Madame de La Fayette
La señorita de Strozzi,
hija del mariscal y pariente cercana de Catherine de Médicis, se desposó el primer
año de la regencia de esta reina con el conde de Tende, de la casa de Saboya, rico,
bien constituido, el cortesano que vivía con mayor esplendor, y más propio a hacerse
estimar que amar. No obstante, su esposa lo amó en un primer momento con pasión;
era muy joven; él no la consideró sino como a una niña, y muy pronto estuvo enamorado
de otra. La condesa de Tende, viva y de temperamento italiano, se puso celosa; no
tenía reposo ni se lo daba a su marido; él evitó su presencia y dejó de vivir con
ella como un hombre vive con su mujer.
Pronto
la belleza de la condesa se incrementó; mostró mucha inteligencia; el mundo la miró
con admiración; se ocupó más de sí misma y se curó insensiblemente de los celos
y de su pasión. Se hizo íntima amiga de la princesa de Neufchâtel, joven, bella
y viuda del príncipe del mismo nombre que, al morir, le había dejado el título que
la convertía en el partido más elevado y brillante de la corte.
El
caballero de Navarre, descendiente de los antiguos soberanos de este reino, era
por entonces también joven, bello, lleno de inteligencia y de elevación, aunque
la Fortuna no le había dado más bien que el de su cuna. Puso los ojos en la princesa
de Neufchâtel, de la que conocía la inteligencia, como en una persona capaz de un
afecto violento e indicada para hacer la fortuna de un hombre como él. Con este
fin, se relacionó con ella sin estar enamorado y atrajo su interés: se sintió orgulloso
de lograrlo, pero se encontró aún muy alejado del éxito total al que aspiraba. Su
propósito era ignorado por todo el mundo; sólo uno de sus amigos había recibido
la confidencia y este amigo era también íntimo amigo del conde de Tende, por lo
que hizo que el caballero de Navarre consintiera en confiar su secreto al conde,
con la idea de que él le obligaría a servirle ante la princesa de Neufchâtel. El
conde de Tende apreciaba ya al caballero de Navarre; le habló de él a su mujer,
por quien empezaba a tener más consideración, y le rogó, en efecto, hacer la gestión
que deseaban.
La
princesa de Neufchâtel le había hecho ya la confidencia de su inclinación por el
caballero de Navarre a la condesa y ésta la fortaleció. El caballero vino a ver
a la condesa, adquirió trato y medidas con ella; pero, al verla, se enamoró de ella
con violenta pasión. No se entregó, no obstante, a esta pasión en un primer momento,
pues vio los obstáculos que esos sentimientos divididos entre el amor y la ambición
presentarían a su plan, y resistió. Pero, para resistir, era necesario que no viera
con demasiada frecuencia a la condesa de Tende, y él la veía todos los días, al
buscar a la princesa de Neufchâtel; por lo que se enamoró perdidamente de la condesa.
No pudo ocultar por completo su pasión y la condesa se dio cuenta de la misma; su
amor propio se sintió halagado, y empezó a sentir un violento amor por él.
Un
día, cuando la dama le hablaba de la gran fortuna de casarse con la princesa de
Neufchâtel, él le dijo mirándola con una expresión en la que su pasión era declarada
por completo: “¿Y vos creéis, señora, que no hay ninguna otra fortuna que yo preferiría
antes que la de desposarme con esta princesa?” La condesa de Tende se sintió impresionada
por las miradas y las frases del caballero; lo miró con los mismos ojos con los
que él la miraba, y se produjo entre ellos una turbación y un silencio más elocuente
que las palabras. A partir de aquel momento, la condesa se sumió en una agitación
que la privó de descanso: sintió el remordimiento de robarle a su amiga el corazón
de un hombre con el que ella iba a casarse únicamente por amor, que iba a desposarse
con él con la desaprobación de todo el mundo, y a costa de su rango.
Esta
traición le produjo horror; la vergüenza y las desgracias que puede causar la galantería
se presentaron ante su espíritu; vio el abismo en el que podía precipitarse y decidió
evitarlo.
