Pablo Palacio
“¿Cómo echar al canasto
los
palpitantes acontecimientos callejeros?”
“Esclarecer la verdad es acción moralizadora.”
El Comercio de Quito
“Anoche, a las doce y media próximamente,
el celador de policía No.451, que hacía el servicio de esa zona, encontró, entre
las calles Escobedo y García, a un individuo de apellido Ramírez casi en completo
estado de postración. El desgraciado sangraba abundantemente por la nariz, e interrogado
que fue por el señor celador dijo haber sido víctima de una agresión de parte de
unos individuos a quienes no conocía, solo por haberles pedido un cigarrillo. El
celador invitó al agredido a que le acompañara a la comisaría de turno con el objeto
de que prestara las declaraciones necesarias para el esclarecimiento del hecho,
a lo que Ramírez se negó rotundamente. Entonces, el primero, en cumplimiento de
su deber, solicitó ayuda de uno de los chaufferes de la estación más cercana
de autos y condujo al herido a la policía, donde, a pesar de las atenciones del
médico, doctor Ciro Benavides, falleció después de pocas horas.
“Esta mañana, el señor
comisario de la 6a. ha practicado las diligencias convenientes; pero no ha logrado
descubrirse nada acerca de los asesinos ni de la procedencia de Ramírez. Lo único
que pudo saberse, por un dato accidental, es que el difunto era vicioso.
“Procuraremos tener
a nuestros lectores al corriente de cuanto se sepa a propósito de este misterioso
hecho.” No decía más la crónica roja del Diario de la Tarde.
Yo no sé en qué estado
de ánimo me encontraba entonces. Lo cierto es que reí a satisfacción. ¡Un hombre
muerto a puntapiés! Era lo más gracioso, lo más hilarante de cuanto para mí podía
suceder. Esperé hasta el otro día en que hojeé anhelosamente el Diario, pero
acerca de mi hombre no había una línea. Al siguiente tampoco. Creo que después de
diez días nadie se acordaba de lo ocurrido entre Escobedo y García.
Pero a mí llegó a obsesionarme.
Me perseguía por todas partes la frase hilarante: ¡Un hombre muerto a puntapiés!
Y todas las letras danzaban ante mis ojos tan alegremente que resolví al fin reconstruir
la escena callejera o penetrar, por lo menos, en el misterio de por qué se mataba
a un ciudadano de manera tan ridícula.
Caramba, yo hubiera
querido hacer un estudio experimental; pero he visto en los libros que tales estudios
tratan solo de investigar el cómo de las cosas; y entre mi primera idea, que era
esta, de reconstrucción, y la que averigua las razones que movieron a unos individuos
a atacar a otro a puntapiés, más original y beneficiosa para la especie humana me
pareció la segunda. Bueno, el porqué de las cosas dicen que es algo incumbente a
la filosofía, y en verdad nunca supe qué de filosófico iban a tener mis investigaciones,
además de que todo lo que lleva humos de aquella palabra me anonada. Con todo, entre
miedoso y desalentado, encendí mi pipa.
–Esto es esencial, muy
esencial.
La primera cuestión
que surge ante los que se enlodan en estos trabajitos es la del método. Esto lo
saben al dedillo los estudiantes de la universidad, los de los normales, los de
los colegios y en general todos los que van para personas de provecho. Hay dos métodos:
la deducción y la inducción (véase Aristóteles y Bacon).
El primero, la deducción
me pareció que no me interesaría. Me han dicho que la deducción es un modo de investigar
que parte de lo más conocido a lo menos conocido. Buen método: lo confieso. Pero
yo sabía muy poco del asunto y había que pasar la hoja.
La inducción es algo
maravilloso. Parte de lo menos conocido a lo más conocido… (¿Cómo es? No lo recuerdo
bien… En fin, ¿quién es el que sabe de estas cosas?) Si he dicho bien, este es el
método por excelencia. Cuando se sabe poco, hay que inducir. Induzca, joven.
Ya resuelto, encendida
la pipa y con la formidable arma de la inducción en la mano, me quedé irresoluto,
sin saber qué hacer.
–Bueno, y ¿cómo aplico
este método maravilloso? –me pregunté.
¡Lo que tiene no haber
estudiado a fondo la lógica! Me iba a quedar ignorante en el famoso asunto de las
calles Escobedo y García solo por la maldita ociosidad de los primeros años.
