Flannery O’Connor
De tanto pensar en el camarero,
casi se había olvidado de la litera. Le tocaba una de arriba. El hombre de la estación
había dicho que podía darle una de las de abajo y Haze le había preguntado si no
tenía de las de arriba. Al acomodarse en el asiento, Haze se había fijado en que,
encima de su cabeza, el techo era redondeado. Ahí estaba la litera. Bajaban el techo
y ahí estaba, y para subirte tenías que usar una escalera. No había visto ninguna
escalera por ahí; supuso que las guardarían en el armario. El armario estaba justo
por donde se entraba. Cuando se subió al tren había visto al camarero de pie, delante
del armario, poniéndose la chaqueta del uniforme. Haze se había parado justo en
ese instante, justo donde estaba.
La
forma en que movía la cabeza era igual, y la nuca era igual, y el brazo lo tenía
igual de corto. Se apartó del armario y miró a Haze, y Haze le vio los ojos y eran
iguales; eran idénticos… así, de entrada, idénticos a los del viejo Cash, pero después
eran diferentes. Se volvieron diferentes mientras los miraba; se endurecieron por
completo.
–¿A…
a qué hora bajan las camas? –farfulló Haze.
–Falta
mucho todavía –contestó el camarero, y volvió a buscar otra vez dentro del armario.
Haze
no supo qué más decirle. Se fue para su compartimiento.
El
tren era ahora una mancha gris que avanzaba rauda dejando atrás atisbos de árboles,
campos veloces y un cielo inmóvil que se oscurecía mientras se alejaba. Haze reclinó
la cabeza en el respaldo y miró por la ventanilla, la luz amarillenta del tren lo
bañaba con su tibieza. El camarero había pasado dos veces: dos veces hacia atrás
y dos veces hacia delante, y la segunda vez que había pasado hacia delante le había
echado a Haze una mirada severa, y luego había seguido su camino sin decir nada;
Haze se había dado la vuelta para verlo marchar tal como había hecho la vez anterior.
Hasta su forma de andar era igual. Todos los negros de la quebrada se parecían.
Eran unos negros de un tipo muy personal, pesados y calvos, pura roca. En sus tiempos,
el viejo Cash había pesado doscientas libras, sin nada de grasa, y no subía más
de cinco pies del suelo. Haze quería hablar con el camarero. ¿Qué le comentaría
el camarero cuando él le dijese: “Soy de Eastrod”? ¿Qué le diría él?
El
tren había llegado a Evansville. Subió una señora y se sentó enfrente de Haze. Eso
significaba que a ella le tocaría la litera que había debajo de la suya. La mujer
comentó que le parecía que iba a nevar. Dijo que su marido la había llevado en coche
hasta la estación y le había dicho que sería toda una sorpresa si no nevaba antes
de que él estuviera de vuelta en casa. Tenía que recorrer diez millas; vivían en
las afueras. Ella iba a Florida, a visitar a su hermana. Nunca había tenido tiempo
de hacer un viaje tan largo. La vida era así, las cosas iban pasando una detrás
de la otra, y daba la impresión de que el tiempo volaba tanto que ya no sabías si
eras joven o vieja. Puso una cara como si el tiempo la hubiese engañado al pasar
el doble de deprisa cuando ella dormía y no podía vigilarlo. Haze se alegró de tener
a alguien que le diera conversación.
Se
acordó de cuando era niño, cuando su madre y él y los demás niños iban a Chattanooga
en el ferrocarril de Tenesí. Su madre siempre se ponía a conversar con los demás
pasajeros. Era como un viejo perro de caza al que acababan de soltar y salía corriendo,
olía cada piedra y cada palo y olfateaba alrededor de cada objeto con el que se
encontraba. Y además se acordaba de todos ellos. Años más tarde, de repente se preguntaba
qué sería de aquella señora que iba a Fort West, o se preguntaba si el vendedor
de biblias había conseguido sacar a su mujer del hospital. Sentía una especie de
anhelo por la gente, como si lo que le pasaba a las personas con las que conversaba
le pasara a ella. Era una Jackson. Annie Lou Jackson.
