Edmond Hamilton
Ross tenía un temperamento
muy tranquilo, pero cuatro días de viaje en canoa entre los bosques del norte de
Quebec habían empezado a alterarlo. La cuarta vez que tocaron la orilla del río
para hacer campamento y pasar allí la noche, perdió el dominio de sí mismo y durante
unos momentos dirigió a sus dos compañeros algunas palabras fuertes. Abría y cerraba
los ojos negros y gesticulaba con su rostro joven, guapo y sin afeitar. Al principio,
los dos biólogos lo escucharon sin responder. El joven y rubio Gray parecía indignado,
pero Woodin, el más viejo de los dos biólogos, escuchaba pacientemente, con sus
ojos grises fijos en el rostro enojado de Ross. Cuando se calló para tomar aliento
se oyó la voz serena de Woodin:
–¿Has
terminado?
Ross
tragó saliva como si se dispusiera a continuar su andanada, pero de súbito recobró
el dominio de sí mismo.
–Sí,
he terminado –respondió hoscamente.
–Entonces,
escúchame –agregó Woodin, como un padre juicioso que reprende a un niño malhumorado–.
Te estás alterando por nada. Gray y yo todavía no nos hemos quejado. Nadie ha dicho
que no cree en lo que nos dijiste.
–¡No
lo han dicho, no! –exclamó Ross enfureciéndose otra vez–. ¿Creen que no sé lo que
están pensando? Piensan que les conté un cuento de hadas sobre lo que vi desde el
avión, ¿no? Piensan que los he arrastrado en busca de molinos de viento, de seres
increíbles que no pueden haber existido nunca. Eso piensan, ¿verdad?
–¡Ay!
¡Malditos sean los mosquitos! –dijo Gray dándose un tremendo golpe en el cuello
y mirando con poca cordialidad al aviador.
Woodin
se hizo cargo de la situación.
–Volveremos
a discutirlo después de montar el campamento. Vacía los talegos, Gin. ¿Quieres ir
a buscar leña, Ross?
Ambos
lo miraron, ceñudos, y se miraron el uno al otro, pero obedecieron a regañadientes.
De momento la tensión cedió. Cuando cayó la noche sobre el pequeño claro a orillas
del río, la canoa estaba en la orilla y habían armado la pequeña y excelente tienda
de seda para globos aerostáticos. Chisporroteaba una fogata delante de ella. Gray
avivaba el fuego con gruesos maderos de pino, mientras Woodin calentaba café, pasteles
y la imprescindible tocineta. El resplandor de la hoguera iluminaba débilmente los
imponentes troncos de los abetos gigantes que circundaban el pequeño claro por tres
lados, así como las tres figuras vestidas de color pardo sucio y el bloque blanco
e irregular de la tienda. Se reflejaba en los rápidos de McNorton, que murmuraban
mientras seguía su curso hacia Little Whale. Comieron en silencio, y luego limpiaron
las ollas con manojos de hierbas. Woodin encendió su pipa, los otros dos cigarrillos
aplastados, y luego se acostaron un rato al lado de la fogata, oyendo el murmullo
riente del agua, los suspiros de las ramas más altas de los abetos, el solitario
chirrido de los insectos. Por último, Woodin golpeó la pipa en el tacón de la bota
y se sentó.
–Ahora,
terminemos la discusión que teníamos –dijo.
Ross
parecía avergonzado.
–Supongo
que me alteré demasiado –admitió, y luego agregó–: Pero, compañeros, creo que no
me dan mucho crédito.
Woodin
negó con la cabeza.
–No,
Ross; no es cierto. Cuando dijiste que al sobrevolar este bosque habías visto seres
diferentes a todos los conocidos, tanto Gray como yo te creímos. De lo contrario,
¿crees que dos biólogos muy ocupados habrían abandonado sus trabajos para acompañarte
hasta estas soledades en busca de los seres que viste?
–Lo
sé, lo sé –respondió el aviador, molesto–. Creen que vi algo extraño, y se arriesgan
por si el viaje vale la pena. Pero no creen lo que les he contado acerca del aspecto
de esos seres. Les parece demasiado extraño para ser cierto, ¿no?
Por
primera vez, Woodin vaciló al responder:
–Al
fin y al cabo, Ross –eludió la cuestión–, los ojos pueden engañarte cuando crees
entrever cosas desde un avión que vuela a mil quinientos metros.
–¿Entreverlas?