Desalentado, tomé el
Diario de la Tarde, de fecha 13 de enero –no había apartado nunca de mi mesa
el aciago Diario– y dando vigorosos chupetones a mi encendida y bien culotada
pipa, volví a leer la crónica roja arriba copiada. Hube de fruncir el ceño como
todo hombre de estudio –¡una honda línea en el entrecejo es señal inequívoca de
atención!
Leyendo, leyendo, hubo
un momento en que me quedé casi deslumbrado.
Especialmente el penúltimo
párrafo, aquello de “Esta mañana, el señor comisario de la 6a….” fue lo que más
me maravilló. La frase última hizo brillar mis ojos: “Lo único que pudo saberse,
por un dato accidental, es que el difunto era vicioso.” Y yo, por una fuerza secreta
de intuición, que Ud. no puede comprender, leí así: ERA VICIOSO, con letras prodigiosamente
grandes.
Creo que fue una revelación
de Astartea. El único punto que me importó desde entonces fue comprobar qué clase
de vicio tenía el difunto Ramírez. Intuitivamente había descubierto que era… No,
no lo digo para no enemistar su memoria con las señoras…
Y lo que sabía intuitivamente
era preciso lo verificara con razonamientos, y si era posible, con pruebas.
Para esto, me dirigí
donde el señor comisario de la 6a. quien podía darme los datos reveladores. La autoridad
policial no había logrado aclarar nada. Casi no acierta a comprender lo que yo quería.
Después de largas explicaciones me dijo, rascándose la frente:
–¡Ah!, sí… El asunto
ese de un tal Ramírez… Mire que ya nos habíamos desalentado… ¡Estaba tan oscura
la cosa! Pero, tome asiento; por qué no se sienta señor… Como Ud. tal vez sepa ya,
lo trajeron a eso de la una y después de unas dos horas falleció… el pobre. Se le
hizo tomar dos fotografías, por un caso… algún deudo… ¿Es Ud. pariente del señor
Ramírez? Le doy el pésame… mi más sincero…
–No, señor –dije yo
indignado–, ni siquiera le he conocido. Soy un hombre que se interesa por la justicia
y nada más…
Y me sonreí por lo bajo.
¡Qué frase tan intencionada! ¿Ah? “Soy un hombre que se interesa por la justicia.”
¡Cómo se atormentaría el señor comisario! Para no cohibirle más, apresureme:
–Ha dicho usted que
tenía dos fotografías. Si pudiera verlas…
El digno funcionario
tiró de un cajón de su escritorio y revolvió algunos papeles. Luego abrió otro y
revolvió otros papeles. En un tercero, ya muy acalorado, encontró al fin.
Y se portó muy culto:
–Usted se interesa por
el asunto. Llévelas no más, caballero… Eso sí, con cargo de devolución –me dijo,
moviendo de arriba a abajo la cabeza al pronunciar las últimas palabras y enseñándome
gozosamente sus dientes amarillos.
Agradecí infinitamente,
guardándome las fotografías.
–Y dígame usted, señor
comisario, ¿no podría recordar alguna seña particular del difunto, algún dato que
pudiera revelar algo?
–Una seña particular…
un dato… No, no. Pues, era un hombre completamente vulgar. Así más o menos de mi
estatura –el comisario era un poco alto–; grueso y de carnes flojas. Pero una seña
particular… no… al menos que yo recuerde…
Como el señor comisario
no sabía decirme más, salí, agradeciéndole de nuevo.
Me dirigí presuroso
a mi casa; me encerré en el estudio; encendí mi pipa y saqué las fotografías, que
con aquel dato del periódico eran preciosos documentos.
Estaba seguro de no
poder conseguir otros y mi resolución fue trabajar con lo que la fortuna había puesto
a mi alcance.
Lo primero es estudiar
al hombre, me dije. Y puse manos a la obra. Miré y remiré las fotografías, una por
una, haciendo de ellas un estudio completo. Las acercaba a mis ojos; las separaba,
alargando la mano; procuraba descubrir sus misterios.
Hasta que al fin, tanto
tenerlas ante mí, llegué a aprenderme de memoria el más escondido rasgo.
Esa protuberancia fuera
de la frente; esa larga y extraña nariz ¡que se parece tanto a un tapón de cristal
que cubre la poma de agua de mi fonda!, esos bigotes largos y caídos; esa barbilla
en punta; ese cabello lacio y alborotado.
Cogí un papel, tracé
las líneas que componen la cara del difunto Ramírez. Luego, cuando el dibujo estuvo
concluido, noté que faltaba algo; que lo que tenía ante mis ojos no era él; que
se me había ido un detalle complementario e indispensable… ¡Ya! Tomé de nuevo la
pluma y completé el busto, un magnífico busto que de ser de yeso figuraría sin desentono
en alguna Academia. Busto cuyo pecho tiene algo de mujer.
