultimo tramo de los escalones seguidos por un gran número de sus
guerreros. La montaña entera parecía temblar y resquebrajarse ante las ráfagas
de relámpagos mientras alcanzaban el ultimo rellano. Esta amplia plataforma de
piedra, en el costado del desfiladero, era simplemente una saliente de roca
cortada. De ella partía un elevado y oscuro túnel, que se internaba en la roca
maciza de la montaña. Y encima del sombrío portal se abrían las alas de piedra
de Zotzilha, guardando la entrada de la guarida. Abbot empuñó su espada y se
lanzó hacia el lóbrego pasillo, y Huroc y los demás empezaron a seguirlo, con
cierta vacilación. Penetraron en una profunda y fría oscuridad. Una corriente
heladora penetró en Abbot hasta los huesos.
–¡El
poder de El-de-Alas-de-Murciélago está sobre nosotros! –dijo ahogadamente Huroc–.
¡No puedo moverme!
Él
y los otros mayas aparecían verdaderamente petrificados, fuese a causa del
terror supersticioso o del maligno abrazo de esa helada oscuridad. Pero, aunque
el propio Abbot sentía el sofocante apretón de la frígida tiniebla, todavía era
capaz de luchar para adentrarse más allá en el sombrío túnel. Cada refulgencia
del relámpago mostraba instantáneamente visiones cegadoras del corredor que se
alargaba delante de él, y en esos momentos se sentía con fuerzas para avanzar
con mayor rapidez.
–¡Kukulcán
matará a El-de-Alas-de-Murciélago en su madriguera! –oyó que gritaba Huroc
detrás suyo.
Abbot
se percibía a sí mismo como dos seres absolutamente distintos en tanto que se
apresuraba con inseguridad recorriendo el tenebroso túnel de la caverna, aferrando
la espada con determinación. Era Garth Abbot, arqueólogo, tratando de salvar a
la princesa Shuima del brutal tirano bárbaro que la había arrastrado allí con
propósitos asesinos. Pero, simultáneamente, era el ser sobrenatural que lo
utilizaba como instrumento, era también ese resplandeciente ser venido de
dimensiones de otros mundos cuya lucha de siglos contra un objeto del mal
culminaba ahora.
–¡Zotzilha,
ya voy! –Se le antojó oírse a sí mismo gritar furiosamente en los túneles–. ¿Me
enfrentaré con la oscuridad?
Garth
Abbot rechazaba ese feroz desafío considerándolo una mera aberración mental
nacida de la influencia de la tormenta y de la batalla sobre su mente
calenturienta. Pero la influencia de Kukulcán lo llevaba con furiosa ansiedad a
enfrentar la resonante y turbia tiniebla. El túnel desembocaba en una enorme
caverna. Y allí, la oscuridad era suprema, entronizada en una negrura
arremolinada tal de abismos extraterrenales que cegaba y desequilibraba a
Abbot. En los momentos en que Abbot se volteaba irresoluto, una bramadora y
bronca risa parecía burlarse resonando en infernales ecos quebrados alrededor
de él.
–¡Así
que vienes a enfrentarte conmigo, Kukulcán! ¡Pues hazlo! –se mofó la oscuridad
desafiante.
Un
trueno titánico estremeció la montaña, mientras el brillo de un relámpago
alumbraba desde fuera, atravesando los túneles hasta esa caverna enterrada. El
vibrante resplandor ígneo dio luz durante un instante a la totalidad del
espacio cavernoso. Abbot vio, en el otro extremo de la caverna, la gigantesca
imagen de un inmenso murciélago de piedra, que destacaba con las alas
desplegadas, los ojos de piedra roja resplandecían en dirección a él, y a sus
pies yacía inmóvil el frágil cuerpo de Shuima. ¡Y vio también que Unmax se
erguía junto a ella, alzando la negra maza para estrellarla sobre su cabeza! El
relámpago cesó; Abbot giró rápidamente, y al caer a causa del brusco
movimiento, oyó el silbido de la maza que pasaba rozándole. Nuevamente envuelto
por la fría oscuridad sofocante, Abbot lanzó una estocada e hirió con su
espada… pero hirió el vacío del aire.
–¡Esta
tiniebla es mi reino! –se burló la voz de Unmax–. No podrás evadirte…
El
relámpago brilló de nuevo en los túneles, a tiempo para mostrar a Abbot que el
gigantesco maya lo embestía. Abbot golpeó salvajemente, antes de que el
resplandor se desvaneciera, y sintió que su espada penetraba en el hombro de su
antagonista. Pero la maza, girando, esta vez dio oblicuamente contra su cabeza.