–repitió Ross–. Viejo, te aseguro que las vi tan claramente como te veo a ti. A
mil quinientos metros de altura, es cierto, pero tenía los prismáticos y miré a
través de ellos. Fue cerca de aquí, al este de la confluencia de McNorton y Little
Whale. Volaba de prisa hacia el sur después de haber pasado tres semanas en esa
investigación cartográfica gubernamental de la bahía del Hudson. Quise situarme
sobre la confluencia de los ríos. Bajé un poco y usé los prismáticos. Entonces,
en un claro junto al río, vi algo resplandeciente y… a esas cosas. ¡Te aseguro que
eran increíbles, pero sé que las vi con toda claridad! Con verlas dos o tres segundos
me olvidé por completo de los ríos. Eran cosas grandes y resplandecientes, como
montones de jalea brillante, tan transparentes que se divisaba el suelo a través
de ellas. Eran por lo menos doce. Cuando las vi, se deslizaban por ese pequeño claro
con un movimiento reptante. Luego desaparecieron bajo los árboles, Si en un radio
de ciento cincuenta kilómetros hubiera encontrado un claro lo bastante grande para
aterrizar, habría bajado a buscarlas, pero no había ninguno y me vi obligado a continuar,
Pero necesitaba descubrir qué era y, cuando les conté la historia, estuvieron de
acuerdo en venir hasta aquí en canoa y buscarlas. Pero ahora pienso que nunca me
han creído del todo.
Woodin
contempló la hoguera, pensativo.
–De
acuerdo; creo que viste algo extraño, alguna forma de vida extraña. Por eso me presté
a acompañarte en esta búsqueda. Pero cosas como las que describes, es decir como
jalea, translúcidas, que se deslizan sobre el terreno… no ha existido nada semejante
desde los primeros seres protoplasmáticos, antepasados de la vida sobre la tierra,
que se deslizaron sobre nuestro joven mundo hace muchos siglos.
–Si
existieron cosas semejantes, ¿por qué no pudieron dejar descendientes como ellos?
–insistió Ross.
Woodin
negó con la cabeza la cabeza.
–Porque
desaparecieron hace muchos siglos. Se convirtieron en formas de vida distintas y
superiores, dando comienzo al movimiento ascendente de la vida que ha alcanzado
su punto culminante en el hombre. Estos seres protoplasmáticos y unicelulares, que
han desaparecido hace mucho, fueron el principio, los burdos y humildes comienzos
de nuestra vida, Se extinguieron, y sus descendientes fueron distintos. Nosotros,
los hombres, somos esos descendientes.
Ross
lo miró y frunció el ceño.
–Pero,
en primer lugar, ¿de dónde vinieron esas primeras cosas vivientes?
Woodin
volvió a negar con la cabeza.
–Esto
es algo que nosotros, los biólogos, todavía ignoramos. Apenas podemos aventurar
una teoría sobre el origen de esas primeras formas protoplasmáticas de vida. Se
ha sugerido que se formaron espontáneamente de las sustancias químicas de la tierra,
pero el hecho de que no surjan ahora de la materia inerte lo desmiente. Su origen
sigue siendo un misterio. Pero, sin tener en cuenta cómo llegaron a existir sobre
la tierra, fueron las primeras formas de vida que nos precedieron.
Los
ojos de Woodin asumieron una expresión de ensueño, como si viera visiones en el
fuego y olvidara la presencia de los otros dos.
–¡Esa
maravillosa evolución desde el primitivo ser protoplasmático hasta el hombre es
una epopeya grandiosa! Una magnífica serie de cambios que ha ido desde esa primera
forma inferior hasta nuestro esplendor actual. ¡Y no pudo ocurrir en ningún otro
mundo, salvo la Tierra! Pues ahora la ciencia está casi segura de que la causa de
las mutaciones evolutivas son las radiaciones de los minerales radiactivos del interior
de la Tierra, que actúan sobre los genes de todo ser viviente.
Se
dio cuenta de que Ross no comprendía; a pesar de su éxtasis sonrió un poco.
–Veo
que esto no significa nada para ti. Trataré de explicarlo. La célula
embrionaria de todo ser vivo contiene un número determinado de pequeños elementos
en forma de bastoncillos, llamados cromosomas. Estos están formados por cadenas
de minúsculas partículas, a las que llamamos genes. Y cada gen ejerce un efecto
determinante, poderoso y específico sobre el desarrollo del ser que se forma a partir
de esa célula embrionaria. Algunos genes determinan el color, otros el tamaño, otros
la forma de sus miembros, y así sucesivamente. Todas las características del ser
están predeterminadas por los genes de su célula embrionaria originaria. Pero, a
veces, los genes de una célula embrionaria son muy distintos de los genes normales
de esa especie. Cuando esto ocurre, el ser a que dará lugar esa célula
embrionaria será muy distinto de los compañeros de su especie. De hecho, representará
una especie totalmente nueva. Así es como se forman nuevas especies sobre la Tierra.
