Shirley Jackson
David Turner, que lo hacía
todo con pequeños movimientos rápidos, apretó el paso desde la parada del autobús
de la avenida hacia su calle. Llegó a la tienda de la esquina y titubeó. Tenía que
comprar algo allí. Mantequilla, recordó con alivio; por la mañana, cuando iba por
la avenida hasta la parada del autobús, se había dicho y repetido: “Mantequilla,
no olvides la mantequilla cuando vuelvas a casa esta tarde, cuando pases por la
tienda acuérdate de la mantequilla”. Entró en la tienda y aguardó turno examinando
las latas de los estantes. Al fondo había embutido de cerdo enlatado, y corned-beef.
Una bandeja de bollos de pan le llamó la atención, y la mujer que lo precedía terminó
de pedir y le llegó el turno.
–¿Cuánto
cuesta la mantequilla? –preguntó David con cautela.
–Ochenta
y nueve –respondió el tendero con desenvoltura.
–¿Ochenta
y nueve? –David frunció el ceño.
–Eso
es –replicó el tendero, y volvió la mirada al cliente que esperaba detrás de David.
–Un
cuarto de libra, por favor –dijo David–. Y media docena de bollos.
Mientras
llevaba el paquete a su casa, pensó que, realmente, no debería comprar más en esa
tienda; ya lo conocían lo suficiente como para tratarlo con más educación.
En
el buzón había carta de su madre. La introdujo en la bolsa de los bollos y subió
a su apartamento del tercer piso. No había luz en el apartamento de Marcia, el único
del rellano además del suyo. David llegó hasta su puerta, introdujo la llave y encendió
la luz al pasar el umbral. Esa noche, como todas las noches cuando regresaba, el
apartamento parecía cálido, acogedor y satisfactorio; el pequeño vestíbulo, con
la pulcra mesilla y cuatro sillas cuidadas y el jarrón de las caléndulas contra
las paredes verde claro que había pintado el propio David; detrás, la cocina y,
más allá, el gran salón donde David leía y dormía, cuyo techo era un problema perpetuo
para él, pues el yeso saltaba en una de las esquinas y ningún poder terrenal era
capaz de disimularlo. David se consolaba del permanente desconchado con el pensamiento
de que si no hubiera alquilado el apartamento en una de aquellas casas tradicionales
de tres pisos, no se caería el yeso del techo, pero, por el dinero que pagaba allí,
no encontraría en ninguna otra parte un lugar con vestíbulo, cocina y una sala tan
grande.
Dejó
la bolsa en la mesa y guardó la mantequilla en el frigorífico y los bollos en el
canasto del pan. Dobló la bolsa vacía y la guardó en un cajón de la cocina. Después
colgó el abrigo en el armario del vestíbulo y pasó a la habitación, que él llamaba
sala de estar, donde encendió la luz del escritorio. El adjetivo que le sugería
la estancia era “encantadora”. Siempre había tenido preferencia por los amarillos
y marrones y había pintado con sus propias manos el escritorio y las estanterías
para libros y las mesas auxiliares, incluso había pintado las paredes y había rebuscado
por toda la ciudad para dar con las cortinas exactas, en tonos canela y estampado
estilo tweedy que tenía en la cabeza. Se sentía satisfecho con la sala;
la alfombra era de un marrón oscuro intenso a juego con los tonos más oscuros de
las cortinas, el mobiliario era casi amarillo y la tapicería del sofá del estudio
y las pantallas de las lámparas eran anaranjadas. La hilera de plantas del alféizar
de las ventanas proporcionaba el toque de verde que necesitaba la estancia; en aquel
momento, David andaba buscando un adorno para la mesilla auxiliar, pero había puesto
su corazón en un jarrón bajo, verde translúcido, para más caléndulas, y tales cosas
costaban más de lo que se podía permitir después de haber comprado los cubiertos.
No
podía entrar en aquella sala sin sentir que era el hogar más confortable que había
tenido nunca; esa noche, como siempre, dejó que su mirada vagara lentamente en torno
a la estancia, desde el sofá a las cortinas y las estanterías, imaginó el jarrón
verde en la mesilla auxiliar y suspiró al volver al escritorio. Alzó la pluma de
su soporte, tomó una hoja de papel de notas ordenadamente dispuesto en uno de los
compartimentos del escritorio y escribió con esmero: “Querida Marcia, no olvides
que esta noche vienes a cenar. Te espero cerca de las seis”. Firmó la nota con una
“D” y tomó la llave del apartamento de Marcia, que estaba en la bandeja del portaplumas
del escritorio. David tenía una llave del apartamento de Marcia porque la muchacha
no estaba nunca en casa cuando pasaba el repartidor de la lavandería, ni cuando
venía el operario a reparar el frigorífico o el teléfono o las ventanas, y alguien
tenía que franquearles el paso puesto que el casero era reacio a subir los tres
pisos con la llave maestra. Marcia no había mostrado nunca el menor interés por
tener la llave del apartamento de David y este no se la había ofrecido nunca, pues
le gustaba tener la única llave de su casa bien guardada en el bolsillo; la pieza
de metal, pequeña y sólida, que constituía el único acceso a su hogar cálido y confortable,
tenía un tacto agradable en su mano.
