Stig Dagerman
Es la tarde anterior a una
noche tormentosa. Una tarde de ver fotografías o escribir cartas. Plácidas, apacibles
cartas sobre pequeñas cosas a amigos lejanos o parientes remotos. O de ver fotografías.
Una caja entera llena para volcarla en la mesa. En el anochecer parece como si hubiera
caído nieve sobre el tablero de caoba porque unas cuantas fotografías han caído
del revés. Esas fotos las coge la mujer con las yemas de los dedos y les da la vuelta
con un movimiento histérico, como cuando se levanta una piedra plana bajo la cual
se espera que pequeños animalitos pululen hacia fuera.
Hace
calor en la habitación donde esto ocurre y el hombre dobla su periódico y abre una
ventana. De pie, en silencio, mira un rato los altos pinos del jardín y los oscuros
abetos. Un álamo invisible cruje al otro lado de la calzada. La mujer levanta los
ojos de las fotos y contempla largo rato la espalda del hombre. Es delgada y algo
encorvada. La camisa está húmeda y se pega a la espalda como una nueva piel. Invariablemente
azul se alza una columna de humo de su cabeza. Sí, eso es lo que se ve, aunque no
sea así.
Cuando
el hombre se sienta a la mesa frente a ella, un coche toca la bocina muy lejos.
Un ligero viento sopla las cortinas hacia el interior de la habitación, pero no
llega. Las blancas cortinas vuelven a caer en silencio. Parece como si el viento
las aspirase. Si se escuchan todos los sonidos que hay, es el duro ruido de las
fotografías que se cogen de la mesa, se examinan y vuelven a dejarse, el más nítido.
Otros son un débil chasquido en una tubería del sótano y el de un pájaro que está
en un rosal junto a la ventana y de vez en cuando lanza un claro y agudo trino aflautado.
El
hombre aparta su silla y se acerca a la radio que está en el rincón debajo del reloj.
Pero cuando va a darle al botón, detiene la mano a mitad del movimiento. Se vuelve
despacio con una larga inclinación y mira a la esposa y se da cuenta entonces de
que ella ha estado contemplándole mientras él estaba de espaldas. Eso le afecta
desagradablemente, siente como si le vigilasen y no se atreve a darse la vuelta
y poner la radio. Pero, en todo caso, no lo habría hecho. En todo caso no lo habría
hecho, piensa, no es la radio lo que quiero oír. Pero si ella no dice algo pronto
voy a volverme loco.
Pero
la esposa no dice nada. Tiene una fotografía en la mano, entrecierra los ojos al
mirarla como si representase un sol que la deslumbrase. Él vuelve a estar sentado
a la mesa frente a ella y la mira, mira sus manos, mira sus ojos que, grandes y
dulces, descansan sobre un suceso muerto. Coge al azar una foto entre las muchas
que hay en la mesa, piensa solo echarle una ojeada, pero le atrapa el motivo, el
suceso olvidado que ya no existe y que solo ha existido un ratito hace mucho tiempo.
Él y la esposa están sentados en un columpio en un parque de atracciones. Tiene
que ser un parque de atracciones de pueblo porque es un columpio muy simple y hay
poca gente alrededor. Él tiene a su esposa cogida por los hombros porque el columpio
es tan estrecho que, si no, no cabrían en él. Al cabo de un rato deja la foto en
la mesa y cierra los ojos apoyando dos dedos en ellos para tratar de volver a ver
este olvidado parque de atracciones. Tantos parques de atracciones no han visitado
juntos, pero, con todo, le es imposible. Por mucho que intente que su fantasía y
su memoria construyan parques de atracciones en el pasado, parques de atracciones
de pueblo, con columpios primitivos, no consigue reconstruir el de verdad.
Cuando
se quita los dedos de los ojos después de haber perdido la esperanza definitivamente,
la foto ya no está delante de él. La esposa se la ha quitado y la está mirando.