Es el proceso del cambio evolutivo. Hace algún tiempo que los biólogos lo saben,
y han buscado la causa de estos grandes cambios repentinos, de esas mutaciones,
como las denominan. Han intentado descubrir qué es lo que afecta tan radicalmente
a los genes. Experimentalmente, han descubierto que los genes de una célula
embrionaria se modifican notablemente al recibir rayos X y diversos tipos de radiaciones
químicas. Así, el ser nacido de esa célula embrionaria será un ser totalmente modificado,
un mutante. Por eso, en la actualidad, muchos biólogos creen que las emanaciones
de los minerales radioactivos de la Tierra, al actuar sobre todos los genes de todas
las especies vivientes de la Tierra, causan el cambio incesante de las especies,
el desfile de las mutaciones que ha llevado la vida por el camino evolutivo hasta
la cumbre donde se encuentra hoy. Por eso digo que el desarrollo evolutivo no pudo
producirse en ningún otro lugar salvo la Tierra. Pues quizá ningún otro mundo tenga
en su interior depósitos radioactivos semejantes, capaces de provocar mutaciones
por su efecto sobre los genes. En cualquier otro mundo, los primeros seres protoplasmáticos
pudieron continuar igual a través de infinitas generaciones. ¡Cuánto debemos agradecer
que no sea así en la Tierra! ¡Que se haya producido una mutación tras otra, que
la vida siempre haya cambiado para avanzar hacia especies nuevas y superiores, que
las primeras y primitivas entidades protoplasmáticas hayan avanzado a través de
formas cambiantes innumerables hasta alcanzar la realización suprema, el hombre!
Woodin
se había dejado llevar por su entusiasmo mientras hablaba, pero se interrumpió y
sonrió antes de volver a encender la pipa.
–Siento
haberte aburrido con una conferencia, como si fueras un alumno mío de primer curso.
Pero este es el punto fundamental de mi pensamiento, mi idée fixe, esa
maravillosa evolución de la vida a través de las épocas.
Ross
contemplaba el fuego, pensativo.
–Parece
maravilloso cuando tú lo cuentas. Una especie convirtiéndose en otra, ascendiendo
cada vez más…
Gray
se puso en pie y se desperezó.
–Ustedes
dos pueden seguir maravillándose, pero este craso materialista va a ponerse a la
altura de sus antepasados invertebrados y tornará a la posición postrada, En resumen,
me voy a dormir –miró a Ross, con una sonrisa vacilante en su rostro juvenil, y
agregó–: ¿Sin rencor, compañero?
–Olvídalo
–el aviador le devolvió la sonrisa–. La jornada de hoy fue dura, y ustedes parecían
muy escépticos. ¡Pero ya verán! Mañana llegaremos a la confluencia de Little Whale,
y les apuesto a que tardaremos menos de una hora en hallar a esos seres de jalea.
–Eso
espero –dijo Woodin, atónito–. Entonces veremos lo buena que es tu vista desde mil
quinientos metros de altura, y si has arrastrado hasta aquí a dos respetables científicos
por nada.
Más
tarde, mientras reposaba entre las mantas, en la pequeña tienda, oyendo los ronquidos
de Gray y Ross y mirando soñoliento las ascuas brillantes, Woodin volvió a meditar
la cuestión. ¿Qué había visto realmente Ross en aquella ojeada fugaz desde su avión
en vuelo? Algo extraño, estaba seguro, tan seguro que había emprendido aquel arduo
viaje para encontrarlo. Pero ¿qué sería exactamente? No unas entidades protoplasmáticas
como las que había descrito. Eso, naturalmente, era imposible. ¿O no? Si entidades
semejantes habían existido en otro tiempo, ¿por qué no podrían…? ¿No podrían…?
Woodin
no supo que se había dormido, hasta que lo despertó el grito de Gray, No era una
voz cualquiera, sino el alarido de un hombre apresado por un terror paralizante.
Cuando oyó el grito, abrió los ojos y vio lo Increíble recortándose contra
el fondo estrellado, en la puerta abierta de la tienda. Una masa oscura y amorfa,
agazapada en la entrada, resplandecía bajo la luz de las estrellas y entraba en
la tienda, seguida de otras semejantes. Luego, todo ocurrió con suma rapidez. A
Woodin le pareció que las cosas no sucedían consecutivamente, sino en una rápida
sucesión de cuadros fijos, semejante a los fotogramas sucesivos de una película.
