H. G. Wells
El encargado jefe de
las tres dinamos que zumbaban y rechinaban en Camberwell para mantener en
marcha el ferrocarril eléctrico procedía del condado de York, y se llamaba
James Holroyd. Era un electricista práctico, pero aficionado al whisky, un
bruto pelirrojo y pesado con una dentadura irregular. Dudaba de la existencia
de Dios, pero aceptaba el ciclo de Carnot y había leído a Shakespeare,
encontrándolo flojo en química. Su ayudante procedía del misterioso Este y se
llamaba Azuma-zi. Pero Holroyd le llamaba Pooh-bah. A Holroyd le gustaban los
ayudantes negros porque soportaban las patadas –una costumbre de Holroyd–, y no
fisgaban en la maquinaria ni trataban de aprender su funcionamiento. Holroyd
nunca fue plenamente consciente de algunas raras potencialidades de la mente
negra al entrar en contacto con la quintaesencia de nuestra civilización,
aunque justo al final de su vida alcanzara a atisbarlas.
Describir
a Azuma-zi sobrepasaba cualquier etnología. Era, quizá, más negroide que otra
cosa, aunque tenía el pelo rizado más que apelmazado, y su nariz disponía de
caballete. Además tenía la piel más morena que negra y el blanco de sus ojos
era de color amarillo. Los anchos pómulos y el estrecho mentón daban a su
rostro la forma de una V viperina. También tenía la cabeza ancha en la parte
posterior y baja y angosta en la frente, como si le hubieran embutido el
cerebro a la inversa que a un europeo. Bajo de estatura, su inglés era todavía
más reducido que su altura. Al hablar producía numerosos ruidos extraños sin
valor comercial conocido, y sus escasas palabras estaban esculpidas y vaciadas
en grotescos gestos heráldicos. Holroyd intentó aclarar sus creencias religiosas
y, especialmente después del whisky, le sermoneaba contra la superstición y los
misioneros. Azuma-zi, sin embargo, evadía la discusión sobre sus dioses aunque
por ello recibiera buenos puntapiés.
Azuma-zi,
vestido con blanca pero insuficiente indumentaria, había venido a Londres en la
bodega del Lord Clive procedente de los Estrechos y aun de más allá. Ya en su
juventud había oído hablar de la grandeza y las riquezas de Londres, donde
todas las mujeres son blancas y rubias, y hasta los mendigos callejeros son
blancos. Así que había llegado, con unas monedas de oro recién ganadas en los
bolsillos, para adorar en el santuario de la civilización. El día de su llegada
era sombrío: el cielo estaba cubierto y una llovizna movida por el viento se
filtraba hasta las calles grasientas, pero él se sumergió temerariamente en los
deleites de Shadwell. Civilizado solo en el vestido, con la salud destrozada,
sin dinero y prácticamente una bestia si exceptuamos lo más elemental, pronto
se vio obligado a trabajar para James Holroyd y a soportar sus malos tratos en
el cobertizo de las dinamos de Camberwell. Y para James Holroyd los malos
tratos eran una muestra de cariño.
En
Camberwell había tres dinamos con sus motores. Las dos que estaban desde el
principio eran máquinas pequeñas. La mayor era nueva. Las máquinas pequeñas
hacían un ruido razonable, sus correas zumbaban sobre los tambores, de vez en
cuando las escobillas ronroneaban sordamente y el aire rugía constante entre
los polos, uhuu, uhuu, uhuu. Una tenía las sujeciones sueltas y hacía vibrar el
cobertizo. Pero la dinamo grande ahogaba todos estos pequeños ruidos con el
continuo zumbido de su cilindro de hierro que, de alguna manera, hacía zumbar
parte de la estructura metálica. El lugar hacía tambalear las cabezas de los
visitantes con el sordo, monótono y constante latido de las máquinas, la
rotación de las grandes ruedas, los giros de la válvula de bola, las
ocasionales expulsiones del vapor, y, sobre todo, la nota profunda, incesante,
como de rompeolas, de la gran dinamo. Este último ruido era un defecto desde el
punto de vista de la ingeniería, pero Azuma-zi lo atribuía al poder y orgullo
del monstruo.