Después… después me
ensañé contra él. ¡Le puse una aureola! Aureola que se pega al cráneo con un clavito,
así como en las iglesias se las pegan a las efigies de los santos.
¡Magnífica figura hacía
el difunto Ramírez!
Mas, ¿a qué viene esto?
Yo trataba… trataba de saber por qué lo mataron; sí, por qué lo mataron… Entonces
confeccioné las siguientes lógicas conclusiones:
El difunto Ramírez se
llamaba Octavio Ramírez (un individuo con la nariz del difunto no puede llamarse
de otra manera);
Octavio Ramírez tenía
cuarenta y dos años;
Octavio Ramírez andaba
escaso de dinero;
Octavio Ramírez iba
mal vestido; y, por último, nuestro difunto era extranjero.
Con estos preciosos
datos, quedaba reconstruida totalmente su personalidad.
Sólo faltaba, pues,
aquello del motivo que para mí iba teniendo cada vez más caracteres de evidencia.
La intuición me lo revelaba todo. Lo único que tenía que hacer era, por un puntillo
de honradez, descartar todas las demás posibilidades. Lo primero, lo declarado por
él, la cuestión del cigarrillo, no se debía siquiera meditar. Es absolutamente absurdo
que se victime de manera tan infame a un individuo por una futileza tal. Había mentido,
había disfrazado la verdad; más aún, asesinado la verdad, y lo había dicho porque
lo otro no quería, no podía decirlo.
¿Estaría beodo el difunto
Ramírez? No, esto no puede ser, porque lo habrían advertido enseguida en la policía
y el dato del periódico habría sido terminante, como para no tener dudas, o, si
no constó por descuido del repórter, el señor comisario me lo habría revelado, sin
vacilación alguna.
¿Qué otro vicio podía
tener el infeliz victimado? Porque de ser vicioso, lo fue; esto nadie podrá negármelo.
Lo prueba su empecinamiento en no querer declarar las razones de la agresión. Cualquier
otra causal podía ser expuesta sin sonrojo. Por ejemplo, ¿qué de vergonzoso tendrían
estas confesiones:
“Un individuo engañó
a mi hija; lo encontré esta noche en la calle; me cegué de ira; le traté de canalla,
me le lancé al cuello, y él, ayudado por sus amigos, me ha puesto en este estado”
o
“Mi mujer me traicionó
con un hombre a quien traté de matar; pero él, más fuerte que yo, la emprendió a
furiosos puntapiés contra mí” o “Tuve unos líos con una comadre y su marido, por
vengarse, me atacó cobardemente con sus amigos”
Si algo de esto hubiera
dicho a nadie extrañaría el suceso.
También era muy fácil
declarar:
“Tuvimos una reyerta.”
Pero estoy perdiendo
el tiempo, que estas hipótesis las tengo por insostenibles: en los dos primeros
casos, hubieran dicho algo ya los deudos del desgraciado; en el tercero su confesión
habría sido inevitable, porque aquello resultaba demasiado honroso; en el cuarto,
también lo habríamos sabido ya, pues animado por la venganza habría delatado hasta
los nombres de los agresores.
Nada, que a lo que a
mí se me había metido por la honda línea del entrecejo era lo evidente. Ya no caben
más razonamientos. En consecuencia, reuniendo todas las conclusiones hechas, he
reconstruido, en resumen, la aventura trágica ocurrida entre Escobedo y García,
en estos términos:
Octavio Ramírez, un
individuo de nacionalidad desconocida, de cuarenta y dos años de edad y apariencia
mediocre, habitaba en un modesto hotel de arrabal hasta el día 12 de enero de este
año.
Parece que el tal Ramírez
vivía de sus rentas, muy escasas por cierto, no permitiéndose gastos excesivos,
ni aun extraordinarios, especialmente con mujeres. Había tenido desde pequeño una
desviación de sus instintos, que lo depravaron en lo sucesivo, hasta que, por un
impulso fatal, hubo de terminar con el trágico fin que lamentamos.
Para mayor claridad
se hace constar que este individuo había llegado solo unos días antes a la ciudad
teatro del suceso.
La noche del 12 de enero,
mientras comía en una oscura fonducha, sintió una ya conocida desazón que fue molestándole
más y más. A las ocho, cuando salía, le agitaban todos los tormentos del deseo.