Dejó
abierta su puerta y recorrió el pasillo a oscuras hasta el otro apartamento. Abrió
la puerta con la llave y encendió la luz. A David no le agradaba entrar en el apartamento,
cuya distribución era idéntica a la del suyo –vestíbulo, pequeña cocina y sala de
estar– y le recordaba constantemente el primer día que había pasado en este, cuando
el pensamiento de la minuciosa tarea que le esperaba hasta tenerlo acondicionado
lo había puesto al borde de la desesperación. El hogar de Marcia apenas tenía muebles
y estaba desordenado; un piano vertical que un amigo le había regalado recientemente
estaba colocado transversalmente, invadiendo el vestíbulo porque este era demasiado
estrecho y la sala grande estaba demasiado llena y revuelta para que el instrumento
cupiera holgadamente en ninguna parte; la cama de Marcia estaba sin hacer y en el
suelo había un montón de ropa sucia para la lavandería. La ventana llevaba abierta
todo el día y el viento había esparcido unos papeles por el suelo. Cerró la ventana,
dudó en recogerlos y finalmente decidió marcharse enseguida. Dejó la nota sobre
las teclas del piano y cerró la puerta al salir.
De
nuevo en su apartamento, se dispuso con alegría a preparar la cena. La noche anterior
había hecho un poco de carne asada, la mayor parte de la cual estaba todavía en
el frigorífico; la cortó en rebanadas finas y las dispuso en una fuente con perejil.
La vajilla era anaranjada, casi del mismo color que la funda del sofá, y David disfrutó
preparando una ensalada en la fuente anaranjada, con la lechuga y las rodajas finas
de pepino. Puso café a hacer y cortó unas papas para freír y luego, mientras la
cena iba cocinándose como era debido, se dedicó amorosamente a poner la mesa. Primero,
el mantel; verde claro, por supuesto. Y las dos servilletas verdes limpias. Los
platos anaranjados y la taza y el platillo a juego en cada lado. La bandeja de bollos
en el centro y el extraño servicio para la sal y la pimienta, con dos ranas verdes.
Dos vasos –comprados en un almacén barato, pero con unas finas bandas verdes alrededor–
y por último, con gran cuidado, los cubiertos. Poco a poco, con ternura, David estaba
completando la cubertería; había empezado con un modesto servicio para dos y había
ido añadiendo elementos hasta contar ya con más de cuatro servicios completos, aunque
todavía no tenía los seis, para los que le faltaban los tenedores de ensalada y
las cucharas soperas. Había escogido un modelo serio y elegante, que iría bien en
cualquier mesa, y cada mañana disfrutaba de un desayuno que iniciaba con una reluciente
cuchara de plata para la toronja, y seguía con un compacto cuchillo de mantequilla
para el pan tostado y otro sólido y pesado para romper el cascarón del huevo, y
una cucharilla de plata para el café, en el cual echaba el azúcar con otra cucharilla
destinada exclusivamente a tal cometido. Guardaba la cubertería en una caja a prueba
de óxidos, colocada en un estante elevado para ella sola, y David la bajó con cuidado
para sacar un servicio para dos. Dispuesta en la mesa, producía un efecto ostentoso:
cuchillos, tenedores, tenedores de ensalada, más tenedores para el pastel, una cuchara
para cada plato y los cubiertos especiales de servir: la cucharilla del azúcar,
las cucharas grandes de servir las papas y la ensalada, el tenedor de pinchar la
carne y el del pastel. Cuando tuvo distribuidos en la mesa todos los cubiertos que
podían utilizar dos personas, volvió a dejar la caja en el estante y se apartó unos
pasos de la mesa, comprobando cada detalle y admirando su aspecto limpio y reluciente.
Luego, David pasó a la sala de estar a leer la carta de su madre y esperar a Marcia.
Las
papas terminaron de cocerse antes de que llegara Marcia y entonces, de pronto, la
puerta se abrió de golpe y apareció Marcia con un grito y un aire fresco y desordenado.
Era una muchacha alta y hermosa, de voz potente, envuelta en una sucia gabardina.