Si
fuera posible, haríamos que el lector estuviera escuchando los ruidos de ese
cobertizo en cada una de estas páginas, contaríamos toda nuestra historia al
compás de semejante acompañamiento. Era como una corriente constante de
estrépito en la que el oído distinguía primero un ruido y después otro; se
podía oír el intermitente resoplar, jadear y bullir de las máquinas de vapor,
la succión y el golpe seco de los pistones, el sordo zumbido del aire entre los
radios de las grandes ruedas motrices, el restallar de las correas de cuero al
tensarse y aflojarse, el irritante bullicio de las dinamos, y, sobre todos los
demás, inaudible a veces, como si el oído se cansara de ella para volver de
nuevo furtivamente a los sentidos, estaba la nota de trombón de la gran
máquina. Al pisar, el suelo nunca parecía firme y seguro, sino que temblaba y
trepidaba. El lugar desorientaba y aturdía lo suficiente como para reducir los
pensamientos de cualquiera a extraños zigzags. Y en los tres meses que duraba
la gran huelga de los mecánicos ni Holroyd, que era un esquirol, ni Azuma-zi,
que era un simple negro, habían salido de aquel agitado remolino, sino que
dormían y comían en la pequeña garita de madera situada entre el cobertizo y
los portones de entrada.
Holroyd
hizo una disertación teológica sobre la gran máquina poco después de llegar
Azuma-zi. Tenía que gritar para hacerse oír: –Mira eso –decía Holroyd–. ¿Dónde
está tu ídolo pagano que pueda igualársele?
Y
Azuma-zi miraba. Durante unos momentos la voz de Holroyd fue inaudible, luego
Azuma-zi oyó:
–Mata
cien hombres. Doce por ciento mejores que los corrientes –dijo Holroyd–, y eso
es algo muy parecido a un dios.
Holroyd
estaba orgulloso de su gran dinamo, y habló tanto a Azuma-zi de su tamaño y
potencia que Dios sabe qué extrañas representaciones mentales desataron dentro
del negro y rizoso cráneo su conversación y el estruendo incesante. Explicó del
modo más gráfico la aproximadamente docena de maneras con las que la máquina
podía matar a un hombre, y una vez le dio un buen susto como muestra. Desde
entonces, en los descansos del trabajo –un trabajo pesado puesto que no solo
hacia el suyo, sino la mayor parte del de Holroyd–, Azuma-zi se sentaba a
observar la gran máquina. De vez en cuando las escobillas chispeaban y lanzaban
destellos azulados, lo que hacía proferir maldiciones a Holroyd, pero todo lo
demás era tan suave y rítmico como la respiración. La rueda de transmisión
corría zumbando sobre el eje, y siempre a las espaldas del que miraba se oía el
complaciente golpe sordo del pistón. Así es que la máquina pasaba todo el día
en ese ligero y amplio cobertizo, siendo atendida por él y por Holroyd. No se
hallaba aprisionada ni esclavizada para mover un barco como las otras máquinas
que conocía –simples demonios cautivos del salomón británico–, sino que ésta
estaba entronizada. Azuma-zi despreciaba por la pura fuerza del contraste las
dos dinamos más pequeñas, y a la grande la bautizó secretamente con el título
de Dios de las dinamos. Las pequeñas eran inquietas e irregulares, pero la
grande era segura. ¡Qué grande era! ¡Qué fácil y sereno su funcionamiento!
Mayor y más sosegada incluso que los budas que había visto en Rangún, y además
no inmóvil, sino ¡viva! Las grandes bobinas negras giraban, giraban, giraban,
los anillos daban vueltas bajo las escobillas y la profunda nota de su muelle
fortalecía el conjunto. Esto afectó misteriosamente a Azuma-zi.
Azuma-zi
no amaba el trabajo. Cuando Holroyd se marchaba a convencer al mozo del patio
para que le trajera whisky, se sentaba por allí a observar al Dios de las
dinamos, aunque su puesto no estaba en el cobertizo de la dinamo, sino detrás
de las máquinas, y, además, si Holroyd le pillaba remoloneando le golpeaba con
una vara de grueso alambre de cobre. Se acercaba al coloso y se quedaba allí de
pie mirando la gran correa de cuero que corría por encima. La correa tenía un
parche negro y a él, por alguna razón, le gustaba contemplar en medio de todo
aquel estruendo cómo volvía el parche una y otra vez. Extraños pensamientos
bailaban al compás de aquella rotación. Los científicos nos cuentan que los
salvajes atribuyen almas a las rocas y a los árboles, y una máquina es algo mil
veces más vivo que una roca o un árbol. Azuma-zi era todavía prácticamente un
salvaje, la civilización no había calado más allá de las baratas vestimentas,
las magulladuras y las manos y la cara tiznadas de carbón. Su padre antes que
él había adorado a un meteorito y quizá la sangre de sus parientes había
salpicado las grandes ruedas del carro de Krishna.