La
pistola de Gray disparó contra el primer monstruo viscoso que entró en la tienda,
y el breve fogonazo mostró la masa voluminosa y resplandeciente del ser, el rostro
de Gray contraído por el pánico y a Ross buscando su pistola entre las mantas. La
escena fue sustituida por otra: Gray y Ross quedándose rígidos de repente, como
si estuvieran petrificados, y cayendo pesadamente. Woodin supo que estaban muertos,
pero no habría sido capaz de decir cómo lo supo. Los monstruos resplandecientes
entraban en la tienda. Rasgó la pared de la tienda y se lanzó al frío del claro
iluminado por las estrellas. Dio tres pasos, sin saber a dónde dirigirse, y se detuvo.
No supo por qué se detenía en seco, pero lo hizo. Permaneció allí, mientras su cerebro
apremiaba con desesperación a los miembros para que se movieran, Pero estos no obedecieron.
Ni siquiera podía volverse; no podía mover un solo músculo de su cuerpo. Se quedó
donde estaba, con el rostro vuelto hacia el reflejo de las estrellas en el río,
presa de una extraña parálisis total.
A
su espalda, en la tienda, Woodin oyó movimientos furtivos. Desde atrás, entraron
en su campo visual varios seres resplandecientes que se reunieron a su alrededor.
Serían como una docena, y en ese momento los distinguió con toda claridad. No, no
era una pesadilla. Eran tan reales como él mismo. Allí, a su alrededor, se movían
unos bultos amorfos de jalea viscosa y translúcida. Medían sobre un metro veinte
de altura y noventa centímetros de diámetro, aunque sus formas cambiaban ligera
y constantemente, haciendo difícil calcular sus dimensiones.
En
el centro de cada masa translúcida se veía una gota o núcleo oscuro en forma de
disco. Los seres no tenían nada más, ni miembros ni órganos sensibles. Pero vio
que podían alargar pseudópodos, pues dos de ellos sostenían los cadáveres de Gray
y Ross en sus tentáculos. Los estaban sacando y colocando al lado de Woodin. Incapaz
de moverse, vio los rostros helados y contraídos de los dos hombres, y las pistolas
que sus manos muertas aún empuñaban. Luego, al mirar el rostro de Ross, recordó.
¡Los monstruos que estaban a su alrededor eran las cosas que el aviador había visto
desde el avión, los seres de jalea que los tres habían ido a buscar al norte! ¿Cómo
habían matado a Ross y a Gray? ¿Cómo lo mantenían a él en aquel estado de parálisis?
¿Quienes eran?
–Permitiremos
que se mueva pero no debe tratar de escapar.
El
aturdido cerebro de Woodin se desconcertó aún más. ¿Quién le había dirigido aquellas
palabras? No había oído nada, pero pensó que oía.
–Permitiremos
que se mueva pero no debe tratar de escapar ni hacernos daño.
Oyó
tales palabras en su mente, aunque sus oídos no captaron sonido alguno. Luego, su
cerebro oyó algo más.
–Le
hablamos mediante transferencia de impulsos mentales. ¿Tiene mentalidad suficiente
para comprendernos?
¿Mentes?
¿Mentes en aquellos seres? Woodin fue traspasado por este pensamiento mientras observaba
a los monstruos resplandecientes. Sin duda, su pensamiento había sido captado por
ellos.
–Por
supuesto que tenemos mentes –recibió la respuesta mental en su cerebro–. Ahora permitiremos
que se mueva, pero no intente huir.
–No….
no lo intentaré –se dijo Woodin mentalmente.
La
parálisis que lo había retenido desapareció en seguida. Esperó en medio del círculo
de monstruos resplandecientes, mientras las manos y el cuerpo le temblaban de un
modo incontenible. Comprobó que los seres eran diez. Diez masas monstruosas de jalea
brillante y transparente lo rodeaban como legendarios genios sin rostro salidos
de algún arcano escondrijo. Al parecer, uno que se hallaba más cerca de él que los
demás era el portavoz y líder. Woodin observó con detenimiento el círculo, y luego
a sus dos compañeros muertos. En medio de los terrores desconocidos que helaban
su alma, sintió una compasión súbita y dolorosa al mirarlos. La mente de Woodin
recibió del ser más cercano a él otro intenso pensamiento:
–No
queríamos matarlos; solo vinimos aquí para capturarlos y comunicarnos con los tres.
Pero cuando captamos que intentaban matarnos, tuvimos que defendemos con rapidez,
A usted, como no intentó matarnos sino que huyó, no le hicimos daño.
–¿Qué…
qué quieren de nosotros, o de mí? –preguntó Woodin.
