Stig Dagerman
En primer lugar le preguntaron
qué había sentido cuando apareció el verdugo en el vano de la puerta y, con ojos
chispeantes tras la ceñida máscara negra, le ordenó en voz baja que se preparara,
pero respondió que no lo recordaba porque en aquel mismo instante vio a su madre
sentada en la gradería, en medio de un nutrido grupo de periodistas que se abanicaban
con sus blocs de notas. Le preguntaron entonces qué había sentido cuando le vendaron
los ojos, cuando supo que su última visión del mundo iba a ser el suave terciopelo
negro de la venda. A eso respondió, tras dudarlo un poco, que por haber perdido
desde hacía tiempo el hábito de pensar otra cosa que no fueran efímeros pensamientos,
solo se había fijado en la sortija fría y afilada que llevaba el verdugo en uno
de sus dedos y que le había rozado la oreja en varias ocasiones antes de que la
venda le quedara firmemente atada. Prosiguió hablando sobre el intenso olor a serrín
que acto seguido, de improviso, inundó sus fosas nasales y le recordó el circo de
la infancia, sus payasos de rojo y verde, el estrépito a charanga de la banda de
música desde la pequeña tribuna y la joven y menuda amazona, famosa en la ciudad
por su belleza y su sífilis.
Entonces
le rogaron que no abundara en menudencias, sino que les contara lo que más le había
costado sobrellevar: si el guirigay que armaron los ayudantes del verdugo al preparar
la ejecución, barriendo los rastros del anterior ajusticiamiento con sus escobas
de acero, remachando con clavos las tablas del entarimado, etcétera; o el intenso
silencio que se produjo cuando todo estuvo listo y el verdugo le puso la mano en
el hombro para acompañarlo al patíbulo.
Después
de haberlo pensado más de lo que quiso aparentar, dijo que lógicamente había preferido
el mayor de los silencios, aunque apenas revistió mayor importancia para él, porque
ya se había apercibido, desde la primera semana en la cárcel, de la inmensidad del
silencio que preside la vida real, es decir, de la realidad de un océano de silencio
que envuelve al mundo, una superficie inmensa, plana e implacable, cuya quietud
solo puede ser alterada de vez en cuando por todos los ruidos del ser humano y la
naturaleza, como esos anillos concéntricos que provoca sobre la superficie del agua
el salto de un pez, leves anillos de agua y poco más. Pero añadió que tampoco quería
negar el hecho de haber sentido un instante de irritación en medio del silencio
total, no por motivo del silencio en sí, que a fin de cuentas era siempre el mismo,
sino por los ruidos que lo conturbaron. Él había permanecido a ciegas con la venda
puesta, totalmente indefenso al no poder devolver una sola mirada, y había oído
apagarse todos los murmullos de las gradas, declinar los cuchicheos, detenerse y
difuminarse los pasos por las paredes de la sala, incluso la pausa que hizo la pelota
de balonmano, cuyos sonoros rebotes se habían oído toda la mañana desde la cancha
de gimnasia que los carceleros tenían al otro lado del patio.
Fue
un insistente rumor desde lo más alto de la gradería lo que hizo que yo moviera
la cabeza entonces, dijo, giré la cabeza en vano puesto que no podía ver, pero aun
así fui capaz de columbrar, mediante alguna televisión del alma, lo que allí acontecía
y por mi cerebro desfilaron fugaces imágenes de periodistas que tomaban notas a
toda prisa, hojeaban sus blocs y restregaban sus lápices. Era un ruido al que también
me había acostumbrado desde hacía meses, dijo; incluso mi madre…
Entonces
le dijeron que no debía abundar en tanto detalle, porque lo esencial, no obstante,
era que ahora estaba vivo. Pero uno de los más impacientes del grupo, un mequetrefe
que tosía y llevaba grandes botas de agua y un abrigo largo de piel, le preguntó
con voz aflautada si era cierto que él ya había inclinado la cabeza cuando el verdugo
se sintió indispuesto.