–No
me olvidé, Davie –dijo al entrar–, solo llego tarde como de costumbre. ¿Qué hay
de cenar? No estarás enfadado, ¿verdad?
David
se incorporó y se acercó para hacerse cargo de la gabardina.
–Te
dejé una nota –dijo.
–No
la vi. No pasé por la casa. Aquí hay algo que huele muy bien.
–Papas
fritas –explicó David–. Todo está a punto.
–¡Dios
mío! –Marcia se dejó caer en una silla y quedó con las piernas extendidas hacia
adelante y los brazos colgando a los costados–. Estoy cansada. Afuera hace frío.
–La
temperatura estaba bajando cuando volví a casa –asintió David, mientras empezaba
a colocar la cena en la mesa: la fuente de la carne, la ensalada y un cuenco de
papas fritas. Iba y venía de la cocina a la mesa, evitando los pies de Marcia–.
Creo que no has estado aquí desde que tengo la cubertería –dijo.
Marcia
caminó briosamente hasta la mesa y levantó una cuchara.
–Es
muy bonita –comentó, pasando el dedo por el contorno–. Da gusto comer con ella.
–La
cena está a punto –anunció David. Separó de la mesa la silla destinada a Marcia
y aguardó a que tomara asiento.
Marcia
siempre tenía hambre y se sirvió carne, papas y lechuga sin admirar los cubiertos
de servir, y empezó a comer con entusiasmo.
–Todo
está precioso –comentó luego. La comida está magnífica, Davie.
–Me
alegro de que te guste –respondió David. Le gustaba el tacto del tenedor en la mano,
e incluso la visión del tenedor subiendo hasta la boca de Marcia.
La
muchacha hizo un gesto amplio con la mano.
–Me
refiero a todo en general –explicó–: el mobiliario, la decoración tan bonita, la
cena, todo…
–Me
gusta tener las cosas así –dijo David.
–Ya
lo sé –la voz de Marcia sonó lastimera–. Supongo que alguien debería enseñarme.
–Sí,
deberías tener más aseada tu casa –confirmó David–. Al menos, tendrías que poner
cortinas, y acordarte de cerrar las ventanas.
–Siempre
se me olvida –dijo ella–. Davie, eres un cocinero maravilloso.
Apartó
el plato y soltó un suspiro. David se sonrojó de felicidad.
–Me
alegro de que te guste –dijo de nuevo, y se echó a reír–. Anoche preparé un pastel.
–¡Un
pastel! –Marcia lo miró unos instantes y luego aventuró–: ¿De manzana?
David
negó con la cabeza y ella dijo:
–¿De
piña?
Él
volvió a negar con la cabeza y, sin poder aguantar más para revelarlo, anunció:
–¡De
cerezas!
–¡Dios
mío! –Marcia se incorporó, siguió a David a la cocina y se asomó por encima de su
hombro mientras él sacaba el pastel de la alacena–. ¿Es el primer pastel que haces?
–He
hecho dos antes –reconoció David–, pero este me salió mejor que los otros.
La
muchacha lo observó con aire feliz mientras él cortaba grandes porciones de pastel
y las colocaba en otros platos anaranjados; luego, Marcia llevó su propio plato
a la mesa, saboreó el pastel e hizo mudos gestos de aprecio. David cató el pastel
y murmuró con espíritu crítico:
–Creo
que está un poco ácido. Me quedé sin azúcar.
–Está
perfecto –aseguró ella–. Siempre me ha gustado el pastel de cerezas muy ácido. Incluso
diría que este no lo es lo suficiente.
David
despejó la mesa y sirvió el café y, mientras volvía a poner la cafetera al fuego,
Marcia anunció:
–Están
llamando a mi puerta.
Abrió
la puerta del apartamento y prestó atención. Los dos oyeron sonar el timbre. La
muchacha pulsó el botón del apartamento de David que abría la puerta principal del
edificio y les llegó el ruido lejano de unas fuertes pisadas que iniciaban la ascensión
por la escalera. Marcia dejó abierta la puerta del apartamento y volvió a la taza
de café.
–Es
muy probable que sea el casero –dijo–. Volví a retrasarme en el alquiler–. Cuando
las pisadas llegaron al último rellano, la muchacha gritó–: ¿Hola? –echándose atrás
en la silla para observar el pasillo por la puerta abierta. Después añadió–: ¡Vaya,
el señor Harris! –se levantó, acudió a la puerta y alargó la mano–. Entre.
–Se
me ocurrió pasar a hacerle una visita –dijo el señor Harris. Era un hombre muy corpulento
cuya mirada se posó con curiosidad sobre las tazas de café y los platos vacíos que
ocupaban la mesa–. No quiero interrumpirles la cena.