Él se inclina sobre la mesa y contempla inquieto su semblante para ver qué impresión
le hace la fotografía. Al principio no nota nada, ella conserva el mismo aire frío,
levemente irónico, que se tiene cuando se escucha a otros relatar sus sueños. Los
ojos son apacibles y serenos y no revelan ni un asomo de reconocimiento. Pero de
súbito ocurre lo increíble. Una intensa alteración ha invadido el rostro de la esposa
que expresa de inmediato un vivo interés y los ojos sonríen como cuando uno vuelve
a encontrar de repente un rostro querido y desaparecido durante mucho tiempo. A
él le parece increíble, pero es que algo, algo que él ya no puede recordar haber
vivido, despierta en ella dulces o, en todo caso, placenteros recuerdos. Despacio
deja la foto, cruza las manos sobre la mesa y le mira o mira, al menos, en su dirección.
–¿Te
acuerdas? –dice en voz baja como para que no se rompa con un tono demasiado alto
el delgado hilo con el que el ahora, este instante junto a una mesa en un chalet
de las afueras, está unido a un instante pasado en un columpio de un parque de atracciones.
Unos
segundos le quedan todavía al hombre y estira esos pequeños segundos hasta que casi
están a punto de romperse mientras busca febrilmente este recuerdo perdido. Abre
millones de cajas. Se encuentra en un almacén de recuerdos de parques de atracciones
y busca con manos temblorosas en todas esas cajas que están llenas de parques de
atracciones: parques de atracciones bajo la lluvia, parques de atracciones grandes
y elegantemente dispuestos en las metrópolis; pequeños pequeños en rincones con
gitanos que dicen la buenaventura y un policía rural que anda por allí controlando
que ruleteros y artistas de los naipes no estafen a la gente. Cierra los ojos y
la oscuridad se rompe en un chillón remolino de columpios, máquinas tragaperras,
colas para bailar y casetas de tiro. Pero el parque de atracciones de la foto no
lo ve por ninguna parte y ya no puede callar más tiempo. Abre los ojos y encuentra
la mirada de la esposa desde el otro lado de la mesa. Su mala conciencia hace que
encuentre la mirada esperanzada y curiosa.
–No
–dice por fin cerrando los ojos–, desgraciadamente no.
La
habitación queda en silencio durante un rato. Solo la puerta del garaje chirría
débilmente, tal vez un gato la cruzó corriendo. Unos muchachos que pasan en bicicleta
juran a gritos por no se sabe qué. La esposa tamborilea en la mesa con un dedo índice.
Pues eso solo lo hacen los hombres, piensa él. Si no lo hiciera ella, podía haberlo
hecho yo, estar sentado tamborileando en la mesa hasta que se viera obligada a volver
a hablar conmigo. Ahora es ella la que me obliga a mí solo porque se me ha olvidado
una trivial visita a un parque de atracciones hace mucho mucho tiempo.
Él
trata de quitarle importancia a lo ocurrido, apartarlo con un gesto gallardo de
la cabeza como para retirar el pelo de la frente, pero no acierta. Experimenta una
vaga, pero enojosamente nítida, sensación de vergüenza. Es como haber fracasado
en una prueba o en un examen, y cuanto más se prolonga el silencio más cargado de
vergüenza se vuelve. Por fin comprende que tiene que decir algo, puede ser cualquier
cosa, para que la derrota no sea demasiado total.
–Precisamente
leí hoy en el periódico… –dice dudando mientras busca febrilmente algo que contar,
algo notable que pueda arrojar también un resplandor de notabilidad sobre quien
lo cuenta.
La
esposa detiene el tamborileo, pero al no ser capaz el hombre de llenar el silencio,
empieza de nuevo.
–¡Ah!,
¿sí? –dice sonriendo fríamente.
Por
fin él da con algo.
–Los
americanos han encontrado una nueva forma de ejecutar a los condenados a muerte
–dice, y calla un momento para que la continuación tenga el efecto debido.
–¡Ah!,
¿sí? –dice la mujer, y deja de tamborilear.
–Disparan
dos flechas al agua. Al caer se forma un gas. Bastan dos aspiraciones para morir,
dicen.
–¿Qué
clase de flechas? –Quiere saber la esposa.
El
hombre piensa un rato, pero en realidad no lo ponía.
–No
lo sé –dice–, no lo ponía.
–Quizá
flechas de tómbola. De algún parque de atracciones –dice la esposa mirándole hasta
que él vuelve a sentirse confuso y avergonzado.