Pero
mantuvo mal sus decisiones. La princesa estaba casi decidida a casarse con el caballero
de Navarre, aunque no estaba satisfecha de la pasión que él le demostraba y, comparando
la que ella sentía por él, y el cuidado que él ponía en engañarla, comprendía la
tibieza de los sentimientos del joven, de lo que se quejó a la condesa de Tende.
La condesa la tranquilizó; pero los lamentos de la señora de Neufchâtel acabaron
por turbarla y hacerle ver la dimensión de su traición, que costaría probablemente
la fortuna de su enamorado. La condesa advirtió a éste de la desconfianza de la
princesa; él demostró indiferencia por todo salvo por el hecho de ser amado por
ella: sin embargo, por orden de la condesa él se contuvo y tranquilizó tan bien
a la princesa de Neufchâtel, que ésta le hizo ver a la condesa que estaba plenamente
satisfecha del caballero de Navarre.
Los
celos se adueñaron entonces de la condesa pues temió que su enamorado quisiera de
verdad a la princesa; comprendió todas las razones que él tenía para amar a aquélla;
su matrimonio, que ella había propiciado, le produjo horror, pero no quiso, no obstante,
que él lo rompiera por lo que se encontraba en una cruel incertidumbre. Manifestó
al caballero todos los remordimientos que sentía respecto a la princesa de Neufchâtel,
pero decidió ocultarle sus celos y creyó, en efecto, habérselos ocultado.
La
pasión de la princesa superó por fin todas las indecisiones. Ella decidió casarse
pero resolvió hacerlo en secreto y no anunciarlo sino una vez realizado.
La
condesa estaba a punto de expirar de dolor. El día elegido para el matrimonio había
una ceremonia pública; su marido asistió; ella envió a la ceremonia a todas sus
doncellas; mandó decir que no deseaba ver a nadie y se encerró en su gabinete, tendida
sobre un lecho de descanso, abandonándose a todo lo que los remordimientos, el amor
y los celos pueden hacer sentir de más cruel.
Cuando
se encontraba en tal estado, oyó abrir una puerta excusada en su gabinete, y vio
aparecer al caballero de Navarre, engalanado y con una gracia superior a la que
le había visto jamás.
–Caballero,
¿dónde vais? –exclamó– ¿Qué buscáis? ¿Habéis perdido la razón? ¿Qué ha sido de vuestra
boda? ¿Pensáis en mi reputación?
–Quedaos
tranquila por vuestra reputación, señora –le contestó–; nadie puede saberlo; no
importa mi matrimonio, no importa mi fortuna, sólo importa vuestro corazón, señora,
y ser amado por vos: renuncio a todo lo demás. Vos me habéis dejado ver que no me
odiáis, pero habéis querido ocultarme que soy lo suficientemente feliz como para
que mi matrimonio os cause dolor; vengo a deciros, señora, que renuncio a él; que
ese matrimonio sería un suplicio para mí, y que sólo quiero vivir para vos. En el
momento en que os hablo me están esperando, todo está listo; pero voy a anularlo
todo si, al anularlo, hago algo que os sea agradable y os demuestre mi amor.
La
condesa se dejó caer sobre el lecho de descanso en el que se había incorporado a
medias, y mirando al caballero con ojos llenos de amor y lágrimas:
–¿Queréis
que muera? –le dijo– ¿Creéis que un corazón puede contener todo lo que vos me hacéis
sentir? ¡abandonar por mí la fortuna que os aguarda! No puedo soportar ni siquiera
pensarlo: id con la señora princesa de Neufchâtel, id hacia la grandeza que os está
destinada, tendréis mi corazón al mismo tiempo. Haré con mis remordimientos, con
mis incertidumbres, con mis celos, puesto que tengo que confesároslos, lo que mi
débil razón me aconseje; pero no volveré a veros jamás si no os marcháis al instante
a firmar vuestro matrimonio; marchaos, no demoréis ni un momento; y por amor hacia
mí, por amor hacia vos mismo, renunciad a una pasión tan poco razonable como la
que me demostráis, que nos conducirá probablemente a horribles desgracias.
