Flannery O’Connor
Al despertar, el señor Head
descubrió que la habitación estaba inundada de la luz de la luna. Se sentó y miró
la madera del suelo –del color de la plata– y luego el cutí de su almohada, que
parecía brocado, y al cabo de un instante vio la mitad de la luna a dos metros,
en el espejo de afeitarse, parada como si estuviera esperando permiso para entrar.
Rodó hacia delante y proyectó una luz que dignificaba cuanto tocaba. La silla recta
de la pared pareció más erguida y solícita, como si esperara una orden, y los pantalones
del señor Head, colgados del respaldo, tenían un aire casi noble, como las prendas
que un gran hombre hubiese tirado a su sirviente; no obstante, el rostro de la luna
era severo. Dejaba vagar su mirada por la habitación y fuera de la ventana, donde
flotaba sobre el establo y parecía contemplarse con los ojos de un joven que ve
ante sí su vejez.
El
señor Head podría haberle dicho que la edad era una bendición y que solo con los
años adquiere el hombre esa serena comprensión de la vida que lo convierte en un
guía ideal para la juventud. Esta, al menos, había sido su experiencia.
Sentado,
se agarró a los barrotes de los pies de la cama y se incorporó hasta ver la esfera
del despertador que descansaba sobre un balde puesto del revés cerca de la silla.
Eran las dos de la noche. El timbre del despertador no funcionaba pero él no confiaba
en ningún medio mecánico para despertarse. Sesenta años no habían embotado sus reflejos;
sus reacciones físicas, como las morales, se regían por su voluntad y su férreo
carácter, y esto se advertía fácilmente en sus facciones. Tenía la cara larga como
un tubo, con la mandíbula larga y redondeada y la nariz larga y aplastada. Los ojos
eran penetrantes pero tranquilos y, a la milagrosa luz de la luna, tenían una mirada
serena y de vieja sabiduría, como si pertenecieran a uno de los grandes guías de
la humanidad. Podría haber sido Virgilio convocado en mitad de la noche para ir
a ver a Dante, o mejor Rafael, despertado por una explosión de luz divina para volar
al lado de Tobías. El único lugar oscuro de la habitación era el jergón de Nelson,
bajo la sombra de la ventana.
Nelson
yacía de costado, ovillado, con las rodillas bajo el mentón y los talones bajo el
trasero. Su traje y su sombrero nuevo estaban en las cajas en que los habían enviado;
estas se hallaban en el suelo al pie del jergón, donde las podía tocar en cuanto
se despertara. El balde del agua sucia, fuera de las sombras y de un blanco inmaculado
a la luz de la luna, parecía montar guardia como un ángel custodio. El señor Head
se recostó nuevamente, con la certeza de poder llevar a cabo la misión moral del
día siguiente. Se levantaría antes que Nelson y tendría el desayuno preparado cuando
él despertara. El chico se disgustaba cuando el señor Head era el primero en levantarse.
Tendrían que salir de casa a las cuatro para llegar al empalme ferroviario antes
de las cinco y media. El tren pasaba a las cinco y cuarenta y cinco. Tenían que
llegar en punto, ya que el tren solamente paraba por su causa.
Sería
el primer viaje del muchacho a la ciudad, aunque él afirmaba que sería el segundo
porque había nacido allí. El señor Head había tratado de explicarle que cuando nació
no tenía inteligencia para determinar dónde se encontraba, pero esto no había causado
ninguna impresión en el chico, pues continuaba insistiendo en que este iba a ser
su segundo viaje. Sería el tercero del señor Head. Nelson había dicho: “Habré estao
allí dos veces y apenas tengo diez años”.
El
señor Head no estaba de acuerdo.
“Si
hace quince años que no va, ¿cómo sabe que no se va a perder? –había preguntado
Nelson–. ¿Cómo sabe que no ha cambiao?”
“¿Acaso
m’he perdío alguna vez?” –había preguntado a su vez el señor Head.
Tenía
razón y Nelson lo sabía, pero era un chaval que nunca quedaba satisfecho hasta haber
dado una respuesta imprudente y replicó: “Por aquí no hay donde perderse”.
“Ya
llegará’l día –había profetizado el señor Head– en que descubras que no eres tan
inteligente como crees.”
Había
estado pensando en ese viaje varios meses, pero lo concebía en términos morales.
Iba a ser una lección que el muchacho nunca olvidaría. Allí iba a descubrir que
no había razón alguna para enorgullecerse de haber nacido en la ciudad. Iba a descubrir
que la ciudad no es un lugar maravilloso. El señor Head quería que viera todo cuanto
hay que ver en una ciudad para que se sintiera contento de estar en casa el resto
de su vida. Se quedó dormido pensando en cómo el muchacho iba a darse cuenta de
que no era tan inteligente como creía.
Se
despertó a las tres y media con el olor del lomo frito y se levantó de un salto
del catre. El jergón estaba vacío y las cajas de ropa, abiertas. Se puso los pantalones
y corrió al otro cuarto. El muchacho estaba cocinando pan de maíz y ya había freído
la carne. Estaba sentado en la semioscuridad a la mesa, bebiendo café frío en una
lata. Tenía puesto el traje nuevo y el sombrero gris nuevo le caía sobre los ojos.
Era demasiado grande para él pero lo habían pedido de tamaño mayor porque esperaban
que le creciera la cabeza. No dijo nada, aunque toda su expresión indicaba la satisfacción
de haberse levantado antes que el señor Head.
El
señor Head fue a la cocina y llevó la carne a la mesa en la sartén.
–No
hay prisa –dijo–. Bien pronto llegarás allí y no hay garantías de que vaya a gustarte
en cuanto llegues. –Y se sentó frente al muchacho, cuyo sombrero osciló un poco
hacia atrás para descubrir un rostro tiernamente inexpresivo, muy parecido en la
forma al del viejo.
Eran
abuelo y nieto pero se parecían lo suficiente para ser hermanos, y hermanos sin
mucha diferencia de edad, ya que el señor Head tenía una expresión juvenil durante
el día, mientras que el chico tenía aspecto de anciano, como si ya lo supiera todo
y estuviera contento de olvidarlo.
El
señor Head había tenido una vez esposa e hija. Cuando la esposa murió, la hija se
escapó de casa y regreso al cabo de cierto tiempo con Nelson. Luego, una mañana,
sin levantarse de la cama, murió y dejó al señor Head solo para cuidar al niño,
de un año. El anciano había cometido el error de decirle a Nelson que había nacido
en Atlanta. Si no se lo hubiera dicho, Nelson no habría insistido en que este iba
a ser su segundo viaje.
