H. G. Wells
El transitorio extravío
mental de Sidney Davidson, notable ya de por sí, es todavía más extraordinario si
hemos de dar crédito a la explicación de Wade. Ésta nos hace soñar con las más raras
posibilidades de intercomunicación del futuro, con pasar cinco minutos intercalares
al otro lado del mundo, con ser observados hasta en nuestros actos más secretos
por insospechados ojos. Por casualidad yo fui el testigo inmediato del acceso de
Davidson, por tanto, naturalmente me corresponde a mí poner la historia por escrito.
Cuando
digo que fui el testigo inmediato de su acceso quiero decir que fui el primero en
aparecer en escena. El caso ocurrió en la Escuela Técnica de Harlow, que está nada
más pasar el arco de Highgate. Davidson estaba solo en el laboratorio grande cuando
sucedió. Yo me encontraba en una habitación más pequeña, donde están las balanzas,
terminando de escribir unas notas. La tormenta, desde luego, había alterado completamente
mi trabajo. Fue precisamente después de uno de los truenos más estrepitosos cuando
creí oír una rotura de cristales en la otra habitación. Dejé de escribir y me volví
para escuchar. Durante un rato no oí nada. El granizo repicaba estruendosamente
sobre el tejado de zinc ondulado. Luego sonó otro ruido, la rotura de algo… esta
vez no había duda. Habían tirado de los estantes algo pesado. Me incorporé al instante
y fui a abrir la puerta que daba al laboratorio grande.
Me
sorprendió oír un tipo de risa muy peculiar, y vi a Davidson tambaleándose en medio
de la habitación, con el rostro como deslumbrado. Mi primera impresión fue que estaba
borracho. No advirtió mi presencia. Trató de agarrar algo invisible que estaba a
una yarda delante de él. Alargó despacio la mano, dubitativamente, y después la
cerró sin haber cogido nada.
–¿Qué
ha pasado? –se preguntó–. ¡Por el gran Scott! –gritó.
La
historia sucedió hace tres o cuatro años, cuando todo el mundo juraba por ese personaje.
Luego empezó a levantar los pies torpemente, como si pensara que los tenía pegados
al suelo.
–¡Davidson!
–grité–. ¿Qué te pasa?
Se
volvió hacia mí y miró alrededor para localizarme. Me miró, me miró de arriba abajo
y a ambos lados, pero sin la menor señal de verme.
–Olas
–dijo–, y una goleta extraordinariamente nítida. juraría que era la voz de Bellows.
¡Hola! –gritó de repente con todas sus fuerzas.
Pensé
que estaba tramando alguna broma. Entonces vi, esparcidos a sus pies, los destrozados
restos de nuestro mejor electrómetro.
–¿Qué
pasa? –exclamé–. ¡Has hecho pedazos el electrómetro!
–¡Otra
vez Bellows! –dijo–. Los amigos marcharon, si mis manos han desaparecido. Algo sobre
electrómetros. ¿Por dónde andas, Bellows?
De
repente vino hacia mí tambaleándose.
–Condenado
material, se corta como la mantequilla –comentó. Avanzó directamente contra el banco
y retrocedió.
–¡Qué
golpe! No tiene nada que ver con la mantequilla –explicó mientras se tambaleaba.
Yo
estaba mosqueado.
–Davidson
–le pregunté–, ¿qué diablos te pasa?
Miró
a su alrededor por todas partes.
–Juraría
que era Bellows. ¿Por qué no das la cara como un hombre, Bellows?
Se
me ocurrió que debía de haberse quedado ciego de repente. Di la vuelta a la mesa
y le puse la mano en el brazo. Jamás en toda mi vida vi un hombre tan alarmado.
Se separó de mí bruscamente, adoptando una actitud defensiva, con la cara descompuesta
por el terror.
–¡Dios
mío! –gritó–. ¿Qué ha sido eso?
–Soy
yo, Bellows. ¡Maldita sea, Davidson!
Dio
un salto cuando le respondí y miró fijamente, ¿cómo lo diría?, a través de mí. Comenzó
a hablar, no a mí, sino consigo mismo.
