Armando Palacio Valdés
El coronel Toledano, por
mal nombre Polifemo, era un hombre feroz, que gastaba levita larga, pantalón de
cuadros y sombrero de copa de alas anchurosas, reviradas; de estatura gigantesca,
paso rígido, imponente; enormes bigotes blancos, voz de trueno y corazón de bronce.
Pero aun más que esto, infundía pavor y grima la mirada torva, sedienta de sangre,
de su ojo único. El coronel era tuerto. En la guerra de África había dado muerte
a muchísimos moros, y se había gozado en arrancarles las entrañas aún palpitantes.
Esto creíamos al menos ciegamente todos los chicos que al salir de la escuela íbamos
a jugar al parque de San Francisco, en la muy noble y heroica ciudad de Oviedo.
Por
allí paseaba también metódicamente los días claros, de doce a dos de la tarde, el
implacable guerrero. Desde muy lejos columbrábamos entre los árboles su arrogante
figura que infundía espanto en nuestros infantiles corazones; y cuando no, escuchábamos
su voz fragorosa, resonando entre el follaje como un torrente que se despeña.
El
coronel era sordo también, y no podía hablar sino a gritos.
–Voy
a comunicarle a usted un secreto –decía a cualquiera que le acompañase en el paseo–.
Mi sobrina Jacinta no quiere casarse con el chico de Navarrete.
Y
de este secreto se enteraban cuantos se hallasen a doscientos pasos en redondo.
Paseaba
generalmente solo; pero cuando algún amigo se acercaba, hallábalo propicio. Quizás
aceptase de buen grado la compañía por tener ocasión de abrir el odre donde guardaba
aprisionada su voz potente. Lo cierto es que cuando tenía interlocutor, el parque
de San Francisco se estremecía. No era ya un paseo público; entraba en los dominios
exclusivos del coronel. El gorjeo de los pájaros, el susurro del viento y el dulce
murmurar de las fuentes, todo callaba. No se oía más que el grito imperativo, autoritario,
severo, del guerrero de África. De tal modo, que el clérigo que lo acompañaba a
tal hora, sólo algunos clérigos acostumbraban a pasear por el parque, parecía estar
allí únicamente para abrir, ahora uno, después otro, todos los registros que la
voz del coronel poseía. ¡Cuántas veces, oyendo aquellos gritos terribles, fragorosos;
viendo su ademán airado y su ojo encendido, pensamos que iba a arrojarse sobre el
desgraciado sacerdote que había tenido la imprevisión de acercarse a él!
Este
hombre pavoroso tenía un sobrino de ocho o diez años, como nosotros. ¡Desdichado!
No podíamos verle en el paseo sin sentir hacia él compasión infinita. Andando el
tiempo he visto a un domador de fieras introducir un cordero en la jaula del león.
Tal impresión me produjo, como la de Gasparito Toledano paseando con su tío. No
entendíamos cómo aquel infeliz muchacho podía conservar el apetito y desempeñar
regularmente sus funciones vitales, cómo no enfermaba del corazón o moría consumido
por una fiebre lenta. Si transcurrían algunos días sin que apareciese por el parque,
la misma duda agitaba nuestros corazones. “¿Se lo habrá merendado ya?” Y cuando
al cabo lo hallábamos sano y salvo en cualquier sitio, experimentábamos a la par
sorpresa y consuelo. Pero estábamos seguros de que un día u otro concluiría por
ser víctima de algún capricho sanguinario de Polifemo.
Lo
raro del caso era que Gasparito no ofrecía en su rostro vivaracho aquellos signos
de terror y abatimiento, que debían ser los únicos en él impresos. Al contrario,
brillaba constantemente en sus ojos una alegría cordial que nos dejaba estupefactos.
Cuando iba con su tío, marchaba con la mayor soltura, sonriente, feliz, brincando
unas veces, otras compasadamente, llegando su audacia o su inocencia hasta hacernos
muecas a espaldas de él. Nos causaba el mismo efecto angustioso que si le viésemos
bailar sobre la flecha de la torre de la catedral. “¡Gaspaar!” El aire vibraba y
transmitía aquel bramido a los confines del paseo. A nadie de los que allí estábamos
nos quedaba el color entero. Sólo Gasparito atendía como si le llamase una sirena.