–Tal
vea no te guste na –continuó el señor Head–. Estará lleno de negros.
El
muchacho hizo una mueca que indicaba su confianza en que podía vérselas con un negro.
–Muy
bien –dijo el señor Head–. Nunca has visto a un negro.
–No
s’ha levantao muy temprano –observó Nelson.
–Nunca
has visto a un negro –repitió el señor Head–. No ha habío un negro en la zona desde
que echamos a aquel hace doce años, y eso sucedió antes de que tú nacieras. –Miró
al muchacho como si lo estuviera desafiando a decir que alguna vez había visto un
negro.
–¿Cómo
sabe usté que nunca vi a un negro cuando vivía allí? –preguntó Nelson–. Probablemente
vi muchos.
–Si
viste uno, no sabías lo qu’era –afirmó el señor Head totalmente exasperado–. Un
niño de seis meses no distingue a un negro de cualquier otra persona.
–Apuesto
a que reconozco un negro na más verlo –dijo el chico, y se levantó, enderezó su
arrugado sombrero gris y salió hacia la letrina.
Llegaron
al empalme un rato antes de la hora en que debía pasar el tren y se detuvieron a
un metro de los raíles. El señor Head llevaba galletas y una lata de sardinas para
el almuerzo en una bolsa de papel. Un sol anaranjado de aspecto tosco se alzaba
tras las montañas que había al este y teñía el cielo de un rojo apagado a sus espaldas,
pero frente a ellos aún estaba gris y tenían delante una luna transparente, apenas
más fuerte que una huella digital y ya completamente sin luz. Una pequeña caja de
hojalata para los cambios de agujas y un bidón negro de petróleo era todo cuanto
indicaba que se trataba de un empalme; los rieles eran dobles y no convergían nuevamente
hasta que se escondían detrás de las curvas a cada lado del claro. Los trenes que
pasaban daban la impresión de emerger de un túnel de árboles, y, golpeados al instante
por el frío cielo, desaparecían aterrorizados en el bosque. El señor Head había
tenido que efectuar arreglos especiales con el vendedor de billetes para que el
tren parase. En su fuero interno tenía miedo de que no lo hiciera, en cuyo caso
sabía que Nelson diría: “Nunca pensé que un tren iba a parar por usté”. Bajo la
inútil luz matutina, los rieles parecían blancos y frágiles. El anciano y el niño
miraban al frente como si esperasen una aparición.
Entonces,
súbitamente, antes de que el señor Head se decidiera a regresar, se oyó un profundo
silbido de aviso y el tren apareció deslizándose muy despacio, casi en silencio,
por la curva de árboles a unos doscientos metros, con una luz delantera amarilla
y brillante. El señor Head todavía no estaba seguro de que fuese a parar y temió
quedar como un imbécil aún mayor si llegaba a pasar lentamente. Él y Nelson, sin
embargo, estaban preparados para prescindir del tren si no se detenía.
Al
pasar la locomotora les llenó la nariz con el olor del metal caliente, y luego el
segundo vagón se detuvo exactamente donde estaban parados. Un revisor con la cara
de un viejo bulldog hinchado estaba en la escalerilla como si los esperase, aunque
parecía no importarle nada si subían o no.
–A
la derecha –dijo.
Tardaron
solo una fracción de segundo en subir y el tren ya estaba de nuevo en marcha cuando
entraron en el coche silencioso. Casi todos los viajeros dormían, algunos con la
cabeza sobre los brazos de los asientos, algunos estirados sobre dos asientos y
otros arrellanados con los pies en el pasillo. El señor Head vio dos asientos desocupados
y empujó a Nelson en esa dirección.
–Ponte
ahí junto a la ventana –dijo con su voz normal, que era muy alta a esta hora de
la mañana–. A nadie l’importará que te sientes ahí porque no está ocupao. Siéntate
ahí.
–Ya
l’he oído –murmuró el muchacho–. No hace falta que grite. –Se sentó y volvió la
cabeza hacia el cristal. Vio una cara pálida, como la de un fantasma, que lo miraba
ceñuda debajo del ala de un sombrero pálido y fantasmal. Su abuelo, echando una
rápida mirada, vio un fantasma distinto, pálido pero sonriente, bajo un sombrero
negro.
El
señor Head se sentó, se puso cómodo, sacó su billete y empezó a leer en voz alta
todo lo que allí estaba impreso. La gente comenzó a moverse. Algunos se despertaron
y lo miraron.
–Quítate
el sombrero –dijo a Nelson.
Se
quitó el suyo y lo dejó sobre sus rodillas. Tenía un poco de pelo blanco que se
había vuelto de color tabaco con el correr de los años y que estaba aplastado sobre
la nuca. La parte anterior de la cabeza era calva y arrugada. Nelson se quitó el
sombrero y se lo puso en las rodillas. Esperaron a que el revisor fuera a pedirles
los billetes.
El
hombre sentado al otro lado del pasillo se había estirado sobre dos asientos, con
los pies apoyados sobre la ventana y la cabeza en el pasillo. Llevaba un traje azul
claro y una camisa amarilla desabotonada en el cuello. Acababa de abrir los ojos
y el señor Head iba a presentarse cuando el revisor llegó desde atrás y gruñó:
–Billetes.
Una
vez que el revisor se hubo retirado, el señor Head dio a Nelson el billete de regreso
y dijo:
–Ahora
guárdalo en el bolsillo y no lo pierdas o te tendrás que quedar en la ciudá.
–Tal
vez lo haga –repuso Nelson como si fuera una idea razonable.
El
señor Head pasó por alto el comentario.
–Es
la primera vez que este muchacho viaja en tren –explicó al hombre del otro lado
del pasillo, que ahora estaba sentado en el borde del asiento con ambos pies en
el suelo.
Nelson
se puso el sombrero de un tirón y volvió la cabeza hacia la ventana, enfadado.
–Nunca
ha visto na –continuó el señor Head–. Ignorante como el día en que nació, pero quiero
que s’harte d’una vez por todas.
El
muchacho se inclinó sobre su abuelo y hacia el desconocido.
–Nací
en la ciudá –dijo–. Nací allí. Este es mi segundo viaje.
Lo
dijo con voz alta y firme, pero el hombre del otro lado del pasillo no pareció comprender.
Tenía grandes círculos morados bajo los ojos.
El
señor Head se inclinó hacia el pasillo y le tocó el brazo.