“Mi
madre era una Jackson”, dijo Haze para sus adentros. Había dejado de prestar atención
a la señora, aunque seguía mirándola a la cara y ella creía que la escuchaba.
–Me
llamo Hazel Wickers –dijo–. Tengo diecinueve años. Mi madre era una Jackson. Me
crié en Eastrod, Eastrod, Tenesí.
Pensó
otra vez en el camarero. Le preguntaría al camarero. De pronto se le ocurrió que
el camarero podía ser hijo de Cash. A Cash se le había fugado un hijo. Eso pasó
antes de que Haze naciera. Aun así, seguro que el camarero conocía Eastrod.
Haze
miró por la ventanilla y vio las negras siluetas giróvagas adelatándolo a toda velocidad.
Si cerraba los ojos, entre cualquiera de ellas, distinguía Eastrod de noche, y lograba
encontrar las dos casas con el camino en medio, y la tienda, y las casas de los
negros, y aquel granero, y el trozo de valla que se internaba en el prado, entre
gris y blanco, con la luna en lo alto. Era capaz de ver la cara de la mula suspendida
encima de la valla y ahí la dejaba, para que sintiera la noche. Él también la sentía.
Sentía su suave caricia en el aire. Había visto a su mamá acercarse por el sendero
y secarse las manos en el mandil que acababa de quitarse, la había visto aparecer
sombría como si fuese la encarnación de la noche y luego de pie en la puerta: Haaazzzeee,
Haaazzzeee, ven aquí. El tren lo decía por él. Quiso levantarse e ir a buscar al
camarero.
–¿Vas
para tu casa? –le preguntó la señora Hosen. Se llamaba señora de Wallace Ben Hosen;
de soltera se apellidaba Hitchcock.
–¡Ummm!
–exclamó Haze, sobresaltado–, me bajo en… me bajo en Taulkinham.
La
señora Hosen conocía a algunas personas en Evansville que tenían un primo en Taulkinham…
un tal señor Henrys, no estaba segura. Siendo de Taulkinham, Haze debía de conocerlo.
¿Alguna vez había oído hablar de…?
–Yo
no soy de Taulkinham –refunfuñó Haze–. Yo no sé nada de Taulkinham.
No
miró a la señora Hosen. Sabía lo que le iba a preguntar; vio venir la pregunta y
vino:
–¿Y
se puede saber dónde vives?
Quería
huir de ella.
–Eso
estaba allí –murmuró, revolviéndose en el asiento, luego añadió–: Es que no me acuerdo,
estuve una vez pero… esta es la tercera vez que voy a Taulkinham –se apresuró a
explicar; la cara de la mujer había surgido ante él y lo miraba con fijeza–, no
volví más desde aquella vez que fui y yo tenía seis años. No sé nada de ese lugar.
Una vez vi ahí un circo pero no…
Oyó
un ruido metálico al final del vagón y se asomó para ver de dónde venía. El camarero
iba bajando las paredes de los compartimentos del principio del vagón.
–Tengo
que ver al camarero –dijo Haze, y escapó pasillo abajo.
No
sabía qué le iba a decir al camarero. Cuando lo tuvo delante seguía sin saber qué
le iba a decir.
–Supongo
que se prepara para hacerlas ya –comentó Haze.
–Así
es –dijo el camarero.
–¿Cuánto
tarda en hacer una? –preguntó Haze.
–Siete
minutos –contestó el camarero.
–Yo
soy de Eastrod –dijo Haze–. Soy de Eastrod, Tenesí.
–Pues
eso no está en esta línea –le aclaró el camarero–. Te has equivocado de tren si
cuentas con llegar a un sitio como ese.
–Voy
a Taulkinham –dijo Haze–. Me crié en Eastrod.
–¿Quieres
que te haga la litera ahora mismo? –le preguntó el camarero.
–¿Eh?