–No
tiene importancia –afirmó Marcia, tirando de él para que entrara–. Solo es Davie.
Davie, este es el señor Harris; trabaja en la oficina. Le presento a David Turner.
–¿Cómo
está usted? –dijo David con educación. El hombre lo miró detenidamente y dijo a
su vez:
–¿Cómo
está usted?
–Siéntese,
siéntese –dijo Marcia, acercando una silla–. ¿No hay una taza más para el señor
Harris, Davie?
–No
se molesten, por favor –se apresuró a decir el recién llegado–. Solo pretendía pasar
a saludarla.
Mientras
sacaba otra taza y otro platillo y bajaba una cucharilla de la caja de la cubertería
a prueba de óxidos, Marcia comentó:
–¿Le
gustaría probar un pastel casero?
–¡Vaya!
–exclamó el señor Harris con admiración–. Ya he olvidado qué aspecto tiene un pastel
casero.
–Davie
–dijo alegremente Marcia–, ¿te importaría cortar un trozo de pastel para el señor
Harris?
Sin
una palabra, David sacó un tenedor de postre de la cubertería y tomó un plato y
colocó en él un pedazo de pastel. Sus planes para la velada habían sido vagos; incluían
tal vez ir a ver una película, si no hacía demasiado frío en la calle, y al menos
una breve charla con Marcia sobre el estado de su apartamento.
El
señor Harris se estaba instalando en su silla y, cuando David puso el pastel delante
de él, en silencio, lo miró con admiración durante un minuto antes de probarlo.
–¡Vaya!
–dijo finalmente–, esto es un señor pastel –miró a Marcia y aseguró–: Un pastel
excelente.
–¿Le
gusta? –preguntó Marcia con modestia. Alzó los ojos hacia David y le sonrió por
encima de la cabeza del señor Harris–. No había hecho más de dos o tres antes de
este –aseguró.
David
levantó una mano para protestar pero el señor Harris se volvió hacia él y preguntó:
–¿Ha
comido un pastel más delicioso en su vida?
–Me
parece que a Davie no le gustó mucho –intervino Marcia con aire travieso–. Creo
que lo encuentra demasiado ácido.
–A
mí me gustan ácidos –afirmó el señor Harris, dirigiendo una mirada suspicaz a David–.
El pastel de cerezas tiene que ser ácido.
–En
fin, me alegro de que le guste –dijo Marcia.
El
señor Harris tomó el último bocado de pastel, apuró el café y se acomodó en la silla.
–Me
alegro de haber pasado a verla.
El
deseo de David de librarse del señor Harris se había transformado imperceptiblemente
en una urgencia por librarse de los dos; su casa aseada, su bella cubertería, no
eran para utilizarlas como vehículos para aquella sarta de fatuidades que estaban
representando Marcia y el señor Harris; casi con brusquedad, apartó la taza de café
del brazo que Marcia había extendido sobre la mesa, la llevó a la cocina y volvió
y puso la mano en la taza del señor Harris.
–No
te molestes, Davie, de verdad –dijo Marcia. Alzó la vista y le sonrió de nuevo,
como si ella y David fueran conspiradores contra el señor Harris–. Yo me encargaré
de todo mañana, cielo.
–Claro
–intervino el señor Harris, poniéndose en pie–. Que esperen. Vamos a sentarnos donde
estemos más cómodos.
Marcia
se incorporó y lo condujo a la sala. Los dos se sentaron en el sofá del estudio.
–Ven
con nosotros, Davie –dijo ella.
La
visión de su bella mesa cubierta de platos sucios y ceniza de cigarrillo retuvo
a David. Llevó platos y tazas y cubiertos a la cocina y los apiló en el fregadero
y luego, como no soportaba la idea de dejarlos allí un segundo más, con la suciedad
endureciéndose en ellos poco a poco, se puso el delantal y empezó a lavarlos meticulosamente.
De vez en cuando, mientras los enjuagaba y los secaba para guardarlos, oía a Marcia
preguntar: “Davie, ¿qué andas haciendo?”, o: “Davie, ¿por qué no dejas todo y vienes
a sentarte?” Una de las veces dijo: “Davie, no quiero que laves todos esos platos”,
y el señor Harris añadió: “Déjalo que trabaje. Así es feliz”.