–No
sé –dice. No lo ponía.
–Y
¿de qué agua se trata, pues? –pregunta la esposa.
¿Qué
agua? Qué ridículo, tampoco lo ponía. Sin embargo él debía haber pensado que la
persona a quien se lo contara desearía saberlo.
–No
sé –dice–, no lo ponía.
Otro
fracaso. Lo único que ha logrado es hacer su caso aún más desesperado contándole
a ella una noticia tan estúpidamente formulada. La estupidez de la noticia le afecta
también a él. Se hace una calma total en la habitación, silencio de muerte. La tormenta
que se espera para la noche oprime la tierra con una terrible pesadez bochornosa.
El pájaro ha levantado el vuelo y se ha ido. De la ciudad no llega ninguno de los
ruidos habituales: tranvías que gimen en una curva, descargas o bocinas de coches.
Ni un soplo de viento roza las cortinas.
–Va
a haber tormenta –dice el hombre–, seguro que va a haber tormenta esta noche.
La
esposa no dice nada, se limita a volverse y mirar por la ventana abierta. Juega
con las fotografías de nuevo, las sostiene delante de los ojos y las deja caer luego
en la mesa cuando las ha contemplado lo suficiente. De pronto se detiene en mitad
de un movimiento para coger una foto y empieza a mirar al hombre con un asombro
enorme. Es que él se ha reído, pero no con una de sus acostumbradas risas circunspectas,
azoradas, sino sonora y arrogantemente.
–¡Puedes
imaginarte nada más ridículo –dice agarrando convulsivamente el borde de la mesa
como para extraer fuerza de la madera–, que yo, con mi buena memoria, haya olvidado
ese parque de atracciones! Debo de haber estado algo enfermo cuando estuvimos allí,
si no, seguro que me acordaría, sin duda alguna. Te apuesto que no hay una sola
foto entre las que están en la mesa que yo no recuerde cuándo se hizo.
La
esposa coge de un montón unas cuantas fotografías al azar y se las tiende sin decir
una palabra. El hombre las recibe con una sonrisa complacida. Por fin una oportunidad
de rehabilitarse. La esposa ya no se ocupa de las fotos. Sus manos reposan inmóviles
sobre la mesa y los ojos observan fijamente la cara del hombre. Su inesperado interés
por las fotografías despierta primero en ella suspicacia. Luego la conmueve. El
hombre tiene las fotos en la mano derecha y sonríe mientras se dispone a mirar la
primera. De repente la mujer también sonríe, la distancia entre los dos se ha fundido
súbitamente y ella se ha convertido en un espejo de las sonrisas del hombre.
Es
entonces cuando sucede lo inexplicable. A sus ojos lo que parece es que el hombre
de repente ya no sonríe. La sonrisa se congela, se esconde en las comisuras de la
boca, que se vuelven amargas y duras. Durante un momento la cara no expresa nada
más que falta de sonrisa. Luego se abre la angustia lentamente en ella como una
flor.
Al
hombre lo que le parece es que está sentado en la sofocante y silenciosa habitación
contemplando una fotografía, una imagen de sí mismo y de la esposa. Están juntos,
sentados en el estribo de un coche. Él mira hacia el suelo. Su raya al lado izquierdo,
muy acusada, parece una línea de tiza en su cabeza. La esposa mira a la cámara,
infantilmente expectante con los labios fruncidos. El coche, del que solo se ve
una pequeña parte, da la impresión de ser nuevo y grande. Y hasta aquí, todo está
en orden. Lo catastrófico es que por mucho que se esfuerce no puede acordarse de
la ocasión en que fue hecha la fotografía. ¿Ha estado él siquiera presente? Parece
impensable que, con la buena memoria que tiene, haya podido estar sentado en el
estribo del coche de un amigo, de un amigo porque es obvio que uno no se sienta
en los estribos de coches de extraños para hacerse fotografías, y que un episodio
tan señalado haya podido perderse luego en su memoria. Ni siquiera puede recordar
que cuando se hizo la fotografía, y tiene que haber sido hace bastante tiempo porque
el papel está amarillo, tuvieran un amigo con coche. Y, sin embargo, allí está su
propio rostro como una prueba incontrovertible de la verdad de la fotografía.