–Lo
q’hay qu’hacer con un muchacho –dijo sabiamente– es mostrarle to lo qu’hay que mostrar.
No ocultarle na.
–Sí
–convino el hombre.
Se
miró los pies hinchados y alzó el izquierdo cinco centímetros del suelo. Al cabo
de un minuto lo bajó y alzó el otro. En el vagón la gente empezaba a levantarse,
a moverse, a bostezar y a estirarse. Se oyeron voces aquí y allí, y al final hubo
un murmullo general. De pronto la expresión serena del señor Head cambió. Casi cerró
la boca, y una luz, a la vez fiera y precavida, apareció en sus ojos. Estaba mirando
hacia el fondo del coche. Sin volverse, cogió a Nelson del brazo y lo empujó hacia
delante.
–Mira
–dijo.
Un
hombre corpulento de color café se acercaba lentamente. Vestía un traje gris claro
y una corbata de satén amarilla con un alfiler de rubíes. Descansaba una mano sobre
el estómago, que aparecía majestuoso bajo la chaqueta abotonada, y con la otra empuñaba
un bastón negro que levantaba y apoyaba con un movimiento de avance deliberado cada
vez que daba un paso. Se movía muy despacio y sus grandes ojos marrones miraban
por encima de las cabezas de los pasajeros. Tenía un corto bigote blanco y el cabello
también blanco y rizado. Tras él había dos mujeres jóvenes, ambas de color café,
una con un vestido amarillo, la otra con uno verde. Avanzaban al mismo paso que
él y conversaban bajito, con voz ronca, mientras lo seguían.
La
mano del señor Head apretó insistentemente el brazo de Nelson. Cuando la comitiva
llegó a su altura, el brillo de un anillo de zafiros en la mano marrón que empuñaba
el bastón se reflejó en el ojo del señor Head, pero este no levantó la mirada ni
el hombre corpulento lo miró. El grupo siguió por el pasillo y salió del coche.
La mano del señor Head se aflojó en el brazo de Nelson.
–¿Qué
era eso? –preguntó.
–Un
hombre –respondió el muchacho, y lo miró indignado, como si estuviera harto de que
menospreciaran su inteligencia.
–¿Qué
clase d’hombre? –inquirió el señor Head con un tono terminante.
–Un
hombre viejo –dijo el muchacho, y tuvo el súbito presentimiento de que no iba a
disfrutar del día.
–Eso
era un negro –dijo el señor Head, y se recostó en el respaldo.
Nelson
saltó en el asiento, volvió la cabeza y se quedó mirando al fondo del coche, pero
el negro se había ido.
–Pensaba
que reconocerías un negro ya que viste tantos cuando estuviste en la ciudá durante
tu primera visita –continuó el señor Head–. Ese es su primer negro –explicó al hombre
del otro lado del pasillo.
El
chico se deslizó hacia abajo en su asiento.
–Usté
dijo qu’eran negros –replicó con voz de enfado–. Nunca dijo qu’eran tostaos. ¿Cómo
espera que yo sepa algo si usté no me l’explica bien?
–Eres
un ignorante, eso es to –afirmó el señor Head. Se levantó y se sentó en el asiento
desocupado que había al lado del hombre en el otro lado del pasillo.
Nelson
se volvió de nuevo y miró hacia el lugar por donde el negro había desaparecido.
Sintió que el negro había caminado deliberadamente por el pasillo para hacerlo quedar
como un idiota y le odió con un odio nuevo, descarnado, feroz; comprendió también
por qué al abuelo le disgustaban tanto. Miró hacia la ventana y el rostro que allí
se reflejaba parecía dar a entender que tal vez no estuviera a la altura de las
exigencias del día. Se preguntó si reconocería la ciudad cuando llegasen.
Después
de haber contado varias anécdotas, el señor Head se dio cuenta de que el hombre
a quien hablaba estaba dormido. Se levantó y propuso a Nelson caminar por el tren
para ver sus distintas dependencias. En especial, quería que el muchacho viese el
lavabo, así que se encaminaron primero al servicio de caballeros y examinaron las
cañerías. El señor Head le mostró la refrigeradora de agua como si la hubiera inventado
él y la palangana con un único grifo donde los pasajeros se lavaban los dientes.
Pasaron varios coches y llegaron al restaurante.
Era
el vagón más elegante del tren. Estaba pintado de un amarillo intenso y tenía una
alfombra color vino en el suelo. Había amplias ventanillas al lado de las mesas
y los grandes espacios del panorama deslizante eran recogidos en miniatura en los
costados de las cafeteras y en los vasos. Tres negros con traje blanco y delantal
corrían de un lado a otro del pasillo llevando bandejas e inclinándose hacia los
viajeros que tomaban el desayuno. Uno de ellos se dirigió presuroso hacia el señor
Head y Nelson y dijo levantando los dedos:
–Mesa
pa dos!
El
señor Head replicó en voz alta:
–¡Comimos
antes de salir!
El
camarero llevaba grandes gafas marrones que parecían aumentar el tamaño del blanco
de sus ojos.
–Háganse
a un lao pues, por favor –dijo con un movimiento del brazo como si estuviera espantando
moscas.
Ni
Nelson ni el señor Head se movieron un milímetro.
–Mira
–dijo el señor Head.
En
un rincón del vagón había dos mesas que estaban separadas del resto por una cortina
de color azafrán. Ambas estaban puestas pero solo una ocupada, precisamente por
el negro corpulento, que estaba sentado de espaldas a ellos. Hablaba en voz baja
a las dos mujeres mientras untaba de mantequilla una tostada. Tenía un rostro tristísimo
y su pescuezo rebosaba a ambos lados del cuello blanco de la camisa.
–Los
tienen aparte –explicó el señor Head. A continuación dijo–: Vamos a ver la cocina.
–Y recorrieron de punta a punta el comedor, pero el camarero negro fue rápidamente
tras ellos.
–No
se permite entrar en la cocina a los pasajeros –dijo con voz altanera–. ¡No se permite
entrar en la cocina a los pasajeros!
El
señor Head se detuvo y se volvió hacia él.
–¡Hay
una excelente razón pa ello –gritó al pecho del negro–, porque las cucarachas espantarían
a los pasajeros!
Todos
los viajeros se rieron y el señor Head y Nelson salieron, sonrientes. Donde vivían,
el señor Head era conocido por su ingenio rápido y Nelson se sintió de pronto orgulloso
de él. Se dio cuenta de que el anciano iba a ser su único sostén en el lugar extraño
al que se dirigían. Estaría totalmente solo en el mundo si se llegaba a perder.