Lo
susurró a través de sus labios secos, además de pensarlo. Esta vez no obtuvo respuesta
mental. Los seres permanecieron inmóviles, un círculo silencioso de figuras pensativas
y sobrenaturales. Woodin sintió que su mente desvariaba bajo la tensión del silencio
y volvió a hacer la pregunta, la gritó. Entonces recibió la respuesta mental.
–No
respondimos porque estábamos sondeando su mentalidad para comprobar si usted es
lo bastante inteligente para comprender nuestras ideas. Aunque su mente es de un
orden excepcionalmente inferior, parece capaz de entender en grado suficiente lo
que nosotros deseamos transmitir. No obstante, antes de comenzar le advierto que
le será del todo imposible escapar, o dañar a alguno de nosotros, y que cualquier
intento en tal sentido le será fatal. Es evidente que no sabe nada de la energía
mental; pongo en su conocimiento que sus dos compañeros fueron muertos por la mera
fuerza de nuestras voluntades. El organismo de usted dejó de responder a las órdenes
de su cerebro en virtud de ese mismo poder. Si quisiéramos, con nuestra energía
mental podríamos destruirlo por completo.
Hubo
una pausa durante la cual el cerebro embotado de Woodin se aferró desesperadamente
a la cordura, a la entereza. Luego volvió a oír aquella voz mental, que tanto se
parecía a una voz verdadera hablándole a su cerebro.
–Somos
de una galaxia cuyo nombre, traducido aproximadamente a su idioma, es Arctar. La
galaxia de Arctar se halla a muchísimos millones de años luz de esta, queda mucho
más allá de la curvatura del cosmos tridimensional. Hace muchas épocas que dominamos
esa galaxia pues podíamos utilizar nuestra energía mental como medio de transporte,
como energía física y para producir prácticamente cualquier cosa que necesitáramos.
Por eso conquistamos y colonizamos rápidamente la galaxia, viajando de un sol a
otro sin necesidad de vehículo alguno.
“Tras
dominar a toda la galaxia de Arctar empezamos a observar los dominios exteriores.
En el cosmos tridimensional existen unos mil millones de galaxias y nos pareció
conveniente poblarlas todas, para que el cosmos entero quedase, a su vez, bajo nuestro
dominio. Nuestro primer paso consistió en proliferar hasta alcanzar la población
necesaria para la gran tarea de colonizar el cosmos. Esto no resultó difícil, naturalmente,
ya que para nosotros la reproducción es una mera cuestión de fisiparidad. Cuando
el número necesario fue alcanzado, nos dividimos en cuatro partidas. Luego la esfera
del cosmos tridimensional fue repartida entre esas cuatro divisiones. Cada una debía
poblar su parte del cosmos, y las tremendas multitudes salieron de Arctar hacia
las cuatro direcciones.
“Una
de las partidas llegó a esta galaxia hace varios evos y se extendió gradualmente
para poblar todos sus mundos habitables. Todo esto llevó grandes cantidades de tiempo,
como es natural, pero nuestro plazo de vida excede de lejos el suyo, y consideramos
que el éxito de la especie lo es todo y el individual no es nada, Una fuerza de
varios millones de arctarios llegó a este sistema para iniciar la colonización de
esta galaxia; al descubrir que de los nueve mundos más cercanos solo este planeta
era habitable, se estableció aquí.
“Ha
sido norma que los colonizadores de todos los mundos del cosmos se mantuvieran en
comunicación con el hogar originario de nuestra raza, la galaxia de Arctar. Así
nuestro pueblo, que ahora posee todo el cosmos, puede concentrar en un punto todos
sus conocimientos y su poder, y desde allí emitir órdenes que representan grandes
proyectos para el cosmos.
“Pero
de este mundo dejaron de recibirse comunicaciones poco después de que llegara la
fuerza de arctarios colonizadores. Cuando se reparó en ello, el problema fue aplazado
pensando que en millones de años seguramente acabarían por llegar noticias de este
mundo. Pero no llegó ninguna y, después de más de mil millones de años de silencio,
el consejo dirigente de Arctar ordenó que fuese enviada a este mundo una expedición,
para averiguar el motivo de semejante silencio por parte de sus pobladores. Nosotros
diez constituimos esa expedición y salimos de uno de los mundos del astro que usted
llama Sirio, situado a poca distancia de su Sol y del cual también somos colonizadores.
Se nos ordenó venir con la mayor urgencia a este mundo para averiguar por qué sus
pobladores no habían enviado ningún informe. De modo que, viajando por el vacío
mediante la energía mental atravesamos el espacio que separa un sol de otro y llegamos
a su mundo hace pocos días.