“¿Qué quiere usted, tío?” Y venía hacia él ejecutando algún paso de baile.
Además
de este sobrino, el monstruo era poseedor de un perro que debía de vivir en la misma
infelicidad, aunque tampoco lo parecía. Era un hermoso danés, de color azulado,
grande, suelto, vigoroso, que respondía por el nombre de “Muley”, en recuerdo sin
duda de algún moro infeliz sacrificado por su amo. El “Muley”, como Gasparito, vivía
en poder de Polifemo lo mismo que en el regazo de una odalisca. Gracioso, juguetón,
campechano, incapaz de falsía, era, sin ofender a nadie, el perro menos espantadizo
y más tratable de cuantos he conocido en mi vida.
Con
estas partes no es milagro que todos los chicos estuviésemos prendados de él. Siempre
que era posible hacerlo, sin peligro de que el coronel lo advirtiese, nos disputábamos
el honor de regalarle con pan, bizcocho, queso y otras golosinas que nuestras mamás
nos daban para merendar. El “Muley” lo aceptaba todo con fingido regocijo, y nos
daba muestras inequívocas de simpatía y reconocimiento. Mas a fin de que se vea
hasta qué punto eran nobles y desinteresados los sentimientos de este memorable
can, y para que sirva de ejemplo perdurable a perros y hombres, diré que no mostraba
más afecto a quien más le regalaba. Solía jugar con nosotros algunas veces (en provincias,
y en aquel tiempo, entre los niños no existían clases sociales) un pobrecito hospiciano
llamado Andrés, que nada podía darle, porque nada tenía. Pues bien, las preferencias
de “.Muley” estaban por él. Los rabotazos más vivos, las carocas más subidas y vehementes
a él se consagraban, en menoscabo de los demás. ¡Qué ejemplo para cualquier diputado
de la mayoría!
¿Adivinaba
el “Muley” que aquel niño desvalido, siempre silencioso y triste, necesitaba más
de su cariño que nosotros? Lo ignoro; pero así parecería serlo.
Por
su parte, Andresito había llegado a concebir una verdadera pasión por este animal.
Cuando nos hallábamos jugando en lo más alto del parque al marro o a las chapas,
y se presentaba por allí de improviso el “Muley”, ya se sabía, llamaba aparte a
Andresito, y se entretenía con él largo rato, como si tuviera que comunicarle algún
secreto. La silueta colosal de Polifemo se columbraba allá entre los árboles.
Pero
estas entrevistas rápidas y llenas de zozobra fueron sabiéndole a poco al hospiciano.
Como un verdadero enamorado, ansiaba disfrutar de la presencia de su ídolo largo
rato y a solas.
Por
eso una tarde, con osadía increíble, se llevó en presencia nuestra el perro hasta
el Hospicio, como en Oviedo se denomina la Inclusa, y no volvió hasta el cabo de
una hora. Venía radiante de dicha. El “Muley” parecía también satisfechísimo. Por
fortuna, el coronel aún no se había ido del paseo ni advirtió la deserción de su
perro.
Repitiéronse
una tarde y otra tales escapatorias. La amistad de Andresito y “Muley” se iba consolidando.
Andresito no hubiera vacilado en dar su vida por el “Muley”. Si la ocasión se presentase,
seguro estoy de que éste no sería menos.
Pero
aún no estaba contento el hospiciano. En su mente germinó la idea de llevarse el
“Muley” a dormir con él a la Inclusa. Como ayudante que era del cocinero, dormía
en uno de los corredores, al lado del cuarto de éste, en un jergón fementido de
hoja de maíz. Una tarde condujo el perro al Hospicio y no volvió. ¡Qué noche deliciosa
para el desgraciado! No había sentido en su vida otras caricias que las del “Muley”.
Los maestros primero, el cocinero después, le habían hablado siempre con el látigo
en la mano. Durmieron abrazados como dos novios. Allá al amanecer, el niño sintió
el escozor de un palo que el cocinero le había dado en la espalda la tarde anterior.
Se despojó de la camisa:
–Mira,
“Muley” –dijo en voz baja mostrándole el cardenal.
El
perro, más compasivo que el hombre, lamió su carne amoratada.