Un gran nerviosismo le hizo temblar y sintió ganas de aferrarse al abrigo del señor
Head y quedarse agarrado como un chiquillo.
Cuando
volvían a sus asientos, vieron por las ventanas cómo el campo se iba punteando de
casitas y de chozas. Una autopista corría paralela al tren. Había automóviles en
ella, muy pequeños y rápidos. Nelson sintió que había menos aire que hacía treinta
minutos. El hombre del otro lado del pasillo se había ido y no había nadie cerca
con quien el señor Head pudiera conversar, así que miró por la ventanilla, a través
de su propio reflejo, y leyó en voz alta los nombres de los edificios que estaban
pasando.
–¡La
Corporación Química Dixie! –anunció–. ¡Harina Doncella del Sur! ¡Productos de Algodón
Bella del Sur! ¡Mantequilla de Cacahuete Patty! ¿Jarabe de Caña Mami del Sur!
–¡Cállese!
–susurró Nelson.
En
el vagón, la gente comenzó a levantarse y a sacar su equipaje de la red que se hallaba
sobre los asientos. Las mujeres se ponían los abrigos y los sombreros. El revisor
asomó la cabeza por la puerta del coche, y gruñó: “Mmmeraparada mmri”, y Nelson,
trémulo, hizo ademán de levantarse. El señor Head le empujó por el hombro.
–Quédate
sentao –le dijo con tono solemne–. La primera parada es en las afueras de la ciudá.
La segunda es en la estación terminal.
Se
había enterado de eso durante su primer viaje, cuando se bajó en la primera parada
y tuvo que pagar quince centavos a un hombre para que lo condujera al centro de
la ciudad. Nelson se recostó en el asiento, muy pálido. Por primera vez en su vida,
comprendió que su abuelo le era indispensable.
El
tren paró, dejó a unos pocos pasajeros y continuó deslizándose como si nunca hubiera
dejado de moverse. Fuera, detrás de hileras de casas marrones y precarias se levantaba
una línea de edificios azules, y, más allá, un cielo de un rosa pálido y gris se
perdía en la nada. El tren entraba en la estación terminal. Al bajar la vista Nelson
vio líneas y líneas de rieles de plata que se multiplican y entrecruzaban. Luego,
antes de que pudiera contarlos, el rostro de la ventanilla le miró, gris pero bien
definido, y él desvió la vista en otra dirección. El tren se encontraba en la estación.
El señor Head y él saltaron de sus asientos y corrieron a la puerta. Ninguno de
los dos se dio cuenta de que habían dejado la bolsa de papel con el almuerzo sobre
el asiento.
Caminaron
rígidos por la pequeña estación y salieron por una puerta pesada hacia el chillido
del tráfico. Había multitudes apurándose hacia el trabajo. Nelson no supo dónde
mirar. El señor Head se recostó contra la pared de un edificio y miró hacia delante.
Finalmente,
Nelson preguntó:
–Bueno,
¿cómo se ve to lo qu’hay que ver?
El
señor Head no contestó. Luego, como si la vista de gente pasando le hubiera dado
la clave, dijo:
–Camina–.
Y comenzó a descender por la calle.
Nelson
le siguió tras enderezar su sombrero. Lo inundaban tantos ruidos y escenas que en
la primera manzana apenas se daba cuenta de lo que estaba viendo. En la segunda
esquina, el señor Head dobló y miró tras de sí la estación que habían abandonado,
una terminal de color masilla con una cúpula de hormigón. Pensó que si conseguía
tener siempre la cúpula a la vista, podría regresar por la tarde a coger el tren
nuevamente.
Mientras
caminaban, Nelson comenzó a distinguir detalles y fijarse en los escaparates, llenos
de variadas mercancías: objetos de ferretería, lencería, comida para gallinas, licores.
Pasaron frente a uno donde, según explicó el señor Head, entrabas, te sentabas en
una silla, ponías los pies sobre dos banquetas y un negro te lustraba los zapatos.
Caminaban despacio, se detenían y se quedaban a la entrada de los comercios para
que Nelson pudiese ver lo que sucedía en cada lugar, pero no entraron en ninguna
tienda de la ciudad, porque, en su primer viaje, se había perdido en una enorme
y había encontrado la salida solo después de que mucha gente le hubiese insultado.
Llegaron
a mitad de la siguiente manzana, a un establecimiento que tenía una báscula en la
puerta; los dos subieron a ella por turno, echaron un centavo y recibieron una papeleta.
La del señor Head rezaba: “Pesa usted 54 kilos. Es honrado y valiente y sus amigos
le admiran”. Se la guardó en el bolsillo, sorprendido de que la máquina hubiera
adivinado su carácter aunque no su peso, ya que se había pesado en una balanza de
cereales no hacía mucho y sabía que pesaba 49 kilos. La papeleta de Nelson decía:
“Pesa usted 43 kilos. Tiene un gran futuro, pero guárdese de las mujeres oscuras”.
Nelson no conocía ninguna mujer y solo pesaba 34 kilos. El señor Head señaló que
posiblemente la máquina había impreso los números al revés, el cuatro por el tres.
Continuaron
caminando y después de cinco manzanas la cúpula de la terminal se perdió de vista
y el señor Head dobló a la izquierda. Nelson podría haberse quedado parado durante
una hora frente a cada escaparate, de no haber uno todavía más interesante al lado.
De pronto dijo:
–¡Yo
nací aquí!
El
señor Head se volvió y lo miró, horrorizado. Tenía el rostro brillante de sudor.
–¡D’aquí
soy yo! –insistió Nelson.
El
señor Head estaba atónito. Comprendió que había llegado el momento de una acción
drástica.
–Voy
a mostrarte algo que todavía no has visto –dijo, y lo llevó a la esquina donde había
una boca de alcantarilla–. Agáchate y mira por ese agujero –le indicó, y agarró
el abrigo del muchacho por la espalda mientras este se inclinaba y acercaba la cabeza
a la cloaca. La retiró rápidamente al oír el gluglú del agua en las profundidades
bajo la acera.