“¡Imagine
nuestra perplejidad cuando llegamos! ¡En lugar de un mundo poblado hasta el último
kilómetro cuadrado por arctarios como nosotros, descendientes de los pobladores
originales, de un mundo completamente sometido a su dominio mental, hallamos un
planeta que es, en su mayor parte, una mescolanza de formas de vida monstruosas!
Nos quedamos donde habíamos aterrizado y durante cierto tiempo emitimos nuestra
visión y registramos todo el globo mentalmente. Nuestra perplejidad aumentó, pues
nunca habíamos visto formas tan grotescas y degradadas como las que aparecieron
ante nosotros, Y no vimos un solo arctario en todo el planeta. Esto nos ha desconcertado
porque, ¿qué pudo causar la desaparición de los arctarios que poblaron este mundo?
Sin duda, nuestros poderosos emisarios y sus descendientes nunca pudieron ser vencidos
y destruidos por las mentalidades lastimosamente débiles que ahora habitan este
globo. ¿Pero dónde están, y cómo son ellos? Por eso intentamos capturarlo a usted
y a sus compañeros.
“Aunque
sabíamos que sus mentalidades debían ser muy inferiores, nos pareció que incluso
unos seres como ustedes recordarían lo sucedido con nuestros enviados, que en otra
época habitaron este mundo.”
La
corriente de pensamiento se detuvo un instante y luego asaltó la mente de Woodin
con una pregunta muy clara:
–¿No
sabe qué sucedió con nuestros enviados? ¿Tiene conocimiento de las causas de su
extraña desaparición?
El
azorado biólogo negó lentamente con la cabeza.
–Nunca….
nunca he oído hablar de seres como ustedes ni de semejantes mentes. Creemos saber
que jamás han existido en la Tierra, y ahora conocemos prácticamente toda la historia
de ella.
–¡Imposible!
–exclamó el pensamiento del líder arctario–. Seguramente, si conoce toda la historia
de este planeta, debe saber algo de nuestro poderoso pueblo.
La
mente de otro arctario emitió un pensamiento que, aunque iba dirigido al líder,
fue captado indirectamente por el cerebro de Woodin:
–¿Por
qué no examinamos el pasado del planeta a través del cerebro de este ser, y vemos
por nosotros mismos lo que se puede averiguar?
–¡Excelente
idea! –exclamó el líder–. Será bastante fácil sondear su mentalidad.
–¿Qué
van a hacer? –gritó Woodin agudamente, lleno de pánico.
La
respuesta fue serena y tranquilizadora.
–Nada
que lo perjudique. Solo vamos a sondear su pasado racial y revelar los recuerdos
heredados por su cerebro. Las células no utilizadas de su cerebro conservan recuerdos
raciales heredados, que se remontan a sus antepasados más lejanos. Mediante nuestra
energía mental haremos que esos recuerdos enterrados aparezcan transitoriamente
en su conciencia, con toda nitidez. Experimentará las mismas sensaciones y verá
las mismas escenas que presenciaron sus antepasados remotos hace millones de años.
Y nosotros, que estamos a su alrededor, podremos leer su mente como hacemos ahora
y ver lo que usted está viendo, para conocer el pasado de este planeta. No correrá
ningún peligro. Físicamente seguirá aquí, pero mentalmente viajará a través de las
edades. Para empezar, retrotraeremos su mente hasta el momento aproximado en que
nuestros pobladores llegaron a este mundo, para averiguar lo que les sucedió.
Apenas
acababa de llegar a la mente de Woodin este pensamiento, la escena iluminada por
las estrellas y las masas de los arctarios se desvanecieron súbitamente y su conciencia
pareció girar en un torbellino de niebla gris. Sabía que físicamente no se había
movido, pero mentalmente experimentó una sensación de tremenda velocidad. Era como
si su mente cayera por abismos inimaginables al tiempo que se dilataba su cerebro.
Luego, de súbito, la niebla gris desapareció. Una escena extraña y nueva se formó
poco a poco en la mente de Woodin. Era una escena intuida, y no vista, que se presentó
a su mente por medios distintos de la visión, pero no por ello menos auténtica y
vívida. Vio con aquellos sentidos extraños una tierra extraña, un mundo de mares
grises y ásperos continentes de roca, sin la menor huella de vida. El cielo estaba
encapotado y la lluvia caía continuamente. Woodin se sintió caer sobre aquel mundo
con un ejército de compañeros pavorosos. Cada uno era una masa amorfa, resplandeciente,
unicelular, con un núcleo oscuro en el centro. Eran arctarios, y Woodin supo que
él era un arctario y que había recorrido con los demás un largo camino a través
del espacio hacia aquel mundo.
