Ursula K. LeGuin
Con
un clamor de campanas que impulsó a las golondrinas a levantar el vuelo, el
Festival del Verano llegaba a la sociedad de Omelas, que se levantaba radiante
junto al mar. En el puerto, los aparejos de los barcos centelleaban con
banderas. En las calles, entre las casas de rojos tejados y muros pintados, entre
los viejos jardines donde crece el musgo y bajo los árboles de las avenidas; frente
a los grandes parques y los edificios públicos desfilaba la multitud. Dignos ancianos
con largas y rígidas túnicas malva y gris; graves y silenciosos artesanos, alegres
mujeres que llevaban a sus hijos y charlaban al caminar. En otras calles, la música
sonaba más veloz, con un trémulo de batintines y panderetas y la gente iba bailando;
la procesión era una danza. Los niños correteaban de una parte a otra y sus gritos
se alzaban sobre la música y los cantos como el vuelo cruzado de las golondrinas.
Todos los desfiles serpenteaban hacia el norte de la ciudad, donde en la gran
vega llamada Verdes Campos, chicos y chicas, desnudos en el luminoso aire, con los
pies, los tobillos y los largos y ágiles brazos salpicados de lodo ejercitaban a
sus inquietos caballos antes de la carrera. Los caballos no llevaban ningún tipo
de arreo, sólo un ronzal sin bocado. Las crines trenzadas con cordones de
plata, oro y verde. Resoplaban por los dilatados ollares, hacían cabriolas y se
engallaban. Al ser el caballo el único animal que había adoptado nuestras
ceremonias como propias, estaba muy excitado. A lo lejos, por el norte y el
oeste, las montañas se alzaban sobre la bahía de Omelas casi envolviéndola. El
aire de la mañana era tan limpio que la nieve, que coronaba aún los Ocho Picos,
despedía reflejos oro y blanco a través de los kilómetros de aire iluminado por
el sol, bajo el azul profundo del cielo. Soplaba el suficiente viento como para
que los gallardetes que marcaban el curso de la carrera ondearan y chasquearan
de vez en cuando. En el silencio verde de la amplia vega se oía la música que
recorría las calles de la ciudad, y de todas partes y acercándose siempre, una
alegre fragancia de aire que de vez en cuando se acumulaba y estallaba con el
gozoso repique de las campanas.
¡Gozoso! ¿Cómo se puede explicar el gozo? ¿Cómo
describir a los habitantes de Omelas?
No eran personas simples, aunque sí
felices. Pero no pronunciaremos más palabras de alabanza. Todas las sonrisas se
han vuelto arcaicas. Al proceder a una descripción como ésta, uno tiende a
hacer ciertas suposiciones, a dar la impresión de que busca un rey montado en un
espléndido corcel y rodeado de nobles caballeros, o quizá en una litera dorada conducida
por altos y musculosos esclavos. Pero no había rey. No usaban espadas ni poseían
esclavos. No eran bárbaros. Desconozco las reglas y leyes de su sociedad, pero sospecho
que eran singularmente escasas. Al igual que se gobernaban sin monarquía ni esclavitud,
tampoco necesitaban la bolsa de valores, la publicidad, la policía secreta y la
bomba. Sin embargo, repito que no era un pueblo simple; nada de dulces pastores,
nobles salvajes ni blandos utópicos, ni menos complejos que nosotros. El mal estriba
en que nosotros poseemos malos hábitos, animados por pedantes y sofisticados empeñados
en considerar la felicidad como algo estúpido. Sólo el dolor es intelectual. Sólo
el mar es interesante. Es la traición del artista: la negativa a admitir la banalidad
del mal y el terrible fastidio del dolor. Si no puedes morder no enseñes los
dientes. Si duele, vuelve a dar. Pero alabar el desespero es condenar el deleite;
aceptar la violencia es perder la libertad para todo lo demás. Nosotros casi la
hemos perdido; ya no podemos describir la felicidad de un hombre ni manifestar
una alegría. ¿Cómo definir al pueblo de Omelas? No eran cándidos ni niños felices
