Pablo Palacio
–Usted fue, sí, usted
fue.
–¿Señora…?
–Le
digo que fue usted; no sea sinvergüenza.
–Pero…
¡señora!… perdone: no sé de lo que se trata.
–¡Ah!
Cínico… Devuélvame enseguida lo que ha cogido.
El
hombre sintió un crujido en el armatoste de su buen juicio y se quedó viendo la
cara de la rabiosa con ojos desencajados.
–¿Fue
usted quien estuvo sentado junto a mí en el Teatro?
–…
Sí, señora; así me parece…
–Entonces,
¿qué hizo de mi saquito de joyas?
–Pero,
¿qué saquito de joyas?
–¡Oh!
Esto es demasiado. Y ¡claro!, no podía ser de otra manera. ¡A lo que hemos
llegado! Usted se va conmigo, jovencito, y no diga nada porque no quiero
hacerle tomar un chasco. ¡Se ha de creer que sea yo quien sienta vergüenza
antes que él!
En
la comedia moderna, el automóvil es un personaje interesantísimo; así es que se
acercó un automóvil.
–A
la policía.
Anonadamiento.
“¿Estoy yo loco o está ella loca? ¿Sueño o no sueño? ¿Qué es lo que me pasa?
¿Soy ladrón o no soy ladrón? ¿Existo o no existo?”. Alto grado de estupidez.
–¡Pero,
señora!
–¡Vuelve
usted con lo mismo! No me va a ser posible entenderme con usted. Ya se lo he
dicho. Lo que tiene que hacer es devolverme lo que ha cogido y no venirme con
lamentaciones. Nada de esto hubiera pasado si usted me habría devuelto eso
enseguida. ¿A qué vienen sus fingimientos?
–Se
lo juro, señora: no sé qué es lo que usted me reclama.
–¡Cállese!
¡Cállese! Me va hacer encolerizar. Tengo convencimiento de que fue usted y
por eso hago lo que hago. Y no sé bien por qué procedo así. A pesar de la
monstruosidad que
acaba de cometer, me ha simpatizado; si no, estuviera ya en la Policía y
vergonzosamente. Pero por algo noto que es una persona decente y estoy segura
de que no sufrirá el bochorno de las investigaciones.
Policía.
–Vea,
joven, por Dios, devuélvame el saquito. Son joyas valiosísimas y es lo único
que tengo. Figúrese usted lo que me va a decir mi marido cuando venga. ¡Ah! y
todo por la ausencia de él… Lo que me va a decir cuando venga. Vea, joven,
compadézcame…
–Bueno,
diablos, ¿qué es lo que pasa? Le he dicho que no tengo nada suyo. ¿Entiende
usted?: No ten-go-na-da-su-yo. Ya estamos en la policía. Siga, señora.
–No,
no baje; no se moleste. Yo no quiero hacerle quedar mal. Caramba, caramba.
Calle usted. No, no; esto no puede ser. Yo sé que usted se compadecerá de mí.
Adolfo, siga a casa.
–¡Maldición!
Y
estupidez definitiva: “¿La mato o no la mato? ¿Estoy loco o está loca? ¿Qué
hora es? ¿A dónde voy? ¿Hay un amigo tras la noche o un enemigo? ¿Quién es esta
mujer? ¿He robado o no he robado?
–No
intente arrojarse… Se estrellaría. Vaya más ligero, Adolfo; más ligero.
Y
como el viaje fuera largo, el hombre tuvo miedo.
Brillaban
dos ojos de gata.
Naturalmente,
empezó a llover fuerte.
–No
recele de nada. ¿Cree usted peligrosa a una mujer sola, en la noche? Oh, qué
niño… No nos lo comeremos a usted. Pero, hable. ¿Por qué no habla? ¿Se le ha
secado la boca?
Silencio
empedernido. Desfile, ante la imaginación, de todos los gestos, actitudes y
aptitudes de lo absurdo.
–Ya
hemos llegado. Tenga la bondad de bajar, joven. No: por acá. No tenga ningún
recelo. Fíjese usted en el peligro que le ofrece una mujer sola. Entre. Suba.
Caramba, el susto que me ha dado. Yo creí no volver a ver más aquello, que es
lo único que tengo. Ay, pero hace un frío terrible. Entre, siéntese.
(Silencio). Ahora lo que necesito son las joyas. Hágame el favor, joven.
–Pero,
señora, ¿qué es lo que le pasa? Se lo he repetido hasta la saciedad: yo no
tengo sus joyas.
–Bueno,
primeramente, dígame por qué me dice señora…
–…Porque
así lo parece.
Y
la señora rio.
–Caramba,
caramba… Perdóneme usted que sea tan molestosa; pero, ya comprenderá… mi
situación es de las más difíciles… Ya sabe usted que mi marido está ausente, y
puede caerme aquí de sorpresa después de dos, tres, cuatro días… ¿Y qué le diré
yo de esas joyas? Como él es un poco celoso, quién sabe qué cosas va a
figurarse… ¡Ay, no, Dios mio, cuando yo pienso en lo que él puede pensar de mi,
soy capaz de enterrarme viva…! Perdóneme; yo sé que estoy obrando muy
indiscretamente, pero es que ahora no puedo hacer nada bien… Permítame que le
exija su abrigo…
La
señora buscó inútilmente en todos los bolsillos y lo colocó sobre una silla.
–¡Oh!
Pero no vuelva a ponérselo. Aguarde usted. Caramba; pero qué frías tiene las
manos. ¿Quiere tomar una copita? ¿Ron? ¿Cognac? ¿Whisky?
–No
bebo nada, señora.
–Uff,
qué seriedad… Es de ver al chiquillo. ¿Me perdona un momento? Yo misma voy a
traer, porque no quiero despertar a los criados, y ya veremos si rehúsa. De
paso traeré también un pequeño utensilio para que arreglemos lo de las joyas.
Por
fuerza, había dejado de llover.
Miradas
rápidas y alocadas. Una ventana baja fue el milagro. Puesto que no había
peligro de que se rompiera la osamenta, por allí debía salvarse el hombre –y
también el cuentista–, para, luego, azorado, hundirse en el camino.
Al
ruido de la ventana, es evidente que la señora debió regresar a la sala: al no
encontrar a la víctima, salir a ver presurosamente, hostil, rabiosa, dada a los
mil diablos.
Se
mesaría los cabellos. Echaría en el lago quieto de la noche, atado al final de
su larga mirada exploradora, este volumen:
–¡Zoquete!
Una
honda golpeará el estupor del hombre.
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