–Aquí,
a plena luz del día en una playa abierta. Ni un sitio donde esconderse –miró a su
alrededor desesperadamente–. ¡Aquí! Ya no se me ve.
De
repente se volvió y fue a darse de bruces contra el electroimán grande, con tanta
fuerza que, como descubrimos después, se hizo serias magulladuras en los hombros
y la mandíbula. Al hacerlo retrocedió un paso y gritó casi sollozando:
–¡Santo
cielo! ¿Qué me ha pasado?
Estaba
de pie, pálido de terror y temblando violentamente, con el brazo derecho apretando
el izquierdo en la parte golpeada contra el imán.
Por
entonces yo estaba excitado y bastante asustado.
–Davidson
–le dije–, no temas.
Mi
voz le sorprendió, pero no tan exageradamente como antes. Repetí las palabras en
el tono más claro y firme que pude.
–Bellows
–preguntó–, ¿eres tú?
–¿No
ves que soy yo?
Se
rio.
–No
puedo verme ni siquiera a mí mismo. ¿Dónde diablos estamos?
–Aquí
–le respondí–, en el laboratorio.
–¡El
laboratorio! –exclamó en tono perplejo llevándose la mano a la frente–. Estaba en
el laboratorio hasta que brilló aquel relámpago, pero que me cuelguen si estoy allí
ahora. ¿Qué barco es ése?
–No
hay ningún barco –le dije–, sé razonable, amigo.
–¡Ningún
barco! –repitió, y pareció olvidarse sin más de mi negativa.
–Supongo
–dijo despacio– que estamos los dos muertos. Pero lo extraño es que me siento exactamente
igual que si tuviera un cuerpo. Uno no se acostumbra de inmediato, me imagino. El
viejo barco fue alcanzado por el rayo, supongo. Algo muy rápido, ¿eh, Bellows?
–No
digas tonterías. Estás tan vivo como el que más. Estás en el laboratorio diciendo
disparates. Acabas de hacer pedazos un electrómetro nuevo. No te envidio cuando
llegue Boyce.
Apartó
de mí la mirada y la fijó en los diagramas de criohidratos.
–Debo
de estar sordo –dijo–; han disparado un cañón, porque ahí va la nubecilla de humo
y yo no he oído ni un ruido.
Le
puse de nuevo la mano en el hombro y esta vez se alarmó menos.
–Parece
que tenemos una especie de cuerpos invisibles –comentó–. ¡Por Júpiter! Hay un bote
que viene por detrás del promontorio. Esto es casi como la vida anterior, después
de todo, aunque en un clima diferente.
Le
sacudí el brazo.
–¡Davidson
–grité–, despierta!
Fue
entonces cuando entró Boyce. Tan pronto como habló, Davidson exclamó:
–El
viejo Boyce, ¡muerto también! ¡Qué divertido!
Me
apresuré a explicar que Davidson estaba en una especie de trance sonámbulo y Boyce
se interesó al instante. Los dos hicimos lo que pudimos para sacarle de aquel estado
singular. Él respondía a nuestras preguntas y, a su vez, nos hacía otras, pero su
atención parecía dominada por la alucinación sobre una playa y un barco. Seguía
interpolando observaciones referentes a un bote y a los pescantes, y a las velas
henchidas por el viento. Oírle decir cosas semejantes en aquel oscuro laboratorio
le hacía a uno sentirse raro.
Estaba
ciego y desvalido. Tuvimos que caminar con él por el pasillo, sujetándolo a cada
lado hasta el despacho de Boyce, y mientras Boyce charlaba allí con él, bromeando
sobre la idea del barco, yo fui por el corredor a pedir al viejo Wade que viniera
a verlo. La voz de nuestro decano le serenó un poco, pero no mucho. Le preguntó
dónde tenía las manos, y por qué tenía que caminar con tierra hasta la cintura.
Wade reflexionó sobre él durante un buen rato –ya sabéis cómo frunce el ceño–, y
luego le hizo tocar el sofá llevándole las manos.