Molesto
y preocupado, tanto porque la memoria le engañe tan enojosamente como porque la
esposa le observa con un interés tan impertinente, fija pues los ojos en la otra
fotografía para, rápida y decididamente, desvelar su secreto. Ah, mi oficina, piensa
enseguida. La esposa está sentada en su escritorio con las piernas cruzadas colgando.
Él está en su silla giratoria y sonríe con una plácida sonrisa de oficina. Todo
está en orden. No porque se acuerde de la ocasión en que se tomó la fotografía,
pero el lugar, en todo caso, le es familiar. Pero es entonces cuando hace su terrible
descubrimiento, el descubrimiento de que no coincide nada. Es, ciertamente, una
oficina el lugar donde se encuentran, pero es una oficina ajena, no la oficina de
la empresa de muebles donde ha trabajado desde hace casi catorce años. El escritorio,
para empezar, no es el suyo, éste es mucho más macizo y cargado de objetos que le
son extraños e indiferentes. Y en la pared que está detrás del escritorio, en realidad
llena de planchas que representan diferentes tipos de muebles, cuelga un solo cuadro,
un cuadro que representa una lancha salvavidas en un mar embravecido, la misma que
cuelga o colgaba en las estaciones de ferrocarril sobre las huchas de colectas en
favor de los náufragos.
Asustado
ante la perspectiva de otro fracaso, agarra, con un movimiento brusco y desabrido,
la fotografía número tres. Está ya tan alterado que casi la rompe de pura excitación.
El motivo, no obstante, le tranquiliza un poco. Una playa, piensa, y se da a sí
mismo una inyección de tranquilidad, nadie puede pretender que yo recuerde todas
las playas en las que mi esposa y yo hemos sido fotografiados juntos. Ésta es una
playa totalmente imposible de identificar, con arena, hierba en la orilla y sombrillas
a distancia. La esposa y él están sentados juntos en la arena, pero no están solos.
Si hubieran estado solos, todo se habría podido explicar, pero aquí está él sentado
entre dos mujeres, su esposa y una mujer completamente desconocida y si hubieran
estado sentados de una manera inocente, normal, no habría sido tan desesperante,
¡pero así! Él tiene sus brazos protectores sobre los hombros de ambas mujeres. La
supuesta desconocida no podría ser pues desconocida. Tiene que ser una persona muy
cercana. A él jamás se le ocurriría abrazar tan descaradamente a una extraña. Pero
por mucho que observa la cara de la otra mujer no es capaz de distinguir en ella
un solo rasgo conocido. Es y será la cara de una extraña.
Se
resigna entonces con una sorda pesadumbre, la misma pesadumbre que llena la habitación
y el sofocante anochecer estival al otro lado de la ventana, y coge la cuarta fotografía,
la penúltima brizna de paja del que se está ahogando, la tiene ante los ojos como
para hipnotizar su pérfida memoria. Pero no sirve. Contra esto no hay nada que valga.
La esposa y él están en una terraza a mucha altura sobre una ciudad, a mucha altura
sobre una ciudad desconocida. La esposa se ha subido a la balaustrada y está sentada
en ella con el cuerpo vuelto hacia la ciudad mientras se apoya con una mano en el
hombro del marido. El hombre se inclina sobre la barrera de piedra y parece beber
la vista con los ojos. La foto está sacada de perfil y muy por debajo de ellos se
distinguen con claridad las torres y los volúmenes pétreos de la ciudad, la alta
chimenea de una fábrica que continúa hacia el borde superior de la fotografía y
una iglesia con una torre cortada, como partida por la mitad. De todas las vistas
que ha contemplado en todas las ciudades que ha visitado, no hay ninguna que recuerde
a ésta. Y, sin embargo, ahí está él junto a su mujer, mirándola con los ojos muy
abiertos.