–respondió Haze–. Eastrod, Tenesí. ¿Nunca oyó hablar de Eastrod?
El
camarero bajó un lateral del asiento.
–Soy
de Chicago –le dijo.
Echó
las cortinas de ambas ventanillas y bajó el otro asiento. Hasta la nuca era la misma.
Cuando se agachó, se le vieron tres pliegues. Era de Chicago.
–Estás
justo en medio del pasillo. Vendrá alguien y va a querer pasar –le dijo, y le dio
la espalda a Haze.
–Me
parece que mejor me voy a sentar un rato –dijo Haze sonrojándose.
Al
regresar a su compartimiento notó que la gente lo observaba con atención. La señora
Hosen miraba por la ventanilla. Se volvió y lo examinó con suspicacia; luego dijo
que todavía no se había puesto a nevar, ¿verdad?, y soltó una parrafada. Imaginaba
que a esa hora su marido se estaría preparando la cena. Ella pagaba a una chica
para que le hiciera el almuerzo, pero para la cena se arreglaba solo. Le parecía
que eso, de vez en cuando, no le hacía daño a ningún hombre. Al contrario, pensaba
que a él le venía bien. Wallace no era vago, pero no tenía ni idea de lo sacrificado
que era ocuparse todo el santo día de la casa. La verdad es que no sabía cómo iba
a sentirse en Florida con alguien sirviéndole todo el rato.
El
camarero era de Chicago.
Hacía
cinco años que ella no se tomaba vacaciones. La última vez había ido a ver a su
hermana a Grand Rapids. El tiempo vuela. Su hermana se había mudado de Grand Rapids
a Waterloo. Si llegaba a cruzarse ahí mismo con los hijos de su hermana, no sabía
bien si iba a ser capaz de reconocerlos. Su hermana le había escrito que estaban
tan grandes como su padre. Las cosas cambiaban deprisa, le decía. El marido de su
hermana había trabajado en la compañía del agua de Grand Rapids, tenía un buen puesto,
pero en Waterloo, se…
–Estuve
allí la última vez –dijo Haze–. No me bajaría en Taulkinham si eso estuviera allí;
se vino abajo como… no sé… como…
–Debes
de estar pensando en otra Grand Rapids –le dijo la señora Hosen frunciendo el ceño–.
La Grand Rapids de la que yo te hablo es una ciudad grande y está donde ha estado
siempre.
Lo
miró con fijeza un instante y luego continuó: cuando estaban en Grand Rapids se
llevaban bien, pero en Waterloo él se dio a la bebida. Su hermana tuvo que sacar
adelante la casa y educar a los niños. La señora Hosen no lograba entender cómo
podía pasarse ahí sentado año tras año.
La
madre de Haze nunca había hablado demasiado en el tren; más bien escuchaba. Era
una Jackson.
Al
cabo de un rato, la señora Hosen dijo que tenía hambre y le preguntó si quería acompañarla
al vagón restaurante. Le dijo que sí.
El
vagón restaurante estaba lleno y había gente esperando turno para entrar. Haze y
la señora Hosen hicieron media hora de cola meciéndose en el estrecho pasillo; de
cuando en cuando, se pegaban a los costados para dejar paso a un goteo de gente.
La señora Hosen se puso a conversar con la mujer que tenía al lado. Haze miraba
la pared con cara de tonto. Nunca se hubiera animado a ir solo al vagón restaurante;
menos mal que había encontrado a la señora Hosen. Si ella no llegaba a estar hablando,
él le hubiera contado con inteligencia que había estado allí la última vez y que
el camarero no era de allí, pero que se parecía bastante a los negros de la quebrada,
también se parecía al viejo Cash lo suficiente para ser su hijo. Se lo hubiera contado
mientras comían. Desde donde estaba no se veía el vagón restaurante; se preguntó
cómo sería por dentro. “Como un restaurante”, imaginó. Pensó en la litera. Cuando
terminara de comer, seguro que la litera estaba hecha y se podía subir a ella. ¿Qué
diría su mamá si lo viera ocupando una litera en un tren? Seguro que ella nunca
llegó a imaginar que eso iba a pasar. Cuando se acercaron un poco más a la entrada
del vagón restaurante, vio el interior. ¡Era igualito a un restaurante de la ciudad!
