Isaac Babel
Toda la gente de nuestra
categoría: corredores, tenderos, bancarios y oficinistas de compañías navieras,
enseñaban música a sus hijos. Nuestros padres, al no ver salida para mí, idearon
una lotería. La montaron sobre los huesos de la gente menor. Odesa quedó afectada
por ese delirio más que otras ciudades. Se debía ello a que durante decenios nuestra
ciudad suministró niños prodigio a las salas de concierto del mundo. De Odesa salieron
Misha Elman, Zimbalist, Gabrilóvich, aquí comenzó Yasha Heifetz.
Al
cumplir el niño los cuatro o cinco años, la mamá llevaba a ese ser minúsculo y enclenque
al señor Zagurski. Zagurski tenía una fábrica de niños prodigio, una fábrica de
enanos judíos con cuellos de encaje y zapatitos de charol. Los encontraba en los
tugurios de la Moldavanka y en los patios macilentos del Bazar viejo. Zagurski daba
la primera orientación, después los niños eran enviados al profesor Auer de Petersburgo.
El alma de aquellos alfeñiques de hinchadas cabezas azules cobijaba una potente
armonía. Llegaban a ser virtuosos de fama. Y mi padre quiso darles alcance. Tenía
yo catorce años, había rebasado la edad de los niños prodigio, pero por mi estatura
y flojedad bien podía pasar por uno de ocho años. En eso estaban todas las esperanzas.
Me
llevaron a Zagurski. Por respeto a mi abuelo accedió por muy poco precio: un rublo
la clase. Mi abuelo, Leivi-Itsjok, era el hazmerreír de la ciudad y su ornato. Deambulaba
con chistera y choclos y arrojaba luz sobre los asuntos más oscuros. Le preguntaban
qué era un gobelino, por qué los jacobinos traicionaron a Robespierre, cómo se fabrica
la seda artificial, qué es la cesárea. Mi abuelo podía responder a todas esas preguntas.
Por respeto a su sabiduría y a su demencia, Zagurski nos cobraba un rublo por clase.
Es más, por temor a mi abuelo perdía el tiempo conmigo, porque yo era un caso perdido.
Los sonidos se desprendían de mi violín como limaduras de hierro. A mí mismo aquellos
sonidos me tronzaban el corazón, pero mi padre no me dejaba en paz. En casa solo
se hablaba de Misha Elman, al que el propio zar liberó del servicio militar. Zimbalist,
según las noticias de mi padre, fue presentado al rey de Inglaterra y tocó en el
palacio de Buckingham; los padres de Gabrilóvich compraron dos casas en Petersburgo.
Los niños prodigio habían enriquecido a sus papás. Mi padre hubiera transigido con
la pobreza, pero necesitaba la fama.
–No
puede ser –le susurraban los que comían a cuenta suya–, no puede ser que el nieto
de un abuelo como ese…
Yo
era de distinta opinión. Cuando ensayaba los ejercicios de violín colocaba en el
atril un libro de Turguénev o de Dumas y mientras rascaba el instrumento devoraba
una página tras otra. De día contaba a los chicos de la vecindad patrañas que de
noche pasaba al papel. En nuestra familia la escritura nos venía de herencia. Leivi-Itsjok,
que a la vejez se chifló, durante su vida estuvo escribiendo una novela titulada
“El hombre sin cabeza”. Yo salí a él.
Cargado
con la funda y las notas me trasladaba tres veces a la semana a la calle Witte,
antes Dvoriánskaya, a casa de Zagurski. Allí, sentadas a lo largo de la pared, hacían
cola judías pletóricas de histérico entusiasmo. Sobre sus rodillas débiles soportaban
unos violines que en tamaño superaban a quienes llegarían a tocar en el palacio
de Buckingham.