Entonces,
el señor Head le explicó el sistema de alcantarillado, cómo toda la ciudad se extendía
sobre él, cómo contenía todos los desagües, lo lleno que estaba de ratas y cómo
un hombre podía resbalar y ser arrastrado por los infinitos túneles negros como
el carbón. En cualquier momento del día, cualquier hombre de la ciudad podía ser
absorbido por las cloacas y ya no se sabría nada más de él. Lo describió tan bien
que Nelson se estremeció por unos segundos. Relacionó las alcantarillas con la entrada
al infierno y comprendió por primera vez de qué manera el mundo estaba organizado
en sus regiones inferiores. Se apartó del bordillo. Luego dijo:
–Sí,
pero puedes mantenerlo alejao de los agujeros. –Su rostro adoptó esa expresión terca
que tanto exasperaba a su abuelo. –Su rostro adoptó esa expresión terca que tanto
exasperaba a su abuelo–. ¡D’aquí soy yo!
El
señor Head estaba consternado y solo musitó:
–Ya
t’hartarás. –Y continuaron caminando.
Después
de otras dos manzanas dobló a la izquierda, creyendo que estaba rodeando la cúpula,
y no se equivocaba porque a la media hora pasaron nuevamente frente a la estación.
Al principio Nelson no se dio cuenta de que estaba mirando los mismos establecimientos,
pero, cuando pasaron junto a aquel en el que ponías los pies en unas banquetas mientras
un negro te lustraba los zapatos, comprendió que estaban caminando en círculo.
–¡Ya
hemos estao aquí! –exclamó–. ¡No creo que sepa usted dónde está!
–¡M’he
desorientao por un instante –repuso el señor Head, y doblaron por una calle diferente.
No
tenía la menor intención de perder de vista la cúpula y, después de dos manzanas
en la nueva dirección, volvió a girar a la izquierda. En esa calle había casas de
madera de dos y tres pisos. Cualquier persona que anduviese por la acera podía ver
el interior de las habitaciones, y el señor Head, al echar un vistazo por una ventana,
vio a una mujer tendida en una cama de hierro, cubierta con una sábana y mirando
hacia fuera. Su semblante perspicaz le dejó atónito. Un muchacho con expresión feroz,
montado en bicicleta, salió de algún lado, y tuvo que saltar a la acera para evitar
el atropello.
–Les
da igual si te tiran al suelo –dijo– Será mejor que no t’apartes de mí.
Caminaron
un rato por calles como esa antes de que recordara que debían doblar nuevamente.
Las casas que ahora veían estaban sin pintar y la madera parecía podrida; las calles
eran más angostas. Nelson vio a un hombre de color. Luego a otro. Y a otro más.
–En
esas casas viven los negros –observó.
–Bueno,
vamos a algún otro sitio –dijo el señor Head, y doblaron por otra calle, pero continuaban
viendo negros por todas partes.
A
Nelson le empezó a picar la piel y apretaron el paso para salir del barrio lo antes
posible. Había hombres de color en camiseta plantados en las puertas y mujeres de
color meciéndose en los porches destartalados. Algunos niños de color jugaban en
los albañales y se detenían para mirarlos. No mucho después, comenzaron a pasar
hileras de comercios con clientes de color en el interior, pero no se pararon ante
los escaparates. Ojos negros en rostros negros los observaban desde todas direcciones.
–Sí
–dijo el señor Head–, aquí es donde naciste justamente aquí, con todos estos negros.
Nelson
frunció el entrecejo.
–Creo
que nos hemos perdío por su culpa –dijo.
El
señor Head miró alrededor buscando la cúpula. No la veía por ningún lado.
–No
nos hemos perdío –repuso–. Lo que pasa es que ya estás cansao de caminar.
–No
estoy cansao, tengo hambre –dijo Nelson–. Deme unas galletas.
Se
dieron cuenta de que habían perdido el almuerzo.
–Usté
llevaba la bolsa –recordó Nelson–. Yo l’habría cuidao.
–Si
quieres dirigir tú este viaje, yo me voy solo y te dejo aquí –repuso el señor Head,
y se alegró al ver palidecer al muchacho. Sin embargo, se daba cuenta de que se
habían perdido y se alejaban a cada instante de la estación. Él también tenía hambre
y comenzaba a tener sed, y desde que estaban en el barrio de los negros ambos sudaban.
Nelson iba calzado y no estaba acostumbrado a los zapatos. Las aceras de hormigón
eran muy duras. Los dos deseaban encontrar un lugar donde sentarse, pero eso era
imposible, de modo que continuaron caminando; el muchacho murmuraba entre dientes:
“Primero pierde la bolsa y luego el rumbo”, y el señor Head gruñía de tanto en tanto:
“¡Cualquiera que desee haber nacío en este paraíso de negros debe haberlo hecho!”.
El
sol ya estaba alto en el cielo. Hasta ellos llegaba el olor de la comida que se
cocinaba en las casas. Todos los negros estaban en las puertas mirándolos pasar.
–¿Por
qué no le pregunta la dirección a uno? –dijo Nelson–. Nos hemos perdío por su culpa.
–Aquí
es donde naciste –replicó el señor Head–. Pregunta tú si quieres.
Nelson
tenía miedo de los hombres de color y no quería que los chicos se rieran de él.
Más adelante vio a una enorme mujer de color reclinada en un portal que daba a la
acera. Tenía el pelo levantado unos diez centímetros de la cabeza y descansaba sobre
sus pies marrones, que eran de color rosa en los lados. Llevaba un vestido rojo
que mostraba su forma exacta. Cuando llegaron a su altura, la mujer levantó indolentemente
una mano hasta la cabeza y sus dedos desaparecieron en el cabello.
Nelson
se detuvo. Sintió que los ojos oscuros de la mujer le cortaban el aliento.
–¿Cómo
se vuelve a la ciudá? –preguntó con una voz que no parecía la suya.
Al
cabo de un instante ella dijo:
–Estás
en la ciudad. –Su voz, baja y sonora, hizo sentir a Nelson como si una llovizna
fresca le hubiera caído encima.
–¿Cómo
se vuelve al tren? –preguntó con la misma voz de pito–
–Puedes
coger un tranvía –respondió ella.
Comprendió
que se estaba burlando de él, pero estaba demasiado paralizado para poner mala cara.
Se quedó allí parado empapándose de ella. Sus ojos viajaron desde las grandes rodillas
hasta la frente y luego recorrieron un sendero triangular desde el sudor brillante
del cuello hacia abajo, por los tremendos pechos, y después hacia arriba por el
brazo desnudo, hasta el lugar en que los dedos desaparecían entre el cabello. De
pronto deseó que se inclinase hacia él, lo cogiera en brazos y lo apretujara contra
sí. Luego quiso sentir su aliento en la cara. Deseó mirar dentro y dentro de sus
ojos mientras ella lo apretaba cada vez más. Nunca había experimentado un sentimiento
semejante. Era como si se estuviera deslizando por un túnel negro como el carbón.