–Es
un sofá –dijo Wade–. El sofá del despacho del profesor Boyce. Relleno con crines
de caballo.
Davidson
lo palpó, se extrañó, y a continuación respondió que podía sentirlo perfectamente,
pero que no podía verlo.
–¿Qué
ves? –preguntó Wade.
Davidson
dijo que no podía ver más que cantidad de arena y conchas rotas. Wade le dio a tocar
otras cosas, diciéndole lo que eran y observándolo atentamente.
–El
barco tiene el casco casi hundido –dijo al poco Davidson sin venir a cuento.
–No
te preocupes por el barco –le dijo Wade–. Escúchame, Davidson, ¿sabes lo que significa
alucinación?
–Más
bien –respondió Davidson.
–Bueno,
pues todo lo que ves son alucinaciones.
–Teorías
del obispo Berkeley –observó Davidson.
–No
me malinterpretes –explicó Wade–. Estás vivo y en el despacho de Boyce. Pero algo
les ha sucedido a tus ojos. No puedes ver, puedes sentir y oír, pero no ver. ¿Me
sigues?
–A
mí me parece que veo demasiado –Davidson se frotó los ojos con los nudillos de la
mano–. ¿Y bien? –preguntó.
–Eso
es todo. No dejes que te aturda. Aquí Bellows y yo te llevaremos a casa en un taxi.
–Un
momento –dijo Davidson pensativo–. Ayúdeme a sentarme –continuó de inmediato–; y
ahora, siento molestarle, pero ¿quiere repetírmelo todo otra vez?
Wade
se lo repitió con mucha paciencia. Davidson cerró los ojos y apretó las manos contra
la frente.
–Sí
–dijo–. Es verdad. Ahora, con los ojos cerrados, sé que tiene razón. Éste eres tú,
Bellows, que estás sentado junto a mí en el sofá. Estoy en Inglaterra de nuevo.
Y estamos a oscuras.
Luego
abrió los ojos.
–Y
ahí –continuó– está justo saliendo el sol, y las vergas del barco, y un mar ondulante
y un par de pájaros volando. Nunca vi algo tan real. Y estoy sentado en un banco
de arena cubierto hasta el cuello.
Se
inclinó hacia adelante tapándose la cara con las manos. Después abrió los ojos de
nuevo.
–¡Tenebroso
mar y salida del sol! ¡Y sin embargo estoy sentado en un sofá en el despacho del
viejo Boyce! ¡Que Dios me ayude!
Ése
fue solo el comienzo, pues la extraña afección de los ojos de Davidson continuó
sin remitir durante tres semanas. Era mucho peor que estar ciego. Se encontraba
absolutamente desvalido: había que darle de comer como a un pájaro recién salido
del cascarón, ayudarle a caminar y desvestirlo. Si intentaba moverse tropezaba contra
las cosas o se daba contra las paredes o las puertas. Pasado un día más o menos
se acostumbró a oír nuestras voces sin vernos, y de buena gana admitía que estaba
en casa y que Wade tenía razón en lo que le había dicho. Mi hermana, con la que
estaba prometido, insistía en venir a verlo, y todos los días se pasaba horas sentada
mientras el hablaba de aquella playa suya. Estrechar su mano parecía darle un gran
consuelo. Contaba que cuando salimos de la escuela en dirección a su casa –él vivía
en Hampstead–, le pareció como si lo estuviéramos llevando por una montaña de arena
–todo estaba completamente oscuro hasta que emergió de nuevo–, y atravesando rocas,
árboles y obstáculos sólidos, y cuando le subieron a su habitación estaba aturdido
y casi frenético de miedo a caerse, porque subir al piso de arriba era como levantarlo
treinta o cuarenta pies por encima de las rocas de su isla imaginaria. Repetía una
y otra vez que rompería todos los huevos. Al final hubo que bajarlo a la sala de
consulta de su padre y acostarlo en un sofá que había allí.
Describía
la isla como un lugar desértico en su conjunto, con muy poca vegetación, excepto
algo de turba, y llena de rocas desnudas. Había multitud de pingüinos, lo que hacía
las rocas más blancas y desagradables a la vista. El mar estaba encrespado a menudo,
y una vez hubo una tormenta y él se resguardó y gritaba a los relámpagos silenciosos.