A
eso ni siquiera respondió, y los que estaban más cerca notaron que clausuró el silencio
cerrando la boca con un fino trazo rojo y que empezó a tambalearse de inmediato,
hacia atrás y adelante, con oscilaciones cada vez mayores, como una persona afectada
de insolación. De súbito cayó de espaldas y se hundió en el fondo de una cuneta
llena de nieve, pero tuvo que haber recuperado la consciencia cuando se abalanzaron
hacia él y le sacaron la cabeza de la nieve, porque dijo varias veces entre susurros
que debían ayudarlo; tenían que ayudarlo, repitió, porque no había nadie que necesitara
tanta ayuda como él. Entonces todos pensaron que debía beber algo y lo sacaron de
la cuneta.
Alguien
trajo un coche y en su interior se acomodaron tantos como pudieron, partiendo luego
a gran velocidad y a lo largo de calles sumidas en la oscuridad. Uno de los hombres,
bien trajeados, que ocupaban el asiento delantero se volvió justo cuando pasaron
una farola, cuya luz fría atravesó la ventanilla, y le hizo gestos de ánimo. Él
trató de sonreír cortésmente, pero tenía rígidas las comisuras de los labios, se
le habían congelado.
–¿Adónde
vamos? –preguntó en voz tan queda que nadie le oyó.
Era
uno de esos coches grandes y negros, enamorados al parecer de los entierros. Las
sombras de esos hombrones de acharolada indumentaria que, con exagerada afectación
y elocuentes ademanes de duelo, se subían a ellos probablemente todas las mañanas
de los domingos, y que después, durante todo el trayecto hasta el cementerio, no
apartaban la vista de sus sombreros para poder llorar, sumieron el interior del
coche en la oscuridad, en una atmósfera tenebrosa y apenas respirable.
El
hombre del asiento delantero no le quitaba la vista de encima, se levantaba el gorro
de piel por encima de la frente y le dirigía una mirada infatigable aunque de embarazoso
poder testimonial. Los asientos desprendían un tufo a entierro y a cálidos lagrimones.
Él cerró los ojos y el roce de los zapatos de charol ahogó el zumbido leve y parejo
del motor del coche. Cuando volvió a levantar la vista, cansado y de vuelta de todo
lo ocurrido en veinticuatro horas, el hombre del asiento delantero seguía mirándole
de idéntico modo insistente.
–Qué
hermoso es ser libre –dijo el hombre del gorro de piel–, una sensación maravillosa,
¿verdad?
¿Hermoso
ser libre? ¿Maravillosa sensación? Trataba de hacerse sitio a codazos, pero estaba
atrapado en una jaula de carne, intentaba estirar las piernas pero se lo impedían
las anchas espaldas de un luchador. No era tan libre como para detener el coche
y abandonar a todos esos charlatanes curiosos y borrachos, o casi borrachos, y desaparecer
en medio de la nevada limpia y solitaria. Libre de un carcelero llamado Clarcson,
que en dos ocasiones entre la instrucción y la sentencia del caso le había animado
a escribir cartas a otro preso para luego denunciarlo y azotarlo con un látigo de
color marrón en los calabozos de la cárcel; libre de cuatro paredes grises y de
un techo azul y agrietado del que brotaban humedad y arañas imparablemente, pero
no se sentía libre entre ocho hombres que le arrimaban sus moles de carne y sus
abrigos en un coche negro. No obstante, sonrió de repente al hombre del gorro de
piel al tiempo que el coche aminoró la marcha; a la vista rotaba un disco de luz
sobre una pista de hielo azul, habían llegado a una pista de patinaje plagada de
fugaces sombras. Dios mío, pensó en una de esas ocurrencias ridículas, pero si estoy
libre, libre por primera vez en meses, simple y sorprendentemente libre, devuelto
a la vida tras una amenaza letal. Pero aun así le embargó una profunda desazón cuando
salió al frío y se vio rodeado del bullicioso grupo como si fuera una cuadrilla
de carceleros. Hablaban al mismo tiempo, a veces se quedaban en silencio: esperaban
a que él respondiera, pero en su soledad había perdido el hábito de las palabras
y le resultaba difícil entender lo que significaban cuando le hablaban deprisa y
en voz alta.