El
caballero se sintió dominado por la alegría en un primer momento al verse tan auténticamente
amado por la condesa, pero el horror de entregarse a otra vino a plantarse ante
sus ojos; lloró, se afligió, le prometió todo lo que ella quiso, a condición de
que pudiera volver a verla en aquel mismo lugar. Antes de que se marchara, ella
quiso saber cómo había entrado. Él le dijo que había confiado en un escudero de
ella, que antes había sido de él, que le había hecho entrar por el patio de los
establos adonde daba la escalera que conducía a este gabinete, y que daba también
a la habitación del escudero.
Mientras
tanto, la hora de la boda se acercaba, y el caballero, presionado por la condesa,
se vio finalmente obligado a marcharse. Pero fue, como si fuera al suplicio, hacia
la mayor y más agradable fortuna a la que un caballero sin bienes hubiera sido elevado
jamás. La condesa pasó la noche, como puede imaginarse, agitada por sus inquietudes;
llamó por la mañana a sus doncellas y, poco después de que se abriera su habitación,
vio a su escudero acercarse a la cama y dejar encima una carta sin que nadie se
diera cuenta. La vista de aquella carta la turbó porque reconoció que era del caballero
de Navarre; porque era tan poco verosímil que durante aquella noche, que debía ser
su noche de bodas, hubiera tenido tiempo para escribirle, que temió que él hubiera
puesto o que se hubiera presentado algún obstáculo al matrimonio: abrió la carta
con gran emoción y encontró en ella más o menos estas palabras:
No pienso sino en vos, señora; no estoy ocupado
sino por vos; y, en los primeros momentos de posesión legítima del mayor partido
de Francia, apenas empieza a amanecer, abandono la habitación en la que he pasado
la noche, para deciros que me he arrepentido ya mil veces de haberos obedecido,
y de no haber renunciado a todo para no vivir sino por vos.
Esta
carta, y el momento en que había sido escrita, impresionaron sensiblemente a la
condesa. Más tarde acudió a cenar a casa de la princesa de Neufchâtel, que se lo
había pedido. El matrimonio se había hecho público, y encontró a un gran número
de personas en la habitación de la dama, pero tan pronto como la princesa la vio,
dejó a todo el mundo y le rogó que pasara con ella a su gabinete. Apenas se habían
sentado, cuando el rostro de la princesa su cubrió de lágrimas. La condesa pensó
que era el efecto de la publicación del matrimonio, y que ella la encontraba más
difícil de soportar de lo que había imaginado, pero muy pronto comprendió que se
equivocaba.
–¡Ah!,
señora, –dijo la princesa–. ¿Qué he hecho? Me he casado con un hombre por amor;
he hecho un matrimonio desigual, desaprobado por todos, que me humilla, ¡y resulta
que el hombre que yo he preferido a todo, ama a otra mujer!
La
condesa creyó que iba a desmayarse al escuchar aquellas palabras; pensó que la princesa
no podía haber adivinado la pasión de su marido sin haber descubierto la causa de
la misma, y no pudo contestar. La princesa de Navarre (se le llamó así después de
su matrimonio) no prestó atención a su estado, y continuó:
–El
señor príncipe de Navarre –le dijo–, muy lejos de tener la impaciencia que debía
concederle la conclusión de nuestro matrimonio, se hizo esperar por la noche; llegó
sin alegría, con el espíritu ocupado y contrariado; salió de mi habitación al amanecer,
con no sé qué pretexto. Al volver venía de escribir, lo vi en sus manos. ¿A quién
podía escribir sino a una amante? ¿Por qué se hizo esperar? ¿Qué ocupaba su espíritu?
En
aquel momento vinieron a interrumpir la conversación, porque había llegado la princesa
de Condé; la princesa de Navarre salió a recibirla y la condesa permaneció fuera
de sí. Por la noche le escribió al príncipe de Navarre para avisarle de las sospechas
de su esposa, y para obligarle a contenerse. Su pasión no se aminoró por los peligros
ni los obstáculos; la condesa no hallaba descanso y el sueño no acudía a mitigar
sus angustias.