–aunque, a decir verdad, sus hijos sí lo eran–, sino adultos maduros, inteligentes,
apasionados, cuya vida no era desventurada. ¡Oh, milagro! Pero ¡ojalá supiera explicarlo
mejor y convencerlos! Omelas produce la impresión, según mis palabras, de un
país de un cuento de hadas: érase una vez hace mucho tiempo. Quizá fuera mejor que
se lo imaginaran según su propia fantasía, teniendo en cuenta que me pondría a la
altura de las circunstancias, pues lo que sí es cierto es que no puedo armonizar
con todos. Por ejemplo, ¿qué pasaba con la tecnología? Creo que no había coches
ni helicópteros ni en las calles ni por encima de ellas, lo que explicaría el que
el pueblo de Omelas fuera feliz. La felicidad se basa en una justa discriminación
de lo que es necesario, de lo que no es ni necesario ni destructivo, y de lo que
es destructivo. Sin embargo, en la categoría intermedia –la de lo innecesario, pero
no destructivo, la del confort, lujo, exuberancia, etc.–, podían perfectamente
poseer calefacción central, ferrocarriles subterráneos, máquinas lavadoras y
toda clase de maravillosos ingenios que aún no se han inventado aquí; fuentes luminosas
flotantes, poder energético, una cura para los catarros comunes o nada de eso; no
importa, como lo prefieran. Me inclino a pensar que las personas que han estado
viniendo a Omelas desde todos los puntos de la costa durante estos últimos días
antes del Festival, lo hicieron en pequeños trenes muy rápidos y en tranvías de
dos pisos, y que la estación de ferrocarriles de Omelas es el edificio más bello
de la ciudad, aunque más sencillo que el magnífico Mercado Agrícola. Pero aun concediendo
que hubiera trenes, temo que, hasta ahora, Omelas produzca en algunos de mis lectores
la impresión de una ciudad gazmoña y cursilona. Sonrisas, campanas, desfiles,
caballos, fiestas. En tal caso, agreguen una orgía. Si les sirve una orgía, no
vacilen. No obstante, no le pongamos templo que, con hermosos sacerdotes y
sacerdotisas desnudos, casi en éxtasis, se hallen dispuestos a copular con
quien sea, hombre o mujer, amante o extraño, por el deseo de unión con la profunda
divinidad de la sangre, aunque esa fue mi primera idea. Pero sería mejor no levantar
templos en Omelas, por lo menos, templos habitados. Religión, sí. Clero, no.
Por supuesto, los hermosos desnudos pueden deambular ofreciéndose como divinos
soufflés al hambriento del éxtasis de la carne. Que se incorporen a los
desfiles. Que repiquen las panderetas sobre las cópulas y la gloria del deseo
se proclame sobre los batintines y (un punto muy importante) que los vástagos
de esos deliciosos rituales sean amados y atendidos por todos. Sé que en Omelas
hay algo que nadie considera delito. Pero ¿qué puede ser? Al principio pensé si
no serían las drogas, pero eso es puritanismo. Para los que les gusta, la tenue
y persistente fragancia del drooz perfuma las calles de la ciudad; el drooz,
que al principio provoca una gran lucidez mental y da fuerza a los miembros, y finalmente
crea maravillosas visiones con las que penetras en los misterios y secretos más
profundos del universo, a la vez que excita el placer del sexo hasta lo indecible;
y no crea hábito. En cuanto a los gustos más modestos, creo que debería ser la cerveza.
¿Qué otra cosa incumbe a la jubilosa ciudad? Sin duda, si suprimimos al clero, procedamos
igual con los soldados. El júbilo que se erige sobre crímenes impunes no es verdadero
júbilo; nunca lo será; es horrendo e inútil. Una satisfacción ilimitada y generosa,
un magnífico triunfo que se experimenta, no contra un enemigo de fuera, sino por
la comunión de las almas más delicadas y hermosas de todos los hombres y el esplendor
del verano del mundo es lo que inunda el corazón de los habitantes de Omelas y
la victoria que celebran es la de la vida. En realidad, no creo que necesiten drogarse.