No
obstante, al cabo de caminar un rato llegaron a un edificio grande e iluminado,
oyó música y murmullo de conversaciones, mantenidas en voz queda, a través de las
altas puertas. Se apartó con cautela y entreabrió una puerta, y la gente que allí
había, la música, el calor y las pequeñas lámparas de mesa, las tersas servilletas,
la rutilante alfombra del piso y el verde destello de todas las botellas le hicieron
casi prorrumpir en llantos después de todo aquel tiempo de soledad y frío, de angustia
y tinieblas. Dio un brusco respingo cuando alguien, seguro que con ánimo protector,
le puso la mano en el hombro, sintió miedo y quiso apartarla, pero uno de los hombres
del coche le conminó a subir la escalera. Todo el grupo les siguió por una escalera
estrecha y alfombrada, como si se tratara de un cortejo nupcial en el que él y el
gordo que le acompañaba oficiaran de recién casados.
En
el rellano de la escalera, cuya pared estaba cubierta por un amplio espejo, les
recibió un jefe de sala alto y pálido, con una flor en el ojal que despedía un olor
fuerte y desagradable. El gordo le dijo algo al oído y el jefe de sala, sin manifestar
sus sentimientos, se inclinó ante el condenado a muerte y, como si nunca hubiera
hecho otra cosa en su vida, dijo de forma rápida y rutinaria:
–Una
salvación milagrosa. En verdad una salvación milagrosa.
Habían
reservado, al parecer, una sala con antelación, por lo que enseguida fueron conducidos
a una pequeña chambre séparée de iluminación amortiguada y de soberbios
cuadros en las paredes. Se oía levemente la música de la planta baja del restaurante.
Mientras tomaban asiento en torno a una mesa larga, la única de la sala, y una camarera
les atendía con una bandeja llena de copas y botellas, él sintió una punzada de
angustia al notar cómo se apoderaba del lugar un silencio esperanzador, una especie
de fluido de olor apenas perceptible. La camarera que le sirvió una copa de licor
verde, casi espeso, tenía ojos de luto que le escrutaban de forma extraña. Ella
derramó un poco de licor en la manga de su abrigo, pero no le pidió perdón, solo
le sonrió distante y suspicaz, como quien es testigo de un milagro que no puede
creer.
Lógicamente,
ella estaba al tanto de todo, y él solo esperaba que le preguntase lo mismo que
le preguntó una de las periodistas en la puerta de la cárcel, al ser puesto en libertad:
¿Es usted feliz ahora? Fueron las cuatro primeras palabras que oyó después de las
palabras del verdugo y del director de la cárcel. ¿Es usted feliz ahora? Tuvo que
pedirle que le repitiera la pregunta porque no había entendido a qué se refería.
Me refiero, dijo ella confusa, al tiempo que trazaba garabatos en su bloc de notas,
a si usted se siente bien después de todo lo ocurrido. Entonces se avergonzó por
haberla desconcertado y, ansioso de reparación, le pidió que comunicara a su periódico
que él, sin duda, era ahora el más feliz de todos, pero tenían que entender que
las adversidades habían sido grandes y también se sentía muy cansado. Bebió un sorbo
para probar y el fuerte licor le recorrió el cuerpo como un incendio, y al beberlo
por segunda vez notó cómo su cansancio, que con anterioridad solo le había irritado,
se transformaba en una grata y cálida sensación, como si estuviese tumbado en un
gran sofá a punto de quedarse dormido. Entonces, alguien al extremo superior de
la mesa brindó por él, y al levantar la vista, sorprendido y afectado por ser molestado,
se encontró con la mirada fija y obsesiva del hombre del coche; sin el gorro de
piel su frente era una roca caliza que se difuminaba entre humos.
Cuando
volvió a beber, ciertos contornos, que antes aparecieron nítidamente perfilados,
empezaban ahora a difuminarse y le hicieron sospechar, no del licor, no de sus ojos,
sino de la realidad misma que le rodeaba. Se concentró y trató de pensar clara y
fríamente. Observó cosas y objetos que antes no había visto: el emplazamiento en
torno a la mesa, por ejemplo, era extraño e inquietante. Enfrente de él, al otro
extremo de la mesa, se sentaba el gordo en un sillón de altos brazos. Como un juez,
pensó, exactamente como un juez; y a los lados de la mesa se sentaban sus consejeros,
repicando meditabundos en los tallos de las copas o echando rápidas ojeadas, acechantes
miradas, al acusado, a él mismo.