Una o dos veces las focas se detuvieron en la playa, pero solo durante los dos o
tres primeros días. Dijo que resultaba muy divertida la manera en que los pingüinos
solían moverse atravesándolo, y cómo él parecía estar entre ellos sin molestarlos.
Recuerdo
algo raro que sucedió cuando le entraron unas ganas desesperadas de fumar. Le pusimos
una pipa en las manos, casi se saca un ojo con ella, y la encendió. Pero no le sabía
a nada. Desde entonces he descubierto que a mí me ocurre lo mismo, no sé si se trata
de un caso habitual, y es que no disfruto del tabaco en absoluto si no veo el humo.
Pero
el aspecto más curioso de su alucinación se presentó cuando Wade mandó sacarle en
una silla de ruedas para que respirase aire puro. Los Davidson alquilaron una silla
y consiguieron que aquel criado suyo, sordo y obstinado, Widgery, se hiciera cargo
de ella. Widgery tenía ideas muy particulares sobre las expediciones saludables.
Mi hermana, que había estado en casa de los Dog, se los encontró en Camden Town,
en dirección a King’s Cross; Widgery trotando complacientemente y Davidson visiblemente
angustiado, intentando, a su manera ciega y débil, atraer la atención de Widgery.
Se
echó realmente a llorar cuando mi hermana le habló.
–¡Oh,
sácame de esta oscuridad horrible! –gritó buscando a tientas su mano–. Tengo que
librarme de ella o moriré.
Fue
completamente incapaz de explicar lo que pasaba, pero mi hermana decidió que debía
volver a casa, y al poco tiempo, según subían la cuesta hacia Hampstead, parecía
que la sensación de horror le iba desapareciendo. Dijo que era bueno ver las estrellas
de nuevo, aunque entonces era casi mediodía y el cielo deslumbraba.
–Parecía
–me contó después– como si me estuvieran llevando irresistiblemente hacia el agua.
Al principio no estaba muy alarmado. Por supuesto que allí era de noche, una noche
maravillosa.
–¿Por
supuesto? –le pregunté, porque me sorprendió una afirmación tan rara.
–Por
supuesto –contestó–. Siempre es de noche allí cuando aquí es de día… Bueno, nos
metimos directamente en el agua que estaba en calma y brillaba a la luz de la luna,
solo una ligera ondulación que parecía hacerse más débil y más plana cuando entramos.
La superficie brillaba como la piel, debajo podría estar el espacio vacío por más
que sabía que no era verdad. Muy despacio, puesto que entraba al través, el agua
me llegó a los ojos. Luego me sumergí y la piel pareció romperse y cicatrizar de
nuevo en torno a los ojos. La luna dio un quiebro allá en el cielo y se volvió verde
y borrosa, y los peces, que brillaban débilmente, se precipitaban a mi alrededor,
y también cosas que parecían estar hechas de cristal luminoso, y atravesé una maraña
de algas marinas que resplandecían con un brillo graso. De esta forma me fui adentrando
en el mar, y las estrellas desaparecieron una a una, y la luna se tornó más verde
y oscura, y las algas marinas cambiaron a un luminoso color rojo púrpura. Todo era
tenue y misterioso, y parecía que todas las cosas temblaban. Y mientras tanto podía
oír los chirridos de la silla de ruedas, y las pisadas de la gente que pasaba y
a un vendedor de periódicos voceando a lo lejos el especial de la revista Pall Mall.