Casi todas las procesiones habían llegado ya
a los Verdes Campos. Un delicioso aroma de manjares surge de las tiendas rojas y
azules de los abastecedores. Las caras de los niños pequeños están llenas de graciosos
pringues; en la afable barba gris de un hombre, se han enredado unas cuantas migas
de un rico pastel. Los muchachos y muchachas han montado en sus caballos y comienzan
a agruparse en la línea de salida. Una anciana, pequeña, gorda y sonriente, distribuye
flores que saca de una cesta y un joven alto las prende en su cabello. Un niño de
nueve o diez años se sienta al borde de la multitud, solo, jugando con una flauta
de madera. La gente se detiene a escuchar y sonríe, pero no le hablan pues nunca
deja de tocar ni tampoco los ve; sus ojos negros están totalmente absortos en la
dulce y tenue magia de la melodía.
Termina y lentamente alza las manos sosteniendo
la flauta de madera.
Como si ese breve y reservado silencio fuera
una señal, se oye de pronto el toque de una corneta que surge del pabellón junto
a la línea de partida: imperioso, melancólico, penetrante. Los caballos se alzan
sobre sus esbeltas patas traseras y algunos relinchan como respuesta. Con semblante
sereno, los jóvenes jinetes acarician el cuello de sus monturas y las calman susurrando:
“Tranquilo, tranquilo, no te preocupes, todo saldrá bien, mi tesoro, mi ilusión…”.
Ocupan sus puestos en la línea de salida. A lo largo de la pista, los espectadores
son como un campo de hierba y flores al viento. El Festival de Verano ha
comenzado.
¿Lo creen? ¿Aceptan el festival, la
ciudad, la alegría? ¿No? Entonces, permítanme que lo describa una vez más.
En el subsuelo de uno de los hermosos
edificios públicos de Omelas, o tal vez en el sótano de una de sus espaciosas
casas particulares hay un lóbrego cuartucho. Tiene una puerta cerrada con llave
y carece de ventanas. Una tenue luz polvorienta se filtra entre las rendijas de
la carcomida madera; procede de un ventanuco cubierto de telarañas de algún
lugar del otro lado del sótano. En un ángulo del cuchitril un par de trapeadores,
con las jergas tiesas, pestilentes, llenas de grumos, están junto a una cubeta oxidada.
El suelo está sucio, pegajoso como es habitual en un sótano abandonado. El
cuarto tiene tres pies de largo por dos de ancho: un simple armario para guardar
las escobas y los enseres en desuso. En el cuarto hay un niño sentado. Podría
ser un niño o una niña. Aparenta unos seis años, pero en realidad tiene casi
diez. Es retrasado mental. Tal vez nació anormal o se ha vuelto imbécil por el miedo,
la desnutrición y el abandono. Se hurga la nariz y de vez en cuando se manosea los
dedos de los pies y los genitales mientras se sienta encorvado en el rincón más
alejado de la cubeta y de las jergas. Les tiene miedo. Las encuentra horribles.
Cierra los ojos, pero sabe que los trapeadores siguen ahí, erguidos, y la puerta
está cerrada y nadie acudirá. La puerta siempre está cerrada y nunca viene nadie
salvo en ciertas ocasiones –la criatura no tiene noción del tiempo y los intervalos–
en que la puerta cruje espantosamente, se abre y una o varias personas se asoman.
Entra una sola y de un puntapié la obliga a levantarse. Las otras jamás se le acercan,
sino que la observan con ojos de horror y asco. El plato de comida y el jarro
de agua se llenan rápidamente, se cierra la puerta, los ojos desaparecen. La
gente que está en la puerta nunca habla, pero el niño, que no siempre ha vivido
en el cuarto de los trastos y recuerda la luz del sol y la voz de su madre, a veces
habla: “Por favor, sáquenme de aquí. Seré bueno”. Jamás le responden. Por las
noches el niño gritaba pidiendo auxilio, gritaba muchísimo, pero ahora se
limita a un débil quejido y cada vez habla menos. Está tan flaco que las piernas
carecen de pantorrillas y tiene el vientre hinchado; sólo se alimenta una vez
al día con medio plato de gachas con sebo. Va desnudo. Las nalgas y muslos son
una masa de dolorosas llagas pues continuamente está sentado sobre su propio excremento.
Todos saben que existe, todo el pueblo de
Omelas. Algunos han ido a verlo, otros se contentan únicamente con saber que
está allí. Todos saben que tiene que estar. Algunos comprenden la razón, otros
no, pero nadie ignora que su felicidad, la belleza de su pueblo, la ternura de
sus amigos, la salud de sus hijos, la sabiduría de sus estudiantes, la
habilidad de sus artesanos, incluso la abundancia de sus cosechas o el
esplendor de su cielo dependen por completo de la abominable miseria de ese
niño.