Cuando
más tarde prosiguieron haciéndole preguntas, sus respuestas adquirieron cierto tono
de suspicacia y obcecación, un tono que no había exhibido antes, cuando fueron a
esperarlo, por curiosidad, a la puerta de la cárcel, y que ahora hallaban tan inmotivado
como impropio.
La
puerta a su espalda estaba cerrada a cal y canto y había desaparecido la pálida
camarera, dejó de oírse la música de la planta baja, enmudecieron los pasos que
hasta hacía un minuto habían resonado alegremente en la escalera. Debía reinar un
silencio así hasta que empezara el interrogatorio, hasta que el juez apartara la
copa de los labios, hasta que él mismo empezara a defenderse de lo que ignoraba.
–Y
bien –dijo alguien al cabo–, ¿qué se siente en realidad cuando un inocente es declarado
culpable y condenado a muerte sin poder mover un dedo para probar lo contrario?
–Nada
especial –repuso él–, pasado un rato uno se siente como siempre.
Nadie
pareció entenderlo, ya que le habían preguntado si el sentimiento de impotencia
ante la crueldad de la justicia le había hecho sentir despecho y ánimo justiciero,
pero contestó que ciertamente se había sentido indignado en los primeros momentos,
aunque no por la injusticia de la acusación, sino por el trato inicuo que recibió
en la cárcel, en su aspecto puramente físico. Las cartas que había escrito a un
compañero de trena, de las que tanto revuelo había hecho la prensa, no contenían
nada, en modo alguno, sobre el delito, sino que estaban dirigidas a interesar al
susodicho en una huelga de hambre que se proponía mejorar el régimen de comidas
de la cárcel.
–Pero
usted tuvo que haber reaccionado sin duda con odio y aversión –dijo el gordo casi
con encono–, usted tuvo que sentirse muy indignado de que le imputaran tamaña injusticia,
precisamente a usted, al inocente en vez de al culpable, al supuesto asesino en
vez de al verdadero.
Entonces
él pidió responder con otra pregunta. Les preguntó si alguno de ellos había sentido
compasión de él durante el tiempo en que estuvo inculpado por el asesinato de su
esposa. A regañadientes tuvieron que admitir que lógicamente no habían sentido ninguna
compasión, ya que el crimen había estado revestido de una crueldad abominable y
carecía de toda circunstancia atenuante. Uno de ellos, sin embargo, dijo que él
había sido capaz de sentir compasión, porque partía del supuesto de que toda actuación
criminal tiene sus raíces en el sufrimiento, pero no antes, lógicamente, de que
el delito fuera expiado. Entonces les preguntó si ahora estaban dispuestos a sentir
compasión por los agravios que le habían sido infligidos en la cárcel. Le respondieron
que podía estar seguro de su mayor compasión, que harían por él todo lo que les
exigiera, porque sus padecimientos les habían indignado profundamente.
Entonces
les preguntó con deje fuertemente irritado qué clase de personas eran en realidad.
–¿Cómo?
–respondieron soliviantados ante su descaro–, ¿a qué se refiere?, ¿qué tiene que
ver con nosotros? ¡Díganos de inmediato a qué se refiere!
–Bien
–dijo–, quiero decir: ¿qué clase de personas son ustedes? En un instante odian y
detestan a uno, al siguiente derraman sobre él su compasión sin que el sujeto haya
sufrido cambio alguno, sin que le haya ocurrido nada que motive una reconsideración.
¿Cómo podría confiar en su misericordia cuando ni siquiera puedo fiarme de su inmisericordia?
