Fernán Caballero
Era vez y vez una cabra,
muy mujer de bien, que tenía tres chivitas que había criado muy bien, y metiditas
en su casa.
En
una ocasión en que iban por los montes vio a una avispa que se estaba ahogando en
un arroyo; le alargó una rama, y la avispa se subió en ella y se salvó:
–¡Dios
te lo pague, que has hecho una buena obra de caridad! –le dijo la avispa a la cabra–.
Si alguna vez me necesitas, ve a aquel paredón derrumbado, que allí está mi convento.
Tiene este muchas celditas que no están enjalbegadas, porque la comunidad es muy
pobre, y no tiene para comprar la cal. Pregunta por la madre abadesa, que esa soy
yo, y al punto saldré y te servir de muy buen agrado en lo que me ocupes.
Dicho
lo cual echó a volar cantando maitines.
Pocos
días después les dijo una mañana temprano la cabra a sus chivitas:
–Voy
al monte por una carguita de leña. Vosotras encerraos, atrancad bien la puerta,
y cuidado con no abrir a nadie, porque anda por aquí el Carlanco. Solo abriréis
cuando yo os diga:
¡Abrid,
hijitas, abrid!
Que soy la madre que os parí.
Las
chivitas, que eran muy bien mandadas, lo hicieron todo como se lo había encargado
su madre.
Y
cate usted ahí que llaman a la puerta, y que oyen una voz como la de un becerro,
que dice:
¡Abrid,
que soy el Carlanco!
Que montes y peñas arranco.
Las
cabritas, que tenían su puerta muy bien atrancada, le respondieron desde dentro:
–¡Ábrela,
guapo!
Y
como no pudo, se fue hecho un veneno, y prometiéndoles que se la habían de pagar.
A
la mañana siguiente fue y se escondió, y oyó lo que la madre les dijo a las chivitas,
que fue lo propio del día antes. A la tarde se vino muy dequedito, y remedando la
voz de la cabra, se puso a decir:
¡Abrid,
hijitas, abrid!
Que soy la madre que os parí.
Las
chivitas, que creyeron que era su madre, fueron y abrieron la puerta, y vieron que
era el mismísimo Carlanco en propia persona.
Echáronse
a correr, y se subieron por una escalera al sobrado, y la tiraron tras sí; de manera
que el Carlanco no pudo subir. Este, enrabiado, cerró la puerta, y se puso a dar
vueltas por la estancia, pegando unos bufidos y dando unos resoplidos que a las
pobres cabritas se les helaba la sangre en las venas.
Llegó
en esto su madre, que les dijo:
¡Abrid,
hijitas, abrid!
Que soy la madre que os parí.
Ellas,
desde su sobrado, le gritaron que no podían, porque estaba allí el Carlanco.
Entonces
la cabrita soltó su carguita de leña, y como las cabras son tan ligeras, se puso
mas pronto que la luz en el convento de las avispas, y llamó:
–¿Quién
es? –preguntó la tornera.
–Madre,
soy una cabrita, para servir a usted.
–¿Una
cabrita aquí, en este convento de avispas descalzas y recoletas? ¡Vaya, ni por pienso!
Pasa tu camino y Dios te ayude –dijo la tornera.
–Llame
usted a la madre abadesa, que traigo prisa –dijo la cabrita–; si no voy por el abejaruco,
que le vi al venir por acá.
La
tornera se asustó con la amenaza, y avisó a la madre abadesa, que vino, y la cabrita
le contó lo que pasaba.
–Voy
a socorrerte, cabrita de buen corazón –le dijo–. Vamos a tu casa.
Cuando
llegaron, se coló la avispa por el agujero de la llave, y se puso a picar al Carlanco,
ya en los ojos, ya en las narices, de manera que lo desatentó y echó a correr que
echaba incendios; y yo
Pasé
por la cabreriza,
y allí me dieron dos quesos:
uno para mí, y el otro
para el que escuchare aquesto.
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