Aprovechaba
todas las oportunidades que le daba Holroyd para tocar y manejar la gran dinamo
que le fascinaba. La pulía y limpiaba hasta que las partes metálicas
deslumbraban con el sol, y, al hacerlo, experimentaba una misteriosa sensación
de servicio. Solía acercarse a la máquina para tocar las bobinas suavemente.
Los dioses que había adorado estaban todos muy lejos. Las gentes de Londres
escondían a sus dioses.
Al
fin sus oscuros sentimientos se fueron aclarando, convirtiéndose en ideas
primero y en actos después. Una mañana, al entrar en el rugiente cobertizo,
saludó reverentemente al Dios de las dinamos y después, cuando Holroyd estaba fuera,
se acercó a la atronadora máquina para susurrarle que él era su servidor, y
pedirle que tuviera piedad de él y lo librara de Holroyd. En ese momento un
raro rayo de luz entró por el arco del trepidante cobertizo y el Dios de las
dinamos, que giraba y rugía, parecía radiante con el dorado resplandor.
Azuma-zi supo entonces que sus servicios eran del agrado de su Señor. Desde
aquel momento ya no se sintió tan solo, porque verdaderamente había estado muy
solo en Londres hasta entonces. Incluso después de terminado su trabajo, lo que
no sucedía a menudo, vagaba por el cobertizo.
La
próxima vez que Holroyd lo maltrató, Azuma-zi se fue inmediatamente a rezar al
Dios de las dinamos:
–Contempla
a tu siervo maltratado, ¡oh Dios mío!
Y
el airado zumbido de la maquinaria pareció responderle. Después dio en creer
que cada vez que Holroyd entraba en el cobertizo una nota diferente se
incorporaba al sonido de la dinamo.
–Mi
Señor aguarda el momento oportuno –se decía–. La iniquidad del necio no es
todavía completa.
Y
vigilaba a la espera del ajuste final. Un día había muestras de cortocircuito y
Holroyd, al hacer una revisión imprudente –era por la tarde–, recibió una
sacudida bastante fuerte. Azuma-zi, que estaba detrás de la máquina, le vio
saltar y maldecir a la pecadora bobina.
–Ya
está avisado –se dijo Azuma-zi–. Ciertamente mi Señor es muy paciente.
Al
principio Holroyd había iniciado a su negro en aquellos aspectos elementales
del funcionamiento de la dinamo que le permitieran hacerse cargo del cobertizo
temporalmente durante su ausencia. Pero cuando observó el comportamiento de
Azuma-zi con el monstruo empezó a sospechar. Se dio cuenta veladamente de que
su ayudante tramaba algo, y relacionándole con la utilización de aceite en las
bobinas que había dañado al barniz protector en una parte, dictó la siguiente
orden voceada sobre el ruido de la maquinaria:
–¡No
te acerques más a la dinamo grande, Pooh-bah, o te desuello vivo!
Además,
precisamente porque a Azuma-zi le gustaba estar junto a la gran máquina, era de
puro sentido común el mantenerlo alejado de ella.
Azuma-zi
obedeció entonces, pero más tarde Holroyd le sorprendió haciendo reverencias al
Dios de las dinamos, así que le dobló el brazo y lo pateó cuando se volvió para
marcharse. Tan pronto como Azuma-zi estuvo detrás de la máquina con la mirada
fija en la espalda del odiado Holroyd, los ruidos de la maquinaria adoptaron
nuevos ritmos y sonaban como cuatro palabras de su idioma nativo.
Es
difícil decir con cierta exactitud qué es la locura, pero me imagino que
Azuma-zi estaba loco. Los ruidos y las rotaciones incesantes del cobertizo de
las dinamos quizás habían revuelto completamente sus pocos conocimientos y sus
muchas supersticiones produciendo finalmente una especie de delirio. En
cualquier caso, cuando en medio de ese frenesí vislumbró la idea de hacer con
Holroyd un sacrificio humano a la dinamo-ídolo, le invadió un tumultuoso y
extraño regocijo.