Continué
sumergiéndome más y más en las profundidades marinas. A mi alrededor la oscuridad
se volvió negra como la tinta, ni un rayo de luz celeste penetraba aquellas tinieblas,
y las cosas fosforescentes brillaban cada vez más. Las serpentinas ramas de las
algas más profundas flameaban como las llamas de lámparas de alcohol. Los peces
venían hacia mí con la mirada fija y la boca abierta, y se metían dentro de mí y
me atravesaban. Jamás había imaginado peces semejantes. Tenían líneas de fuego a
lo largo de los costados como si los hubieran marcado con un lápiz luminoso. Y había
una cosa horrible que nadaba hacia atrás con muchos brazos que se enroscaban. Y
luego, dirigiéndose hacia mí muy despacio a través de la oscuridad, vi una brumosa
masa de luz que al acercarse resultó ser una multitud de peces que forcejeaban y
se lanzaban sobre algo que flotaba. Me dirigí directamente hacia ello y pronto vi,
en medio del tumulto y a la luz de los peces, un trozo de mástil astillado flotando
ominoso sobre mí, un oscuro casco de barco ladeándose, y unas formas con luz fosforescente
que se agitaban y contorsionaban cuando los peces las mordían. Fue entonces cuando
comencé a intentar atraer la atención de Widgery. El horror me sobrecogió. ¡Uf?
¡Me habría metido directamente en esas cosas medio comidas de no llegar tu hermana!
Les habían hecho grandes agujeros, Bellows, y mejor no pensarlo. ¡Pero fue horrible!
Durante
tres semanas permaneció Davidson en este singular estado, viendo lo que entonces
nosotros imaginábamos un mundo totalmente fantasmagórico, y completamente ciego
para el mundo que le rodeaba. Luego, un martes, cuando fui a verlo, me encontré
en el pasillo al viejo Davidson.
–¡Puede
ver su pulgar! –me dijo en pleno arrebato el buen señor que forcejeaba para ponerse
el abrigo–. ¡Puede ver su pulgar, Bellows! –repitió con lágrimas en los ojos–. El
muchacho se pondrá bien.
Me
apresuré a ver a Davidson. Tenía un librito delante de la cara y estaba mirándolo
y riéndose levemente.
–Es
sorprendente –dijo–. Hay como un parche puesto allí –apuntó con el dedo–. Estoy
como de costumbre sobre las rocas, y los pingüinos están tambaleándose y aleteando
como siempre, y ha estado apareciendo una ballena de vez en cuando, pero se ha puesto
demasiado oscuro para divisarla. Sin embargo pon algo allí, y lo veo, de veras que
lo veo. Está muy borroso y con fisuras en algunas partes, pero a pesar de todo lo
veo, como un tenue espectro de sí mismo. Lo descubrí esta tarde cuando me estaban
vistiendo. Es como un agujero en este mundo fantástico. Pon tu mano junto a la mía.
No, ahí no. ¡Ah, sí, la veo! ¡La base del pulgar y un poco del puño de la camisa!
Parece el fantasma de un trozo de tu mano asomándose en el oscuro cielo. Justo a
su lado está saliendo un grupo de estrellas como una cruz.
Desde
este momento Davidson comenzó a sanar. Su relato del cambio, como la descripción
de su alucinación, era extrañamente convincente. Por los parches de su campo de
visión el mundo fantástico se fue debilitando y transparentándose, por decirlo así,
y a través de estas brechas traslúcidas comenzó a ver borrosamente el mundo real
en torno suyo. Los parches aumentaron en cantidad y tamaño, se juntaron y extendieron
hasta que solo quedaron acá y allá algunos puntos ciegos en su vista. Podía levantarse
y moverse, comer sin ayuda otra vez, leer, fumar y comportarse de nuevo como un
ciudadano normal. Al principio le resultaba muy confuso tener estos dos cuadros
sobreponiéndose el uno al otro como las vistas cambiantes de un foco, pero muy pronto
comenzó a distinguir lo real de lo ilusorio.