–Puedes
caminar una manzana hacia allá y coger un tranvía que te lleve a la estación del
tren, guapo –dijo ella.
Nelson
se habría desplomado a sus pies si el señor Head no lo hubiese empujado bruscamente.
–¡Te
comportas como si no tuvieras dos deos de frente! –gruñó el viejo.
Caminaron
presurosos por la calle y Nelson no volvió la vista. Se bajó el sombrero sobre el
rostro, que ardía de vergüenza. El fantasma burlón que había visto en la ventanilla
del tren y todos los presentimientos que había tenido durante el viaje volvieron
a él, y recordó que la papeleta de la báscula le había advertido que tuviera cuidado
con las mujeres oscuras, y que la del abuelo decía que era honrado y valiente. Se
aferró a la mano del anciano, una señal de dependencia que muy raras veces mostraba.
Se
encaminaron por la calle hacia los raíles del tranvía, por donde se acercaba traqueteando
uno largo y amarillo. El señor Head nunca había subido a un tranvía y lo dejó pasar.
Nelson continuaba en silencio. De tanto en tanto, le temblaba la boca levemente,
pero su abuelo, enfrascado en sus propios problemas, no le prestó ninguna atención.
Se detuvieron en la esquina y ninguno de los dos miró a los negros que pasaban,
entregados a sus ocupaciones cotidianas exactamente como si fueran blancos, con
la diferencia de que la mayoría se detenía a mirar al señor Head y a Nelson. Al
anciano se le ocurrió que ya que el tranvía funcionaba sobre rieles, podían seguir
las vías. Le dio a Nelson un empujón suave, le explicó que seguirían las vías hasta
la estación de ferrocarril y echaron a andar.
Al
rato, para alivio de ambos, empezaron a ver gente blanca y Nelson se sentó en la
acera apoyado contra la pared de un edificio.
–Tengo
que descansar un poco –dijo–. Usté ha perdió la bolsa y el rumbo. Puede esperarme
mientras descanso.
–Las
vías están ahí delante –repuso el señor Head–. Tan solo hemos de procurar no perderlas
de vista, y tú te podrías haber acordao de coger la bolsa tanto como yo. Naciste
aquí. Es tu ciudad. Este es tu segundo viaje. Deberías saber cómo arreglártelas.
Se
puso en cuclillas y continuó de ese modo un rato, pero el muchacho, que sentía cómo
el ardor de sus pies remitía, no dijo nada.
–Y
parao allí, sonriendo como un chimpancé mientras una negra te indicaba la dirección.
¡Dios mío! –prosiguió el señor Head.
–Lo
único que dije era qu’había nacío aquí –repuso el muchacho con voz temblorosa–.
Nunca dije si me gustaría o no. Nunca dije que quería venir. Lo único que dije era
qu’había nacío aquí, y yo no tuve na que ver con eso. Quiero irme a casa. Yo no
quería venir. La brillante idea fue suya. ¿Cómo sabe que no está siguiendo las vías
del tren en dirección equivocada?
Esto
último ya se le había ocurrido al señor Head.
–Toda
esta gente es blanca –dijo.
–No
hemos pasao antes por aquí –observó Nelson.
Se
trataba de un barrio de edificios de ladrillos que podían estar habitados o no.
Unos cuantos automóviles vacíos estaban estacionados junto al bordillo de la acera
y de vez en cuando pasaba algún transeúnte. El calor del pavimento traspasaba la
fina tela del traje de Nelson. Se le empezaron a cerrar los párpados y, al cabo
de un momento, su cabeza cayó hacia delante. Se le estremecieron los hombros un
par de veces, luego cayó de costado y se quedó estirado, exhausto, vencido por el
sueño.
El
señor Head le observó en silencio. Él también estaba cansado pero no podían dormir
los dos al mismo tiempo. De todos modos, no podía dormirse porque no sabía dónde
estaba. Dentro de un rato, Nelson se despertaría, descansado por la siesta y muy
gallito, y empezaría a quejarse porque había perdido la bolsa y el rumbo. “Pasarías
un mal trago si yo no estuviera aquí”, pensó el señor Head, y luego se le ocurrió
otra idea. Miró un buen rato la figura tendida y por fin se puso en pie. Justificó
lo que iba a hacer con el argumento de que a veces es necesario dar a un chico una
lección que no olvide, especialmente cuando el chico siempre está reafirmando su
posición con imprudencias. Caminó sin hacer ruido unos seis metros hasta la esquina
y se sentó sobre un cubo tapado de basura que había en el callejón, desde donde
podía mirar y vigilar a Nelson cuando se despertara.
El
muchacho estaba sumido en un sueño ligero, medio consciente de los sonidos imprecisos
y de las formas negras que se elevaban desde algún rincón oscuro de su interior
hacia la luz. Su rostro se movía mientras dormía y tenía las rodillas bajo el mentón.
El sol arrojaba una luz opaca sobre la calle estrecha; todo parecía exactamente
lo que era. Un rato después, el señor Head, encorvado como un mono viejo sobre el
cubo de basura, decidió que, si Nelson no se despertaba enseguida, haría un ruido
fuerte golpeando el cubo con el pie. Miró su reloj y descubrió que ya eran las dos.
El tren partía a las seis y la posibilidad de perderlo era demasiado horrible para
pensar en ella. Golpeó el cubo con el talón y un bum hueco resonó en el callejón.
Nelson
se puso en pie al instante con un grito. Dirigió la mirada donde debería estar su
abuelo. Pareció girar varias veces, y luego, levantando los pies y echando hacia
atrás la cabeza, se puso a correr por la calle como un poni salvaje desbocado. El
señor Head saltó del cubo y trotó detrás de él, pero el chico ya estaba casi fuera
de la vista. Vio un rayo gris desaparecer en diagonal una manzana más arriba. Corrió
lo más rápido que pudo, mirando a ambos lados en cada cruce, pero sin ver señales
del crío. Al pasar el tercer cruce, completamente sin aliento, vio a media manzana
de la calle una escena que hizo que se detuviera en seco. Se agachó detrás de un
cajón de desperdicios para observar y sacar sus conclusiones.
Nelson
estaba sentado con las piernas abiertas y a su lado yacía una anciana gritando.
Había compras desparramadas en la acera. Una multitud de mujeres ya se había reunido
para asegurarse que se hiciera justicia y el señor Head oyó claramente gritar a
la vieja en el pavimento:
–¡M’has
roto el tobillo y tu padre pagará por ello! ¡Hasta l’último centavo! ¡Policía! ¡Policía!
