Edmundo Valadés
Te abruman y doblan desmemorias
de alguna luz en tus años pasados, la fatiga del recuento de los mismos errores
que repites como rosario interminable, el orín de lo que pudo ser, recuerdos alimonados,
la desazón maléfica de tus frustraciones. Al atardecer, cuando ya tu día reboza
zozobra y es demoledor el hastío, huyes de tu estorbosa madriguera, tan repleta
de tu propio desconsuelo, que te aniquila espacio y te oprime, te asfixia y te muere.
Su aire, contaminado de tu letal desolación, te intoxica, no te hallas y tropiezas
inevitablemente contigo mismo. Nada hay que te interese o distraiga: el libro se
te cae de la mano, y en el tocadiscos, aún tu predilecto Bach, resulta lejano.
La
tarde –fusión lúcida de celestes transparencias azules con el dorado mágico de un
sol que provoca expandir alegría– te duele definitivamente ajena. Tomas una ruta
precaria, pues careces de objetivo. Tus ojos rezuman hipocondría y una insensibilidad
helada te vuelve extranjero ciego en esa atmósfera, en esa luz táctil, en ese paisaje
éxtasis. Sólo puedes advertir tus espeluznantes abismos, los laberintos en que desperdigas
y consumes tu vida y por los cuales te devastas, proscrito de ti mismo, rozando
locuras, bebiendo la hiel de tu pesimismo envenenado. En una edad que sobajas limándole
perspectivas, te aventuras sin saber a qué puerta tocar, qué escalera subir, a qué
mano tender un saludo que se te disuelve en tu puño cerrado, escondido en el bolsillo
del pantalón.
Giras
sobre ti mismo –tu suplicio es caminar pisándote–, vacío y estéril, incapaz de poder
ver fuera de ti, descendiendo tenaz a tu sima oscura, socavando cualquier esperanza
de asirte a una razón válida para subsistir. Caminas, incierto, amedrentado, pues
la calle es siniestra y amenazador el cielo, y el piso está empedrado de asechos
y trampas. Tus ojos, velados, se beben tu lloro, agua corrosiva. Has disminuido
de tamaño, andas incómodo en tu estatura de enano envejecido. Buscarías una oración
o una espada, pero tienes los labios congelados, y las manos paralizadas. Eres reflejo
repulsivo del desaliento.
(Porque
en la más sórdida noche de un hombre puede descenderle una luz imprevista; porque
los más apegados ojos pueden llegar a percibirla, por eso) …tres figurillas femeninas
aparecen por la misma acera, exornadas en conjunto como espontánea y graciosa floración
de la tarde. Otra luz no menos deslumbrante burila en ellas súbita adolescencia
de esbelta, en vaivenes que les destellan anticipos fugaces de las mujeres definidas
en que podrán convertirse. A los guiños aún aniñados y traviesos se superponen coqueterías
repentinas o atisbos de las que podrán ser sus personalidades, en un juego delicioso
de alternas transfiguraciones: a la insinuación levísima de madureces que fijarán
finalmente la atracción de su sexo, se restituye el aire a veces infantil e ingenuo,
a veces el de la dulce adolescencia en oscilante goce de inconcreciones, y entre
revuelos de sonrisas, parloteos, guiños, miradas, ademanes tiernos. Sus mínimas
faldas, recortadas mucho más arriba de la rodilla –¡mucho más!–, desnudan limpiamente
la elástica seducción de las piernas, delgadas pero firmes, compactas pero muelles,
forjadas en alta, misteriosa y perfecta armonía.
La
del centro, con el pelo suelto –hilos de oro bajo el sol dorado–, y prestancia en
el busto, camina flexible y hay donaire en el ritmo de sus bellísimas piernas, cuya
seducción se resuelve por una concordia feliz, entre tendones y músculos, entre
pantorrillas y muslo. Las piernas soberbias de la temprana y atractiva muchacha
son maduración increíble de piernas de mujer en plena sazón. (Tú has ido embebiéndote
en esa visión animada, en ese génesis corpóreo al que la tarde dona su mejor esplendor,
y sientes que la belleza viva camina por la calle, permitiendo que su luz empiece
a alumbrar tu alma. Suspiras con alivio, con gratitud: esa imagen, esa plasticidad;
esos encantos móviles te decoloran tus negruras y puedes respirar una sonrisa, así
tenga un dejo melancólico, porque después de todo vale estar en la Tierra para conmoverse
de cómo repite la vida su más fascinante y eterno prodigio. Y pues te sientes reconfortado
y pues Bach te tararea su cantata, la oyes, y así la música, en alborozo vertical,
límpida, se eleva, abandona los pensamientos impuros, tira las cáscaras del sexo,
elimina corpúsculos eróticos, diluye los deseos malsanos, purifica la neurosis,
bruñe las entrañas doloridas y sucias, tus labios escupen las palabras absurdas
e inútiles y te ves flotando en la piscina de la resurrección.)
Las
muchachas pasan al lado del hombre, absorbidas en su charla. Él no resiste prolongar
sus miradas tras la estela de las piernas hermosas que se esfuman en la lejanía.
El hombre se yergue de sí mismo, se vuelve ensanchando el pecho, levantando la cabeza,
y se adentra con decisión y seguridad en la alegría de la resplandeciente tarde,
estimulado hacia un esperanza recobrada.
Una
mujer de aire despiadado –ojillos ratoneros, nariz ganchuda, labios color amargo–
lo deja acercarse a ella. Como si le lanzara de proyectil su propia cabeza, áspera
y ofendida le grita:
–¡Viejo
cochino, libidinoso!
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