Se lo explican a los niños de ocho a diez años,
siempre que estén capacitados para comprender, y casi todos los que van a verlo
son adolescentes, aunque con cierta frecuencia también acude un adulto y vuelve
para ver al niño. Por muy bien que se lo expliquen, al verlo experimentan un asco
que habían creído superar. A pesar de todas las explicaciones se les ve furiosos,
ultrajados, impotentes. Quisieran hacer algo por el niño, pero todo es inútil. ¡Qué
hermoso sería si sacaran al sol a esa criatura, la limpiaran, le dieran de comer,
la cuidaran! Pero si alguien lo hiciera, ese día y esa hora, toda la prosperidad,
la belleza y la dicha de Omelas quedarían destruidas. Ésas son las condiciones.
Cambiar todo el bienestar y la armonía de cada vida de Omelas por esa sola y
pequeña rehabilitación; acabar con la felicidad de millares a cambio de la posibilidad
de hacer feliz a uno: pero eso sería, por supuesto, reconocer la culpa, admitir
el delito.
Las condiciones son estrictas y terminantes;
no deben dirigirle al niño una sola palabra amable.
A veces, los jóvenes regresan a sus casas
llorando o con una furia sin lágrimas cuando han visto al niño y se han
enfrentado a esa terrible paradoja. Tal vez meditan sobre ello, semanas y años,
pero a medida que transcurre el tiempo comienzan a darse cuenta de que, aunque soltaran
al niño, de poco le serviría su libertad; sin duda, una ligera, vaga satisfacción
por el cuidado humano y el alimento, pero muy poco más. Se halla demasiado degradado
e imbécil para comprender la auténtica felicidad. Ha estado asustado demasiado
tiempo para librarse del miedo. Sus costumbres son demasiado zafias e inciviles
para que responda al trato humano. En efecto, después de tanto tiempo
probablemente se sentiría infortunado sin los muros que lo protegen, sin la
oscuridad para sus ojos, sin el propio excremento para sentarse. Sus lágrimas,
ante la amarga injusticia, se secan cuando empiezan a percibir la terrible
justicia de la realidad y acaban aceptándola. Sin embargo, tal vez sus lágrimas
y su rabia, el intento de su generosidad y la aceptación de su propia impotencia
son la verdadera causa del esplendor de sus vidas. Su felicidad no es vacua e
irresponsable. Saben que ellos, como el niño, no son libres. Conocen la compasión.
La existencia del niño y el conocimiento de esa existencia hacen posible la
elegancia de su arquitectura, el patetismo de su música, la profundidad de su
ciencia. A causa del niño son tan amables con los niños. Saben que, si ese desdichado
no lloriquease en la oscuridad, el otro, el flautista, no tocaría esa alegre música
mientras los jóvenes jinetes se ponen en fila sobre sus beldades para la
carrera que se celebra la primera mañana de verano.
¿Qué piensan ahora de ellos? ¿No son más
dignos de crédito? Pero todavía tengo algo más que contarles, y esto es totalmente
increíble.
A veces, un adolescente, chico o chica que va a ver al niño, no
regresa a su casa para llorar o enfurecerse, no, en realidad no vuelve más a su
hogar. Otras, un hombre o mujer de más edad cae en un mutismo absoluto durante
unos días. Bajan a la calle, caminan solos y cruzan sin vacilar las hermosas
puertas de Omelas. Siguen andando por los campos cultivados. Cada uno va solo,
chico o chica, hombre o mujer. Anochece; el caminante pasa por las calles de la
ciudad, ante las casas de ventanas iluminadas, y penetra en la oscuridad de los
campos. Siempre solos, se dirigen hacia el oeste o al norte, hacia las montañas.
Prosiguen. Abandonan Omelas, siempre adelante, y no vuelven. El lugar donde van
es aún menos imaginable para nosotros que la ciudad de la felicidad. No puedo
describirlo, en absoluto. Es posible que no exista. Pero parece que saben muy
bien adónde se dirigen los que se alejan de Omelas.
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