Le
impugnaron el argumento con vehemencia. Era cierto y manifiesto que él no había
cambiado, había sido inocente todo el tiempo, pero debía considerar que al principio
todas las pruebas le vinculaban aparentemente y le señalaban sin más como culpable
del delito. Entonces les preguntó cómo podían haber estado tan seguros de que fuera
cierto y exacto lo que la policía había dicho a la prensa, a lo que respondieron
que tuvieron que suponerlo, que uno de los pilares del estado de derecho se basa
en la confianza debida a las declaraciones de la autoridad sobre la culpabilidad
de los acusados.
Entonces
se indignó de golpe, arrojó la copa contra la mesa y rompió su tallo, corrió el
licor por el costoso mantel dejando una mancha en forma de ojo, el sofoco se le
subió al rostro y sintió en aumento la fiebre de su cuerpo.
–Puedo
prescindir de vuestra misericordia –dijo con dureza–, no la necesito para nada.
Durante la segunda semana en la cárcel caí en la cuenta de que la compasión, en
realidad, solo sirve para hacer más difícil la vida y, sobre todo, más difícil la
muerte. He aprendido a prescindir de todo, porque he estado en un lugar donde hay
que prescindir de todo, donde la esperanza no sirve de nada. He estado en un sitio
donde la vida aparece como una cadena de errores, malentendidos acerca de lo que
debiera haber hecho y dejado de hacer. He aprendido que no sirve de nada maldecir,
indignarse, amenazar, porque todo tiene su lógica y nada puede ser alterado. Cuando
les señalo su inmisericordia, no lo hago porque crea necesario cambiarles, sino
porque ustedes no parecen aún entender nada de mi situación. Ustedes no tienen ni
idea de lo que significa haber sido condenado a muerte. Ustedes no parecen entender
que incluso la existencia de un condenado a muerte tiene que tener un fundamento,
un colchón de principios y decisiones sobre el cual descansar al igual que todas
las demás existencias. Ustedes creen que un inocente condenado a muerte es diferente
a un condenado a muerte sin más, si acaso una especie de condenado a muerte más
distinguido, pero no es así porque en ambos casos se trata del mismo hacha, la inmisericordia
del verdugo se aplica tanto a uno como a otro, porque a los ojos del mundo el uno
es tan culpable como el otro.
Cada
vez más borracho, el gordo que presidía la mesa, cuya frente de piedra iba adquiriendo
vetas rojas, le preguntó si a pesar de todo no debía sentirse agradecido de haberse
librado de una muerte segura, era indiscutible que a esta hora podía haber sido
ejecutado de no haber mediado el milagro.
–¿Agradecido
a quién? –preguntó mientras oía que alguien entraba en la sala y se quedaba a su
espalda–. ¡No a ustedes, porque su idea era descubrir mi inocencia una hora después,
cuando ya fuese demasiado tarde! A la suerte, que es la que ciertamente me salvó,
no le puedo agradecer nada, porque la suerte es ciega y no entiende de agradecimientos.
Le
pidieron que se explicara y, mientras la mujer recién llegada se sentaba a su lado,
dijo que quizá no pudieran entenderle, pero que en todo caso la cuestión se reducía
a que el azar le había arrojado de una existencia segura, la de un condenado a muerte,
a otra existencia de la cual no sabía absolutamente nada.
–Segura
y estable –añadió–, porque se erige sobre la certeza de la impiedad de ustedes y
del mundo, sobre la certeza de que a uno no le condenan a morir o a vivir en virtud
de sus actos, sino por la percepción que otros tienen de esos mismos actos.
Por
ello –trataba de explicarles– no deberían sentirse indignados por la frialdad que
él había exhibido ante el hecho de ser devuelto a la vida, siendo precisamente esa
frialdad la base más sólida de la justicia.
Sin
embargo todos habían bebido mucho, y para ahuyentar la desagradable deriva de una
velada iniciada de forma tan cordial intentaron consolarlo y, sobre todo, consolarse
a sí mismos, confiando en que su congoja fuese pasajera, y el gordo declaró que
todos entendían su situación: había pasado un mal trago en la cárcel, tanto atormentado
por las tribulaciones de la vida carcelaria como por la conciencia del lamentable
destino de su esposa, y por el dato, igualmente lamentable, de que el hombre a quien
él consideraba su mejor amigo fuese el amante y asesino de su esposa. Tan execrables
contingencias podían volver loco a cualquiera, pero aquella noche lo habían llevado
allí para consolarlo, y qué mejor consuelo que un buen vaso de vino en compañía
de amigos, o aún más, prosiguió el gordo en clave retórica, en compañía de una joven
mujer guapa que en persona reunía las cualidades de bálsamo y amante.