Seguro que su mamá nunca llegó a imaginar que sería así.
Cada
vez que alguien salía del vagón restaurante, el encargado le hacía señas a las personas
del principio de la cola; a veces le hacía señas a una sola persona, a veces a varias.
Pidió que entraran dos personas, la cola avanzó y Haze, la señora Hosen y la mujer
con la que conversaba quedaron al final del vagón restaurante, mirando hacia el
interior. Al cabo de poco, se marcharon dos personas más. El hombre hizo una seña
y entraron la señora Hosen y la mujer; Haze las siguió. El hombre detuvo a Haze
y le dijo: “Dos nada más”, y lo hizo retroceder hasta la puerta. Haze se puso colorado
como un tomate. Intentó colocarse detrás de la persona que iba antes que él y luego
intentó abrirse paso en la cola para regresar al vagón en el que viajaba, pero había
demasiada gente apretujada cerca de la puerta. Tuvo que quedarse allí de pie y aguantar
que todos lo miraran. Durante un rato nadie se marchó y tuvo que quedarse ahí de
pie. La señora Hosen no volvió a fijarse en él. Al final, la señora que se encontraba
al fondo del vagón restaurante se levantó y el encargado agitó la mano, Haze vaciló,
vio la mano agitarse otra vez y entonces avanzó, recorrió el pasillo tambaleándose
y, antes de llegar a su sitio, chocó contra dos mesas y se le cayó encima el café
de alguien. No miró a las personas que estaban sentadas a su mesa. Pidió lo primero
que vio en el menú y, cuando se lo sirvieron, se lo comió sin pensar en lo que era.
La gente con la que compartía mesa había acabado y notó que esperaban y, mientras,
aprovechaban para verlo comer.
Cuando
salió del vagón restaurante se sentía débil y las manos le temblaban solas, con
movimientos imperceptibles. Era como si hubiera pasado un año desde que había visto
al encargado hacerle señas para que se sentara. Se detuvo entre dos vagones; para
despejarse inspiró hondo el aire frío. Funcionó. Cuando regresó a su vagón, todas
las literas estaban montadas y los pasillos, oscuros y siniestros, flotaban envueltos
en un verde espeso. Se dio cuenta otra vez de que tenía una litera, de las de arriba,
y de que ya podía meterse en ella. Podía tumbarse y subir la persiana un poquito
para mirar y vigilar –justo lo que pensaba hacer– y ver cómo pasaban las cosas de
noche desde un tren en marcha. Podía observar la noche en movimiento.
Cogió
su mochila, se fue al lavabo de caballeros y se puso la ropa de dormir. Un cartel
indicaba que había que avisarle al camarero para subir a las literas de arriba.
Se le ocurrió de repente que a lo mejor el camarero era primo de algunos de los
negros de la quebrada; podía preguntarle si tenía algún primo en Eastrod, o en Tenesí.
Fue pasillo abajo a buscarlo. A lo mejor podían charlar un poco antes de que él
se metiera en la litera. No encontró al camarero al final de vagón y se fue para
la otra punta. Al ir a doblar chocó con algo pesado, color rosa, que lanzó un grito
ahogado y masculló:
–¡Serás
torpe!
Era
la señora Hosen envuelta en un salto de cama rosa, con la cabeza llena de rulos.
Se había olvidado de ella. Daba miedo verla con el pelo brillante, peinado para
atrás y esos rizadores que parecían setas negras enmarcándole la cara. Ella trató
de avanzar y él quiso dejarla pasar, pero los dos se movieron a la vez. A ella se
le puso la cara morada salvo por unas manchitas blancas que no se le encendieron.