Esa
noche los dos hombres con sus negras sombras estaban solos en el cobertizo que,
iluminado con una gran lámpara, centelleaba trémulos destellos rojizos. Las
sombras oscurecían la parte posterior de las dinamos, así que las bolas
reguladoras de las máquinas iban de la luz a las tinieblas y los pistones
golpeaban estrepitosa y regularmente. El mundo exterior, visto desde el extremo
abierto del cobertizo, parecía increíblemente incierto y remoto. Parecía,
también, absolutamente silencioso, puesto que el estruendo de la maquinaria
ahogaba todo sonido exterior. A lo lejos quedaba la negra valla del patio, y
tras ella las casas grises y borrosas, y encima el profundo cielo azul y las
diminutas y pálidas estrellas. De repente Azuma-zi cruzó el centro del
cobertizo sobre el que se desplazaban las correas de cuero y se metió en la
sombra de la gran dinamo. Holroyd oyó un chasquido, y el giro del inducido
cambió.
–¿Qué
diablos estás haciendo con ese interruptor? –gritó sorprendido–. ¿No te había
dicho…?
Luego
vio la resuelta expresión en la mirada de Azuma-zi cuando el asiático salió de
la sombra y avanzó hacia él.
A
continuación los dos hombres peleaban ferozmente delante de la gran dinamo.
–¡Tú,
idiota, cabeza de café! –jadeó Holroyd con la mano del negro en la garganta–.
¡Aparta esos anillos de contacto!
Al
instante una zancadilla le tambaleaba de espaldas sobre el Dios de las dinamos.
Instintivamente retiró las manos de su antagonista para protegerse de la
máquina.
El
mensajero enviado a toda prisa desde la planta para averiguar lo que había
sucedido en el cobertizo de las dinamos se encontró a Azuma-zi en la caseta del
portero junto a la entrada. Azuma-zi intentaba explicar algo, pero el mensajero
no lograba sacar nada en claro del incoherente inglés del negro y continuó
apresuradamente hasta el cobertizo. Las máquinas estaban todas funcionando
ruidosamente y nada parecía desajustado. Se apreciaba, no obstante, un peculiar
olor a pelo chamuscado. Luego vio una gran masa arrugada, de aspecto extraño,
que colgaba de la parte delantera de la gran dinamo, y, al acercarse, reconoció
los deformados restos de Holroyd.
El
hombre miró fijamente y dudó un momento. Luego vio la cara y cerró los ojos
convulsivamente, dándose la vuelta antes de abrirlos de nuevo para no volver a
ver a Holroyd, y salió del cobertizo en busca de asesoramiento y ayuda.
Cuando
Azuma-zi vio morir a Holroyd atrapado por la gran dinamo, las consecuencias de
su acto le alarmaron algo. Sin embargo sentía un gozo extraño y sabía que el
Dios de las dinamos tenía puesta en él su predilección. Cuando encontró al
hombre que venía de la planta ya tenía el plan decidido, y el director técnico,
que llegó rápidamente al lugar de los hechos, sacó precipitadamente la
conclusión obvia de suicidio. Este experto apenas si reparó en Azuma-zi excepto
para hacerle unas preguntas.
–¿Vio
a Holroyd suicidarse?
Azuma-zi
explicó que había estado fuera de allí, en el fogón de la máquina, hasta que
notó un ruido diferente en las dinamos. No fue un examen difícil al no estar
influido por la sospecha.
Los
deformados restos de Holroyd, que el electricista retiró de la máquina, fueron
rápidamente cubiertos por el portero con un mantel manchado de café. Alguien
tuvo la feliz ocurrencia de ir a buscar un médico. Lo que realmente preocupaba
al experto era poner de nuevo en funcionamiento la máquina, pues siete u ocho
trenes estaban parados en medio de los sofocantes túneles del ferrocarril
eléctrico. Así que hizo volver rápidamente al fogón a Azuma-zi, que estaba
respondiendo o equivocando las preguntas de la gente que por autoridad o
atrevimiento había entrado en el cobertizo. Por supuesto una muchedumbre se
congregó a las puertas del patio –en Londres, por razones desconocidas, siempre
hay una multitud rondando durante un día o dos junto al escenario de una muerte
repentina–, dos o tres reporteros se colaron de alguna forma en el cobertizo, y
uno llegó hasta Azuma-zi, pero el experto, que era también periodista
aficionado, los sacó de allí.