Varias
mujeres daban tirones del hombro de Nelson, pero este parecía demasiado aturdido
para ponerse en pie.
Algo
obligó al señor Head a salir de detrás del cajón y a avanzar, aunque con paso muy
lento. Nunca en su vida había hablado con un policía. Las mujeres se apiñaban alrededor
de Nelson como si en cualquier momento fueran a arrojarse sobre él y hacerle trizas,
y la vieja continuaba diciendo a voz en grito que tenía el tobillo roto y que llamaran
a la policía. El señor Head se acercó tan lentamente que parecía retroceder un paso
por cada dos que daba hacia delante. Nelson lo vio y se levantó de un brinco. Se
aferró a él por las caderas y se quedó así, jadeando.
Todas
las mujeres se volvieron hacia el señor Head. La anciana herida se sentó y gritó:
–¡Usté,
señor! Usté pagará hasta l’último centavo de la cuenta del doctor por causa d’ese
chico. ¡Es un delincuente juvenil! ¿Dónde hay un policía? ¡Que alguien tome nota
del nombre y dirección d’este hombre!
El
señor Head trataba de desprenderse de los dedos de Nelson, que se le clavaban en
el muslo. La cabeza del viejo había bajado hasta el cuello de la camisa, como la
de una tortuga; tenía los ojos brillantes de miedo y cautela.
–¡Su
hijo m’ha roto el tobillo! –gritó la anciana–. ¡Policía!
El
señor Head notó que un policía se aproximaba por atrás. Miró a las mujeres, que
se habían agolpado furiosas como una sólida pared para impedir que escapara.
–No
es mi hijo –dijo–. Nunca l’había visto antes.
Sintió
que los dedos de Nelson soltaban su carne.
Las
mujeres dieron un paso atrás, mirándole horrorizadas, como si sintieran tal repulsión
por un hombre capaz de negar su propia imagen y semejanza que no pudieran soportar
ni ponerle las manos encima. El señor Head caminó por un espacio que ellas le abrieron
y dejó a Nelson atrás. Ante él no veía nada, solo un túnel hueco que una vez había
sido la calle.
El
muchacho se quedó donde estaba, con el cuello estirado y las manos caídas a los
costados. Tenía el sombrero bien calado en la cabeza, de modo que ya no había arrugas
en él. La anciana herida se levantó y le mostró el puño, las otras mujeres lo miraron
con lástima, pero él no les prestaba atención. No había ningún policía a la vista.
Al
poco rato comenzó a moverse mecánicamente, sin hacer ningún esfuerzo por alcanzar
a su abuelo sino solo siguiéndole, a unos veinte pasos. Caminaron de este modo cinco
manzanas. El señor Head tenía los hombres hundidos y el cuello inclinado en un ángulo
que no se veía desde atrás. Tenía miedo de volver la cabeza. Al final echó un breve
vistazo, esperanzado, por encima del hombro. Veinte pasos atrás, vio dos ojillos
clavados en su espalda como los dientes de un tenedor.
El
muchacho no era de naturaleza indulgente, pero esta era la primera vez que tenía
algo que perdonar. El señor Head nunca le había traicionado. Después de caminar
otras dos manzanas, se volvió y le llamó por encima del hombro con voz desesperadamente
alegre:
–Ven,
¡vamos a beber una Coca-Cola en algún sitio!
Nelson,
con una dignidad que nunca había mostrado, giró sobre sus talones y dio la espalda
a su abuelo.
El
señor Head comenzó a sentir la profundidad de su rechazo. A medida que caminaban,
su rostro se llenaba de surcos y crestas. No veía nada de lo que había alrededor
pero se dio cuenta de que habían perdido de vista los railes del tranvía. No se
veía la cúpula por ningún lado y la tarde avanzaba. Sabía que si la oscuridad los
pillaba en la ciudad los apalearían y robarían. La velocidad de la justicia de Dios
la esperaba sobre sí, pero no soportaba pensar que sus pecados afectaran también
a Nelson y que en ese mismo momento estaba llevando al muchacho a su perdición.
Continuaron
caminando manzana tras manzana por una inacabable sección de casitas de ladrillo,
hasta que el señor Head casi tropezó con un grifo de agua que había a unos quince
centímetros del borde de una parcela con césped. No probaba una gota de agua desde
la mañana, pero sintió que ahora no la merecía. Luego pensó que Nelson tendría sed
y que los dos beberían y eso volvería a unirlos. Se agachó y puso la boca en el
grifo y una corriente de agua fresca entró en su garganta. Luego gritó con voz desesperada:
–¡Ven
a beber agua!
Esta
vez el muchacho le miró como si no existiera durante casi sesenta segundos. El señor
Head se incorporó y siguió caminando como si hubiera bebido veneno. Nelson, aunque
no había bebido nada desde que tomara un poco de agua en un vaso de papel en el
tren, pasó de largo junto al grifo, desdeñando beber donde lo había hecho su abuelo.
Cuando el señor Head se dio cuenta, perdió toda esperanza. Su rostro, a la luz menguante
de la tarde, parecía desfigurado y abandonado. Sentía cómo el odio tenaz del muchacho
viajaba a un ritmo constante detrás de él, y sabía que (si por algún milagro se
libraban de ser asesinados en la ciudad) así seguiría el resto de su vida. Sabía
que ahora se encaminaba hacia un lugar extraño y negro donde nada era como había
sido antes, una larga vejez sin respeto y un final que sería bienvenido porque sería
el final.
En
cuanto a Nelson, su mente se había helado alrededor de la traición de su abuelo
como si tratase de conservarla intacta para presentarla el día del Juicio Final.
Caminaba sin mirar a un lado ni al otro, pero de tanto en tanto se le torcía la
boca, y era entonces cuando sentía cómo, desde algún lugar remoto de su interior,
una forma misteriosa y negra se estiraba como si fuera a derretir su imagen helada
con un solo apretón caliente.
El
sol descendió tras una hilera de casas y casi sin darse cuenta entraron en una zona
residencial elegante donde las mansiones estaban separadas de la calle por jardines
con bebederos para pájaros. Todo estaba desierto. Recorrieron varias manzanas sin
ver siquiera un perro. Las grandes casas blancas eran icebergs parcialmente sumergidos
en la distancia. No había aceras, solo caminos para coches que daban vueltas y vueltas
en círculos ridículos e interminables. Nelson no hizo el menor intento de acercarse
al señor Head. El anciano pensó que si veía una boca de alcantarilla se dejaría
caer allí para que se lo llevara la inmundicia, e imaginó al chico mirando solo
con un poquitín de interés mientras él desaparecía.
