Émile Zola
I
Yo vivía entonces
en la calle Gracieuse, en la buhardilla de mis veinte años. La calle Gracieuse es
una calleja escarpada que baja de la colina Saint-Victor, por detrás del Jardin
des Plantes. Subía las dos plantas –las casas son bajas en esa zona– ayudándome
con una cuerda para no resbalar en los escalones desgastados y llegaba así a mi
tugurio en la más completa oscuridad. El cuarto, grande y frío, tenía la desnudez
y la claridad amarillenta de una tumba. Tuve no obstante días alegres en medio de
aquella sombra, días en los que mi corazón emitía destellos.
Además,
me llegaban risas de niña de la buhardilla de al lado, que estaba ocupada por una
familia, padre, madre y una niña de siete u ocho años. El padre tenía un aspecto
anguloso, con la cabeza plantada de través entre dos hombros puntiagudos. Su rostro
huesudo era pálido, con unos gruesos ojos negros por debajo de unas cejas anchas.
Aquel hombre, en medio de aquel rostro lúgubre, conservaba no obstante una agradable
sonrisa tímida; habríase dicho un niño grande de cincuenta años que se turbaba,
se ruborizaba como una chica. Buscaba la sombra, se deslizaba a lo largo de los
muros con la humildad de un presidiario indultado. Unos cuantos saludos intercambiados
lo habían convertido en un amigo. Me agradaba aquella cara extraña, repleta de una
bondad inquieta. Poco a poco, habíamos llegado a darnos la mano.
II
Al cabo de seis
meses, ignoraba aún el oficio que permitía vivir a mi vecino Jacques y a su familia.
Él hablaba poco. Por pura curiosidad, le había preguntado al respecto a su mujer
en dos o tres ocasiones, pero sólo había logrado sacarle respuestas evasivas, pronunciadas
con vergüenza.
Un
día, –había llovido la víspera y mi corazón estaba algo nostálgico–, cuando bajaba
por el bulevar del Enfer, vi venir hacia mí a uno de esos parias del pueblo obrero
de París, un hombre vestido y tocado de negro, con corbata blanca, que llevaba debajo
del brazo el estrecho ataúd de un recién nacido.
Iba
con la cabeza gacha, llevando su ligero paquete con una indolencia meditabunda,
dándole con el pie a los guijarros de la calle. La mañana era blanca. Me impresionó
aquella tristeza que pasaba. Al oír mis pasos, el hombre levantó la cabeza y luego
la volvió rápidamente; pero era demasiado tarde, ya lo había reconocido. Mi vecino
Jacques era, pues, enterrador. Lo vi alejarse, avergonzado de su vergüenza. Lamenté
no haber ido por la otra acera. Y se alejaba, con la cabeza más baja, diciéndose
sin duda que acaba de perder el apretón de manos que intercambiábamos cada noche.
III
Al día siguiente
me lo encontré en la escalera. Se echó tímidamente hacia a la pared, haciéndose
pequeño, pequeño, recogiendo con humildad los pliegues de su uniforme para que el
paño no rozara mi ropa. Estaba allí, con la frente inclinada, y yo veía su pobre
cabeza gris temblando de emoción.
Me
detuve mirándolo de frente y le tendí la mano. Él levantó la cabeza, titubeó, me
miró de frente a su vez. Vi sus gruesos ojos agitarse y su cara pálida teñirse de
rojo. Luego, cogiéndome por un brazo bruscamente, me llevó hasta mi buhardilla donde
recuperó el habla.
–Es
usted un buen chico, –me dijo–; su apretón de mano acaba de hacerme olvidar muchas
miradas desagradables.