En
la última fotografía apenas si se atreve a fijar la mirada. Hace un calor insoportable
en la habitación y el sudor se desliza por su cuerpo. Se ve a sí mismo sentado en
una silla blanda en esta habitación terriblemente sofocante, se ve a sí mismo con
los ojos de su esposa o, en todo caso, con los ojos de otro: sudoroso, rojo de apuro
y de vergüenza, con la boca abierta de asombro y miedo, y la mano, espectralmente
blanca, que coge la última foto y la alza unos decímetros de la mesa, tiembla.
En
cuanto echa una primera mirada preparatoria a la fotografía se siente, de todas
maneras, un poco más tranquilo. Son dos personas que están debajo de un árbol, un
roble probablemente, cogidas del brazo. A una de esas personas la reconoce, es la
esposa, pero la otra, el hombre, le resulta completamente desconocido. Ya es penoso
que me falle la memoria respecto a hechos pasados en los que yo mismo intervengo,
piensa, pero que no recuerde cosas que yo no he vivido, eso ella no me lo puede
reprochar. Siente un vivo rencor porque está sentada frente a él en el silencio
más absoluto arrancándole vergüenza y miedo. Con ademán impaciente le tira la foto
con el desconocido, ese perfecto extraño cuyo rostro iluminado por el sol no despierta
el menor recuerdo en él.
–¿Quién
es el hombre con quien estás bajo el roble o lo que sea? –le dice a la esposa en
un tono casi de reproche.
La
esposa mira la foto un solo instante. Luego levanta la vista y el hombre se queda
desconcertado ante el asombro inmediato que refleja su rostro.
–Tú
mismo –dice sin dejar de mirarle.
Entonces
él se levanta despacio de la mesa proyectando contra el techo toda la carga aterradora
que tiene en la coronilla. Mientras deja la habitación con suma lentitud dice:
–Bajo
un rato al sótano a hacer leña para la chimenea.
Se
vuelve en el vano de la puerta y ve que la esposa le está mirando con una insistencia
inquietante. Cuando sale al vestíbulo lo cruza a toda prisa para evitar el espejo.
Algo espantoso se le ha ocurrido de repente. Que el recuerdo falle una vez al contemplar
una vieja fotografía puede tener su explicación, ser incluso natural quizá. La segunda
vez tampoco constituye una catástrofe, pero la tercera es inquietante y de la cuarta
y la quinta hay que sacar conclusiones; y no reconocerse siquiera a sí mismo, eso
es tan nefasto que todo espejo se convierte en un traidor. ¿Quién sabe de antemano
qué rostro reflejará?
En
el sótano se sienta en el burro de serrar a descansar después del choque. Al cabo
de un rato la esposa oye el rápido rechinar de la sierra que atraviesa la madera
seca. Recoge las fotografías y las vuelve a colocar en la caja. Un avión retumba
sobre la población a poca altura, como un presagio de la tormenta. Ella se acerca
a la ventana y mira hacia fuera. Bancos de nubes inmóviles se condensan sobre el
bosque y dejan entrever de vez en cuando un anochecer pesado y oscuro. Cuando el
avión desaparece vuelve a hacerse un silencio total. Un perro solitario se acerca
por el borde del camino y gruñe inquieto mientras pasa delante de la casa. Por un
instante también el sótano se queda en silencio. Y luego se oye el duro y rápido
ruido de la madera que se rompe con un hacha afilada. Ella tiene la frente caliente
y está cansada como después de pasar una noche en vela; va al dormitorio y abre
una ventana.
Cuando
yace en la cama llega una leve ráfaga de viento que mueve las cortinas. Ella está
desnuda bajo la manta y la aparta para que la ráfaga la refresque, pero ésta es
muy corta y no llega hasta ella. El hombre sigue en el sótano. Vuelve a serrar,
una madera acerbamente rebelde ahora, el crujido suena descontento y pendenciero.
Él no tenía que trabajar tanto rato, preparar un poco de leña para la chimenea no
requería tantísimo tiempo. Piensa que él la evita, que permanece abajo en el sótano
porque no puede estar en su compañía. Lo ha manifestado ya muchas veces, pero nunca
de una manera tan evidente.
Justo
durante una pausa entre el serrar y el hendir, llega por fin el primer relámpago.
Ella está boca arriba en la cama y lo ve tranquilamente a través de la ventana abierta.