Un
fuerte ladrido llamó su atención y levantó la mirada para ver un hombre gordo que
se acercaba con dos bulldogs. Alzó los brazos como un náufrago en una isla desierta.
–¡Estoy
perdío! –gritó–. M’he perdío y no encuentro el camino, y este chico y yo tenemos
que coger el tren y no encuentro l’estación. ¡Oh, Dios santo, m’he perdío! ¡Ayúdeme,
oh, Dios mío, m’he perdío!
El
hombre, que era calvo y vestía unos pantalones de golf, le preguntó qué tren quería
coger, y el señor Head comenzó a sacar los billetes del bolsillo temblando de tal
forma que apenas los podía sostener. Nelson se había acercado a unos cinco metros
y observaba.
–Bien
–dijo el hombre gordo tras devolverle los billetes–, no les dará tiempo a volver
a la ciudad para coger allí este tren, pero pueden cogerlo en la parada suburbana.
Queda a tres manzanas de aquí. –Y le explicó cómo llegar.
El
señor Head lo miraba como si volviera a la vida lentamente, y, cuando el hombre
terminó y se alejó con los perros saltando detrás de él, se volvió hacia Nelson
y le dijo sin aliento:
–¡Vamos
a volver a casa!
El
muchacho estaba a unos tres metros, con la cara pálida bajo el sombrero gris. Tenía
los ojos triunfalmente fríos. No había luz en ellos, ningún sentimiento, ningún
interés. Solo estaba allí, una figura pequeña, esperando. La casa no representaba
nada para él.
El
señor Head giró con lentitud. Sintió que ahora sabía cómo sería el tiempo sin estaciones,
cómo sería el calor sin luz, y cómo sería el hombre sin salvación. Le daba igual
no llegar a coger el tren y, de no haber sido por algo que súbitamente le llamó
la atención, una especie de grito en la oscuridad creciente, tal vez habría olvidado
que había una estación adonde dirigirse.
No
había caminado trescientos metros cuando vio, a su alcance, la figura de yeso de
un negro sentado sobre una cerca baja de ladrillos que rodeaba una amplia parcela
de césped. El negro tenía más o menos la misma estatura que Nelson y estaba inclinado
hacia delante en un ángulo precario porque la masilla que lo mantenía sobre la pared
se había quebrado. Uno de sus ojos era enteramente blanco y sostenía un pedazo de
sandía marrón.
El
señor Head se quedó mirándolo en silencio hasta que Nelson se detuvo a corta distancia.
Entonces, mientras estaban allí parados, el señor Head susurró:
–¡Un
negro artificial!
No
era posible saber si el negro artificial había sido creado joven o viejo; parecía
demasiado triste para ser lo uno o lo otro. Estaba hecho con el propósito de parecer
alegre porque tenía las comisuras de la boca estiradas, pero el ojo desconchado
y el ángulo en que estaba colocado le daban un feroz aspecto de tristeza.
–¡Un
negro artificial! –repitió Nelson con el mismo tono que el señor Head.
Los
dos se quedaron allí con el cuello estirado en el mismo ángulo, los hombros encorvados
de idéntica forma y las manos temblando de la misma manera en los bolsillos. El
señor Head parecía un niño anciano y Nelson un anciano en miniatura. Se quedaron
mirando fijamente al negro artificial como si se hallaran frente a un gran misterio,
a algún monumento a la victoria de un tercero que era quien los había unido en su
derrota común. Ambos sintieron que disolvía sus diferencias como un acto de misericordia.
El señor Head nunca había sabido cómo era la misericordia porque había sido demasiado
bueno para merecerla, pero sintió que ahora lo sabía. Miró a Nelson y comprendió
que debía decirle algo para mostrarle que todavía era sabio, y en la mirada que
el chico le devolvió percibió la necesidad de esa confirmación. Los ojos de Nelson
parecían implorarle que le explicara de una vez por todas el misterio de la existencia.
El
señor Head separó los labios para hacer una declaración grandilocuente y se oyó
a sí mismo decir:
–No
tienen bastantes negros de verdá por aquí. Tienen que tener uno artificial.
Al
cabo de un segundo, el muchacho asintió con un extraño temblor en la boca y dijo:
–Vamos
a casa antes de que nos volvamos a perder.
El
tren se detenía en la parada suburbana justo cuando llegaron a la estación. Subieron
juntos y diez minutos antes de llegar al empalme se dirigieron a la puerta y estuvieron
atentos para saltar en caso de que no parara; pero lo hizo, justo cuando la luna,
recuperado todo su esplendor, salió de una nube e inundó el claro del bosque con
su luz. Cuando se apearon, la salvia temblaba levemente en sombras plateadas y bajo
sus pies la escoria del carbón brillaba con una nueva luz negra. Las copas de los
árboles, que cercaban el empalme como la pared protectora de un jardín, estaban
más oscuras que el cielo, del que pendían gigantescas nubes blancas iluminadas como
fanales.
El
señor Head se quedó muy quieto y sintió de nuevo la acción de la misericordia, pero
esta vez supo que no había palabras en este mundo que pudieran nombrarla. Comprendió
que nacía del sufrimiento, que no se le niega a ningún hombre y que es dada de modos
extraños a los niños. Comprendió que era todo cuanto un hombre podía llevar consigo
a su muerte para ofrecer al Creador y de pronto se sintió avergonzado porque tenía
muy poca para llevarse con él. Quedó espantado, al juzgarse con la rigurosidad de
Dios, mientras la acción de la misericordia cubría su orgullo como una llama y lo
consumía. Nunca había pensado en sí mismo como un gran pecador, pero ahora vio que
su verdadera depravación había permanecido oculta para que no desesperara. Comprendió
que sus pecados estaban perdonados desde el principio de los tiempos, cuando había
concebido en su propio corazón el pecado de Adán, hasta este momento, en que había
negado al pobre Nelson. Vio que no había pecado tan monstruoso que no pudiera proclamar
como suyo y, ya que Dios amaba en la medida en que perdonaba, se sintió preparado
para entrar en el paraíso.
Nelson,
componiendo su expresión bajo la sombra del ala de su sombrero, le miró con una
mezcla de fatiga y recelo, pero, cuando el tren se deslizó a su lado y desapareció
como una serpiente aterrorizada en el bosque, hasta su rostro se iluminó.
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