El
condenado a muerte miró entonces con curiosidad a la mujer que se sentaba a su lado,
ella lo tomó como un aliciente y le echó su fofo brazo al cuello. Sus labios eran
carnosos, rojos y húmedos como frambuesas recién rociadas por la lluvia. Hacía mucho
tiempo que no veía unos labios así y no podía apartar la vista de ellos, y de sopetón
le dio un beso que, aunque leve y ligero, todos vieron.
Dentro
de la chambre séparée había una chambre intime, una delicada lucecita
conducía allí. Incitado por las risas y las bromas de los demás a costa del beso,
se levantó y sintió la grata penumbra que envolvía todo, se avergonzó de los hirientes
pensamientos que acababa de tener y le pareció que un manto cálido cubría un mundo
de espinas. Ella llevaba la llave de la puerta en un lazo rojo colgado del cuello
y nada más entrar encendió una lámpara de pared y cerró la puerta. Era un curioso
cuarto con un amplio diván y una gruesa alfombra roja en el suelo. La mujer se sentó
en el diván y encendió meditabunda un pitillo sin que él se decidiera a entrar.
Se
quedó de espaldas contra la puerta, conturbado por algún espantoso detalle del cuarto,
algo impropio había en el cuarto y mientras seguía ignorándolo una deslumbrante
cuña de terror invadió su ánimo embriagado; y después supo lo que era: el cuarto
carecía de ventanas, estaba encerrado en una celda oscura, no podía salir, no había
ninguna abertura por la que arrojarse. Fuera del cuarto murmuraban, hojeaban periódicos,
podía imaginarse cómo desplegaban sus periódicos sobre la mesa y con ojos como platos
absorbían todos los detalles sensacionalistas del caso.
Primero
los titulares:
EL
DESMAYO DEL VERDUGO SALVÓ
AL
INOCENTE CONDENADO A MUERTE.
Y
luego los subtítulos:
Sensacional
desenlace del crimen de la mujer casada.
Hallado
culpable su amante.
–¿Por
qué no hay ninguna ventana en este cuarto? –preguntó sin moverse de la puerta.
–Aquí
no hace falta ninguna ventana –dijo ella, y siguió fumando tranquilamente–, aquí
nunca pasamos mucho tiempo.
Entonces
fue presa de un miedo feroz, le pareció que las paredes se contraían hasta asfixiarlo,
que el techo blanco descendía y la alfombra roja ascendía.
–¿Qué
hacemos aquí encerrados? –dijo–, ven aquí y abre la puerta.
–No
seas tonto –respondió ella, y se acurrucó en el diván–. Ven aquí y bésame, ya verás
qué bien vas a sentirte.
¿Es
que no estaba el techo plagado de arañas? ¿Es que no latían extraños golpes en todo
el edificio? ¿Es que no se oían los hirientes gritos del calabozo?
–No
quiero besarte –dijo él–, ¿sabes por qué lo hice hace un rato? Pues bien, porque,
ante la posibilidad de echar a perder mis labios para siempre, fui presa de un desaforado
anhelo de besar y tuve que arrastrarme por la celda besando las paredes, imaginando
que eran bocas de mujer, comprendes, y maldije todas las ocasiones de mi vida anterior
en que por pura negligencia me quedé sin besos. Todas esas ocasiones perdidas acudían
a mí durante las noches, y tuve que morderme los labios hasta hacerlos sangrar,
y los carceleros me decían que no debía ensuciar las paredes de la celda de esa
manera. De idéntica manera, durante uno de los últimos días anteriores a la ejecución,
fui presa de unas ganas ridículas de tirarme y revolcarme en la nieve. Recordé con
agrado todas las veces que me había revolcado en la nieve y maldije todas las veces
que no lo hice. Lo primero que hice esta tarde, al salir de la cárcel, fue tirarme
de bruces a un montón de nieve.