Se
abría la puerta del santuario. Del despacho de Zagurski salían dando traspiés niños
cabezudos, pecosos, de cuello delgado como el tallo de una flor y con rubor epiléptico
en las mejillas. La puerta volvía a cerrarse, tragándose al enano siguiente. Tras
la pared se desgañitaba cantando y dirigiendo el maestro, con pajarita, rizos peligrosos
y piernas flacas. El, gerente de la abominable lotería, poblaba la Moldavanka y
los negros callejones del Bazar viejo con espectros del pizzicato y de la cantilena.
Después, el viejo profesor Auer sacaba un brillo infernal a aquella solfa.
En
aquella secta yo no tenía nada que hacer. Enano como ellos, en la voz de mis antepasados
escuché otra sugestión.
Me
costó dar el primer paso. Un día salí de casa abrumado con la funda, el violín,
las notas y doce rublos –el pago por un mes de aprendizaje. Iba por la calle Nézhinskaya
y tenía que torcer a la Dvoriánskaya para llegar hasta la casa de Zagurski, pero
tiré por la Tiráspolskaya arriba y aparecí en el puerto. Las tres horas que me correspondían
pasaron volando en el muelle Práctico. Era el comienzo de la emancipación. La antesala
de Zagurski ya no me vio nunca más. Asuntos más importantes ocuparon mi cabeza.
Con mi condiscípulo Nemánov comenzamos a visitar en el barco “Kensington” a un viejo
marinero llamado mister Trottibearn. Nemánov, un año más joven que yo, se dedicaba
desde los ocho años al negocio más extravagante del mundo. Era un genio de la compraventa
y cumplía todo lo que prometía. Hoy es millonario en Nueva York, director de la
General Motors Co., una empresa tan potente como la Ford. Nemánov me llevaba consigo
porque yo le seguía sin rechistar. El compraba a mister Trottibearn pipas metidas
de contrabando. Un hermano del viejo marinero torneaba las pipas en Lincoln.
–Gentlemen
–nos decía mister Trottibearn–, recuerden que deben hacer a sus hijos con sus propias
manos… Fumar una pipa de fábrica es lo mismo que meterse en la boca el pitorro de
una lavativa… ¿Saben quién fue Benvenuto Cellini?… Fue un maestro. Mi hermano de
Lincoln podría hablarles de él. Mi hermano no impide vivir a nadie. Pero está convencido
de que los niños deben hacerse con las propias manos y no con manos ajenas… No hay
más remedio que darle la razón, gentlemen…
Nemánov
vendía las pipas de Trottibearn a directores de banca, a cónsules extranjeros y
a griegos acaudalados… Obtenía el cien por cien de ganancia.
Las
pipas del maestro de Lincoln transpiraban poesía. Cada una contenía una idea, una
gota de eternidad. En su boquilla ardía un ojo amarillo, los estuches estaban forrados
de raso. Yo probé a imaginarme cómo en la vieja Inglaterra vivía Matews Trottibearn,
el último artífice de la pipa, que se resistía a la marcha de las cosas.
–No
tenemos más remedio que admitir que los hijos deben ser hechos con nuestras propias
manos…
Las
olas macizas del espolón me alejaban más y más de nuestra casa con olor a cebolla
y a suerte judía. Del muelle Práctico pasé a la otra parte del rompeolas. Allí,
en un trozo de banco de arena, se instalaron los muchachos de la calle Primórskaya.
Desde la mañana hasta la noche, sin ponerse los pantalones, buceaban por debajo
de las chalanas, robaban cocos para la comida y esperaban la hora en que de Jersón
y de Kamenka llegaban las lanchas con sandías que abrían golpeándolas contra el
muelle.
Mi
ilusión era aprender a nadar. Me daba vergüenza confesar a aquellos muchachos bronceados
que, habiendo nacido en Odesa, no había visto el mar hasta los diez años y que a
los catorce no sabía nadar.
¡Qué
tarde hube de aprender cosas útiles! En mi infancia, atado al Gemara, llevé vida
de persona docta; cuando crecí empecé a subirme a los árboles.