Una
mañana, después de que ella hubiera llamado a sus doncellas, su escudero se le acercó
y le dijo en voz baja que el príncipe de Navarre estaba en su gabinete y rogaba
poder decirle algo que era absolutamente necesario que supiera. Uno cede fácilmente
a lo que le es grato; la condesa sabía que su esposo había salido; dijo que quería
dormir y pidió a sus doncellas que cerraran las puertas y no regresaran sin que
ella las llamase.
El
príncipe de Navarre entró desde el gabinete y se arrodilló junto a su lecho.
–¿Qué
tenéis que decirme? –le preguntó.
–Que
os amo, señora; que os adoro, que no podría vivir con la señora de Navarre; el deseo
de veros se ha apoderado de mí esta mañana con tal violencia, que no he podido resistirlo.
He venido al azar de todo lo que pudiera suceder, y sin esperar siquiera hablar
con vos.
La
condesa lo reprendió en un primer momento por comprometerla con tanta ligereza;
pero luego, su pasión los condujo a una conversación tan prolongada que el conde
de Tende volvió de la ciudad. Se dirigió hacia el apartamento de su esposa; le dijeron
que no estaba despierta, pero era tarde, por lo que no dejó de entrar en su habitación
y encontró al príncipe de Navarre de rodillas junto al lecho, como se había colocado
al llegar. Jamás hubo una sorpresa semejante a la del conde de Tende, ni turbación
que igualara a la de su esposa. Sólo el príncipe de Navarre conservó la presencia
de ánimo, y sin alterarse ni levantarse del suelo:
–¡Venid,
venid! –dijo al conde de Tende– ¡Ayudadme a obtener una gracia que solicito de rodillas
y que me es negada!
El
tono y la expresión del príncipe de Navarre detuvieron la sorpresa del conde.
–No
sé, –le contestó con el mismo tono que el príncipe había empleado– si una gracia
que solicitáis de rodillas a mi esposa cuando dicen que ella está durmiendo, cuando
os encuentro a solas con ella y sin carroza ante mi puerta, es de las que me gustaría
que ella os concediera.
El
príncipe de Navarre, tranquilizado y sin el apuro del primer momento, se levantó,
se sentó con total libertad, y la condesa, temblorosa y fuera de sí, ocultó su azoramiento
en la penumbra que reinaba en el lugar en que se hallaban. El príncipe de Navarre
tomó la palabra:
–Vais
a censurarme, pero tenéis, no obstante, que ayudarme: amo y soy amado por la persona
más digna de amor de la corte; ayer, me escapé de casa de la princesa de Navarre
y de toda mi gente para acudir a una cita en la que esta persona me esperaba. Mi
esposa, que ha adivinado que estoy preocupado por otra que no es ella, y que está
atenta a mi conducta, supo por mi gente que yo los había dejado, y se halla en un
estado de celos y desesperación sin parangón. Le he dicho que había pasado las horas
que tanta inquietud le causan en casa de la mariscala de Saint–André que está enferma
y no recibe a casi nadie; le dije que la señora condesa de Tende era la única persona
que se encontraba allí, y que podía preguntarle si no me había visto toda la tarde.
He decidido venir a confiar en la señora condesa. Había ido a casa de la Châtre
que sólo está a tres pasos de aquí, salí de allí sin que mi gente me viera; me dijeron
que la señora estaba despierta, no encontré a nadie en su antesala y he entrado
audazmente. La señora condesa se niega a mentir en mi favor; dice que no quiere
traicionar a su amiga, y me echa las más sensatas reprimendas; yo mismo me las he
echado inútilmente. Hay que librar a la señora princesa de Navarre del estado de
inquietud y de celos en el que se encuentra, y ahorrarme a mí el mortal engorro
de sus reproches.
La
condesa de Tende no se sorprendió menos de la presencia de ánimo del príncipe que
lo había estado a la llegada de su esposo, pero se serenó y al conde no le quedó
ni la menor sombra de duda. Se unió a su esposa para hacerle ver al príncipe el
abismo de problemas en el que iba a arrojarse, y todo lo que le debía a la princesa.
La condesa prometió decirle a aquélla todo cuanto deseaba su esposo.