–¿Le
gustó hacerlo?
Respondió
entonces que fue una gran decepción, ya que la conciencia de que nunca más vería
la nieve le había hecho idealizar tanto esa experiencia que ahora no le era posible
obtener algún gozo de ella.
–Quizá
sea yo también una decepción –le preguntó ella, pero a eso no respondió en el acto
porque oía angustiado las voces de fuera, los murmullos le azotaban como latigazos,
pero de golpe gritó:
–¡Déjelo
estar! Para usted soy un caso perdido, o ¿es que no lo entiende? Yo había aceptado
mi condición. No se puede ser condenado a muerte de día y condenado a vida de noche.
No se puede cambiar, como quien cambia de traje, la existencia cierta del condenado
a muerte por la existencia incierta del condenado a vida.
Pero
no era eso lo que quería decirle a ella, cuya blusa rosa aparecía ahora como un
islote abandonado en medio de la alfombra. Se trataba de su manera de desnudarse:
él permaneció inmóvil, apenas respirando, la miró boquiabierto hasta que fuese su
esposa la que se sentaba en la cama aquella noche a la vuelta de un largo viaje,
sentada en la cama frente a él, desnudándose para él –no, no para él, para otro–,
sus movimientos eran distintos, ya lo advirtió entonces; y lo entendió mejor después,
los terribles días anteriores a haberlo aceptado, estando él en su celda, bajo un
rayo de luna, y ella sentada en su litera, desnudándose como antes, y le soltó todo
lo que sabía hasta que llegaron corriendo por la galería con sus escandalosas llaves.
De
repente, la mujer de los labios rojos notó cómo se le acercaba lentamente sobre
la mullida alfombra y cuando el vestido negro quedó petrificado a la altura de sus
caderas vio con ojos desorbitados que las manos de él eran como cuchillos.
Después,
cuando ellos echaron la puerta abajo y lo tuvieron bien amordazado y todos se dirigieron
al vestíbulo para recoger sus ropas de abrigo, él, desconcertado, quiso escuchar
la música pero entonces tuvo que haber dejado de sonar. El pálido jefe de sala estaba
junto a la puerta y hacía frías reverencias sin expresar lo que sentía, tenía que
haber pasado un buen rato fuera porque su flor se había congelado y había dejado
de oler.
Salieron
a la noche fría y despejada, con estrellas como agujas de hielo, los ocho hombres
le rodearon para que no tuviera frío. La pista de patinaje estaba desierta bajo
el disco de luz. Un guante de niño colgaba de un larguero de la cerca como un gorrión
muerto. El coche negro se acercó cabeceando hasta ellos con el motor apagado. Cuando
lo metieron en el asiento trasero pensó: este tipo de coches parece amar entierros.
Pasaron despacio junto a un lateral de la pista de patinaje, nadie pronunció una
sola palabra, el chófer parecía muy seguro del destino, como si hubieran reservado
la carrera con años de antelación. Dejaron atrás la pista de patinaje y se internaron
por una carretera cubierta de nieve. Contempló las espaldas anchas y protectoras
que tenía delante de él y sintió sus musculosos antebrazos apretarle el cuerpo.
Cerró los ojos a los árboles congelados que iluminaba la luz dorada de los faros
y entonces pudo ver a los parientes que visitaban los domingos a sus muertos: gruesos
hombres con caras coloradas y bombines, agachándose exageradamente para entrar en
el coche y luego permanecer sentados todo el camino, mirando sus sombreros, sobando
sus forros en vez de llorar. Los asientos desprendían un olor a flores de entierro
y lágrimas muertas.
–Aquí
hay un sombrero de copa –dijo, y trató de agacharse–, un sombrero de copa y un ramillete
de flores.
Pasaron
por un puente, grandes piedras negras dormían sin ningún sentido entre el hielo
cubierto de nieve.
–No
lo intente –le dijeron, y estrecharon en torno suyo el cerco de carne cada vez más
próximo–, no lo intente con nosotros.
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