Se puso tiesa, se quedó inmóvil y le preguntó:
–¿Se
puede saber qué es lo que te pasa?
Él
se escurrió como pudo, salió corriendo pasillo abajo y chocó con tal fuerza contra
el camarero que este perdió el equilibrio y él le cayó encima; la cara del camarero
quedó muy cerca de la suya, era clavado al viejo Cash Simmons. Por un instante no
pudo quitarse de encima del camarero por estar pensando en que era Cash, y musitó:
“Cash”, y el camarero se lo sacó de encima, se levantó y se alejó pasillo abajo,
a toda prisa, y Haze se incorporó como pudo, fue tras él y le dijo que quería subirse
a su litera mientras pensaba: “Es pariente de Cash”, y entonces, de repente, como
si alguien se lo hubiera soltado cuando estaba distraído: “Este es el hijo que se
le fugó a Cash”. Y luego: “Conoce Eastrod y no quiere saber nada, no quiere hablar
de eso, no quiere hablar de Cash”.
Se
quedó mirando mientras el camarero le ponía la escalera para subir a la litera;
luego subió sin dejar de mirar al camarero; veía a Cash, aunque distinto, no tenía
los mismos ojos, y cuando estaba a medio subir, dijo, sin dejar de mirar al camarero:
–Cash
está muerto. Un puerco le pegó el cólera.
El
camarero se quedó con la boca abierta y, observando a Haze con desdén, masculló:
–Soy
de Chicago. Mi padre era empleado del ferrocarril.
Haze
se lo quedó mirando y se echó a reír: un negro empleado de ferrocarril; y rió otra
vez y el camarero apartó la escalera con un movimiento del brazo tan brusco que
Haze tuvo que agarrarse de la manta.
Se
acostó boca abajo en la litera, temblando por la forma en que había subido. El hijo
de Cash. De Eastrod. Pero que no quería saber nada de Eastrod, que odiaba Eastrod.
Siguió acostado boca abajo durante un rato, sin moverse. Era como si hubiese pasado
un año desde que se había caído en el pasillo encima del camarero.
Al
cabo de un rato se acordó de que, en realidad, estaba en la litera, se dio la vuelta,
encendió la luz y miró a su alrededor. No había ventana.
En
la pared del costado no había ninguna ventana. No se subía hacia arriba para convertirse
en ventana. No había ninguna ventana disimulada en la pared. Había como una red
de pesca en toda la pared del costado, pero no había ninguna ventana. Por un instante,
se le pasó por la cabeza que eso era obra del camarero: le había dado esa litera
que no tenía ventana, solo una red de pesca colgando a lo largo, porque lo odiaba.
Seguro que eran todos iguales.
El
techo encima de la litera era bajo y curvo. Se acostó. El techo curvo daba la impresión
de no estar bien cerrado; daba la impresión de estar cerrándose. Se quedó acostado
un rato, sin moverse. Notó en la garganta como una esponja con sabor a huevo. En
la cena había tomado huevos. Ahora los notaba en la esponja que tenía en la garganta.
Justo en la garganta los tenía. No quería darse la vuelta, tenía miedo de que se
movieran; quería que la luz estuviera apagada; quería que estuviera oscuro. Levantó
la mano sin darse la vuelta, tanteó en busca del interruptor, le dio y la oscuridad
le cayó encima, y después se hizo menos intensa por la luz que se filtraba por el
espacio sin cerrar, como de un palmo. Quería que la oscuridad fuera completa, no
que estuviera diluida. Oyó al camarero acercarse por el pasillo, sus pasos mullidos
en la alfombra, avanzaba sin pausa, rozando las cortinas verdes, luego los pasos
se fueron perdiendo a lo lejos hasta que no se oyeron más. El camarero era de Eastrod.
Era de Eastrod pero no quería saber nada de ese lugar. Cash no lo hubiera reclamado.