Cuando
éste iba a marcharse, el conde lo detuvo:
–Como
recompensa al servicio que vamos a haceros a costa de la verdad, decidnos al menos
quién es esa amante; tiene que ser poco digna de amaros y conservar con vos una
relación, viéndoos comprometido con una persona tan bella como la princesa de Navarre,
viendo que os habéis casado con ella, y viendo todo cuanto vos le debéis. Debe ser
una persona sin inteligencia, ni ánimo, ni delicadeza; y, de verdad, no merece que
perturbéis una felicidad tan grande como la vuestra, y que os mostréis tan ingrato
y culpable.
El
príncipe no supo qué responder y fingió tener prisa. El conde de Tende en persona
le ayudó a salir con el fin de que nadie lo viera.
La
condesa se quedó nerviosa por el riesgo que había corrido, por las reflexiones que
las palabras de su marido le obligaban a hacer, y por vislumbrar los problemas a
los que su pasión la exponía; pero no tuvo la fuerza de desprenderse de ella. Continuó
su relación con el príncipe; lo veía a veces con la ayuda de La Lande, su escudero.
Se sentía, y era efectivamente, una de las personas más desgraciadas del mundo:
la princesa de Navarre le hacía a diario confidencias respecto a unos celos de los
que ella era la causa; estos celos le producían remordimientos, pero cuando la princesa
de Navarre estaba satisfecha de su esposo, era ella la que se sentía celosa.
Un
nuevo tormento vino a asociarse a los que ya padecía: el conde de Tende se enamoró
de ella como si no hubiera sido su esposa; no se separaba de ella y quería retomar
todos sus derechos hasta entonces despreciados. La condesa se opuso con una fuerza
y una acritud que llegaban hasta el desprecio; prevenida por el príncipe de Navarre,
se sentía ofendida por cualquier otro amor que no fuera el de él. El conde sintió
su proceder en toda su dureza y, herido en lo más profundo, le aseguró que no volvería
a importunarla en la vida, y, efectivamente, la dejó con mucha rudeza.
Una
campaña militar se aproximaba; el príncipe de Navarre tenía que incorporarse al
ejército; la condesa de Tende empezó a sentir los dolores de su ausencia y el temor
por los peligros a los que se expondría, por lo que decidió evitar el constreñimiento
de tener que ocultar su aflicción, y se marchó a pasar el verano en una propiedad
que tenía a treinta leguas de París. Puso en práctica su proyecto, y su despedida
fue tan dolorosa, que debieron sacar de ella, tanto el uno como la otra, un mal
augurio. El conde de Tende permaneció junto al rey al que estaba ligado por su cargo.
La
corte debía aproximarse al ejército; la finca de la señora de Tende no se encontraba
muy lejos. Su marido le advirtió que haría un viaje de sólo una noche para comprobar
las obras que había comenzado. No quería que ella pudiera pensar que iba a verla;
sentía por ella ya todo el despecho que producen las pasiones.
La
señora de Tende había encontrado en los primeros tiempos al príncipe de Navarre
tan lleno de respeto, y ella misma se había sentido poseedora de tanta virtud, que
no había desconfiado ni de él, ni de ella; pero el tiempo y las ocasiones habían
triunfado sobre su virtud y respeto y, poco tiempo después de estar en su finca,
comprobó que estaba embarazada. No hay más que reflexionar en la reputación que
había adquirido y conservado, y en la situación en la que se encontraba con su marido,
para comprender su desesperación. En numerosas ocasiones estuvo tentada de acabar
con su vida; sin embargo, concibió una ligera esperanza respecto al viaje de su
marido y decidió esperar el éxito. En medio de este anonadamiento, recibió aún el
dolor de saber que La Lande, que había dejado en París para que se encargara de
las cartas de su amante y de las suyas, había muerto en pocos días, y se encontraba
desprovista de toda ayuda, en el momento en que más la necesitaba.