Una rama de fuego se dibuja contra la negra pared de nubes y oscuridad, pero tan
lejos que ni siquiera se oye ningún estampido. Pero lentamente la tormenta se va
acercando. Un agudo rayo que clava su punta ardiente en la densa masa de nubes,
seguido de un trueno débil como un carraspeo. Luego los rayos cambian súbitamente
de carácter, pierden sus firmes perfiles, desaparecen en una nube de luz, deslumbrantes
y reveladores como la luz repentina de un cohete. Al mismo tiempo los truenos se
van haciendo más fuertes, se van transformando ellos también, ya no son sordos sino
estridentes y desgarradores. Es como si Dios estuviera allí arriba en el espacio
a una altura inmensa por encima del chalet, rompiendo sobres gigantescos con iracundos
movimientos. Los intervalos entre los momentos de luz y los desgarrones no son prolongados,
pero sí lo bastante largos para que ella tenga tiempo de sentir lo que ocurre en
la casa.
El
hombre ha clavado el hacha en el burro de serrar. No tarda en oírle subir la escalera
del sótano, cruzar el vestíbulo y entrar en el cuarto de baño. Cae el agua, ella
le oye frotarse las manos. Dentro de poco, hará gárgaras. Durante un largo instante
de oscuridad ya no se oye nada en el cuarto de baño, pero de pronto llega un ruido
penetrante, horroroso, que la hace sentarse en la cama. Parece como si el hombre
hubiera roto un espejo o posiblemente un vaso en el suelo del cuarto de baño, pero
no que se le haya caído, sino que lo haya arrojado con toda su fuerza contra las
baldosas. Pero todo se calma. Tal vez solo haya ocurrido un accidente. Ella le oye
acercarse deslizándose en zapatillas por el cuarto de estar y abrir con cuidado
la puerta del dormitorio, como si supusiera que estaba dormida. Ella se mete debajo
de la manta y echa una ojeada a la puerta. Justo entonces el cuarto se ilumina,
se llena a rebosar de una luz verde transparente y a esa luz ella le ve de pie delante
de la cama, blanca la cara, con los labios muy apretados como para impedir que salga
un grito y las manos extendidas ante sí como cuando se anda en la oscuridad.
Cuando
la luz se ha apagado y el estampido ha retumbado le oye desvestirse rápidamente
y echarse a la cama. Ni siquiera le dice buenas noches, piensa con despecho. Que
se acerque a ella o que le acaricie siquiera la cara y el cuello antes de que se
duerma, eso, ha dejado de esperarlo hace mucho tiempo. Mientras espera el próximo
relámpago le oye dar vueltas en la cama, por lo que se ve, incapaz de dormirse.
Por fin se levanta con una excusa hosca cuyas palabras ella no entiende, busca con
los pies las zapatillas en la oscuridad, se echa el batín sobre los hombros. Cuando
al minuto siguiente estalla la luz, le ve en el hueco de la puerta con la cara vuelta
hacia la ventana y un cigarrillo sin encender en la boca. Está quieto hasta que
se apaga el trueno y al dejar la habitación le dice a su mujer con voz apenas audible
que va a subir a su cuarto a buscar un libro. Ella le oye pararse un momento junto
a la chimenea y prender el cigarrillo con una cerilla que ha cogido de la repisa
de la chimenea. Luego las zapatillas se deslizan por la habitación, un débil ruido
como de un animal que por primera vez le resulta desagradable. Oye crujir la escalera
cuando él la sube y luego los crujidos de las tablas cuando está arriba en el piso
superior. Cuando se encuentra justo encima de su cabeza el ruido de los pasos furtivos
llega hasta ella. Luego hay un relámpago, seguido inmediatamente de un violento
estrépito. Los cristales de las ventanas tintinean débilmente. Una puerta se cierra
de golpe allá arriba. El hombre ha entrado en su habitación y ha cerrado la puerta
tras de sí.