Se
posaron en grupos sobre el planeta áspero y sin vida. Esforzaron sus mentes, y mediante
la fuerza telecinésica total de la energía mental, modificaron el mundo material
para adaptarlo a su favor. Levantaron grandes estructuras y ciudades, ciudades que
no eran de materia sino de pensamiento. Pavorosas ciudades construidas con energía
mental cristalizada. Woodin no logró comprender ni la millonésima parte de las actividades
que veía realizarse en aquellas extrañas ciudades arctarias de pensamiento. Percibió
una gran masa ordenada de análisis, investigación, experimento y comunicación, pero
fuera del alcance de su actual mente humana en cuanto a sus motivos y logros.
De
improviso, todo se disolvió de nuevo en nieblas grises. La niebla se levantó casi
en seguida, y Woodin vio otra escena. Esta ocurría en una era posterior. Woodin
vio que el tiempo había producido cambios extraños en los grupos de arctarios, a
los cuales aún pertenecía. Habían pasado de seres unicelulares a seres multicelulares.
Y ya no eran todos iguales. Algunos vivían fijos en un lugar, y otros eran móviles.
Algunos mostraban atracción por el agua y otros por la tierra. Algunos, al correr
de las generaciones, habían modificado la forma corporal de los arctarios, diversificándose
en varias ramas.
Esta
extraña degeneración de sus cuerpos iba acompañada de una degeneración análoga de
sus mentes. Woodin lo advirtió con sus sentidos. En las ciudades de pensamiento,
el ordenado proceso de la búsqueda de conocimientos y poder se había vuelto confuso,
caótico. Y las mismas ciudades de pensamiento empezaban a decaer, pues los arctarios
ya no tenían energía mental suficiente para conservarlas. Los arctarios quisieron
averiguar qué era lo que provocaba en ellos aquella extraña degeneración corporal
y mental. Supusieron que algo afectaba a los genes de sus cuerpos, pero no lograron
averiguar el porqué. ¡En ningún otro mundo habían degenerado así! La escena pasó
pronto a otra muy posterior. Ahora Woodin la veía, pues el antepasado a través de
cuya mente miraba estaba dotado de ojos. Y vio que la degeneración se había generalizado;
los cuerpos multicelulares de los arctarios estaban cada vez más afectados por las
enfermedades de la complejidad y la diversificación. La última de las ciudades de
pensamiento ya había desaparecido. Los otora poderosos arctarios estaban convertidos
en organismos espantosamente complejos que degeneraban aún más. Algunos reptaban
y nadaban en las aguas, y otros estaban fijos en la tierra.
Aún
conservaban parte de la gran mentalidad original de sus antepasados. Aquellos seres
monstruosamente degenerados, terrestres o acuáticos, que vivían en lo que la mente
de Woodin conoció ser el final de la era paleozoica, aún hacían frenéticos e inútiles
esfuerzos por detener el terrible avance de su degradación. La mente de Woodin presenció
otra escena posterior, del mesozoico. El aumento de la degeneración había convertido
a los descendientes de los pobladores en un grupo de razas aún más horribles. Ahora
eran grandes seres con patas unidas por una membrana, con escamas y garras, reptiles
que vivían en la tierra y en el agua. Pero en aquellas criaturas increíblemente
modificadas aún alentaba un débil resto del poder mental de sus antepasados. En
vano intentaban comunicarse con los arctarios de soles lejanos para notificarles
su desgracia. Pero sus mentes ya eran demasiado débiles. Luego apareció una escena
del cenozoico. Los reptiles se habían convertido en mamíferos, y la evolución descendente
de los arctarios había avanzado aún más. En aquellos descendientes degenerados solo
quedaban ínfimos residuos de la mentalidad original. Aquella lamentable descendencia
dio lugar a una especie aún más estúpida y carente de poder mental que todas las
anteriores: simios terrestres que recorrían las frías llanuras en manadas charlatanas
y pendencieras. Los últimos despojos de la herencia arctaria, los antiguos instintos
de dignidad, limpieza y paciencia, habían desaparecido de aquella.
Luego
una última imagen ocupó el cerebro de Woodin. Era el mundo actual el que conocía
por sus propios ojos. Pero lo vio y comprendió como nunca: un mundo en donde la
degeneración había llegado a su límite extremo. Los simios se convirtieron en seres
bípedos aún más débiles que habían perdido hasta el recuerdo de la herencia de la
vieja mentalidad arctaria. Aquellas criaturas incluso carecían de muchos sentídos
que los simios anteriores a ellos habían poseído.