Mientras
tanto, el ejército había emprendido un asedio. Su pasión por el príncipe de Navarre
le producía constantes temores, incluso en medio de los mortales horrores que la
dominaban. Sus temores no estuvieron sino demasiado bien fundados: recibió cartas
del ejército; por ellas supo el final del asedio, pero también que el príncipe de
Navarre había muerto el último día del mismo. Perdió el conocimiento y la razón;
muchas veces se vio privada de uno y de otra; este exceso de dolor le parecía en
algunos momentos una especie de consuelo; ya no temía nada por su reposo, por su
reputación o por su vida; sólo la muerte le parecía deseable; la esperaba de su
dolor o estaba resuelta a causársela. Un resto de vergüenza le obligó a decir que
sentía dolores excesivos, para tener un pretexto para sus gritos y sus lágrimas.
Mil adversidades le hicieron volver sobre sí misma y comprendió que las había merecido;
la naturaleza y el cristianismo la desviaron de convertirse en homicida de sí misma,
y suspendieron la ejecución de lo que ya había decidido.
Hacía
mucho rato que se encontraba sumida en esos violentos dolores cuando el conde de
Tende llegó. Ella creía conocer todos los sentimientos que su triste estado podía
inspirarle; pero la llegada de su marido le produjo una turbación y una confusión
que le resultaron nuevas. Al llegar, el conde supo que su esposa estaba enferma,
y, como siempre había conservado apariencias de honestidad a los ojos del público
y de la servidumbre, se dirigió en primer lugar a su habitación; la encontró como
una persona enajenada y sin poder reprimir sus lágrimas, que atribuía a los dolores
que la atormentaban. El conde, conmovido por el estado en que la veía, se enterneció
y, creyendo distraerla de sus dolores, le habló de la muerte del príncipe de Navarre
y de la aflicción de su esposa.
La
de la señora de Tende no pudo soportar aquella conversación; sus lágrimas se acrecentaron
de tal manera que el conde quedó muy sorprendido y casi advertido: salió de la habitación
confuso e inquieto; le pareció que su esposa no se hallaba en el estado que producen
los dolores del cuerpo; el aumento de lágrimas cuando le había hablado de la muerte
del príncipe de Navarre le había impresionado; y, de repente, la aventura de encontrar
a aquél de rodillas junto al lecho de su esposa se le vino a la memoria; recordó
la actitud que la condesa había adoptado para con él cuando quiso volver con ella
y creyó comprender la verdad; pero le quedaba no obstante la duda que el amor propio
nos deja siempre respecto a las cosas que cuesta demasiado creer.
Su
desesperación fue extrema y todas sus ideas violentas; pero como era mesurado, reprimió
sus primeros impulsos y decidió marcharse al día siguiente al amanecer, sin ver
a su esposa, confiando en que el tiempo le daría mayor certeza y ocasión de tomar
decisiones.
Por
muy sumida en el dolor que se encontrara la señora de Tende, no había dejado de
percatarse del poco dominio de sí misma que había demostrado, y de la expresión
con la que su marido había salido de su habitación; sospechó una parte de la verdad
y, no teniendo ya sino horror por la vida, decidió perder ésta de una manera que
no la privara de la esperanza en la vida eterna.
Después
de haber sopesado lo que iba a hacer, con agitación mortal, tocada de sus tristezas
y del arrepentimiento de su falta, se decidió por fin a escribirle a su esposo estas
líneas:
Esta carta va a costarme la vida, pero merezco
la muerte y la deseo. Estoy embarazada; el que es la causa de mi tristeza ya no
está en este mundo, lo mismo que el único hombre que conocía nuestra relación; el
público no la sospechó jamás. Había resuelto ponerle fin a mi vida con mis propias
manos, pero se la ofrezco a Dios y a vos, como expiación de mi crimen. No he querido
deshonrarme a los ojos del mundo porque mi reputación también os afecta; conservadla
por amor hacía vos mismo. Voy a mostrar el estado en que me encuentro; ocultad la
vergüenza del mismo y hacedme perecer, cuando queráis y como queráis.
