Jules Renard
La vieja es vieja y avara;
el viejo es aún más viejo y más avaro. Pero ambos temen por igual a los ladrones.
A cada instante del día se preguntan:
–¿Tienes
tú la llave del armario?
–Sí.
Eso
los tranquiliza un poco. Guardan la llave alternativamente y llegan a desconfiar
el uno de la otra. La vieja la esconde principalmente en el pecho, entre la camisa
y la piel. ¡Cuántas cosas no desata para poder introducirla en las fundas de sus
senos inútiles!
El
viejo la esconde unas veces en los bolsillos abotonados del pantalón y otras en
los del chaleco, medio cosidos, que palpa con frecuencia. Pero al final, esos escondites
que son siempre los mismos les han parecido cada vez menos seguros, y él acaba de
encontrar un nuevo escondite del que se siente satisfecho.
La
vieja le pregunta como de costumbre:
–¿Tienes
tú la llave del armario?
El
viejo no responde.
–¿Estás
sordo?
El
viejo hace gesto de que no está sordo.
–¿Se
te ha perdido la lengua? –dice la vieja.
Lo
mira inquieta. Tiene los labios cerrados y las mejillas hinchadas. Sin embargo,
su expresión no es la de un hombre que se hubiera quedado mudo de repente, y sus
ojos expresan más picardía que espanto.
–¿Dónde
está la llave? –dice la vieja–; ahora me toca guardarla a mí.
El
viejo sigue moviendo la cabeza con aire satisfecho, con las mejillas a punto de
reventar.
La
vieja comprende. Se lanza con agilidad, agarra por la nariz al viejo, le abre por
la fuerza –con riesgo de que la muerda– la boca de par en par, introduce en ella
los cinco dedos de su mano derecha y saca la llave del armario.
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