Y
estas criaturas, estos humanos, se degradaban con rapidez creciente. Al principio
mataron, como sus antepasados animales, para procurarse alimento, pero luego aprendieron
a matar sin ton ni son. Y aprendieron a guerrear entre sí, divididos en grupos,
tribus, naciones y hemisferios. En la locura de su degradación, se asesinaron entre
sí hasta que la Tierra quedó regada de su sangre. Eran aún más crueles que los simios
que los habían precedido con la crueldad inútil del loco. Y en su locura sin freno
acabaron por morir de hambre en medio de la abundancia, por matarse entre sí en
sus ciudades, por soportar el flagelo de unos temores supersticiosos que ningún
otro ser antes que ellos conoció.
Eran
los últimos y terribles descendientes, el último producto degenerado de los antiguos
pobladores arctarios, que otrora fueran reyes del intelecto. Los demás animales
fueron prácticamente eliminados. Ellos, los últimos monstruos horrorosos, pronto
iban a dar fin a la terrible historia destruyéndose totalmente entre sí en su locura.
Woodin volvió en sí de súbito. Se hallaba de pie en el centro del claro, a orillas
del río, bajo la luz de las estrellas. Y a su alrededor seguían inmóviles los diez
arctarios amorfos, en silencioso círculo. Embotado, mareado por la terrible y espantosa
visión que su mente había recorrido con increíble claridad, miró uno a uno a los
arctarios. Los pensamientos de estos aún turbaban su cerebro, poderosos y sombríos,
conmocionados de horror y de un desprecio terrible. El horrorizado pensamiento del
líder arctario llegó a la mente de Woodin.
–Así
pues, eso fue lo que se hizo de los enviados arctarios que vinieron a este mundo.
Degeneraron, se convirtieron en formas de vida cada vez más inferiores, y estas
entidades lamentables y enfermizas que ahora se aglomeran en este mundo son sus
últimos descendientes. ¡Este es un planeta de horror letal! Un planeta que de algún
modo daña los genes de nuestra raza y la hace cambiar corporal y mentalmente, motivando
que cada generación empeore más. Ante nosotros tenemos el espantoso resultado.
El
temeroso pensamiento de otro arctario preguntó:
–¿Qué
podemos hacer ahora?
–No
podemos hacer nada –declaró el líder con solemnidad–. Esta degradación, este espantoso
proceso ha avanzado demasiado para que podamos invertirlo ahora. En este mundo envenenado,
nuestros hermanos inteligentes se convirtieron en entidades horrorosas; ahora nosotros
no podemos invertir la situación y restaurarlos a partir de los seres degradados
que son sus descendientes.
Woodin
recobró la voz y gritó aguda, estentóreamente:
–¡No
es cierto! ¡Lo que he visto ha sido una gran mentira! ¡Nosotros, los humanos, no
somos el producto de una involución patológica, sino el resultado de muchas eras
de evolución ascendente! ¡Lo afirmo! Pues no querríamos vivir, yo no querría vivir
si lo contrario fuera cierto. ¡No puede ser cierto!
El
pensamiento del líder arctario, dirigido a las demás formas amorfas, penetró en
su cerebro delirante. Estaba cargado de compasión, pero su desprecio sobrehumano
también era intenso.
–Vámonos,
hermanos míos –decía el arctario a sus compañeros–. No podemos hacer nada en este
mundo que corrompe el alma. Partamos antes de resultar envenenados y modificados
también nosotros. Notificaremos a Arctar que este es un mundo envenenado, un mundo
de degradación, para que ninguno de nuestra raza venga aquí y descienda por el espantoso
camino que aquellos recorrieron. ¡Vamos! Regresemos a nuestro sol.
La
abultada forma del líder arctario se acható, adoptó la forma de un disco y luego
se elevó en el aire. Los otros también cambiaron, lo siguieron en formación, y un
Woodin estupefacto los vio subir y convertirse en puntos que se elevaban rápidamente
bajo la luz de las estrellas. Se adelantó unos pasos, tambaleándose y agitando los
puños con delirio hacia los puntos brillantes que se alejaban.
–¡Regresen,
malditos! –aulló–. ¡Regresen y júrenme que era mentira! ¡Ha de ser una mentira…
tiene que…!
En
el cielo tachonado de estrellas ya no quedaba rastro de los arctarios. La oscuridad
que rodeaba a Woodin era siniestra y absoluta. Volvió a gritar en la noche, pero
solo le respondió un eco burlón. Con los ojos desencajados, tambaleante y con el
alma hecha añicos, su mirada se fijó en la pistola que Ross tenía en la mano. La
cogió con un grito ronco. De súbito, la calma del bosque fue rota por un brusco
estampido, que retumbó un instante, hasta extinguirse el último eco. Luego todo
volvió a quedar en silencio, excepto el riente murmullo del río.
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