La
mujer ya está muy cansada. La tormenta todavía no ha traído ningún alivio. La pesadez
sigue, y el calor sofocante. La tormenta solo ha iluminado el bochorno de la habitación,
no lo ha reventado. Ella cierra los ojos y hunde con fuerza la cabeza en la almohada,
firmemente decidida a dormirse de una vez. A veces la luz juega sobre sus párpados
cerrados, pero los relámpagos ya no la hacen abrir los ojos. Dormirse, ha tenido
que dormirse, en todo caso es un estampido lo que la sobresalta y la obliga a abrir
los ojos desconcertada. La habitación está completamente a oscuras y un trueno no
ha sido, el ruido procedía de algún lugar de la casa. Ella aguza el oído pero no
se oye un ruido. Tantea con la mano la cama del marido, pero está vacía. Entonces
se acuerda de repente de que el hombre se ha ido a buscar un libro. Es evidente
que ahora está bajando después de cerrar la puerta de su cuarto.
Mientras
se pregunta medio dormida con qué violencia se habrá cerrado la puerta, los pasos
se ponen en marcha súbitamente. El hombre anda sobre su cabeza y, aún no bien despierta,
piensa que es extraño que ande tan pesadamente y con pasos tan largos y lentos.
De ordinario tiene un andar más bien de pasitos cortos, rápido y femenino. Antes
de que él llegue a la escalera, ella levanta la cabeza de la almohada y la sacude
como para ahuyentar una impresión desagradable o el recuerdo de un mal sueño. Escucha
asombrada los pasos duros y ruidosos en el piso de arriba. Debe de haberse cambiado
de calzado en la habitación, piensa, cuando subió solo llevaba zapatillas. Pero
lo que le provoca un violento sobresalto y la obliga a sentarse en la cama con el
corazón palpitante es algo que sucede en el rellano mismo de la escalera. Él se
ha detenido allí arriba y durante un corto espacio de tiempo no se oye nada, pero
de pronto rompe el silencio un terrible ataque de tos, una tos ruidosa que parece
resonar en todas las oscuras paredes de la casa y que al final se vuelve histéricamente
fuerte. Instintivamente ella se tapa los oídos con las manos por miedo a que los
tímpanos no resistan, por absurdo que le parezca ese temor.
La
tos del enfermo, porque una persona sana no puede toser de una manera tan espantosa,
se interrumpe sin embargo bastante pronto. Ella aparta las manos de los oídos y
se deja caer en la cama y en su propio inmenso asombro.
Nunca
ha sabido que él esté enfermo y, sobre todo, sus pulmones siempre han estado sanos
y fuertes. Mientras oye los pasos golpear los bordes de la escalera se sorprende
de que el hombre se haya comprado un par de zapatos nuevos sin saberlo ella y, por
si fuera poco, unos zapatos con herraduras que antes siempre ha aborrecido porque
son muy indiscretos.
Después
de haber pasado el último escalón sigue un momento de un silencio muy profundo,
uno de esos silencios que hunde a las personas en la soledad. Por un instante ella
cree oír el sonido estridente de un timbre de bicicleta, pero el ruido es tan fugaz
que da por hecho haber oído mal. Por eso le resulta casi un alivio que por fin se
rompa el silencio. El hombre sufre otro ataque de tos después de bajar el último
escalón y ahora, en la misma planta donde está ella, la tos es todavía más espantosa
que allá arriba. Sin tener muy claro lo que hace ni por qué lo hace y qué significa
que actúe de ese modo, se mete debajo de la manta y se la sube hasta las orejas.
Pero la manta no protege su oído. Oye cuando termina por fin el ataque de tos y
cuando los pasos, duros y lentos, se acercan a ella.
No
quiero verle, piensa, él vive solo para atormentarme. Hace tanto tiempo que no me
acaricia que le odiaría si lo intentara ahora. Ni siquiera es capaz de dar las buenas
noches. Por un pequeño crujido que penetra en su oído deduce que se abre la puerta.
El hombre está de pie en la habitación y ella se figura que intenta descubrirla
en la oscuridad. En la noche no hay un ruido y ahora ella solo teme a la espantosa
tos, pero no se produce. En el silencio el hombre empieza a desvestirse. Se desviste
de una manera muy extraña, se le cae un zapato en la alfombra de la cama y a pesar
de que cae suavemente produce un ruido considerable, un golpe brutal a sus nervios
en tensión.