El
arte de nadar resultó inasimilable. Me arrastraba al fondo la hidrofobia de todos
mis antepasados –de rabís españoles y de cambistas francfortianos. El agua no me
sostenía. Flagelado, rebosando agua salada, volvía a la orilla, al violín y a las
notas. Estaba amarrado a las armas de mi delito y las llevaba conmigo. La lucha
de los rabís contra el mar prosiguió hasta el día que de mí se compadeció Efim Nikítich
Smólich, genio de las aguas de aquella comarca, lector de pruebas de “Novedades
de Odesa”. El pecho atlético de aquel hombre cobijaba compasión por los niños judíos.
Nikítich acaudillaba a multitud de alfeñiques raquíticos; los hallaba en los chinchales
de la Moldavanka, los llevaba al mar, los enterraba en la arena, hacía gimnasia
y buceaba con ellos, les enseñaba canciones y mientras se tostaba al sol que caía
de plomo, contaba historietas de pescadores y de animales. A los mayores Nikítich
explicaba que era filósofo naturalista. Los niños judíos se morían de risa escuchando
las historietas de Nikítich, chillaban y se arrebozaban como cachorros. El sol les
asperjaba con pecas inconstantes, con pecas color lagartija.
El
viejo observaba en silencio y de reojo mi cuerpo a cuerpo con las olas. Cuando vio
que no había esperanza y que yo jamás aprendería a nadar, me incorporó al grupo
de los moradores de su corazón. Allí estaba, con nosotros, su alegre corazón –no
se inflaba, no se mostraba ávido, no se alarmaba… Con hombros de cobre, con cabeza
de gladiador envejecido, con piernas de bronce, un tanto torcidas, se tumbaba con
nosotros más allá del rompeolas, como soberano de aquellas aguas con cáscaras de
sandía y manchas de gasolina. Amé a aquel hombre como solo un niño afecto de histeria
y con dolores de cabeza puede amar a un atleta. No me separaba de él y procuraba
serle útil.
Díjome:
–No
te apresures… Fortalece tus nervios. El saber nadar llegará… No puede ser que no
te sostenga el agua… ¿Por qué no te va a sostener?
Viendo
mi esmero, como distinguiéndome entre sus discípulos, Nikítich me invitó a su casa,
una buhardilla espaciosa y limpia con esteras, me enseñó los perros, el erizo, la
tortuga y las palomas. En correspondencia a tales riquezas yo le entregué la tragedia
que había escrito la víspera.
–Ya
me imaginaba que escribías –dijo Nikítich–, tienes mirada de eso… Por lo general
no miras a ninguna parte…
Leyó
mis escritos, movió un hombro, pasó la mano por su pelo crespo y canoso y paseó
por la buhardilla…
–Cabe
pensar –dijo alargando la frase, poniendo un pausa entre cada palabra–, que tienes
madera…
Salimos
a la calle. El viejo se paró, descargó con fuerza el bastón contra la acera y me
miró fijamente.
–¿Qué
es lo que te falta?… La juventud es lo de menos, eso se remedia con los años… Te
falta el sentido de la naturaleza.
Con
el bastón señaló un árbol de tronco rojizo y de copa baja.
–¿Qué
árbol es ése?
Yo
no lo sabía.
–¿Qué
crece en esa mata?
Tampoco
lo sabía. Caminábamos por un jardincillo de la avenida Alexándrovski. El viejo señalaba
con el bastón todos los árboles, me tomaba del hombro cuando pasaba un pájaro y
me hacía escuchar sus trinos.
–¿Qué
pájaro canta?
No
lograba responder a ninguna de sus preguntas. El nombre de los árboles y de las
aves, su clasificación por órdenes, adonde vuelan los pájaros, de dónde sale el
sol, cuándo es mayor el rocío –yo desconocía todo eso.