En una ciudad extraña para él, la dificultad de satisfacerlo, por el desconocimiento
que de ella tenía, le azuzaba poderosamente. Anduvo casi desesperado, durante dos
horas, por las calles céntricas, fijando anhelosamente sus ojos brillantes sobre
las espaldas de los hombres que encontraba; los seguía de cerca, procurando aprovechar
cualquiera oportunidad, aunque receloso de sufrir un desaire.
Hacia las once sintió
una inmensa tortura. Le temblaba el cuerpo y sentía en los ojos un vacío doloroso.
Considerando inútil
el trotar por las calles concurridas, se desvió lentamente hacia los arrabales,
siempre regresando a ver a los transeúntes, saludando con voz temblorosa, deteniéndose
a trechos sin saber qué hacer, como los mendigos.
Al llegar a la calle
Escobedo ya no podía más. Le daban deseos de arrojarse sobre el primer hombre que
pasara. Lloriquear, quejarse lastimeramente, hablarle de sus torturas…
Oyó, a lo lejos, pasos
acompasados; el corazón le palpitó con violencia; arrimose al muro de una casa y
esperó. A los pocos instantes el recio cuerpo de un obrero llenaba casi la acera.
Ramírez se había puesto pálido; con todo, cuando aquel estuvo cerca, extendió el
brazo y le tocó el codo. El obrero se regresó bruscamente y lo miró. Ramírez intentó
una sonrisa melosa, de proxeneta hambrienta abandonada en el arroyo. El otro soltó
una carcajada y una palabra sucia; después siguió andando lentamente, haciendo sonar
fuerte sobre las piedras los tacos anchos de sus zapatos. Después de una media hora
apareció otro hombre. El desgraciado, todo tembloroso, se atrevió a dirigirle una
galantería que contestó el transeúnte con un vigoroso empellón. Ramírez tuvo miedo
y se alejó rápidamente.
Entonces, después de
andar dos cuadras, se encontró en la calle García. Desfalleciente, con la boca seca,
miró a uno y otro lado. A poca distancia y con paso apresurado iba un muchacho de
catorce años. Lo siguió.
–¡Pst! ¡Pst! El muchacho
se detuvo.
–Hola rico… ¿Qué haces
por aquí a estas horas?
–Me voy a mi casa… ¿Qué
quiere?
–Nada, nada… Pero no
te vayas tan pronto, hermoso…
Y lo cogió del brazo.
El muchacho hizo un
esfuerzo para separarse.
–¡Déjeme! Ya le digo
que me voy a mi casa.
Y quiso correr. Pero
Ramírez dio un salto y lo abrazó. Entonces el galopín, asustado, llamó gritando:
–¡Papá! ¡Papá!
Casi en el mismo instante,
y a pocos metros de distancia, se abrió bruscamente una claridad sobre la calle.
Apareció un hombre de alta estatura. Era el obrero que había pasado antes por Escobedo.
Al ver a Ramírez se
arrojó sobre él. Nuestro pobre hombre se quedó mirándolo, con ojos tan grandes y
fijos como platos, tembloroso y mudo.
–¿Que quiere usted,
so sucio?
Y le asestó un furioso
puntapié en el estómago. Octavio Ramírez se desplomó, con un largo hipo doloroso.
Epaminondas, así debió
llamarse el obrero, al ver en tierra a aquel pícaro, consideró que era muy poco
castigo un puntapié, y le propinó dos más, espléndidos y maravillosos en el género,
sobre la larga nariz que le provocaba como una salchicha.
¡Cómo debieron sonar
esos maravillosos puntapiés!
Como el aplastarse de
una naranja, arrojada vigorosamente sobre un muro; como el caer de un paraguas cuyas
varillas chocan estremeciéndose; como el romperse de una nuez entre los dedos; ¡o
mejor como el encuentro de otra recia suela de zapato contra otra nariz!
Así:
¡Chaj!
(con un gran espacio
sabroso.)
¡Chaj!
Y después: ¡cómo se
encarnizaría Epaminondas, agitado por el instinto de perversidad que hace que los
asesinos acribillen sus víctimas a puñaladas! ¡Ese instinto que presiona algunos
dedos inocentes cada vez más, por puro juego, sobre los cuellos de los amigos hasta
que queden amoratados y con los ojos encendidos!¡Cómo batiría la suela del zapato
de Epaminondas sobre la nariz de Octavio Ramírez!
¡Chaj!
¡Chaj!
(Vertiginosamente)
¡Chaj!
en tanto que mil lucecitas,
como agujas, cosían las tinieblas.
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