David
volvió a colocar en el estante las tazas y platillos anaranjados que acababa de
limpiar. Para entonces, la tacita del señor Harris resultaba irreconocible; nadie
podía decir cuál, de la hilera de tacitas limpias, era la que había utilizado, o
cuál había estado manchada con el carmín de Marcia, ni cuál había contenido el café
de David, que este había terminado en la cocina. Finalmente, bajando la caja a prueba
de óxidos, guardó la cubertería. Primero, todos los tenedores en los pequeños surcos
que contenían dos tenedores cada uno –más adelante, cuando tuviera el juego completo,
cada surco contendría cuatro piezas–, y luego las cucharas, apiladas limpiamente
una encima de otra en sus surcos, y los cuchillos bien ordenados, todos mirando
al mismo lado, en las cintas especiales de la tapa de la caja. Cuando los cuchillos
de la mantequilla y las cucharas de servir y el cuchillo del pastel estuvieron en
sus respectivos lugares, David cerró la tapa sobre el delicioso y reluciente juego
de cubiertos y devolvió la caja a su estante. Tras escurrir el agua del estropajo
y colgar el paño de cocina y quitarse el delantal, dio por terminada la tarea y
se dirigió lentamente a la sala de estar. Marcia y el señor Harris estaban sentados
muy juntos en el sofá, charlando animadamente.
–Mi
padre también se llamaba James –oyó comentar a Marcia cuando entró, como si diera
por terminada una discusión. Al advertir la presencia de David, la muchacha se volvió
hacia él y añadió–: David, has sido muy amable lavando todos esos platos.
–No
es nada –respondió David, incómodo. El señor Harris lo miraba con aire impaciente.
–Debería
haberte ayudado –declaró Marcia. Se produjo un silencio y, a continuación, la muchacha
añadió–: Siéntate, Davie, ¿quieres?
David
reconoció su tono; era el que utilizaban las anfitrionas cuando no sabían qué más
decir, o cuando uno llegaba a la fiesta con demasiada antelación, o se quedaban
hasta demasiado tarde. El mismo tono que él había pensado utilizar con el señor
Harris.
–James
y yo estábamos diciendo… –Marcia inició la frase, pero se detuvo y soltó una risilla–.
¿Qué estábamos diciendo? –inquirió, volviéndose hacia el señor Harris.
–Nada
importante –respondió este, sin apartar la vista de David.
–Bueno…
–murmuró Marcia, dejando que la voz se desvaneciera. Miró a David, lanzó una radiante
sonrisa y repitió–: Bueno…
El
señor Harris agarró el cenicero de la mesilla auxiliar y lo colocó en el sofá, entre
él y Marcia. Sacó un habano del bolsillo y preguntó a Marcia si le importaba que
lo encendiera. Al ver que la muchacha negaba con la cabeza, quitó la envoltura del
habano con delicadeza y mordió el extremo.
–El
humo de los habanos es bueno para las plantas –dijo confusamente con el cigarro
entre los dientes, mientras lo encendía. Marcia soltó otra risilla.
David
se puso en pie. Por un instante, pensó que iba a decir algo que empezaría con algo
así como: “Señor Harris, le agradecería que…”, pero lo que dijo en realidad, finalmente,
con las miradas de ambos pendientes de él, fue:
–Creo
que será mejor que me vaya, Marcia.
El
señor Harris se incorporó y declaró con entusiasmo:
–Desde
luego, ha sido un placer conocerlo –le tendió la mano y David la estrechó sin fuerza.
–Creo
que será mejor que me vaya –volvió a decirle a Marcia. Ella se levantó y respondió:
–Lamento
que tengas que irte tan pronto.
–Tengo
mucho trabajo que hacer –declaró David más jovialmente de lo que deseaba, y Marcia
le dedicó una nueva sonrisa como si fueran dos conspiradores; se acercó al escritorio
y dijo:
–No
olvides la llave.
Sorprendido,
David tomó la llave del apartamento de la muchacha, se despidió del señor Harris
y se dirigió a la puerta.
–Buenas
noches, Davie, cielo –le dijo Marcia desde lejos, y David respondió:
–Gracias
por una cena sencillamente maravillosa, Marcia –y cerró la puerta tras él. Cruzó
el pasillo y franqueó la puerta del apartamento de Marcia. El piano seguía invadiendo
el vestíbulo, los papeles seguían en el suelo, la ropa para lavar continuaba esparcida
por la estancia y la cama, sin hacer. David se sentó en la cama y miró a su alrededor.
La sala estaba fría y sucia y, mientras pensaba, abatido, en su hogar cálido y confortable,
le llegó desde el otro extremo del pasillo el débil sonido de unas risas y el ruido
de una silla arrastrada por el suelo. Después, también muy débil, oyó sonar la radio.
Con gesto cansino, David se inclinó y recogió un papel del suelo. Después empezó
a recogerlos uno a uno.
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