Se
sentó y se confesó conmigo. Me dijo que antes de ser del oficio, como los demás,
sentía cierto malestar cuando se encontraba con un enterrador. Pero, después, en
sus largas horas caminando en medio del silencio de los cortejos fúnebres, había
reflexionado sobre ello y se había sorprendido de la repugnancia y del temor que
levantaba a su paso. Yo tenía entonces veinte años y habría sido capaz de abrazar
a un verdugo. Me lancé a hacer consideraciones filosóficas, queriendo demostrar
a mi vecino Jacques que su trabajo era santo. Pero él encogió sus puntiagudos hombros,
se frotó las manos en silencio, y prosiguió con su voz lenta y tímida:
–¿Sabe
una cosa, señor? Los comentarios del barrio, las malas miradas de los transeúntes,
me preocupan poco con tal de que mi mujer y mi hija tengan qué comer. Sólo hay una
cosa que me inquieta. Cuando pienso en ello, no puedo dormir. Mi mujer y yo ya somos
viejos y ya no sentimos vergüenza. Pero las chicas es distinto. Mi pobre Marthe
se avergonzará de mí más tarde. Cuando tenía cinco años, vio a uno de mis colegas
y le dio tanto miedo, lloró tanto, que no me he atrevido aún a ponerme el uniforme
negro delante de ella. Me visto y me desvisto en la escalera.
Tuve
lástima de mi vecino Jacques; le ofrecí que depositara su uniforme en mi cuarto
y viniera a ponérselo o quitárselo a su gusto, al abrigo del frío. Él adoptó mil
precauciones para transportar a mi cuarto su siniestra ropa. A partir de aquel día,
lo vi regularmente mañana y tarde. Se arreglaba en un rincón de mi buhardilla.
IV
Yo tenía un viejo
cofre cuya madera se estaba deshaciendo a causa de la carcoma. Mi vecino Jacques
lo convirtió en su guardarropa; forró el fondo con periódicos y dobló en él delicadamente
su uniforme negro.
A
veces, por la noche, cuando alguna pesadilla me despertaba sobresaltado, echaba
una mirada despavorida hacia el viejo cofre que se extendía junto a la pared como
un ataúd. Y me parecía ver salir de él el sombrero, el abrigo negro, la corbata
blanca. El sombrero rodaba alrededor de mi cama, zumbando y saltando a pequeños
brincos nerviosos; el abrigo se ensanchaba y agitando sus faldones como grandes
alas negras, volaba por el cuarto, amplio y silencioso; la corbata blanca se alargaba,
se alargaba, luego se ponía a reptar suavemente hacia mí con la cabeza levantada
y la cola en movimiento. Yo abría los ojos desmesuradamente y veía el viejo cofre
inmóvil y oscuro en su rincón.
V
En aquella época
yo vivía en sueños, sueños de amor, también sueños de tristeza. Me complacía en
mi pesadilla; amaba a mi vecino Jacques porque vivía con los muertos y porque me
aportaba los desagradables olores de los cementerios. Me hacía confidencias. Y empecé
a escribir las primeras páginas de Las memorias de un sepulturero. Por la
noche, antes de quitarse la ropa, mi vecino Jacques se sentaba sobre el viejo cofre
y me contaba su jornada. Le gustaba hablar de sus muertos. Unas veces era una chica,
una pobre niña que había muerto tísica y que pesaba poco; otras veces era un anciano,
un anciano cuyo ataúd le había partido los brazos; era un funcionario importante
y debía haberse llevado todo su oro en los bolsillos. Yo tenía detalles íntimos
acerca de cada muerto; conocía su peso, los ruidos que se habían producido dentro
de los ataúdes, la forma en la que había sido necesario bajarlos por los codos de
las escaleras.
Ciertas
noches mi vecino Jacques volvía más charlatán y comunicativo. Se apoyaba en las
paredes, con el uniforme al hombro y el sombrero echado hacia atrás. Había dado
con unos herederos generosos que le habían pagado “los tragos y el trozo de queso
de Brie del consuelo”. Y acababa por enternecerse; me juraba que, cuando llegara
el momento, me depositaría en tierra con la suavidad de una mano amiga. Viví así
más de un año en plena necrología.
Una
mañana mi vecino Jacques no vino. Ocho días después estaba muerto. Cuando dos de
sus colegas se llevaron su cuerpo yo me encontraba en el quicio de mi cuarto. Los
oí bromear mientras bajaban el ataúd que se quejaba sordamente a cada golpe. Uno
de ellos, pequeño y gordo, le decía al otro, alto y delgado:
–“Le
croque–mort est croqué”, el enterrador la ha palmado.
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