¿Por
qué se ha vestido?, piensa, si salió de aquí en pijama. Al mismo tiempo cae sobre
ella un aroma inconfundible, ella aspira mucho aire por la nariz y lo identifica
enseguida. Es a humo de cigarro puro, olor de un cigarro puro fuerte. Pero cuando
él la dejó, encendió un cigarrillo. Él nunca ha aguantado los puros. Cuando el hombre
se ha desnudado, ella oye cómo se acerca a su mesilla de noche y deja algo en ella.
El libro, piensa, el libro que iba a buscar. Pero como papel no ha sonado y si no
estuviera tan oscuro ella miraría por encima del borde de la manta para ver qué
objeto duro ha puesto, bueno, que casi ha soltado sobre la delicada madera de la
mesilla. Luego oye sorprendida cómo el hombre con los pies descalzos abandona de
pronto la habitación y va hasta la radio que está en el rincón del cuarto de estar
y únicamente la pared separa la cabeza de ella del hombre que ha encendido la radio
y busca, con mucho alboroto y penetrantes silbidos, emisoras nocturnas. De pronto
ha captado música, una oscura melodía de jazz que penetra en la habitación y despierta
en ella todo lo que ha estado aletargado. Una alegre voz varonil que con marcado
acento americano pronuncia algunos nombres de ciudades alemanas interrumpe la música:
Fráncfort, Stuttgart, Múnich, Núremberg. Después, silencio. El hombre ha apagado.
Vuelve
a estar de pie en la habitación, pero no mucho rato. Se tira casi al momento en
su cama, se echa encima el edredón, rebulle sobre el colchón hasta que encuentra
la postura adecuada. La esposa tiene el cuerpo en tensión, yace inmóvil bajo la
manta. Si viene muerdo, piensa frotando sin cesar la lengua con los dientes incisivos.
Pero él no viene. Parece que se duerme y al cabo de un rato ella escucha asombrada
esa respiración, esa respiración desconocida. Muchas veces ha permanecido despierta
después de que el hombre se durmiese por las noches, “sobrevivir” suele llamar ella
a eso, y ha aprendido a reconocer su respiración entre todas las respiraciones del
mundo. Esta respiración es diferente, ocupa más sitio, es más ruidosa. La música
de la noche, piensa ella, la ropa, los zapatos, los pasos, los ataques de tos, el
puro. Yace completamente inmóvil, apenas se atreve a respirar mientras la espantosa
decisión, la única que queda, madura en ella. El calor ahoga como en un horno y
por la ventana entra la ardiente oscuridad a oleadas. Después de una larga espera,
durante la cual su cuerpo se cubre de sudor y su rostro se inunda de lágrimas silenciosas,
se atreve por fin a retirar la manta y salir de la cama. Sin que se haya oído nada
está finalmente en la alfombra entre la cama y la ventana abierta y parece que tiene
el alma en un hilo. Un rápido ciclista pasa dando bufidos por el camino y a lo lejos
se enciende un rayo sobre el bosque, se desliza como una serpiente de fuego entre
los árboles. Ella se vuelve rápidamente y alcanza a ver el grueso perfil del cuerpo
del hombre, tan diferente que tiene que apoyarse en el alféizar de la ventana para
no caer.
Cuando
el mundo entero descansa en una inmensa, profunda oscuridad va sigilosamente en
torno a su cama y en torno al hombre, hasta llegar a su lado y a su mesilla de noche.
Él sigue durmiendo con la misma profundidad, aunque a ella le parece que las palpitaciones
de su corazón y el sonido húmedo cuando traga saliva de puro nerviosismo tendrían
que haberle despertado hace rato. Coge el objeto que él ha bajado de su habitación.
No es un libro; sus dedos le dicen que es un martillo, pesado y con olor a nuevo.
Con el mango del martillo convulsamente agarrado en una mano, se inclina sobre el
hombre dormido y descubre con cuidado su cabeza como cuando se alza el lienzo del
rostro de un muerto para contemplarlo una última vez. Y cuando la habitación se
llena de una luz espantosa de una lámpara invisible, ella hunde el martillo con
una sensación de liberación en la sien reluciente de sudor del hombre desconocido.
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