No lo hubiera querido. No hubiera querido nada que llevara una chaquetilla blanca
y ajustada y anduviera con una escobilla en el bolsillo. La ropa de Cash tenía la
misma pinta que si la hubiesen guardado un tiempo debajo de una piedra; y olía como
los negros. Pensó en cómo olía Cash, pero el olor que le vino era el del tren. En
Eastrod ya no quedaban negros de la quebrada. En Eastrod. Al entrar por el camino
vio en la oscuridad, en la penumbra, la tienda de comestibles cerrada con tablas
y el granero abierto donde la oscuridad andaba suelta, y la casa más pequeña medio
desmontada, sin balcón ni suelo en la entrada. Se suponía que debía ir a casa de
su hermana en Taulkinham la última vez que estuvo de permiso, al volver del campamento
de Georgia, pero no quería ir a Taulkinham y había regresado a Eastrod pese a que
sabía lo que se iba a encontrar: las dos familias desperdigadas por los pueblos
y hasta los negros que vivían en el camino se habían marchado a Memphis, a Murfreesboro
y a otros sitios. Él había vuelto a dormir en la casa, en el suelo de la cocina,
y del techo se había desprendido una tabla que le había caído en la cabeza y hecho
un corte en la cara. Pegó un salto, como si notara la tabla, y el tren dio una sacudida,
se detuvo y volvió a arrancar. Recorrió la casa para comprobar que no quedara nada
que conviniera llevarse.
Su
mamá siempre dormía en la cocina y guardaba allí su ropero de nogal. En ninguna
parte había otro ropero así. Su mamá era una Jackson, había pagado treinta dólares
por aquel ropero y no había vuelto a comprarse nada grande. Y ahí se lo dejaron.
Él calculó que en el camión no había quedado sitio para llevarlo. Abrió todos los
cajones.
En
el de arriba de todo encontró dos trozos de cordón y nada en los demás. Le pareció
raro que no hubiera entrado nadie a robar un ropero como aquel. Cogió el cordón,
ató las dos patas a unas tablas sueltas del suelo y dejó una hoja de papel en cada
uno de los cajones:
Este
ropero le pertenece a Hazel Wickers. No lo robes o serás perseguido y matado.
Así
ella descansaría mejor sabiendo que el ropero estaba protegido de alguna manera.
Si ella llegaba a buscarlo por la noche, lo vería. Haze se preguntó si alguna vez
su mamá caminaba de noche y pasaba por ahí… si pasaba con aquella expresión en la
cara, inquieta y fija, si subía por el sendero y recorría el granero abierto por
todas partes y si se paraba en la penumbra, cerca de la tienda de comestibles cerrada
con tablas, si se acercaba intranquila con aquella expresión en la cara como la
que él le había visto a través de la grieta cuando la bajaban. Le había visto la
cara a través de la grieta cuando le ponían la tapa, había visto la sombra que le
nubló la cara y le hizo torcer la boca como si no estuviera contenta de descansar,
como si fuera a levantarse de un salto, apartar la tapa y salir volando como un
espíritu que iba a estar satisfecho: pero ellos encerraron dentro al espíritu. A
lo mejor ella iba a salir volando de ahí dentro, a lo mejor iba a levantarse de
un salto; tremenda, como un enorme murciélago que se colaba por la rendija, la vio
salir volando de ahí pero la oscuridad caía sobre ella, se cerraba todo el tiempo,
se cerraba; desde dentro la vio cerrarse, acercarse más y más, tapando la luz y
el cuarto y los árboles que se veían por la ventana, por la rendija que se cerraba
más deprisa, más negra. Abrió los ojos, vio que la tapa bajaba, se levantó de un
salto, se coló por la grieta y se quedó ahí moviéndose, qué mareo, la tenue luz
del tren le permitió ver poco a poco la alfombra del suelo, moviéndose, qué mareo.
Se quedó ahí, mojado y frío, y vio al camarero en el otro extremo del vagón, una
silueta blanca en la oscuridad, ahí de pie, observándolo sin moverse. Las vías describieron
una curva y él, mareado, cayó de espaldas en la intensa calma del tren.
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