Horacio Quiroga
–Mi matrimonio no tiene historia –dijo
Rodríguez Peña una vez que hubo cesado el fuerte trueno–. No hemos tenido drama
alguno, ni antes ni después. Tal vez antes –agregó– pudo haberlo habitado… Y sin
ello no estaría casado.
Otro gran trueno retumbó,
más súbito y violento que los anteriores, y tras él se oyó arreciar, a través de
las puertas cerradas, la lluvia torrencial que inundaba el patio.
–¡Qué horror de agua!
–exclamó una chica, levantándose con algunas compañeras a mirar la lluvia a través
de los postigos. Y a cada nueva descarga que hacía temblar la casa, levantaban los
ojos inquietos al techo.
–Cuéntenos eso, Rodríguez
Peña –dijeron los hombres maduros–. Puede que las niñas casaderas aprovechen su
historia.
Nuestro amigo no se
hizo de rogar. Y gravemente, según su costumbre, comenzó:
–Ustedes saben –dijo–
que mi mujer no es linda. No ignoran tampoco que todos tenemos la vanidad del buen
gusto, por lo cual es muy difícil que anunciemos, sin disculpas a otro hombre que
nos hemos enamorado de una mujer fea. Comprenderán así ustedes cómo no quise confesarme
a mí mismo, los primeros días que la conocí, que amaba a la que es hoy mi mujer.
“Me agradó en seguida,
a pesar de su cara sin gracia. Mi mujer tiene la cara menos graciosa que se puede
concebir. Lo que me sedujo en ella fue la tranquilidad de su alma, y su metal de
voz lleno de bondad. A pesar de esto, no tuve el menor pudor en expresarme así a
un amigo que me había visto rendido con ella.
“–No tenía nada que
hacer… Es interesante, pero tiene una cara imposible…
“Me mostré en lo sucesivo
muy solícito, dándole a comprender que no jugaba con ella; pero, no obstante, mis
expresiones no pasaban de un tono muy ligero, tal vez para engañarme a mí mismo
sobre lo que en realidad sentía por ella.
“Poco tiempo después
se fue al campo, e invitado por la familia a pasar con ellos la semana de carnaval,
fui allá, dispuesto a continuar en el mismo tono de semibroma.
“Una tarde, sin embargo,
las circunstancias pudieron más que yo, y le hice sentir muy claramente que la amaba.
Díjome, con gran calma, que me estimaba muchísimo como amigo, pero nada más. Yo
acepté el golpe con una calma igual a la suya, y proseguimos hablando naturalmente
sin que nadie hubiera podido sospechar, oyéndonos entonces, lo que ella acababa
de deshacer un segundo antes.
“Yo había estado segurísimo
de que sería aceptado en seguida; supongan ustedes por esto lo que sentiría yo en
mi interior.
“Entramos de nuevo,
pues el cielo, totalmente negro, amenazaba un huracán de polvo sobre la estancia.
‘Mientras almorzábamos,
en efecto, la tormenta se desencadenó con sin igual violencia. Los rayos, secos
y sin agua todavía, explotaban sin tregua sobre nosotros, exactamente como ahora,
y la cristalería vibraba sin cesar sobre la mesa, hasta empañarse.
“De pronto, una luz
fulgurante filtró a través de los postigos en el comedor. Y cuando levantábamos
todos la vista, admirados de no haber oído trueno alguno, vimos una luz pálida,
estirada y como pastosa, que entraba por el agujero de una llave. La luz se retrajo,
se hinchó y adquirió forma de globo frente a la cerradura, flotando indecisa en
el aire. Tenía el tamaño aparente del sol, y una aureola lívida la circundaba.
“Teníamos frente a nosotros
un rayo globular, una bomba eléctrica, que, al menor choque, reventaría.
“El dueño de casa murmuró
entonces, con una voz terriblemente contenida:
“–¡No hablen ni se muevan…
o quedamos todos fulminados!…
“La voz sonó bastante
a tiempo para ahogar tres alaridos femeninos que ya explotaban, y en aquel silencio
no hubo sino ojos desmesuradamente abiertos frente al globo de fuego.
“Sentí, de pronto, que
una mano de mujer se crispaba sobre mi pierna, buscando, inconscientemente, sin
duda, la protección masculina en ese instante de peligro. Era la de mi amada. La
cogí entre la mía, y su mano se asió desesperadamente a ella.
“El rayo había ascendido
con lentitud hasta el umbral de la puerta. Allí comenzó a vagar de un lado a otro,
girando sobre sí mismo. Lo que volvía aquello más horrible era su marcha perezosa,
indecisa, cambiando a cada instante de rumbo, deteniéndose, reanudando su paseo
en un sentido inesperado.
“Por fin, después de
un vagabundeo de un minuto, que para nosotros duró mil años, el rayo globular descendió
casi hasta tocar la mesa, cedió a uno y otro lado, como irresoluto sobre el rumbo
a emprender y, suspendido en el aire, con su movimiento giratorio y su aureola lívida,
avanzó en dirección a mi amada.
“Sentí la convulsión
de su mano en la mía. Vi en los ojos desencajados de todos el horror de lo que iba
a pasar. Pasé entonces el brazo por el cuello de mi amada, la atraje lentamente
a mí, y el rayo siguió adelante sin encontrarla. Pero, por ligeramente que hubiera
agitado yo el aire, el rayo globular se detuvo a medias, y cediendo al leve vacío
producido, se dirigió a nosotros.
“Yo había cerrado los
ojos. Cuando los volví a abrir, el globo había desaparecido, aspirado por la chimenea.
“Durante un eterno minuto
nadie se movió. Al fin una terrible explosión sobre el pararrayos del garaje, nos
anunció el final del drama. Drama a medias, como lo he advertido al principio, pero
que me dio a mi mujer. Cuando quedamos a solas con mi amada, nos miramos con largo
y confiadísimo amor, y ella lloró entonces largo rato sobre sus rodillas. Cuatro
meses después nos casábamos, y nada nos ha pasado desde entonces. La tormenta de
ahora me ha hecho recordar todas esas circunstancias.”
Media hora después,
también esa tormenta concluía. Entonces, la más joven de las oyentes, no del todo
satisfecha de esa historia, preguntó a su relator:
–¿Y por qué, entonces,
si ya lo amaba a usted, le había dicho esa mañana su señora que no lo quería?
–Quería vengarse de
mí, supongo –repuso Rodríguez Peña. Y agregó, mirando a la tierna e insatisfecha
joven–: ¿No hubiera usted procedido así?
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