–¿Y
te atreves a escribir?… El que no vive dentro de la naturaleza como vive en ella
la piedra o el animal, no escribirá en su vida dos renglones dignos… Tus paisajes
parecen un descripción de decorados. ¿En qué diablos estuvieron pensando tus padres
estos catorce años?…
–¿En
qué pensaban?… En letras protestadas, en los chalets de Misha Elman… No se lo dije
a Nikítich, me lo callé.
En
casa no toqué la comida. Se me atragantaba. “El sentido de la naturaleza –pensaba
yo–, Dios mío, ¿por qué no se me había ocurrido a mí?… ¿Dónde busco yo ahora a quien
me descifre las voces de los pájaros y me enseñe el nombre de los árboles?… ¿Qué
sé yo de eso? Solo podría distinguir a la lila y solo cuando está en flor. La lila
y la acacia. Las calles Deribásovskaya y Grécheskaya tienen acacias…”.
Durante
la comida mi padre contó otra historia de Yasha Heifetz. Antes de llegar a Robin
se cruzó con Mendelsón, tío de Yasha. Resulta que el niño recibe ochocientos rublos
por concierto. Calculen cuánto sale con quince conciertos al mes.
Lo
calculé y me salieron doce mil al mes. Multipliqué, llevé cuatro y miré a la calle.
Por el patio de cemento, con la capa ligeramente ondeada, los bucles pelirrojos
asomando por debajo del sombrero, apoyándose en el bastón, avanzaba majestuoso el
señor Zagurski, mi profesor de música. No podría decirse que me echó pronto de menos.
Habían pasado tres meses largos del día en que mi violín se posó en la arena del
rompeolas.
Zagurski
se acercaba a la puerta principal. Yo me dirigí a la puerta de servicio: la habían
tapiado la víspera por temor a los ladrones. Entonces me escondí en el retrete.
Media hora después a mi puerta estaba congregada toda la familia. Las mujeres lloraban.
Bobka restregaba su hombro carnoso contra la pared y se ahogaba en llantos. Mi padre
callaba. Comenzó a hablar con una voz tan queda y clara como nunca hasta entonces.
–Soy
oficial –dijo mi padre–, y tengo un latifundio. Salgo de cacerías. Los campesinos
me pagan renta. Ingresé a mi hijo en el cuerpo de cadetes. No tengo por qué preocuparme
de mi hijo…
Calló.
Las mujeres resollaban. Después un golpe terrible cayó sobre la puerta. Mi padre
cogía impulso y descargaba contra ella todo su cuerpo.
–Soy
oficial –gritaba–, salgo de cacerías… Le mato… Y se acabó…
El
picaporte saltó; quedaba un pestillo retenido por un solo clavo. Las mujeres se
retorcían en el suelo, sujetaban a mi padre por los pies; enloquecido, él se liberaba
de ellas. Al ruido acudió una vieja, la madre de mi padre.
–Hijo
mío –pronunció en hebreo–, nuestra congoja es grande. No tiene límites. Solo sangre
faltaba en nuestra casa. No quiero sangre en nuestra casa…
Mi
padre gimió. Escuché sus pasos que se alejaban. El pestillo colgaba del último clavo.
Seguí
en mi fortaleza hasta la noche. Cuando todos se acostaron, mi tía Bobka me llevó
a casa de la abuela. Teníamos que caminar un largo trecho. La luz lunar quedó plasmada
en arbustos ignotos, en árboles sin nombre… Un pájaro invisible silbó y se apagó,
quizá quedó dormido… ¿Qué pájaro era aquél? ¿Cómo se llamaba? ¿Cae el rocío al anochecer?…
¿Dónde está la Osa Mayor? ¿Por qué parte sale el sol?…
Íbamos
por la calle Pochtóvaya. Bobka me sujetaba fuertemente de la mano para que no me
escapara. Tenía razones. Yo pensaba en la fuga.
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