Luego
se llevaron el cadáver, y el interés de la gente desapareció con él. Azuma-zi
permaneció inmóvil y silencioso junto a su fogón viendo una y otra vez entre
los carbones una figura que se retorcía violentamente y luego se quedaba
quieta. Una hora después del asesinato cualquiera que entrara en el cobertizo
tendría la impresión de que allí nunca había pasado nada extraordinario. Poco
después, fisgando desde su rincón, el negro veía al Dios de las dinamos girar y
rotar junto a sus hermanos menores, y las ruedas motoras se movían con fuerza y
los pistones de vapor golpeaban con su ruido acostumbrado, exactamente igual
que al comienzo de la noche. Después de todo, desde el punto de vista mecánico
había sido un incidente de lo más insignificante, la simple desviación de una
corriente. Pero ahora la sólida corpulencia de Holroyd estaba reemplazada por
la delgada figura y la escasa sombra del director técnico que iba y venía por
la línea de luz sobre el suelo trepidante debajo de las correas entre los
motores y las dinamos.
–¿No
he servido a mi Señor? –susurró Azuma-zi desde la oscuridad, y la nota de la
gran dinamo sonó plena y clara.
Mientras
contemplaba el gran mecanismo rotatorio, la extraña fascinación que ejercía
sobre él, un tanto paralizada desde la muerte de Holroyd, volvía a adquirir
toda su fuerza. Jamás había visto Azuma-zi a un hombre asesinado tan rápida y
despiadadamente. La gran máquina rugiente había aniquilado a su víctima sin
vacilar un segundo en su golpear incesante. Ciertamente era un gran dios.
El
director técnico, ajeno a los pensamientos de Azuma-zi, estaba de pie dándole
la espalda. Su sombra se proyectaba sobre los pies del monstruo.
¿Estaba
el Dios de las dinamos todavía hambriento? Su servidor estaba dispuesto.
Azuma-zi
dio un cauteloso paso hacia adelante, luego se detuvo. El director técnico de
repente dejó de escribir, caminó por el cobertizo hasta el final de las dinamos
y comenzó a examinar las escobillas.
Azuma-zi
dudó un momento y luego se deslizó silenciosamente hasta la sombra junto al
interruptor. Allí esperó. Al poco tiempo se podían oír los pasos del director
técnico que volvía. Se detuvo en el mismo sitio que antes sin advertir al
fogonero, agazapado a tres metros de distancia. Entonces la gran dinamo silbó
de repente, y al instante, Azuma-zi se abalanzaba sobre él desde la oscuridad.
El
director técnico se vio agarrado y empujado hacia la gran dinamo. Pateando con
las rodillas y forzando con las manos la cabeza de su antagonista, logró
liberar la cintura y evitar la máquina con un balanceo. Luego el negro lo cogió
de nuevo, poniéndole la cabeza rizada contra el pecho, y estuvieron
tambaleándose y jadeando durante lo que pareció un siglo. A continuación el
director técnico se sintió impelido a colocar una oreja negra entre sus dientes
y morder furiosamente. El negro dio un grito espantoso.
Rodaron
por el suelo, y el negro, que aparentemente se había zafado de la maldad de los
dientes o desprendido de una oreja –el director técnico no sabía en aquel
momento cuál de las dos–, intentó estrangularlo. El director técnico estaba
haciendo vanos esfuerzos para coger algo con las manos y dar puntapiés, cuando
se oyó el grato sonido de rápidos pasos sobre el suelo. Al momento Azuma-zi lo
dejó y se precipitó hacia la gran dinamo. Hubo un chisporroteo en medio del
ruido.
El
empleado de la empresa que había entrado se quedó mirando cómo Azuma-zi cogía
con sus manos los terminales al descubierto, sufría una horrible convulsión y
luego colgaba inmóvil de la máquina con la cara violentamente deformada.
–Me
alegro muchísimo de que llegaras cuando lo hiciste –dijo el director técnico
todavía sentado en el suelo.
Miró
a la figura aún palpitante.
–No
es una muerte agradable, aparentemente, pero es rápida.
El
empleado todavía miraba fijamente el cadáver. Era un hombre de comprensión
lenta.
Hubo
una pausa.
El
director técnico se puso en pie torpemente. Se pasó los dedos por el cuello con
cuidado y movió la cabeza varias veces.
–¡Pobre
Holroyd! Ahora comprendo.
Luego,
casi mecánicamente, se dirigió al interruptor que estaba en la oscuridad y
volvió de nuevo la corriente al circuito del ferrocarril. Al hacerlo, el cuerpo
chamuscado se soltó de la máquina y cayó de cara hacia adelante. El cilindro de
la dinamo rugió alto y claro, y el inducido batió el aire.
Así
terminó prematuramente el culto al Dios de las dinamos, quizá la más efímera de
todas las religiones. A pesar de su brevedad también pudo vanagloriarse de al
menos un martirio y un sacrificio humano.
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