Luego
que abrieron las puertas lo soltó. El “Muley” corrió a casa de su dueño; pero a
la tarde ya estaba en el parque dispuesto a seguir a Andresito. Volvieron a dormir
juntos aquella noche, y la siguiente, y la otra también. Pero la dicha es breve
en este mundo. Andresito era feliz al borde de una sima.
Una
tarde, hallándonos todos en apretado grupo jugando a los botones, oímos detrás algo
como dos formidables estampidos:
–¡Alto!
¡Alto!
Todas
las cabezas se volvieron como movidas por un resorte. Frente a nosotros se alzaba
la talla ciclópea del coronel Toledano.
–¿Quién
de vosotros es el pilluelo que secuestra mi perro todas las noches, vamos a ver?
Silencio
sepulcral en la asamblea. El terror nos tiene clavados, rígidos, como si fuéramos
de palo.
Otra
vez sonó la trompeta del juicio final.
–¿Quién
es el secuestrador? ¿Quién es el bandido? ¿Quién es el miserable ladrón…?
El
ojo ardiente de Polifemo nos devoraba a uno en pos de otro. El “Muley”, que le acompañaba,
nos miraba también con los suyos, leales, inocentes, y movía el rabo vertiginosamente
en señal de gran inquietud.
Entonces
Andresito, más pálido que la cera, adelantó un paso, y dijo:
–No
culpe a nadie, señor. Yo he sido.
–¿Cómo?
–Que
he sido yo –repitió el chico en voz más alta.
–¡Hola!
¡Has sido tú! –dijo el coronel sonriendo ferozmente–. ¿Y tú no sabes a quién pertenece
este perro?
Andresito
permaneció mudo.
–¿No
sabes de quién es? –volvió a preguntar a grandes gritos. –Sí, señor.
–¿Cómo…?
Habla más alto.
Y
se ponía la mano en la oreja para reforzar su pabellón.
–Que
sí, señor.
–¿De
quién es, vamos a ver?
–Del
señor Polifemo.
Cerré
los ojos. Creo que mis compañeros debieron hacer otro tanto.
Cuando
los abrí, pensé que Andresito estaría ya borrado del libro de los vivos. No fue
así, por fortuna. El coronel lo miraba fijamente, con más curiosidad que cólera.
–¿Y
por qué te lo llevas?
–Porque
es mi amigo y me quiere –dijo el niño con voz firme.
El
coronel volvió a mirarlo fijamente.
–Está
bien –dijo al cabo–. ¡Pues cuidado conque otra vez te lo lleves! Si lo haces, ten
por seguro que te arranco las orejas.
Y
giró majestuosamente sobre los talones. Pero antes de dar un paso se llevó la mano
al chaleco, sacó una moneda de medio duro, y dijo volviéndose hacia él:
–Toma,
guárdatelo para dulces. ¡Pero cuidado con que vuelvas a secuestrar al perro! ¡Cuidado!
Y
se alejó. A los cuatro o cinco pasos ocurriósele volver la cabeza.
Andresito
había dejado caer la moneda al suelo, y sollozaba, tapándose la cara con las manos.
El coronel se volvió rápidamente.
–¿Estás
llorando? ¿Por qué? No llores, hijo mío.
–Porque
lo quiero mucho… Porque es el único que me quiere en el mundo –gimió Andrés.
–¿Pues
de quién eres hijo? –preguntó el coronel sorprendido.
–Soy
de la Inclusa.
–¿Cómo?
–gritó Polifemo.
–Soy
hospiciano.
Entonces
vimos al coronel demudarse. Abalanzose al niño, le separó las manos de la cara,
le enjugó las lágrimas con su pañuelo, lo abrazó y lo besó, repitiendo con agitación:
–¡Perdona,
hijo mío, perdona! No hagas caso de lo que te he dicho… Yo no lo sabía… Llévate
el perro cuando se te antoje… Tenlo contigo el tiempo que quieras, ¿sabes…? Todo
el tiempo que quieras…
Y
después que lo hubo serenado con estas y otras razones, proferidas con un registro
de voz que nosotros no sospechábamos en él, se fue de nuevo al paseo, volviéndose
repetidas veces para gritarle:
–Puedes
llevártelo cuando quieras, sabes, ¿hijo mío…? Cuando quieras… ¿lo oyes?
Dios
me perdone, pero juraría haber visto una lágrima en el ojo sangriento de Polifemo.
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