Cuando
empezó a sanar estaba contento de verdad y no parecía más que impaciente por completar
su curación haciendo ejercicio y tomando tónicos. Pero al tiempo que aquella extraña
isla suya empezó a desvanecerse él se volvió extrañamente interesado en ella. Especialmente
deseaba bajar de nuevo a las profundidades marinas y se pasaba la mitad del tiempo
deambulando por las partes bajas de Londres, intentando encontrar el barco naufragado
que había visto a la deriva. El resplandor de la auténtica luz del día muy pronto
le impresionó tan vivamente que borró todos los rastros de su mundo visionario,
aunque, por la noche, en su habitación a oscuras, todavía podía ver las blancas
rocas de la isla batidas por el agua y a los torpes pingüinos tambaleándose de acá
para allá. Pero incluso estas imágenes se debilitaron cada vez más, y, por fin,
poco después de casarse con mi hermana, las vio por última vez. Y ahora tengo que
contar lo más extraño de todo. Unos dos años después de la curación cené con los
Davidson, y, terminada la cena, se presentó un hombre llamado Atkins. Es teniente
de la marina y una persona agradable y habladora. Tenía una relación de amistad
con mi cuñado y pronto la tuvo conmigo. Resultó que estaba prometido con la prima
de Davidson y casualmente sacó una especie de cartera con fotografías para enseñarnos
un retrato nuevo de su novia.
–Y
por cierto –dijo– aquí está el viejo Fulmar.
Davidson
lo miró de pasada. Luego, de repente, se le iluminó la cara:
–¡Cielos!
–exclamó–, casi podría jurar…
–¿Qué?
–preguntó Atkins.
–Que
había visto ese barco antes.
–No
sé cómo lo has podido ver. No ha salido de los mares del sur en seis años y antes…
–Pero…
–comenzó Davidson y siguió–. Sí, ése es el barco con el que soñé. Estoy seguro de
que es el barco con el que soñé. Estaba junto a una isla de pingüinos y disparó
un cañón.
–¡Dios
mío! –exclamó Atkins, que ya estaba enterado de los detalles de la alucinación–,
¿cómo diantres podías soñar con eso?
Luego,
poco a poco, nos fuimos enterando de que el mismísimo día del acceso de Davidson
el Fulmar había estado frente a un islote al sur de la Isla de las Antípodas. Un
bote había desembarcado durante la noche para conseguir huevos de pingüino, se había
retrasado y, habiendo estallado una tormenta, la tripulación del bote había decidido
esperar hasta la mañana para retornar al barco. Atkins había sido uno de ellos y
corroboró, palabra por palabra, las descripciones que Davidson había hecho de la
isla y del bote. No nos cabe la menor duda de que Davidson ha visto realmente el
lugar. De alguna forma indescriptible, mientras iba de acá para allá en Londres,
su vista se movía paralelamente de acá para allá en esa isla distante. El cómo es
absolutamente un misterio.
Esto
completa la extraordinaria historia de los ojos de Davidson. Quizás es el caso mejor
autentificado que existe de verdadera visión a distancia. No sé de ninguna explicación
excepto la que ha lanzado el profesor Wade. Pero su teoría implica la cuarta dimensión,
y una disertación sobre tipos teóricos de espacio. Hablar de una torsión en el espacio
me parece una tontería, quizá se deba a que no soy matemático. Cuando dije que nada
alteraría el hecho de que el lugar está a ocho mil millas, respondió que dos puntos
pueden estar a una yarda de distancia en una hoja de papel y, sin embargo, se los
puede juntar doblando el papel. El lector quizá comprenda este argumento, yo ciertamente
no. Su idea parece consistir en que Davidson, al inclinarse entre los polos del
gran electroimán, recibió una sacudida extraordinaria en sus elementos retinales
a través del repentino cambio en el campo de fuerza debido al rayo.
En
consecuencia, piensa que quizá sea posible vivir visualmente en una parte del mundo,
mientras se vive corporalmente en otra. Hasta ha realizado algunos experimentos
para apoyar sus puntos de vista, pero hasta ahora solo ha conseguido dejar ciegos
a unos cuantos perros. Creo que ése es el único resultado de su trabajo, aunque
hace algunas semanas que no lo veo. Últimamente he estado tan ocupado con el trabajo
relacionado con la instalación de Saint Pancras que no he tenido oportunidad de
visitarlo. Pero toda su teoría me parece fantástica. Los hechos concernientes a
Davidson van por otros derroteros completamente diferentes, y personalmente puedo
atestiguar la exactitud de cada uno de los detalles que he referido.
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