Horacio Quiroga
¡Preso y en vísperas de ser fusilado!…
¡Bah! Siento, sí, y me duele en el alma este estúpido desenlace; pero juro ante
Dios que haría saltar de nuevo el coche si el gerente estuviese dentro. ¡Qué caída!
Salió como de una honda de la plataforma y se estrelló contra la victoria. ¡Qué
le costaba, digo yo, haber sido un poco más atento, nada más! Sobre todo, bien sabía
que yo era algo más que un simple motorman, y esta sola consideración debiera
haberle parecido de sobra.
Ya desde el primer día
que entré noté que mi cara no le gustaba.
–¿Qué es usted? –me
preguntó.
–Motorman –respondí
sorprendido.
–No, no –agregó impaciente–,
ya sé. Las tarjetas estas hablan de su instrucción: ¿qué es?
Le dije lo que era.
Me examinó de nuevo, sobre todo mi ropa, bien vieja ya. Llamó al jefe de tráfico.
–Está bien; pase adentro
y entérese.
¿Cómo es posible que
desde ese día no le tuviera odio? ¡Mi ropa!… Pero tenía razón al fin y al cabo,
y la vergüenza de mí mismo exageraba todavía esa falsa humillación.
Pasé el primer mes entregado
a mi conmutador, lleno de una gran fiebre de trabajo, cuya inferioridad exaltaba
mi propia honradez. Por eso estaba contento.
¡El gerente! Tengo todavía
sus muecas en los ojos.
Una mañana a las 4 falté.
Había pasado la noche enfermo, borracho, qué sé yo. Pero falté. A las 8, cuando
fui llamado al escritorio, el gerente escribía: sintió bien que yo estaba allí,
pero no hizo ningún movimiento. Al cabo de diez minutos me vio –¡cómo lo veo yo
ahora!– y me reconoció.
–¿Qué desea? –comenzó
extrañado. Pero tuvo vergüenza y continuó:– ¡Ah! sí, ya sé.
Bajó de nuevo la cabeza
con sus cartas. Al rato me dijo tranquilamente:
–Merece una suspensión;
pero como no nos gustan empleados como usted venga a las diez. Puede irse.
Volví a las diez y fui
despedido. Alguna vez encontré al gerente y lo miré de tal modo, que a su vez me
clavó los ojos, pero me conoció otra vez –¡maldito sea!–, y volvió la vista con
indiferencia. ¿Qué era yo para él? Pero a su vez, ¿qué me hallaba en la cara para
odiarme así?
Un día que estaba lleno
de humanidad, con una clara concepción de los defectos –perdonables por lo tanto–
de todo el mundo, y sobre todo de los míos, vencí mis quisquillosidades vanidosas
e hice que el jefe de tráfico interviniera en lo posible con el gerente respecto
a mí.
El jefe me quería, y
pasé toda la mañana contento. Pero tuve que perder toda esperanza. Entre otros motivos,
parece que no quería gente instruida para empleados.
¡Bien seguro estaba
del gerente! Eso era perfectamente suyo.
En ese momento vi de
golpe todo lo que pasó después. La facilidad de hacerlo, la disparada y el gerente
dentro. Vi las personas también, vi todo lo horrible de la cosa… ¡Qué diablo! ¡Ya
ha pasado año y medio, y si entonces no me enternecí, no lo voy a hacer ahora, en
víspera de ser fusilado!
Pasé el mes siguiente
a mi rechazo en la más grande necesidad. Llevé no obstante una vida ejemplar, visitando
a menudo aquella persona que me había dado su alta recomendación para la compañía.
Le hablaba calurosamente del trabajo regenerador, de la noble conformidad con todo
esfuerzo, hecho valientemente y al sol, de mi vida frustrada, de mi exoficio de
motorman, tan querido. ¡Si pudiera de nuevo volver a eso! Tan bien hablé,
que esa misma persona se interesó efusivamente y obtuve de nuevo la plaza. El gerente
no quiso ni verme en el escritorio. Y yo, ¡qué tranquilidad gocé desde entonces!
¡qué restregones de manos me daba a solas!
Pero el gerente no quería
subir a mi coche. Hasta que una mañana subió, a las nueve y media en punto. Emprendimos
tranquilamente el viaje. Tenía tan clara la cabeza que logré todas las veces detener
el coche en la esquina justa; esto me alegró. Al entrar en Reconquista, recorrí
inquieto toda la calle a lo largo; nada. En Lavalle abrí el freno, pero tuve que
cerrarlo en seguida: había demasiados carruajes, y era indispensable que hubiera
pocos, por lo menos durante la primera cuadra de corrida. Al llegar a Cuyo vi el
camino libre hasta Cangallo; abrí completamente el conmutador y el coche se lanzó
con un salto adelante. Ya estaba todo hecho. Volví la cabeza, algunos pasajeros
inquietos, inclinados hacia adelante, se levantaban ya. Saqué la llave, calcé el
freno y me lancé a la vereda. El coche siguió zumbando, lleno de gritos que no cesaron
más. Pero en seguida, noté mi olvido terrible; me había olvidado del troley. ¿Se
acordaría el guarda o algún pasajero? Seguí ansioso la disparada. Vi que en Cangallo
alcanzó las ruedas traseras de una victoria y la hizo saltar a diez metros, con
los caballos al aire. Desde donde yo estaba se oía entre el clamor el zumbido agudo
del coche, hamacándose horriblemente. La gente corría por las veredas dando gritos.
En Piedad deshizo a un automóvil que no tuvo tiempo de cruzar. Siguió arrollando
la calle como un monstruo desatado, y en un momento estuvo en Rivadavia. Entonces
se sintió claro el clamor: ¡la curva! ¡la curva! Vi todos los brazos desesperados
en el aire. Pero no había nada que hacer. Devoró la media cuadra y entró en la curva
como un rayo.
¿Qué más? Aunque un
poco tarde, el guarda se acordó del troley; pero no pudo abrirse camino entre la
desesperación de todos. Había dentro treinta personas, entre ellas ocho criaturas.
Ni una se salvó. La cosa es horrible, sin duda, pero a mi vez mañana a las cuatro
y media seré fusilado, y esto es un consuelo para todos.
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