El
día comenzaba cuando terminó esta carta, la más difícil de escribir que jamás haya
sido escrita; la cerró y se acercó a la ventana; y como vio al conde en el patio
a punto de subir a su carroza, envió a una de sus doncellas a llevársela y a decirle
que no contenía nada urgente, que la leyera cuando gustase. El conde se sorprendió
por aquella carta; tuvo una especie de presentimiento, no de todo lo que en ella
iba a encontrar, pero sí de algo que tuviera relación con lo que había sospechado
la víspera. Se subió solo a la carroza, inquieto y sin atreverse a abrir la carta,
pese a la impaciencia que tenía por leerla; la leyó por fin, y conoció toda su vergüenza
¡qué no pensaría después de haberla leído! Si hubiera habido testigos, el violento
estado en que estaba lo habría hecho creer privado de razón, o a punto de perder
la vida. Los celos y las sospechas bien fundadas preparan de ordinario a los maridos
para conocer su desgracia, incluso siempre les quedan algunas dudas, pero pocas
veces tienen la certidumbre que proporciona la confesión, que está por encima de
nuestra inteligencia.
El
conde de Tende había encontrado siempre a su esposa digna de ser amada aunque él
no la hubiera amado de forma continuada; siempre le había parecido la mujer más
estimable que hubiera visto jamás, por lo que en aquellos momentos no sentía menos
sorpresa que furor, y pese a una y al otro, sentía aún, en contra de su voluntad,
un dolor en el que había algo de ternura.
Se
detuvo en una casa que encontró en su camino, en la que pasó unos días agitado y
afligido, como puede imaginarse; primero pensó todo lo que es natural pensar en
semejante situación; pensaba en hacer morir a su esposa, pero la muerte del príncipe
de Navarre y la de La Lande, que reconoció fácilmente como el confidente, suavizaron
un poco su furor; pensó que el matrimonio del príncipe de Navarre podía haber engañado
a todo el mundo, puesto que él mismo lo había sido. Después de una evidencia tan
grande como la que se había presentado ante sus ojos, la total ignorancia del público
respecto a su desgracia le supuso un alivio; pero las circunstancias que le hacían
ver hasta qué punto y de qué manera había sido engañado, le traspasaban el corazón
y sólo respiraba venganza. Pensó, no obstante, que si hacía morir a su esposa y
se percataban de que estaba embarazada, se sospecharía fácilmente la verdad. Como
era el hombre más orgulloso del mundo, adoptó la decisión que más convenía a su
gloria y resolvió no dejar ver nada al público. Con esta idea, envió un gentilhombre
con esta nota para la condesa:
El deseo de impedir el escándalo de mi vergüenza
puede más en estos momentos que mi deseo de venganza; ya veré más tarde qué decido
respecto a vuestro indigno destino; conducíos como si hubierais sido siempre lo
que debíais ser.
La
condesa recibió la nota con alegría; la consideró como su pena de muerte; y cuando
vio que su marido consentía que dejara ver su embarazo, comprendió que la vergüenza
es la más violenta de todas las pasiones: encontró una especie de tranquilidad al
sentirse segura de morir y al ver su reputación preservada; ya no pensó sino en
prepararse para morir, y como era una persona en la que todos los sentimientos eran
vivos, abrazó la virtud y la penitencia con el mismo ardor con que se había entregado
a su pasión. Su alma se encontraba, por otra parte, desengañada y sumida en la aflicción;
no podía detener los ojos en ninguna cosa de esta vida sin que le resultara más
ruda que la muerte misma, de tal forma que no veía remedio a su dolor sino por el
final de su desgraciada existencia. Pasó algún tiempo en este estado, pareciendo
más muerta que viva; finalmente, hacia el sexto mes de embarazo, su cuerpo sucumbió,
una fiebre continuada la atrapó y dio a luz por la violencia de su mal; tuvo el
consuelo de ver a su hijo vivo, de estar segura de que no podía sobrevivir, y de
que no le daría a su marido un heredero ilegítimo: ella misma expiró unos días después
recibiendo la muerte con una alegría que nadie ha sentido jamás; encargó a su confesor
que trasmitiera a su esposo la noticia de su muerte, le pidiera perdón en su nombre
y le suplicara que olvidara su recuerdo, que sólo podía resultarle odioso.
El
conde de Tende recibió la noticia sin inhumanidad, e incluso con algunos sentimientos
de piedad, pero con alegría, no obstante. Aunque aún era bastante joven, no quiso
volver a casarse y vivió hasta una edad muy avanzada.
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