Titubeó, se sintió caer y oyó el relincho triunfal de Unmax. Al caer, Abbot se
aferró desesperadamente a las piernas del maya, y lo derribó antes de que
pudiera blandir nuevamente la maza. Lucharon cuerpo a cuerpo sobre el piso de
piedra de la caverna; Unmax lo atacaba ferozmente al sentir su indefensión. Y
los vacilantes resplandores del relámpago, que ahora eran constantes en los
túneles exteriores, enseñaron a Abbot el distorsionado rostro de Unmax con el
aspecto del supremo horror. Porque era el bello y malicioso rostro extraño que
ya vislumbrara dos veces anteriormente el que ahora usurpaba los rasgos de
Unmax. ¿Era el rostro de Zotzilha mirándolo desde el cuerpo humano que usaba
como instrumento? ¿Era su propio rostro, en ese momento terrible, el semblante
de Garth Abbot o el de Kukulcán?
Sus
sentidos desfallecidos estaban a punto de abandonarlo mientras las grandes
manos de Unmax lo ahogaban. El gigantesco maya se puso de pie y levantó la
negra maza para dejarla caer sobre Abbot en el definitivo golpe mortal. La
herida del hombro de Unmax lo obligó a contenerse durante un instante y cambiar
de posición la maza. Y entonces, sacando desesperadamente fuerzas de flaqueza,
Abbot saltó, dio un giro con su espada y golpeó. ¡Percibió que la espada
quebraba de través la maza alzada, reduciéndola a fragmentos! ¡La sintió que
desgarraba profundamente el pecho del gigantesco maya!
–¡Derrotado,
hundido por El Brillante! –aulló Unmax mientras trastabillaba–. Exiliado para
siempre…
El
trueno hizo retemblar la montaña salvajemente, y las serpientes de fuego del
relámpago, penetrando los túneles, mostraron a Abbot que, al caer Unmax, era
precisamente el rostro tosco del maya el que ahora adquiría rigidez mortal. Y
Abbot sintió, en el mismo instante, que se emancipaba de la extraña tensión del
apoderamiento que lo atenazara durante toda la noche. ¿Se había ido el oscuro
Zotzilha, obligado a volver a los negros abismos de los que se marchara tanto
tiempo atrás hacia la tierra? ¿Se había ido también Kukulcán, ya finalizada su
misión? Abbot oyó ahora rocas que se trituraban y rodaban, y al débil
resplandor sus ojos atónitos vieron que la monumental imagen de
El-de-Alas-de-Murciélago se tambaleaba sobre su base. Rebotó oscilando, y cogió
la leve figura de Shuima, en tanto que la estatua erigida en otro tiempo por
los adoradores de Zotzilha se inclinaba peligrosamente, caía y se convertía en
ruinas.
–¡El-de-Alas-de-Murciélago!
–gritó con voz sofocada y temerosa la muchacha cuando él la hubo llevado hasta
el túnel exterior y la reanimó.
–Ha
perecido, y ya no hay nada que temer –le aseguró él roncamente.
Shuima
lo apretó con sus brazos, temblando.
–Unmax
me hubiera sacrificado a él, como había realizado el sacrificio de muchos
otros. Sí, durante siglos el oscuro Zotzilha ha consumido la vida de las
víctimas en esa temible caverna.
¿Había
sucedido así? ¿Durante siglos, algún oscuro y extraño ser del más allá había
estado alimentándose con la fuerza vital de hombres y mujeres entregado a un
monstruoso vampirismo? ¿O se trataba solamente de la superstición que
enmascaraba el brutal asesinato?
–Has
librado a Xibalba de este horror, señor Kukulcán.
–Ya
no soy Kukulcán –le dijo él–. Cualquiera que haya sido la manifestación de mi
fuerza esta noche, poseído o loco, ya no lo soy.
¿Posesión
o locura momentáneas? Jamás lo sabría. Era posible convencerse gradualmente que
únicamente la influencia del tiempo, del lugar y de la superstición le habían
producido esa extraña ilusión de ser instrumento decisivo en una lucha que
trascendía a la tierra. ¡Pero, recordando la insólita cadena de sucesos
fortuitos que lo habían conducido desde el hallazgo casual de una tumba, a
encabezar la batalla contra la malvada tiranía que oprimía a esa perdida y
olvidada raza, nunca se sentiría demasiado seguro! Trastabillando, marchó en
compañía de Shuima desde el túnel en dirección a la plataforma de piedra, y se
encontraba allí de pie cara al resplandor de la tormenta que acababa, cuando lo
enfrentó la frenética aclamación de Huroc y de sus guerreros.
–¡La
Serpiente Emplumada ha triunfado! ¡Salud al vicario de Kukulcán, el nuevo señor
de Xibalba!
Abbot
tuvo entonces conciencia de que, independientemente de lo que lo había
conducido hasta Xibalba, él permanecería allí. Podía dar a esa gente lo mejor
del mundo exterior; podría, en el momento oportuno, mostrarlos a ese mundo.
Pero todo ello acontecería en años futuros. En este momento, en pie, rodeando a
Shuima con su brazo, estaba tranquilo y seguro de sí mismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario